C•A•P•I•T•U•L•O• 1




Cuando Danna despertaba nunca lo hacía en el mismo lugar en que se había dormido. Bueno, «nunca» es una palabra complicada. «Nunca» es una palabra dura y, desde la perspectiva de un Fisher: tan eventual como imprecisa. Así que Danna preferiría decir, más bien, que cuando cerraba los ojos «nunca» esperaba abrirlos en el mismo lugar.

Por obra del místico funcionamiento del mundo, Danna acostumbraba a ser embestida por sucesos paranormales. El estar prácticamente rodeada de magia, en especial negra, era algo que cargaba en la sangre en forma de maleficio. Se remontaba a años en el pasado, a la generación de quien ocupaba el puesto de su tatarabuelo. El abuelo de su abuelo o, quizás, el padre del abuelo de su abuelo. Danna nunca comprendió del todo aquella línea hereditaria, así que se limitaba a llamarle «tatarabuelo» por costumbre.

Sucedía con frecuencia que, por ejemplo, un fantasma se arrinconaba en las penumbras de su cuarto. A veces le pellizcaban la piel y, otras veces, los duendes le robaban pertenencias insignificantes, pero simbólicas; calcetines, anillos, aretes o adornos para el cabello. También sucedía que, de pronto, notaba sombras murmurando en los rincones más insólitos de un escenario arbitrario. Incluso sucedía que las sombras permanecían allí un rato más después de que Danna se percatara de ellas, hasta finalmente desaparecer frente a sus ojos.

Era extraña, ciertamente, la manera en la que decidía operar el universo a veces. Todo el tema de las energías, de las sensaciones y las almas se le hacía lío, aunque ella se esforzaba por ser paciente como para entender un poco de todo lo que la rodeaba.

Con el correr de los años había logrado entender algunas cosas. Insignificantes.

Pero existía una experiencia mucho peor que las simples y eventuales percepciones. Estas experiencias, en cambio, se remontaban siglos atrás y se deslizaban de generación en generación hasta culminar en la sangre de todos los Fisher. Se trataba de algo que Danna había escuchado hasta el hartazgo cuando era niña y que, por desgracia, seguía escuchando hasta la actualidad. La oración llevaba consigo el nombre de Víctor, aquel tatarabuelo que bien podría ser un simple bisabuelo.

La maldición de Víctor.

Después de años padeciendo las influencias de la sangre que el desgraciado de Víctor había esparcido sobre toda su descendencia sin escrúpulos, su nombre había pasado a transformarse en un jugoso y recurrente insulto. Bastaba la más mínima razón y un Fisher se encontraría maldiciendo en nombre de Víctor.

Era la maldición de aquel hombre el motivo de tanta desgracia en la vida de Danna, o en la vida de cualquier Fisher. La desgraciada experiencia sucumbía cuando cerraba los ojos. Últimamente, cada vez era peor.

Había comenzado cuando Danna cumplió trece; podría afirmar que justo en el momento en que sopló las velas. De pronto, cerraba los ojos y se desaparecía en algún sitio oscuro. Sometido a una especie de letargo, su cuerpo caía rendido y dejaba de pertenecerle. Al cabo de un periodo de tiempo que desconocía, volvía a abrirlos, pero ya no se encontraba en donde se recordaba la última vez. Casi siempre su cuerpo parecía conducirse hasta puntos ciegos del pueblo de Condina. Se topaba con ella en medio de las vías de un tren que ya no transitaba la zona hacía como cincuenta años. Se hallaba medio dormida en las orillas de un río, en medio del bosque del norte, en el interior de la escuela abandonaba Misericordia de Jesús... y así.

Ese día; a siete días de la muerte de sus padres y pasado un mes de su cumpleaños dieciocho, Danna despertaba rodeada de escombros, rocas y tierra.

Sintió cómo el tosco material se enterraba entre sus huesos como por primera vez. Entre gemidos, estiró los brazos y palpó con agudeza somnolienta el alrededor.

Observando el panorama con la atención que se esperaría de alguien que acababa de despertar, Danna estudió el tiempo transcurrido en el horizonte.

¿Un día?

¿Dos?

¿Una noche?

Deseaba que solo se tratara de una noche.

Su piel helada y sus pies sucios lo confirmaban. Su tez blanca era decorada por rasguños, motas de mugre y ampollas. A juzgar el aspecto de su propio cuerpo y el amanecer que se habría paso entre las montañas, quizás la aventura nocturna se reducía a unas simples horas.

Cierta vez el espectro de un tal Javier se hizo con el cuerpo de Danna; caminó por días y la dejó varada en un departamento abandonado, sobre la cama. Esa era su maldición; la que le había sido heredada desde el momento en que decidió nacer bajo el apellido Fisher, con la sangre de su padre y los pecados de su tatarabuelo, y consistía en ser la muñeca de los muertos.

Ese frío de julio anunciaba el amanecer de todo el pueblo. Era la humedad en la tierra avivándose bajo la presencia del sol. Se elevaba, estremecía cada objeto y lo helaba. Danna era tan objeto allí como todos los escombros y rocas.

Junto a ella se alzaba el mirador. Era delgado, así que cualquiera podría tomarlo como una estructura muy alta, aunque no sobrepasara demasiado la copa de los pinos. Los cristales de sus ventanas eran aturdidos por el brillo del cielo, al punto que el mismo se reflejaba sobre ellos. Las nubes y el rosado resplandor de la madrugada se dibujaban sobre la casita que en lo alto se exponía frente a todo el pueblo. Lograba embardunarla incluso de cierta inocencia. Por eso era imposible mirar hacia adentro, aunque con frecuencia Danna intentaba avistar algo en su interior, porque siempre que se encontraba junto a él, la sensación de estar siendo observada lograba embriagarla.

Pero, ¿qué más daba esa sensación en un momento como ese? Debía volver a su hogar, si es que así podía denominar un apartamento vacío sin la presencia de nadie.

Ese día era el día.

«El día» se repitió Danna con un ardor en el pecho.

Cuando pasaban cosas como esas; cuando amanecía en un lugar que desconocía, Danna llamaba a su padre y este acudía al rescate. Su madre la esperaba con una manta, le cubría los hombros y le servía algo caliente para aliviar el impacto de las últimas horas. Sus preocupaciones rondaban sobre los conflictos, digamos, más lógicos. ¿Alguien la habría visto? ¿El fantasma habría hecho algo insensato portando su cuerpo, su cara, su nombre?

Pero ese día, «el día», no contaba con su padre, ni con la sopa de mamá, ni con la manta que calentara sus hombros. Ese día, dos jarrones con cenizas la esperaban fuera de la funeraria.

«El día» que recién estaba comenzando. Y había comenzado de lo peor.


🌒•🌕•🌘

SUJETOS! Les informo que estoy un poquito cansa, el internet está lento y de pronto puede que se rompa mi computador, porque esta semana la suerte no ha estado de mi parte :p Así que QUE COMIENCEN LOS JUEGOS DEL HAMBRE

Por favor, comenten y voten el cap. Me hace mucha ilusión saber qué piensan de este pedacito de la historia. 

PD: Los personajes que aparecen en este capítulo son importantísimos, así que tenganlo en cuenta para más adelante. Por cierto, ya vamos a conocer a mi amado Demian Fisher.

Hasta pronto!

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