Capítulo 3

Capítulo 3



El primer mes de estancia en la isla Raylee transcurrió con rapidez. Ana viajaba diariamente a Duskwall en compañía de Liam Dahl para visitar a Leigh, pero también para, poco a poco, ir integrándose en la división.

Durante aquellas semanas Ana pasó mucho tiempo con su primo, pero también con Havelock, Tiamat y Elim. Sus tres compañeros, instalados cómodamente en la ciudad de Galvia, únicamente abandonaban la seguridad del palacete para visitar a Florian Dahl o Duskwall. El resto del tiempo disfrutaba de las comodidades, de las vistas y de la inesperada paz que aquel lugar les brindaba.

Siguiendo los pasos de Elim, Ana se unió a las clases diarias de Tiamat en la playa. Cada mañana, poco después de la salida del sol, los tres compañeros se reunían en la arena para practicar durante horas los  movimientos de combate que el alienígena les mostraba. Según decía, aquellas técnicas eran las empleadas por los de su especie, aunque Elim y Ana tenían ciertas dudas al respecto. Si su civilización realmente tenía un arte marcial propio, dudaban mucho que fuese a enseñárselo a dos simples humanos. Por suerte, sea cierto o no, Tiamat parecía encantado con la idea, así que ambos aprovechaban para aprender el máximo posible. Fuese cual fuese el origen de los ejercicios, les resultaban muy útiles para mantenerse en forma y adquirir nuevas técnicas.

Liam se convirtió en un buen compañero de viaje. Siempre con una sonrisa cruzándole la cara, Dahl y Ana recorrieron toda la isla, descubriendo absolutamente todos los secretos que se ocultaban en sus rincones. Liam le habló de la leyenda de las sirenas, aquellas que atraían a los hombres con sus hermosas voces durante las noches de niebla y hacían colisionar sus barcos contra los salientes, sobre las ruinas pre-humanas que habían encontrado en la isla y sobre la gracia y la gloria de Taz-Gerr, su único dios. También le habló sobre lo poco que sabía sobre Lucy Banshee, aquella a la que se conocía en Minerva como "la bruja". Ana insistía una y otra vez en que quería conocerla, en que deseaba viajar a la capital del planeta y visitarla, pero Liam se negaba a llevarla escudándose tras los deseos de Florian Dahl de mantenerla a salvo. Consciente de ello, Ana no dudó en aprovechar una de las visitas a su abuelo para tratar el tema abiertamente mientras cenaban a la luz de las velas una noche especialmente lluviosa.

—Abuelo —exclamó Ana, empleando por primera vez aquel término en vez de llamarle por su nombre como siempre había hecho hasta entonces—. Ahora que ya conozco bien la isla, me gustaría visitar Minerva. ¿Podría ir con Liam?

Encantado ante el cambio de trato, Florian no solo les permitió realizar el viaje, sino que insistió en la necesidad de hacerlo. Ana debía conocer bien el planeta en el que, si de él dependiera, viviría el resto de su vida.

 Obligado por las circunstancias, Liam no tuvo más remedio que acceder. Acordó con su prima realizar el viaje una vez pasase el temporal, el cual llevaba casi una semana golpeando con fuerza la isla, y llegado el momento cumplió con su palabra.

En el fondo, a él le encantaba Minerva.



—Eres una manipuladora.

No era el saludo con el que solía recibirla, pues su primo acostumbraba a deshacerse en palabras bonitas y elogios, pero a pesar de ello Ana le respondió con una sonrisa. La joven recorrió la distancia que la separaba de la puerta de acceso al panel de control donde se encontraba su primo y le palmeó la espalda. Ante ellos, al otro lado de un grueso vidrio protector, una pequeña y llamativa nave biplaza de color gris plateado les esperaba conectada al surtidor de combustible.

Liam estaba realizando los últimos ajustes a través de la consola de control.

—Yo también me alegro de verte, Liam.

El joven movía las manos ágilmente sobre el panel táctil de la terminal. Añadía destinos, programaba las unidades, codificaba los patrones, pirateaba claves de seguridad... Ana no sabía exactamente cómo lo estaba haciendo, pues la Capitana Laura Lagos siempre había realizado aquel tipo de operaciones desde la nave empleando para ello los tableros de instrumentos de a bordo, pero por las imágenes y los códigos que aparecían en la pantalla todo apuntaba que Liam estaba realizando lo mismo desde allí.

—¿Qué haces?

—Estoy transmitiendo toda la información al cerebro de la nave —respondió sin apartar la vista del frente. Parecía muy concentrado—. Las naves de "la Reina" tienen dos modos de uso: manual o automático. En nuestro caso, la navegación será manual, pero prefiero asegurarme de que, en caso de que me sucediese algo, pudieses regresar sin piloto.

—¿Qué te sucediese algo? Vamos Liam, ¿qué te va a pasar?

Dahl no respondió. El joven siguió moviendo las manos ágilmente sobre el panel de control, pulsando una y otra vez las distintas teclas, hasta que finalmente introdujo la última orden. Liam apoyó la mano sobre el lateral de la pantalla, allí donde parecía haber una placa de detección digital,  y aguardó unos segundos a que se completase el registro. Inmediatamente después, al otro lado del vidrio, la nave emitió un suave zumbido.

Se encendieron varias luces.

—Hay que ser precavido, Ana —dijo al fin con un guiño—. ¿Qué? ¿Nos vamos?

Liam Dahl era un buen piloto. A pesar de no haber salido nunca del planeta, el joven conducía la pequeña nave que le había sido asignada desde hacía una década con maestría. El tamaño de ésta provocaba que las vibraciones y los giros fueran más bruscos que en la "Estrella de Plata" o en la "Pandemonium", pero incluso así el viaje no resultó tan duro como Ana había imaginado inicialmente. La nave de su primo era pequeña y, en cierto modo, opresiva, pero las vistas desde el asiento de copiloto eran tan fascinantes que apenas tuvo tiempo para marearse.

El viaje desde la isla Raylee hasta el continente capital fue largo. La ciudad de Minerva estaba situada al norte, por lo que tras sobrevolar el muro de piedra natural que separaba los dos hemisferios el viaje se alargó ocho horas más. Durante todo aquel rato Ana disfrutó del cambio de paisaje, del océano a la tierra, y de la incesante conversación de un Liam al que la seguridad de su prima parecía preocuparle enormemente.

Unas horas después, caída ya la noche, la nave alcanzó los alrededor de la ciudad flotante de Minerva. Liam aterrizó en un aeropuerto cercano a uno de los puentes de acceso, a tan solo quince kilómetros de la ciudad, y recogió el vehículo terrestre que, desde Raylee, había reservado.

—Minerva está adscrita oficialmente al Reino, así que es posible que haya agentes afines a la Suprema por sus calles —explicó Liam antes de arrancar el motor del raxor. Ante ellos, la vía de acceso al puente sur les aguardaba vacía y en silencio, iluminada por altísimos postes energéticos cuyo brillo blanquecino parecía teñir de nieve el asfalto—. ¿Sabes lo que eso significa?

A su lado, Ana lanzó un largo suspiro. A pesar de haber aceptado finalmente realizar el viaje, su primo seguía tan preocupado por su seguridad como el primer día. Era innegable que Florian Dahl había hecho un buen trabajo con sus nietos: tenían tanto miedo de salir de la isla que el mero hecho de alejarse un poco de su guarida les bloqueaba. 

—Mmm... ¿qué debo gritar a los cuatro vientos que pertenecemos a Mandrágora?

—Ana...

—¿En serio crees que soy idiota? No diré nada.

Liam frunció el ceño, decepcionado ante la respuesta. El hombre pulsó el botón de arrancado y el motor del vehículo rugió con fuerza. Giró la palanca de dirección e inició la marcha progresivamente hasta alcanzar la incorporación a la vía. Ante ellos, iluminada por su propio fulgor anaranjado, la hermosa ciudad de Minerva les aguardaba en lo alto de una infinita plataforma gravitatoria situada sobre un gran lago de aguas cristalinas.

—¿Por qué te preocupas tanto, Liam? Estaremos bien.

—Nunca está de más ir con cuidado, prima, y más en la capital.

—Pero tú mismo me dijiste que Minerva pertenecía al Reino solo nominalmente. Todo Egglatur pertenece a Mandrágora.

—Y no te mentía: es todo pura fachada. Egglatur está lleno de agentes de las distintas divisiones de la organización... y es por ello por lo que quiero que tengas cuidado. Puedo protegerte del Reino y Tempestad, pero no de Mandrágora... al menos no hasta que no realices el ritual y te conviertas en un agente de la A.T.E.R.I.S. Cualquier otra división podría reclamarte.

—¿Reclamarme? ¿Y por qué iban a querer reclamarme?

Liam aceleró el motor, logrando así que el potente rugido silenciase por un instante la conversación dentro de la cabina. Recorrieron los últimos kilómetros que les separaba de los puentes de acceso a gran velocidad, y una vez sobre éste, volvió a reducir. Allí había algo más de tráfico, pero era tan reducido que daba la sensación de que estaban internándose en una ciudad abandonada.

Poco a poco la luz anaranjada que manaba de la ciudad fue engulléndoles.

—¿Qué has querido decir con eso, Liam? —insistió Ana. Después de casi un mes de descanso, la tensión volvía a tensar su expresión—. ¿Quién podría intentar reclamarme?

—Pues cualquiera que quisiera investigarte más a fondo, Ana —respondió Liam finalmente, incómodo—. ¿Acaso crees que somos los únicos que conocemos tu historia? Ese talento especial tuyo está en boca de todos... y aunque nosotros no queramos explotarlo, hay quien sí que desea hacerlo. No serías la primera persona a la que someten a todo tipo de pruebas para intentar descubrir sus secretos...

—Estás de broma...

Liam se movió incómodo en el asiento de piloto. El joven movió lateralmente la palanca de dirección y aceleró de nuevo para adelantar a un raxor negro que se movía especialmente lento. Una vez superada su posición regresó al carril izquierdo. Ante ellos tan solo quedaban un par de vehículos más que se movían a grandísima velocidad.

—Ojalá —dijo en apenas un susurro—. Hay divisiones que hacen cosas realmente horribles en nombre de la Serpiente, Ana. Todo por la causa, ya sabes. El abuelo me contó que han llegado a diseccionar personas... a sacarles el cerebro para estudiarlo. A otros les someten a todo tipo de torturas para estudiar su patrón de comportamiento... en fin, auténticas salvajadas. Y todo por el bien de la organización, claro: para desarrollar las mejores armas y poder combatir a la Suprema... es terrible. Es por ello que tememos por ti, Ana. Si cayeses en las manos equivocadas, podrías llegar a estar en grave peligro.

—¿Es por ello que no confiáis en la M.A.M.B.A.? ¿Creéis que podrían llegar a hacerme daño?

—No confiamos en nadie —confesó Liam—, y mucho menos en ellos. Anders Dewinter tiene fama de sanguinario, prima. Él y los miembros de su clan son fervientes seguidores de la Serpiente: harían cualquier cosa con tal de beneficiar a la organización... y eso incluye todo tipo de sacrificios. Y con esto no quiero decir que tu amigo sea malo, Ana, te lo aseguro. Por lo que me has contado, el tal Armin parece ser un buen tipo... pero no me fío de su padre, y mucho menos de su hermano. Ni yo ni nadie de la familia quiere que te hagan daño.

Permanecieron el resto del viaje en silencio, sumidos en sus propios pensamientos. Ana no había vuelto a tener contacto con Armin desde su llegada a Egglatur. Durante los primeros días había temido al respecto; la joven no había dejado de preguntarse si se habría olvidado de ella, y en caso de ser así, qué podría hacer para solucionar las cosas. Con el paso de las semanas, sin embargo, Tiamat le había informado sobre la posibilidad de que las comunicaciones estuviesen bloqueadas, y Liam se lo había confirmado. La isla Raylee estaba totalmente aislada de todo cuanto le rodeaba, por lo que era muy probable que sus localizadores fallasen a causa de los inhibidores de frecuencia. Algo más tranquila, Ana había decidido aguardar la inminente llegada de Armin y Gorren, pero el tiempo seguía pasando y la falta de noticias empezaba a preocuparla. Además, confesiones como las de Liam no ayudaban demasiado a mejorar la situación. Si era cierto que Anders y Veryn Dewinter eran tan peligrosos, ¿era realmente sensato querer seguir el viaje con Armin? Entre la Serpiente y ella misma, Ana era plenamente consciente para quien era la lealtad de Dewinter...

El ánimo de la joven empezó a mejorar al cruzar las arcadas de piedra que daban la bienvenida a la ciudad. Liam se adentró en una de las amplias avenidas que cruzaban Minerva y bajó las ventanillas, para que Ana pudiese contemplar la belleza de la ciudad. Calles amplias y limpias llenas de estatuas y monumentos, edificios cuyas fachadas estaban decoradas con adornos florales, parques llenos de árboles y macizos de flores, carteles de neón brillando en la penumbra, gente yendo y viniendo... absolutamente todos los rincones de la ciudad rezumaban vida y alegría.

Contagiada de la vitalidad de Minerva, Ana recuperó la sonrisa. La joven se empapó de la grandeza y opulencia de cuanto le rodeaba, y no se apartó de la ventanilla hasta que, localizado el hotel en el que habían reservado para pasar la noche, dejaron el raxor.

Cruzaron una carretera para adentrarse en un amplio parque de árboles de hojas rosadas. Diseminados por los bancos que rodeaban un gran estanque de agua verde una docena de parejas disfrutaban de la noche.

—¿En serio quieres conocer a Lucy Banshee? —preguntó Liam mientras avanzaban a través de uno de los senderos de piedra. A su alrededor los árboles se alzaban con sus gruesos troncos hasta superar los cinco metros de altura—. Es bastante tarde: quizás deberíamos esperar a mañana. Dudo mucho que su negocio esté abierto.

—Probemos suerte: ¿sabes dónde vive?

—¿Dónde vive? Espera, Ana, ¿quieres presentarte en su vivienda? —Liam se detuvo junto a una fuente en forma de felino alado bicéfalo—. No podemos hacer eso sin una buena razón: esa mujer no pertenece a Mandrágora.

—¿Y qué? ¡Buscaremos una excusa!

—Ana...

Ana se cruzó de brazos, adoptando una expresión traviesa. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan liberada. Años atrás, en Sighrith, la joven había hecho cuanto había deseado. Su límite solo venía marcado por sus metas. Lamentablemente, las cosas habían cambiado mucho con la muerte de su padre. Desde entonces, la joven había estado tan encorsetada por las circunstancias que jamás había vuelto a actuar con la libertad que tanto la había caracterizado. Ahora, por suerte, el tiempo había vuelto a poner las cosas en su lugar y Ana había recuperado parte de su yo pasado.

—Tú llévame hasta allí: yo me encargo del resto.

Dubitativo, Liam terminó aceptando la propuesta de su prima. El joven la guio hasta uno de los terminales informativos que había repartidos por la ciudad, introdujo el código que había anotado antes de salir de Duskwall y lo introdujo en el lector. La base de datos de la terminal tan solo daba acceso a las localizaciones públicas de la ciudad: parques, avenidas, locales y negocios. Con aquel código, sin embargo, lograron acceder directamente a la base de registros civiles. Liam desbloqueó las claves de acceso y, en apenas unos segundos, lograron acceder al navegador local de Minerva.

Introdujo el nombre y apellido de su objetivo en el buscador.

—Esto es una locura... —murmuró el joven mientras añadía las últimas letras del apellido. Una vez introducido el nombre, presionó el icono de búsqueda—. Como nos descubran rebuscando en la base de datos del gobierno se nos va a caer el pelo, Ana. Esto es un delito.

—¿Me hablas de delitos cuando eres miembro de una organización considerada terrorista? —respondió ella con malicia—. Demonios, Liam, os hace falta salir un poco de este maldito planeta.

Ana anotó mentalmente la dirección que pocos segundos apareció en la terminal. La joven bloqueó la sesión presionando varias teclas a la vez y, acto seguido, rompió la pantalla de la terminal empleando para ello la empuñadura del cuchillo que guardaba en el bolsillo interior de la chaqueta. A continuación tomó el brazo de Liam y tiró de él hasta alcanzar una rotonda alrededor de la cual circulaban varios raxors.

Se acercaron a una estación de transporte colectivo. Anclada a la pared, una pantalla de geolocalización mostraba un mapa de la ciudad con las distintas estaciones marcadas con punteros de luz rojos. Ana buscó con la mirada el barrio y la calle que había memorizado y, una vez localizada, alzó la mano para detener uno de los raxor de servicio que había por la zona.

El vehículo, un 4x4 de color blanco con motas negras se detuvo ante ellos, con un androide al volante. Se abrieron las puertas traseras.

—¿Llevas efectivo? —preguntó Ana mientras tiraba de él para que entrase en la parte trasera del vehículo.

—¿Efectivo? —respondió Liam con sorpresa—. ¿Qué es eso?

—Billetes, monedas... ¿acaso aquí  no existen?

El joven sacó del bolsillo de su pantalón una tarjeta identificativa con la que realizar el pago. La acercó al detector de registro que había instalado en la parte trasera del cabezal del conductor y lo mantuvo frente al lector hasta escuchar el pitido de confirmación. Una vez efectuado el pago, tarifa estándar, la puerta del vehículo se cerró y el androide arrancó el motor.

—Solo dinero electrónico, prima. Por suerte, de eso sí que tengo. Llévanos al barrio de las Flores, amigo: a la plaza del Orgullo.

Quince minutos después, Ana y Liam entraron en la amplia y vistosa plaza del Orgullo, un lugar custodiado por enormes arcadas de piedra en cuyo centro había la estatua de un gran faisán cuya cola estaba hecha de cristales y gemas de colores. El lugar estaba hermosamente decorado con floreros de colores, altos postes luminosos y fuentes cuyas aguas cambiaban de color con cada salto.

Aquella zona de la ciudad era diferente a la del hotel. Mientras que la anterior había estado llena de gente, negocios y alegría, aquella parte era mucho más tranquila y silenciosa, con calles llenas de palacetes donde las más altas personalidades del planeta vivían plácidamente al margen de cuanto les rodeaba.

Empezaron a moverse por las calles, desorientados. En aquella zona no había ningún panel informativo, por lo que no sabían hacia dónde debían dirigirse. Por suerte, el entramado de las calles era cuadricular, así que decidieron recorrer absolutamente todo el barrio. Una a una, fueron recorriendo todas las avenidas hasta, media hora después, localizar al fin la que buscaban.

Se detuvieron frente a la entrada de la mansión de Banshee. Más allá de la alta verja dorada que custodiaba el frondoso jardín se alzaba una hermosa torre de color blanco alrededor de cuya fachada había crecido salvajemente una hiedra de flores azules y hojas granates.

Ana se acercó hasta alcanzar los barrotes. Al igual que en el resto de residencias, había instalado un sistema de vigilancia que controlaba el jardín, pero por suerte no parecía haber ningún androide de seguridad por la zona.

—¿Y bien? —preguntó Liam con la preocupación grabada en la cara. Tal era el nerviosismo del joven que no cesaba de mirar de un lado a otro, temeroso ante una posible intervención policial—. ¿Cuál es tu plan? ¿Llamar a la puerta, y...?

El sonido del timbre interrumpió la pregunta. El joven dio un paso atrás, repentinamente pálido, y observó con perplejidad como su prima volvía a presionar varias veces seguidas el botón de llamada.

—¿Qué si no? —Ana ensanchó la sonrisa—. Oh, vamos, no hemos recorrido medio planeta para quedarnos en la puerta, ¿no crees? Te falta un poco de sangre, ¿eh?

Ambos retrocedieron un paso al escuchar el ronroneo del motor de la verja encenderse. La cerca se abrió lateralmente, invitándoles a entrar. Ana y Liam intercambiaron una fugaz mirada, él sorprendido, ella satisfecha, y juntos se adentraron en el frondoso jardín de la mansión. Atravesaron el camino de losas doradas que daba acceso a las escaleras de la entrada y se detuvieron frente a la puerta. Pocos segundos después, una sombra apareció tras ésta para abrirla y darles la bienvenida con su robótico rostro ambarino.

—Ana Larkin —exclamó el androide con voz neutra—, Liam Dahl: la señora les está esperando en el salón. Si son tan amables de seguirme...

El rostro de Liam palideció de miedo al escuchar su nombre. Lentamente, el hombre volvió la mirada hacia Ana, ansioso por salir del edificio cuanto antes, pero lejos de apoyarle, su prima decidió seguir al androide, recelosa. Llegado a aquel punto la diversión se había esfumado por completo. Llegar hasta allí en contra de la voluntad de su primo había sido divertido. El ser reconocida por alguien que no debería conocerla ya era algo totalmente distinto. Lamentablemente, Ana no tenía otra alternativa. La joven tenía muy presente la promesa que le había hecho a su hermano, y no estaba dispuesta a darse por vencida antes incluso de intentarlo.

Siguió al androide a través de un largo pasadizo cuyas paredes bañadas en bronce reflejaban todo tipo de sombras distorsionadas que parecían observarles. Pasaron frente a varias puertas abiertas cuyas habitaciones estaban sumidas en la oscuridad total, y no se detuvieron hasta alcanzar una amplia estancia amueblada de blanco en cuyas paredes totalmente negras había todo tipo de inscripciones pintadas a mano. Ana se detuvo bajo el umbral de la puerta, golpeada por el intenso olor a azufre que emanaba de la estancia. Ante ella, sumida en la penumbra y de pie frente a las llamas azuladas de una chimenea de oxígeno, había una figura vestida con un llamativo traje rojo fuego observándola con sus grandes ojos dorados.

El androide se detuvo a su lado, servicial.

—Te estaba esperando, Ana Larkin —exclamó la mujer, dando un paso al frente—. Liam, adelante, no seas tímido...

La luz de las decenas de velas que iluminaban la estancia desde todos sus rincones reveló la presencia de una mujer alta y voluptuosa, de cintura estrecha y amplios pechos. Era una mujer joven, de unos treinta años, de tez morena y atractivo rostro en forma de corazón. Su cabello era largo y negro, como en azabache, y lo lucía trenzado hasta la cintura, lugar en el que un lazo marcaba sus caderas. Su traje era largo y vaporoso, con un escote generoso del que resultaba complicado apartar la mirada.

Sorprendida por su presencia, Ana sintió un desconcertante escalofrío recorrerle la espalda. La joven dio un paso adelante, sintiéndose de repente atraída por la sinuosa voz de la mujer, y no se detuvo hasta alcanzar el corazón de la sala. Una vez allí, aguardó a que la flamante dueña de la mansión acudiese a su encuentro.

Tras ella, Liam entró también en la sala, pero no llegó a alejarse de la entrada. Le temblaban las piernas.

—Venías en mi búsqueda, pequeña Larkin, y al fin me has encontrado. Veamos si eres capaz de soportar lo que tanto anhelas saber...

La mujer apoyó sus fríos y morenos dedos índice y corazón sobre su frente, y cerró los ojos. El mero contacto provocó una descarga eléctrica en Ana. La joven parpadeó un par de veces, un tanto confusa ante los acontecimientos, pero no dijo nada. Aguardó en silencio a que la mujer volviese a abrir sus hermosos y dorados ojos y acercase los labios a su oído.

Pocos segundos después de escuchar el susurro, la mente de Ana olvidaría las palabras de Lucy Banshee.

—Mira más allá del espejo, Ana... él te está buscando... y pronto te encontrará. Te necesita.



Unas horas después, acomodados alrededor de una mesa en una de las cantinas más ruidosas de Egglatur, Ana y Liam se miraban el uno al otro con fijeza, aún sorprendidos por el giro de los acontecimientos. Ambos recordaban haber viajado hasta la mansión de Banshee, haber atravesado la verja y haber entrado en la casa, pero el resto de acontecimientos habían caído en el olvido. El androide, la mujer de cabello oscuro, su susurro... sus mentes habían borrado el recuerdo de todo lo vivido, y sorprendentemente no les preocupaba. Ambos se sentían especialmente jubilosos aquella noche, y cuantas más cervezas bebían, mayor era su entusiasmo.

—Estás realmente loca, Ana —murmuró Liam por quinta vez aquella noche. El joven se llevó la jarra de cerveza a los labios y la vacío de un largo trago. Aquella ya era la octava de la noche—. Como se entere el abuelo nos mata.

—Por suerte no tiene por qué enterarse, ¿no crees?

Ana guiñó el ojo con picardía, logrando con aquel simple gesto arrancar una carcajada a su primo. Liam alzó su jarra vacía, ansioso por que se la rellenasen, y empezó a canturrear a voz en grito, tal y como hacían muchos otros clientes. Por suerte, el volumen de la música era tan alto que no se escuchaba nada salvo los golpes de los tambores que marcaban el ritmo de la melodía.

Aprovechando que Liam se levantaba para ir a pedir a la barra, Ana entró en los aseos. Hacía bastante rato que se sentía extraña, pero lo achacaba a la bebida. No recordaba exactamente cuando habían empezado a beber, ni tampoco cuanto tiempo llevaban en la cantina, pero considerando el nivel de mareo que padecía supuso que debían llevar mucho. Liam, a pesar de sus temores y de lo cobarde que podía llegar a ser, era un buen compañero. Le gustaba reír y cantar, beber y bromear, cosa que hacía demasiado que no hacía.

En momentos como aquel en los que trataba de recordar la última vez que había bebido hasta caer inconsciente Ana no podía evitar recordar su querido Sighrith. Allí, siendo una princesa, siempre había hecho lo que había querido...

Ana abrió la puerta del servicio de un empujón, provocando que la mujer que estaba a punto de salir tropezase. La señora le lanzó un par de insultos que Ana no logró entender, y salió del lugar airada, visiblemente molesta. Ya a solas, Ana entró en la pequeña estancia y se plantó frente al lavabo, dispuesta a mojarse la cara. Además de calor, tenía sudores fríos y un extraño cosquilleo que le subía desde la cadera hasta la espalda, como si un insecto se le hubiese metido en la ropa. Ana se palpó torpemente, sin éxito, y tras varios segundos se dio por vencida. Maldijo. A continuación abrió el grifo y metió la cabeza bajo el agua. La temperatura de ésta era muy baja, casi congelada, pero resultaba agradable. Permaneció unos segundos quieta, sintiendo como el agua le mojaba el pelo y le caía por la espalda hasta mojarle la ropa. Cerró los ojos y trató de serenarse. Unos segundos después, apartó la cabeza del grifo y alzó la mirada hacia el espejo que tenía ante sus ojos, dispuesta a peinarse los mechones que ahora le cubrían el rostro. Sin embargo, no lo hizo. Ana alzó las cejas, con perplejidad, y apoyó la mano sobre el vidrio.

Empezó a temblarle el pulso.

Al otro lado del espejo, observándola con una expresión divertida desde otra dimensión, estaba Elspeth.

—Por fin, hermanita... —exclamó el hombre en apenas un susurro. El joven movía los labios, pero no emitía sonido algo. Su voz sonaba directamente en la mente de Ana, como si de un simple pensamiento se tratase—. Empezaba a creer que ibas a ser incapaz de dar con la clave.

—Elspeth...

—Hay tanto por hacer... disfruta de la noche: a partir de mañana vamos a empezar a trabajar juntos, Ana. Nos vemos pronto... muy pronto.

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