Capítulo 39
Capítulo 39
Ana no supo qué responder. Simplemente mantuvo la mirada fija en la de su hermano, en aquellos ojos tan parecidos a los suyos, y se quedó en silencio mientras él hablaba...
Por un instante, pensó que estaba intentado argumentar su decisión; que su hermano trataba de excusarse asegurando que alguna fuerza invisible le había obligado a hacerlo. Que en el fondo no había sido su mano la que había empuñado el arma que había acabado con su padre... lamentablemente, aquello no sucedió. Elspeth no solo no se estaba disculpando sino que, en realidad, ni se arrepentía de haberlo hecho, ni lo haría. La fatídica decisión que tanto había cambiado la vida de Ana había sido producto del ingenio y la malicia de su hermano, de nadie más. El Capitán le había ayudado a ejecutarlo, sí, pero el plan había sido suyo.
Y estaba orgulloso de ello.
Muy orgulloso...
Los dedos de Ana se cerraron instintivamente alrededor de la empuñadura de su cuchillo. Elspeth seguía hablando, pero ella ya no le escuchaba. Podía ver sus labios moverse y su mirada observarla con interés, tratando de descifrar sus silencios a través de las expresiones, pero no sabía qué decían sus palabras. Imaginaba que era algo sobre sus planes de futuro, sus éxitos o sus fracasos, pero no le importaba. Ya no. Después de escuchar lo que siempre había temido, Ana creía innecesario alargar más aquella conversación.
Aquel hombre ya no era su hermano. El camino de Elspeth y el suyo se había separado, y aunque en otro tiempo le había amado con todas sus fuerzas, la joven sabía que no podía permitir que siguiese adelante. No después de lo que le había hecho a su familia.
No después de lo que le había hecho a ella.
Ana empuñó el cuchillo con rapidez y, sin permitir que los sentimientos pudiesen llegar a nublar su determinación, se abalanzó contra Elspeth, dispuesta a hundir el cuchillo en su pecho. Éste retrocedió al ver aparecer el arma de su hermana, pero no se apartó. Alzó las manos y, bloqueando el ataque al inmovilizarla por las muñecas, la detuvo con sorprendente facilidad. Se mantuvieron la mirada por un instante. Elspeth parecía decepcionado, aunque no sorprendido. Ella, por el contrario, ni tan siquiera sabía qué pensar. Ana forcejeó, tratando de liberarse, pero su hermano no la soltó. Presionó su mano con fuerza, obligándola a soltar el cuchillo, y lo cogió al aire. Acto seguido, antes de que tuviese tiempo a reaccionar, empujó el arma contra ella y lo hundió en su abdomen.
—¿Realmente has venido para esto? —preguntó Elspeth en apenas un susurro, con los ojos encendidos—. Oh, vamos, esperaba bastante más de ti...
Cumplidas dos horas desde la salida del sol, la pantalla del radar emitió un débil parpadeo. Leigh, que en aquel entonces se había quedado medio adormilado junto a Helstrom, tardó unos segundos en darse cuenta de ello. El joven abrió los ojos con lentitud, más por casualidad que por otra cosa, y contempló con cierta sorpresa la pantalla. Después de casi tres horas de viaje, el mapa al fin marcaba la situación geográfica exacta de las pirámides.
Se estaban acercando.
—¡Tiamat! —exclamó.
El joven se incorporó en la plataforma de transporte y avanzó hasta alcanzar el asiento de piloto desde donde el alienígena gobernaba el aerodeslizador. El vehículo en sí no era demasiado cómodo, al menos en la parte trasera, pues estaba pensada para el transporte de carga, no de personas, pero les estaba siendo de gran ayuda. Las horas de viaje se habían visto reducidas notablemente gracias a ellas.
—Aparecen en el radar —dijo una vez alcanzada la parte trasera del asiento del conductor. El joven se agachó para esquivar varias ramas.
—¿Aparecen en el radar? —respondió el alienígena, con la mirada fija en el frente y las manos apoyadas sobre el volante de dirección. A pesar de haber conducido vehículos muchísimo más veloces que aquel, el entorno no le estaba facilitando en absoluto el avance, y mucho menos la tecnología de Tempestad, que, a su modo de ver, resultaba caótica y absurda. —¿El qué? ¿De qué demonios hablas, Tauber?
El aerodeslizador con el que viajaban Gorren y Dewinter surgió de entre los árboles, a una distancia prudencial. A lo largo de todo el recorrido les habían ido viendo aparecer y desaparecer entre la maleza, pero siempre a bastantes metros de distancia por delante. En aquel entonces, sin embargo, estaban casi a la misma altura, como si intentasen acortar la distancia.
Empezaron a acercarse lateralmente.
—¡Las pirámides!
El joven apoyó las manos en el cabecero del asiento de Tiamat y se puso en pie. No muy lejos de allí, de pie también sobre su plataforma de transporte, Gorren le hacía señales y gesticulaba con las manos en dirección a su propio radar.
Leigh tan solo tardó unos segundos en comprender qué quería decirle.
—¡Treinta minutos! —exclamó a voz en grito—. ¡Treinta y cinco como mucho, maestro!
Gorren asintió con la cabeza y transmitió la información a Armin, que iba a los mandos del vehículo. Éste volvió la vista momentáneamente hacia Leigh, pero no dijo nada. Desde que horas atrás le ordenasen que acabase con Emile Arena colgándola de un árbol para que quedase a la vista de todos los posibles perseguidores, no había vuelto a abrir la boca.
—Treinta minutos para alcanzar nuestro objetivo, maestro —exclamó un poco después, tras ver desaparecer de nuevo el aerodeslizador de Gorren y Dewinter y tomar asiento junto a Helstrom—. Eso ya no es nada.
El hombre abrió los ojos y asintió levemente, cansado. Era admirable lo mucho que intentaba disimular su precario estado. Alexius trataba de ocultarlo con los pliegues de la ropa, pero Leigh era consciente de que tenía el vendaje del pecho totalmente empapado en sangre. No podría seguir mucho tiempo más así.
—Seguro que Ana estará allí —prosiguió, obligándose a sí mismo a sonreír. Tomó la mano del hombre entre las suyas y comprobó con horror lo fría que estaba. A pesar de ello, no varió su expresión. No lo merecía—. Ya sabe cómo es, siempre metiéndose en problemas...
—Por supuesto que estará allí —respondió el hombre, devolviéndole la sonrisa con sinceridad, agradecido por su compañía—. Era su destino. Lo único que espero es que no lleguemos demasiado tarde... sea lo que sea que le aguarde, tengo la sensación de que va a marcar el futuro de todos.
Leigh volvió la vista al frente, hacia las filas y filas de árboles que cruzaban continuamente, y asintió. Desconocía qué pasaría a partir de aquel punto, pero tenía el presentimiento de que algo iba a cambiar en sus vidas.
Nada volvería a ser como antes.
Ana lanzó un grito de pánico al ver el arma alcanzarle el vientre, pero no sintió nada. Elspeth hundió el cuchillo varias veces seguidas con rapidez, furibundo, y finalmente tiró el arma al suelo con gesto teatral. Lanzó una mirada amenazante a su hermana y se apartó unos pasos.
Ella necesitó unos segundos para poder reaccionar.
Perpleja ante lo ocurrido, la joven volvió la mirada hacia su estómago lentamente, temerosa de lo que podría encontrar, pero para su sorpresa descubrió que no había señal alguna. La ropa y la piel estaban en perfecto estado, como si no hubiese llegado a alcanzarla.
Pero la había alcanzado, estaba segura. Había podido sentir el frío metal contra la piel, y la calidez de la sangre corriendo por la carne, empapando la ropa...
Retrocedió unos pasos, incrédula, e hizo ademán de alejarse, pero Elspeth no se lo permitió. El hombre volvió a surgir de entre la neblina, ahora con el rostro contraído en una tensa mueca de rabia, y la sujetó con firmeza por el brazo.
—¿Qué demonios te crees que haces? ¿Realmente creías que ibas a poder hacerme algo? —Elspeth apretó con aún más fuerza el brazo, logrando así que se encogiera de dolor. La presión que él ejercía, a diferencia del filo del arma, sí que podía sentirla—. ¿Para eso has venido, eh? Te manda el Capitán, claro... debí imaginármelo.
—¡No! —exclamó Ana. Nuevamente trató de liberarse forcejeando, pero su hermano no la soltó. Al contrario, aumentó la fuerza de la presa hasta lograr inmovilizarla—. ¡¡Para!! ¡Me haces daño...!
—¿Y acaso tú a mí no? ¡Has intentado matarme! ¡Debería acabar contigo ahora mismo!
Elspeth la empujó con tal fuerza que Ana perdió el equilibrio y cayó al suelo. Al volver la vista atrás descubrió que el príncipe la miraba con fijeza, con la sombra de la duda ensombreciéndole el rostro.
Tenía algo en la mano.
—Tuve varias oportunidades en Sighrith, Ana, pero no lo hice. Podría haberte matado en el castillo, antes que al Rey, y haber acabado con todo hace mucho tiempo, pero no lo hice creyendo que me apoyarías. —La señaló con el dedo índice, acusador—. Creí que tú me entenderías, que podrías llegar a creer en la causa y luchar a mi lado, pero ni tan siquiera me diste la oportunidad de explicarme. En aquel entonces me dolió, te lo aseguro, pero pude llegar a entenderlo. No obstante, después, en aquel bosque, en Corona de Enoc, tuve la segunda oportunidad de hacerlo, pero la rechacé para ayudarte. Deseaba que escapases... que no tuvieses que ver lo que estaba pasando. Demonios, Ana, ¡no solo te perdoné la vida sino que encima tú provocaste que yo perdiera la mía! Ese hombre... ese cerdo que me disparó... —Elspeth se llevó la mano a sien—. Tengo su rostro grabado en la memoria, hermana. Te lo aseguro. ¡Si ese cerdo no hubiese aparecido, la historia ahora sería totalmente diferente! Pero ahí estaba... tú lo habías traído, y sé que sigues viajando con él... el Capitán me lo dijo hace tiempo. Sin embargo, incluso así, vienes hasta aquí... vienes en mi búsqueda y te recibo con los brazos abiertos. Te brindo mi confianza y mi amor... y tú, a cambio, vuelves a intentar traicionarme... ¡intentas acabar conmigo con tus propias manos! —Negó con la cabeza—. ¿¡Es que acaso no lo ves!? ¡Me estás obligando a hacerlo! ¡Me estás obligando a que acabe contigo! Y no quiero hacerlo... nunca lo he querido... pero...
Elspeth volvió la vista hacia el objeto que tenía en la mano, una pequeña pistola dorada cuya procedencia Ana desconocía, y dejó la frase a medias. La expresión de su rostro fue endureciéndose poco a poco, como si sus pensamientos alimentasen su rabia. La joven no sabía qué debía estar pasando dentro de la cabeza de su hermano, pero dudaba que fuese nada bueno.
Poco a poco, empezó a incorporarse.
—No me estás poniendo las cosas fáciles...
Ya en pie, Ana volvió la vista atrás. Sumergidas en la densa niebla que les rodeaba, había otras figuras. No eran demasiadas, tan solo dos o tres, pero con el transcurso de los minutos su presencia se hacía más evidente.
Ana se preguntó si se trataría del resto de almas encadenadas al Capitán; los dueños de los antiguos cuerpos que, como su hermano, habían quedado encerrados en la mente de su nuevo dueño, acompañándole a lo largo de sus viajes sin poder hacer más que susurrarle al oído palabras que, probablemente, ni tan siquiera escuchaba...
—Dime Ana: ¿has venido a matarme? ¿Es eso lo que realmente te ha traído aquí? Porque si es así, me temo que no puedes hacer nada. Ni yo puedo acabar contigo, ni tú conmigo. A estas alturas, probablemente, tu cuerpo ya esté camino a uno de los tanques de reinserción.
Una extraña sensación de irrealidad se apoderó de ella al escuchar aquellas palabras. Ana dio un paso al frente, repentinamente aterrada, y alzó la mirada hacia su hermano.
—¿Camino a un tanque de reinserción...? ¿De qué demonios hablas? Estamos en Ariangard, Elspeth: en las pirámides de K-12.
—Estabas en Ariangard, hermana: ahora estás en la realidad del Capitán. —Una sonrisa perversa se dibujó en su rostro—. ¿Acaso no te has dado cuenta aún? Has Ascendido a una dimensión diferente: un lugar en el que los cuerpos no tienen cabida, solo las mentes... o como les gusta decir a estos idiotas... —Elspeth señaló con el mentón a las figuras distantes que había perdidas por la neblina— Las almas.
—¡Eso no es cierto! Estamos en la pirámide. Jean me dijo que no me pasaría nada que yo no quisiera. Me dijo que... que...
—¿Estás segura de eso?
Ana se llevó la mano al pecho y cerró los ojos.
Aunque creía poder sentir el latido de su corazón acelerado en el pecho, lo cierto era que era la brújula que llevaba en el bolsillo lo que generaba las vibraciones. Su corazón hacía rato que había dejado de palpitar... y no solo eso. En lo más profundo de su ser, a miles de kilómetros de distancia, pero a la vez al lado, rodeándola, podía escuchar cánticos...
Susurros...
El crepitar de las llamas de decenas de velas al arder...
—Dijo que no me pasaría nada... —balbuceó como una niña asustada—. Dijo que queríais negociar conmigo... que el Capitán... que el Capitán quería negociar conmigo a través de ti... —Se cubrió el rostro con las manos—. Dijo que podía irme cuando quisiera.
—Pues te han mentido, Ana.
—¡¡Eres tú el que mientes!! ¡Jean...!
—Yo maté a Jean Dubois, Ana —reconoció con frialdad—. Sea lo que sea que has visto ahí fuera, no era él. Conociendo al Capitán, imaginado que era uno de sus Pasajeros. Y sí, te ha mentido. Ellos no pueden obligarte a participar en el ritual de Ascensión en contra de tu voluntad, pero sí engañarte para que accedas.
—¡Pero...! ¡Pero...! ¿¡Y qué puedo hacer!? ¿Cómo puedo salir?
—¿Salir? Una vez se celebre el ritual no habrá forma de escapar, hermana. Tu alma quedará vinculada a la del Capitán. Podrás ser libre, desde luego, pero únicamente si así lo permiten. Sé cómo trabajan, y tú cuerpo es el candidato perfecto para ser empleado en el futuro. Cumple con todos los requisitos. —Dejó escapar un suspiro—. Puede que me equivoque, pero lo más probable es que una vez acaben el ritual te metan en un tanque de contención y te mantengan allí el tiempo necesario antes del próximo cambio... diez años, veinte, treinta... seguramente cien. Si tienes suerte y te sacan del círculo antes de que acabe le ritual, puede que aún tengas una posibilidad, pero visto lo visto, querida... —Elspeth hizo un alto—. Demonios, Ana: ¿qué has hecho?
El príncipe la observó en silencio durante unos segundos, primero severo, acusador, pero después comprensivo e, incluso, un tanto desolado. La amargura y tristeza de su hermana era tal que incluso él, con motivo más que suficientes para desear odiarla, no pudo evitar ablandarse. El joven se guardó la pistola en la cintura del pantalón, extendió los brazos hacia Ana y, con un ligero ademán de cabeza, tal y como había hecho muchas otras veces en el pasado, la acogió en su seno cuando ésta acudió a su encuentro.
Ana enterró el rostro en su pecho y empezó a temblar, desolada. Las lágrimas caían por su rostro. Debería haber hecho caso a Armin y a Leigh. Debería haberles escuchado y dejar de engañarse: su antigua vida había desaparecido. Su hermano, su planeta, su padre... ahora Ana estaba sola y ellos, junto con los maestros y el resto de sus amigos, eran su única familia.
—¿Estás sola?
—Viajaba con un grupo, pero los perdí... —Sollozó—. Nos atacaron gente del Reino y ni tan siquiera sé si lograron sobrevivir... los maestros, Leigh, Armin... todos quedaron atrás. Yo... no sé qué pasó, Elspeth. Intenté escapar, y aparecí en los alrededores de las pirámides con la brújula.
—¿La brújula? ¿La tienes?
Ana le entregó la brújula con las manos aún temblorosas, aunque algo más tranquila. Su hermano la guio a través de la nada unos metros hasta localizar un banco de piedra en el cual sentarse. Ya el uno junto al otro, aprovecharon para inspeccionar juntos el dispositivo. Ahora que al fin había alcanzado su objetivo, la aguja de la brújula parecía haber enloquecido y no paraba de girar una y otra vez.
—La brújula del Capitán —exclamó Elspeth—. Nuestro querido anfitrión creó este objeto maldito para atraer a sus víctimas a su guarida. Lo consiguió con Rosseau, lo consiguió conmigo y, por lo visto, ahora lo ha conseguido contigo. Es astuto.
—¿Qué es el Capitán? ¿Es un hombre?
El joven dio varias vueltas al objeto en la mano, pensativo. Le costaba acceder a algunos recuerdos. La mayoría de sus pensamientos eran claros y concisos, pero había ciertos acontecimientos que habían empezado a deformarse y borrarse en los últimos tiempos. Era como sí, de algún modo, hubiesen logrado alterar su conciencia, tal y como había pasado con Rosseau y sus predecesores.
—El Capitán es un liche, Ana. Nació siendo un hombre, pero ahora mismo no sé si esa palabra es la correcta para describirle. Hasta donde sé, una vez fue una especie de científico, o médico, no lo sé. Ahora, sin embargo, ya poco queda de ese ser. El Capitán ha descubierto el secreto de la inmortalidad, y nada ni nadie puede detenerle. Al menos no desde fuera...
—¿A qué te refieres?
—Podéis destruir mil veces el cuerpo del Capitán, pero no su alma. Pasa lo mismo con los Pasajeros. Aunque destruyas su cuerpo, su alma se libera y, tarde o temprano, regresa con un nuevo cuerpo. El Capitán ha creado un santuario donde alberga decenas de cuerpos preparados para ello.
—Las pirámides...
—Exacto: las pirámides. En caso de que su cuerpo fuese exterminado, su alma vagaría perdida durante un tiempo hasta volver al santuario. Una vez allí, ocuparía otro cuerpo y la historia volvería a empezar desde cero.
—¿Entonces es indestructible? ¿No se puede acabar con él?
Elspeth apoyó la espalda en el respaldo del banco, repentinamente cansado, y dejó escapar un suspiro. Aquella pregunta llevaba atormentándole mucho tiempo. Tanto que incluso había empezado a perder la noción de la realidad.
—Su alma es infinita, Ana. Su brujería... su nigromancia ha conseguido convertirle en un ser eterno. Y no solo él, mira a tu alrededor: ¿ves esas sombras que se mueven entre la niebla? El Capitán usurpó su cuerpo y encerró sus mentes, o sus almas, depende de cómo lo veas, junto a la suya. Llevan años aquí, y con cada día que pasa, se van debilitando más y más. Nunca llegarán a desaparecer, siempre quedará algo de ellos, pero llegará el día en el que su conciencia será tan limitada que ni tan siquiera sentiremos su presencia.
—¿Significa eso que tú también le acompañarás el resto de la eternidad? —preguntó Ana—. ¿Estás atrapado?
—Algo así. Todos formamos parte de la misma esencia, pero tan solo la conciencia predominante tiene el control. —Elspeth le devolvió la brújula—. Gracias a ello he tenido acceso a sus pensamientos y recuerdos y he absorbido mucho de su conocimiento. Y sé que puedo hacer que las cosas cambiaran, Ana. Yo podría llegar a ocupar su lugar y encerrarle en el mismo mundo que él ha creado. Podría arrastrarle hasta aquí y obligarle a que ocupase mi lugar. —Negó suavemente con la cabeza—. Yo podría desterrarle para siempre... pero para ello necesito ayuda del exterior. Necesitaba tu ayuda... —Dibujó una sonrisa triste—. Cuando te vi creí que habías venido a hacerlo, pero veo que no. El Capitán se ha adelantado. Encerrarte aquí no solo implica que en un futuro pueda utilizar tu cuerpo, sino que también me impide poder actuar en su contra.
Ana volvió la mirada hacia su hermano, el cual tenía la vista fija en el suelo, y sintió cierta tristeza. A pesar de todo lo que había hecho y sucedido, aquel hombre no dejaba de ser el muchacho con el que se había criado; el hermano con el que había jugado y crecido, y al que tantos secretos le había confesado. Elspeth había cambiado, Ana no tenía ninguna duda al respecto: el hombre que ella conocía jamás habría atentado contra su planeta y su padre. No obstante, no podía culparle por haberse dejado llevar por el odio y el deseo de venganza después de que el Reino hubiese intentado acabar con él. Su hermano había estado a punto de morir en manos de Varnes, uno de los Parentes mejor posicionados de Tempestad, y su padre no había hecho nada para impedirlo. Al contrario, no solo no le había advertido al respecto sino que había intentado mantener todos sus orígenes en secreto. ¿Cómo culparle entonces por lo sucedido? ¿Acaso no habría hecho ella lo mismo? ¿Acaso no habría intentado que todos pagasen por el daño que le habían causado?
Se preguntó si, de tener la posibilidad, no se vengaría de su abuelo. Si él le había dado la espalda cuando más le necesitaba, ¿qué le imposibilitaba hacérselo pagar? ¿La lealtad? ¿La sangre? Ana ya había visto demasiado a lo largo de aquel año junto a Mandrágora como para seguir engañada. En el Reino los términos "confianza" y "lealtad" no tenían cabida, y mucho menos entre las filas afines a la Suprema...
—Quizás otros podrían haberte ayudado —murmuró Ana—. No estabas solo.
—¿Otros? Mis hombres han sido asesinados, hermana. Todos los bellator a mi cargo murieron, y los pocos que seguían con vida decidieron proteger a la única persona a la que realmente quería... —Elspeth le presionó suavemente la mano—. ¿Lo entiendes ahora, Ana? Incluso con todo lo que ha pasado, tú eres la única persona en la que puedo confiar. Y sé que quizás debería haberte explicado las cosas antes de actuar, pero no pude. Hacer un trato con Capitán es como pactar con el diablo.
Ana se sorprendió a sí misma al entender la posición de su hermano. Hasta entonces ni tan siquiera había llegado a plantearse aquella posibilidad, pero ahora que al fin estaban los dos juntos y podían hablar, sus palabras empezaban a tener cierto sentido. Las formas no habían sido las mejores, desde luego, ¿pero acaso le habían dejado otra opción?
Más que nunca, todo lo ocurrido empezó a alimentar su odio hacia el Capitán.
—Elspeth, ¿qué pasaría si destruyésemos su santuario? Antes has dicho que, en caso de destruir su cuerpo, él acabaría volviendo aquí, a por otro cuerpo... ¿qué pasaría si no tuviese un lugar al que volver?
—Crearía otro.
—¿Y si no le diésemos tiempo a hacerlo? —insistió—. Y si antes de que lo lograse, ¿acabásemos con él? ¿Qué pasaría entonces?
—No lo sé, Ana... pero es muy posible que su alma quedase atrapada para siempre en el limbo en el que nos encontramos ahora. —El rostro de Elspeth se ensombreció—. Él, ellos... y yo: todos.
El joven se puso en pie, repentinamente inquieto. El mero hecho de plantearse quedar condenado a la nada el resto de la eternidad le preocupaba mucho más que incluso desaparecer para siempre.
—Para mí eso no es una opción, Ana. Aún no me he rendido. El Reino debe pagar todo lo que me ha hecho; por todo lo que nos hizo a los dos, a ti y a mí, y cueste lo que cueste, lo voy a conseguir.
—Elspeth...
—¡Y tú deberías unirte a mí! Esto no es solo cosa mía: tienes que ayudarme... pero no desde aquí. Aquí no haces absolutamente nada, hermana. Te necesito fuera.
—¡Ayúdame a volver, entonces! —Ana se puso también en pie—. Ayúdame a volver con los míos y, quizás...
Antes de que pudiese acabar la frase, Elspeth apoyó las manos sobre sus hombros y los presionó con fuerza, obligándola así a alzar la vista. Sus ojos, ahora más enérgicos que nunca, brillaban con fuerza, esperanzados.
—Yo no puedo hacer nada por ti, Ana, pero dices que no estabas sola, ¿verdad? Confiemos entonces en que tus amigos logren sacarte a tiempo.
Un escalofrío recorrió la espalda de Armin al ver aparecer en la lejanía, recortada contra el horizonte, la punta superior de la pirámide. Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba conduciendo, pues su mente estaba plenamente concentrada en su objetivo, pero sabía que era muy probable que hubiesen superado el plazo estipulado. La naturaleza salvaje del planeta, muy a su pesar, no les estaba poniendo las cosas fáciles precisamente.
En contra de lo que Gorren le había recomendado y pedido a lo largo de todo el viaje, Dewinter aceleró el aerodeslizador. Resultaba complicado esquivar los árboles y demás obstáculos que el bosque les había preparado a ciertas velocidades, pero en aquella ocasión el tiempo apremiaba. Ana llevaba ya demasiadas horas fuera de control, y aunque todos decían que no habría entrado, que les estaría esperando oculta en algún lugar, Armin era plenamente consciente de que, en lo más profundo de su ser, todos sabían que debía estar ya dentro de las pirámides. Ella, sencillamente, era así. Y aunque había llegado a apreciarla mucho precisamente por ello, por su carácter y tenacidad, nunca podría perdonarle el que se hubiese esfumado de aquella forma.
—Eh, Dewinter, afloja. —Escuchó decir a Gorren tras él.
El maestro apoyó las manos sobre sus hombros tratando así de captar su atención, pero Armin fingió no escucharlo. Giró bruscamente el volante para esquivar un tronco especialmente fino que, de repente, había surgido frente a ellos tras unas lianas, y siguió acelerando hasta obligar al maestro a que se refugiase tras la estructura del asiento.
El joven guardaespaldas era consciente de que aquel comportamiento le saldría caro, pues Gorren no aceptaba ni permitía aquel tipo de conductas erráticas, pero no le importaba. Llegados a aquel punto, todo era válido con tal de acabar con la pesadilla en la que se había convertido su existencia desde su llegada a K-12.
—¡Dewinter, nos vas a matar! ¡Por tu alma, afloja de una maldita vez!
Armin vio por el rabillo del ojo que, a unos cuantos metros de distancia, Tiamat había aumentado la velocidad hasta alcanzarles. Al parecer, el alienígena había logrado ver lo mismo que él en el horizonte. Los dos hombres cruzaron la mirada por un instante, con inesperada complicidad, y asintieron.
—Me temo que no puedo, maestro.
—¡Por supuesto que puedes! ¡Armin...!
—No puedo —insistió él, tajante. No dio opción a réplica—. Lo siento, pero esta vez no.
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