Capítulo 34
Capítulo 34
La siguiente jornada arrancó llena de nerviosismo al descubrirse que, durante la noche, varios guardias del último turno habían desaparecido sin dejar ni rastro. La noticia impactó mucho a los miembros de la expedición, sobre todo al resto de componentes del turno, pues ninguno de ellos había notado ni escuchado absolutamente nada extraño, pero aún más a Ana, la cual, tras despertar en soledad en la tienda de Dewinter, no pudo evitar sentir que el corazón se le encogía al no verle por los alrededores.
Por suerte, pronto descubriría que, junto a otros tantos, Armin había salido a patrullar la zona en busca de pistas.
Cuatro horas después, tras rastrear la zona continuamente e incluso dar una vuelta por los alrededores con los vehículos, los maestros informaron al campamento principal de lo ocurrido y acordaron que serían éstos quienes se encargarían de seguir con la búsqueda.
La misión debía continuar.
La decisión de Gorren y Helstrom no fue bien recibida por parte de los dalianos, pero Havelock se encargó de silenciar a los opositores más fervientes. A pesar de sus deseos de quedarse y seguir buscando a los suyos, la necesidad de completar la misión cuanto antes, y ahora con más razones que nunca, era prioritaria. Así pues, antes de alcanzar el medio día, los 4x4 volvieron a ponerse en marcha.
La jornada pasó especialmente lenta. La tensión reinante en el ambiente alargaba las horas hasta hacerlas infinitas. Además, el día era especialmente sombrío y la niebla muy espesa por lo que el avance era lento. Siempre al volante de su vehículo, Tiamat marcaba el camino, guiándose tanto por lo que veían sus ojos como por lo que los radares de abordo indicaban, mientras que a su lado. Ana les escuchaba susurrar de vez en cuando, pero no entendía lo que decían. Por suerte, tampoco le importaba demasiado. Después de lo ocurrido aquel amanecer, la mente de la joven volvía a maquinar imparable, y más que nunca, se sentía desbordada.
Cinco horas después del inicio de la marcha alcanzaron el saliente de un altísimo desfiladero. Se encontraban en lo alto de un gran barranco al fondo del cual, bordeando el bosque como una serpiente, había un riachuelo de agua clara. Gorren ordenó a los suyos que bajasen y, en apenas unos minutos, todos los miembros de la expedición se reunieron junto a los vehículos.
—Los mapas de la zona que hemos obtenido a través del barrido orbital indican que el desfiladero se extiende a lo largo de centenares de kilómetros —exclamó Havelock, de pie sobre el capó de su 4x4. Tras lo sucedido aquella mañana, los dos maestros habían creído oportuno que fuese él quien diese la noticia—. Esto significa que, tal y como ya preveíamos, tenemos que dejar los vehículos atrás. La brújula indica que debemos seguir adelante, y eso es lo que haremos, pero a pie... y no todos. Vamos a dividirnos y establecer aquí un segundo campamento que servirá de enlace entre el principal y el grupo que siga adelante. Como imagino que ya supondréis la mayoría, yo me quedaré al mando. Veinte hombres y mujeres acompañarán al maestro Gorren y Helstrom. El resto, nos instalaremos tanto aquí como en el río, para cubrir el máximo de terreno posible...
Algo más animados ante la perspectiva de poder emplear aquel campamento como base para seguir buscando a sus compañeros desaparecidos, los dalianos respondieron a las órdenes con energía y positivismo. Havelock seleccionó a los elegidos que seguirían con los maestros y, a su vez, dividió al equipo.
El descenso a través del desfiladero hasta el río no fue sencillo. A pesar del avanzado equipo de bajada del que disponían, las paredes lisas de piedra por las que debían deslizarse eran muy resbaladizas, por lo que no dejaban de patinar los pies sobre su superficie. Afortunadamente para Ana, la menos preparada en la materia con diferencia, Marcos se ofreció para ayudarla durante el descenso por lo que, en apenas veinte minutos, logró pisar suelo firme.
Dejó escapar un largo suspiro de alivio.
—Gracias Marcos, no sé qué haría sin ti.
—Es un placer, Alteza. Siempre es un placer poder ayudarte...
—Vaya, tú como tu hermano, Ana —exclamó Maggie junto a ellos, sonriente. Había sido la primera en descender—. ¿No te dijo precisamente lo mismo aquí, Torres? A punto estuvo de partirse la cabeza en los últimos metros. Recuerdo que el dispositivo de sujeción falló... ya le dije que debería habérmelo quedado yo. Estaba defectuoso desde el principio. Si le hubiese pasado algo... demonios, ¡que cabezota!
Marcos le dedicó una breve mirada llena de comprensión. Aunque tratase de disimularlo tras su eterna sonrisa, Maggie miraba la pared con anhelo, y su compañero lo sabía.
Ana no era la única que echaba de menos a Elspeth.
Levantaron el campamento junto al muro de piedra, protegiéndose así las espaldas con él. La zona era fría, sobre todo por la humedad que ascendía del río, pero resultaba hermosa a nivel paisajístico. El bosque que se alzaba ante ellos, a tan solo unos metros de la orilla, era imponente, con altos y esbeltos árboles cuyas copas conformaban una infinita alfombra verde que se perdía en el horizonte.
Con la caída de la noche, Ana se reunió en el puesto de comunicaciones junto al resto de los componentes del grupo que seguiría adelante para revisar el equipo y los siguientes movimientos. Por el momento los rastreos orbitales seguían sin marcar la localización exacta de las pirámides, pero Gorren parecía bastante convencido de que se encontraban cerca. Según decía, "tenía un presentimiento". Marcaron las pautas de acción a partir de aquel punto, prepararon y aseguraron las líneas de comunicación con el campamento y, alcanzada la hora, compartieron con Havelock la que sería la última cena juntos.
—Me gustaría poder seguir adelante con vosotros, pero entiendo la decisión. —Escuchó decir Ana a David.
Los maestros y él se encontraban un tanto alejados del resto. Al parecer, en el plan inicial, el rey formaba parte del equipo que viajaría hasta las pirámides. Con los últimos acontecimientos, sin embargo, las cosas habían cambiado y los maestros consideraban imprescindible la presencia de una figura firme e imponente como la del rey en el campamento.
—Tan pronto nos vayamos los dalianos empezarán a buscar a los suyos —murmuró Leigh—. Ni tan siquiera Havelock va a poder detenerles.
—Lógico —exclamó Elim mientras abría su cantimplora para darle un trago—. Yo también lo haría de estar en su situación.
—Mientras mantengan los ojos bien abiertos y nos vayan informando de la situación, no habrá problema —añadió Marcos Torres—. El problema vendrá como siga desapareciendo gente...
Ana aprovechó que los sighrianos empezaban a debatir al respecto para rodear el cuello de Leigh con el brazo y plantar un beso en la mejilla. Tauber estaba decaído, y Ana sabía perfectamente porqué.
—Tranquilo, Leigh, seguro que aparece. No me creo que no vaya a volver a ver a ese bicho asqueroso por aquí.
—¿Tú crees?
—Estoy segura.
Aquella noche la temperatura cayó quince grados. Establecida a los pies del abrupto desfiladero que horas atrás habían descendido, Ana observaba el cielo estrellado a través de una pequeña rendija que había en el lateral de la tienda de Armin. Según le había explicado su dueño, aquel corte lo había hecho el puñal de un bellum durante un intento de homicidio sufrido años atrás. El resultado, como Ana ya había imaginado, no había sido demasiado bueno para el agresor.
—Deberías dormir un poco. Tienes turno en tres horas.
Armin era un buen compañero de tienda. Además de poco hablador, algo que en aquel entonces Ana agradecía, le dejaba su propio saco, uno bastante más mullido y cálido que el suyo, para que pudiese dormir tranquilamente mientras él se dedicaba a otros quehaceres.
Lo único malo era lo insistente que era. A veces, lograba hacerla sentir como una niña.
—Sí, papá...
—Ana, tienes que tener los ojos bien abiertos durante la guardia —reiteró—. ¿Acaso no has visto lo que les ha pasado a esos dalianos? Si yendo armados han sido atacados, o secuestrados, o lo que sea que les ha pasado sin hacer ruido alguno significa que no estaban muy atentos. Es por ello que...
—¿Te preocupa que yo también pueda desaparecer?
Dewinter puso los ojos en blanco a modo de respuesta, teatral, y le lanzó el trapo con el que estaba limpiando su pistola a la cabeza con una disimulada sonrisa en la cara.
Por supuesto que le preocupaba.
—Cállate y duerme.
Un par de horas después, Ana se despertó. Se encontraba sola en la tienda, rodeada de silencio y de sombras. La joven se incorporó, cogió su pistola y salió al exterior en busca de Armin. Por las horas, su compañero debería seguir en la tienda, descansando, por lo que imaginó que habría salido a dar una vuelta.
Dio una vuelta por los alrededores, comprobando así que el campamento estaba totalmente en silencio, y regresó a por una chaqueta. Ya abrigada, se encaminó hacia el río, haciendo antes tan solo una breve pausa junto al puesto de control para saludar con la mano a Havelock. La joven descendió hasta la orilla y se lavó la cara.
La pureza y temperatura del agua del río le trajo recuerdos de su planeta. Allí, los pocos ríos que no estaban congelados tenían el agua tan clara y cristalina como la de allí. El sabor era distinto, pues aunque pocas, había presencia de industrias, pero incluso así, comparándola con la de aquel paraje, era innegable que el agua de Sighrith era buena.
Se agachó y volvió a meter las manos en el gélido elemento. Los cambios de temperatura de K-12 eran mucho más bruscos de lo que habría deseado, pero agradecía volver a pasar un poco de frío. Durante los últimos meses había sudado tanto que había empezado a olvidar lo que era poder abrigarse.
Tomó asiento en el margen y volvió la mirada hacia el bosque. Aquella noche, por fin, nadie la observaba desde los árboles...
Cerró los ojos y dejó que la brisa fría de la noche le acariciase la cara. Ana sabía perfectamente que a aquellas alturas debería estar durmiendo, que tal y como Dewinter le había advertido, necesitaba descansar para poder estar descansada durante la guardia, pero deseaba disfrutar de unas horas de paz en soledad. Durante el día, el viaje era pesado y largo, sin ningún tipo de pausa, por lo que quería aprovechar el momento. La joven se dejó caer de espaldas y, durante unos minutos, permaneció inmóvil, llenándose los pulmones de aire frío.
Poco después, sintiendo ya los miembros empezar a temblar, abrió los ojos y se incorporó. Aunque breve, la pausa le había sentado bien. Ana sentía las fuerzas renovadas y el humor, hasta entonces bastante sombrío, algo mejor. Se levantó con lentitud, deleitándose de los últimos segundos de paz, y volvió la vista hacia el bosque. Entre los árboles, emitiendo un suave brillo azulado, había algo.
Algo que rápidamente captó su atención.
Alerta, Ana desenfundó su pistola, descendió varios metros río abajo y trató de ver identificar la luz. Desde la lejanía resultaba complicado ver qué había entre los matorrales y los árboles, pero le pareció que se trataba de fuego.
Alguna de las antorchas debía haberse roto.
Ana volvió la vista a su alrededor para asegurarse de que no hubiese nadie a su alrededor. Los maestros habían dado órdenes muy claras respecto a aquel tipo de sucesos: debían ser informados cuanto antes en el puesto de mando. Así pues, Ana debía volver e informar a Havelock. Avisarle de lo que había pasado y, como de costumbre, ver como otros se ocupaban del problema...
Aquello no le gustaba. Agradecía que la protegiesen, desde luego, pero quería volver a sentirse útil, y sabía que solo había una forma de conseguirlo. Además, tan solo era un poco de fuego: sería estúpida si no pudiese encargarse sola.
Y ella no era estúpida, desde luego.
Bordeó el río con la vista y una vez localizada una zona algo más estrecha por la que poder pasar sin tener que mojarse demasiado, Ana pasó al otro lado. A continuación, siempre con el arma entre manos, se encaminó con paso rápido hacia el bosque. No muy lejos de allí, a bastante más profundidad de la que había creído ver anteriormente, se encontraba su objetivo. Se trataba de una pequeña llama azulada de infinita belleza que levitaba a unos centímetros por encima del suelo.
Ana se acercó unos cuantos metros más, adentrándose ya entre los árboles, y se detuvo. Aquel brillo cobalto despertaba bonitos recuerdos en ella. Le recordaba al color del cielo los días de mayor temperatura en Sighrith, o a la tonalidad de los ojos de su padre cada vez que se cruzaban por el castillo. También le recordaba a los ojos traviesos de su hermano, aquellos que tanto relampagueaban segundos antes de que hiciesen alguna travesura.
Incluso le recordaba a la serena mirada del maestro Helstrom. Él siempre había sido tan amable y atento con ella que incluso había llegado a considerarle como un segundo padre...
Sin apenas ser consciente de ello, Ana avanzaba por el bosque, siguiendo la estela azulada de aquel fuego que, con cada paso que daba, se adentraba más y más. La joven no percibía movimiento alguno en él; éste siempre parecía estático, esperándola, pero lo cierto era que su posición iba variando continuamente, arrastrándola metro tras metro hacia el interior de los árboles.
Unos minutos después, aún embelesada por el caprichoso fuego fatuo que tan lejos la había llevado, Ana se detuvo. La llama volvía a estar ante ella, a tan solo unos metros, en el corazón de un pequeño claro al que la luz de la luna incidía con fuerza. Larkin lo observó unos segundos en silencio, pensativa, y dibujó una leve sonrisa llena de júbilo.
Ya era suyo.
Salió de entre los matorrales con paso firme, y se acercó. Por fin, la llama no se movía. Ana recorrió la distancia que la separaba de ella y, ya a su lado, se agachó para poder verla de cerca. Del fuego no manaba calor alguno; al contrario. La llama era fría. La joven acercó la mano, deseosa de poder comprobar su temperatura, pero antes de llegar a rozarla algo captó su atención. Podía ver su propio reflejo en las llamas. Veía su rostro, pálido, cansado, con los ojos grandes y claros, y el pelo rubio recogido en una coleta... pero también veía más cosas. Veía formas surgir a su alrededor; siluetas enormes y de aspecto feroz que salían de entre los árboles y se encaminaban hacia ella con sus largas y numerosas patas de araña...
Una repentina sensación de alarma se apoderó de ella. Ana volvió la vista atrás y, ante ella, vio aparecer enormes figuras negras procedentes de la línea de árboles. Eran seres de tez oscura de cuerpo grande y musculoso, cuyos rostros de aspecto humanoide estaban totalmente deformados por muecas de horror. De los costados les salían enormes patas de araña acabadas en zarpas, y de la espalda dos larguísimos apéndices morados acabados en aguja.
Mientras avanzaban hacia ella, rápida e inexorablemente, Ana pudo darse cuenta de varias cosas. La primera y más obvia era que aquellos seres parecían ser una mezcla de hombre y araña cuyo origen prefería desconocer. La segunda, que no generaban sonido alguno al caminar. Y la tercera, y probablemente la peor, que no eran aliados.
La joven alzó la pistola y apuntó hacia una de las bestias. Ésta se detuvo por un instante y abrió la boca para mostrarle unos enormes y afiladísimos colmillos serrados. Acto seguido, se propulsó sobre las patas y salió disparada contra ella.
Ana lanzó un grito y disparó, pero no logró detener el avance del ser. Las balas alcanzaron el pecho robusto y musculado del monstruo, pero se hundieron en éste como si la carne los absorbiera. La joven se lanzó entonces al suelo y rodó, logrando esquivar el ataque por apenas unos centímetros. Inmediatamente después, todos los monstruos empezaron a embestir contra ella, logrando así que Ana empezase a disparar a lo loco.
Un golpe seco en la espalda la lanzó por los aires. Ana sobrevoló unos metros, impulsada por la fuerza de la embestida, y cayó sobre unos matorrales llenos de zarcillos. Las espinas se clavaron en su cuerpo, dibujándole decenas de puntos de sangre. Intentó incorporarse, pero antes de que pudiese llevar a lograrlo varios tentáculos se cerraron alrededor de sus extremidades y la joven fue alzada por los aires.
La sacudieron como si fuese una muñeca de trapo.
A continuación, conmocionada por el violento zarandeó, Ana salió despedida contra uno de los árboles. La mujer chocó estrepitosamente contra el tronco y cayó al suelo, con el rostro ya empapado de sangre.
Varias sombras se alzaron sobre ella.
Aprovechó las últimas balas para intentar alejar sin éxito a los monstruos. Ana apretó el gatillo sin cesar, y una vez no hubo munición alguna con la que repeler al enemigo, les lanzó el arma. Las bestias, sin embargo, ni se inmutaron. Formaron un círculo a su alrededor y alzaron las zarpas delanteras, amenazantes.
Sus enormes bocas empezaron a babear...
Ana se abalanzó sobre una de las bestias, logrando así esquivar prácticamente todas las garras menos una, la cual se clavó en su espalda con brutalidad. Se aferró con fuerza al férreo cuerpo del monstruo y, sintiendo sus fauces cerrarse con violencia junto a su rostro, a escasos centímetros de su mejilla, trató de empujarla hasta salir del círculo.
El monstruo cayó de espaldas al perder el equilibrio. Ana se zafó de sus patas, las cuales empezaron a agitarse enloquecidas, y salió del círculo, logrando así dejar atrás a los monstruos. En la espalda tenía los restos del aguijón, clavado profundamente unos centímetros por debajo del omóplato, pero no tenía tiempo para preocuparse por él. Ana alzó la vista hacia los árboles y empezó a correr hacia ellos...
Pero no llegó muy lejos. Un tentáculo se cerró alrededor de su tobillo y la alzó en vilo. La joven fue alzada con una rápida sacudida y, por un instante, tan solos unos segundos que le parecieron eternos, quedó colgada del pie derecho encima de su captor.
El ser alzó el rostro hacia ella y abrió las fauces...
Ana se arrancó de un tirón el colgante que Leigh le había regalado en el "Dragón Gris" y se lo lanzó a la boca. El ser engulló con facilidad el broche, pero la cadena quedó enredada en uno de sus colmillos, provocando así que empezase a sacudirse violentamente al atragantarse. Ana se tambaleó de un lado a otro, arrastrada por el zarandeo del tentáculo, hasta que finalmente fue liberada y cayó al suelo varios metros por delante. La joven se incorporó con rapidez, plenamente consciente de que no tardarían demasiado en caer sobre ella el resto de las bestias, y empezó a correr.
Unos metros más adelante, volvió a ser alcanzada por una de las bestias. El ser se abalanzó sobre ella por la espalda y Ana cayó al suelo de boca, golpeándose el mentón contra el suelo. Sintió las patas del monstruo cerrarse alrededor de sus piernas y empezar a tirar de ella...
El sonido de decenas de detonaciones interrumpió el silencio reinante. El claro se llenó de destellos de luz y, de un momento para otro, de decenas de figuras que, armadas, se adentraban en el claro procedente del bosque. Ana las vio aparecer, pero rápidamente su atención se volvió hacia el ser que la tenía apresada al sentir sus fauces cerrarse alrededor de su boca.
Empezó a gritar.
Rápidamente, surgida de la nada, dos figuras se abalanzaron sobre el ser. Una de ellas era Helstrom, vestido de azul y golpeando al ser con su fusil como si de un partillo se tratase. La otra, Tiamat, uniformado de negra, descargó lo que parecía ser una enorme espada contra las patas del ser, logrando así al fin liberar a Ana. La joven se arrastró varios metros por el suelo, con varios dientes clavados en el tobillo, y no se detuvo hasta quedar lejos del monstruo.
A su alrededor, empleando sus armas como martillos y mazas tras ver que los disparos no servían de nada, se encontraba la mayor parte del campamento.
Ana intentó incorporarse, pero algo golpeó de nuevo con ella y la derribó en el suelo, quedando así medio enterrada por su cuerpo. La joven abrió los ojos, conmocionada por el golpe, pero rápidamente reaccionó. Ante ella, aturdida pero ya abriendo los ojos, tenía a una de esas bestias, y, más en concreto, su babeante cara...
El monstruo abrió la boca, dispuesta a cerrar la mandíbula alrededor de su cara. Ana intentó zafarse, horrorizada, gritando de puro terror, pero ni el peso del ser ni el suelo le permitían moverse más. Estaba atrapada. Vio separarse los colmillos, una lengua bífida surgir de entre las fauces y, de repente, algo viscoso caer sobre su rostro al ser golpeado su rostro con un arma. El monstruo rodó lateralmente, liberándola al fin de su peso, y trató de incorporarse. Afortunadamente, antes de conseguirlo, una esbelta figura cayó sobre él con un puñal entre manos. Hundió el filo en su rostro repetidas veces hasta quedar totalmente inerte.
Ana se frotó la sangre de la cara con la manga.
—¡Armin...! —exclamó en tono suplicante—. ¡Armin, sácame de aquí...!
El hombre la miró por un instante, con la ropa y el rostro salpicados de sangre, pero no respondió. Su expresión severa evidenciaba que estaba muy enfadado. Se llevó la mano a la bota derecha y extraño de la caja otro puñal y se lo lanzó. Acto seguido, se perdió entre las sombras, dispuesto a seguir combatiendo.
Ana empuñó el arma, pero no se levantó. Las heridas de la espalda y del tobillo empezaban a dolerle horrores, y se creía incapaz de levantarse. Ana buscó con la mirada un árbol cercano junto al cual defenderse y empezó a arrastrarse. No muy lejos de allí, tras golpear repetidas veces la cabeza de uno de los monstruos con la culata de su pistola, un daliano era atravesado brutalmente ensartado por la pata delantera de su contrincante. El hombre se sacudió, pero rápidamente dejó de moverse al ser separada su cabeza del cuerpo de un mordisco.
Horrorizada, Ana no pudo evitar vomitar.
Siguió arrastrándose sin volver a mirar atrás hasta alcanzar el árbol. Una vez bajo sus ramas, volvió la vista al frente y observó con nerviosismo el combate.
Tenía los nudillos blancos de tanto apretar el mango del arma.
La batalla se alargó durante diez minutos. Ana permaneció todo aquel tiempo oculta junto al árbol, escudándose tras las sombras. Notaba el pie y la espalda empapados de su propia sangre, y la cabeza cada vez más embotada. Empezaba a creer en la posibilidad de que la hubiesen envenenado. Entrecerró los ojos, sintiéndose incapaz de soportar el peso de los párpados, y apoyó la cabeza contra la corteza del árbol.
Un rato después, cuando despertó, se encontraba tendida en el suelo, con el maestro Helstrom y Leigh a su lado sacudiéndola por el hombro.
Le sabía la boca a sangre.
—¡Ana! ¡Ana, por tu alma, despierta! —exclamaba Tauber a su lado, con el terror reflejado en la mirada—. ¿Me oyes? ¡Dime algo!
Sintió la mano del maestro apoyarse sobre su mejilla. El hombre murmuró algo a Leigh, cuya mirada se ensombreció aún más, y se alejó. Pocos segundos después, en su lugar, apareció Marcos Torres con el rostro y el uniforme embadurnados de icor. El hombretón la recogió con delicadeza y la cargó en brazos.
—Volvamos al campamento —exclamó Helstrom—. ¡Rápido!
Ana despertó una hora después, tumbada sobre un saco de dormir. Se encontraba en el puesto de mando, no muy lejos de la mesa de operaciones. En aquel entonces estaba sola, aunque por las vendas y las curas que le habían aplicado en la espalda y en el tobillo sabía que no había llegado hasta allí en solitario.
Se incorporó con lentitud, sintiéndose terriblemente cansada y magullada, y volvió la vista hacia fuera. Empezaba a amanecer.
—¿Hola?
El sonido de unos pasos precedió la llegada de Maggie, la cual, sentada fuera, había permanecido hasta entonces en compañía de Elim, vigilándola. La mujer se agachó a su lado, con su habitual sonrisa en el rostro, y le ofreció un poco de agua.
Ana dio un buen trago a la cantimplora.
—¿Qué ha pasado?
—Nada bueno —respondió ella—. Te fue de poco, Ana. De haber tardado un poco más, creo que te habríamos encontrado muerta. Tienes suerte de que escuchásemos los disparos. —La mujer le quitó la cantimplora y la cerró—. No más. El maestro me ha dicho que no te diese demasiado de beber. Al parecer, te han inyectado una especie de sedante de caballo, o algo por el estilo. Esos bichos lo usan para paralizar a sus presas. Yo misma te he vendado el tobillo y te he sacado el aguijón de la espalda: el resto están haciendo batidas por la zona.
—¿Ha muerto alguien? ¿El maestro...?
—Ha muerto gente, sí. Esos bichos son bastante letales, pero los nuestros están bien. —Maggie le guiñó el ojo—. Los dalianos lo llevan un poco peor. Anda, ven a comer algo, te sentará bien...
Ana se unió a Elim y a ella en la parte trasera del puesto de mando, pero no comió nada. Le dolía la cabeza y el cuerpo a pesar de los analgésicos, así que prefirió simplemente permanecer junto a ellos, consiguiendo el máximo de información posible sobre lo ocurrido.
—Durante uno de los combates el maestro Gorren le abrió la tripa a uno de esos bichos y descubrió restos humanos dentro —explicó Elim con tranquilidad, sin inmutarse—. Es posible que ellos se hayan comido a los dalianos que faltan.
—Entre otros —añadió Maggie—. Es posible que los restos que hemos encontrado perteneciesen a otros hombres... a los de nuestra expedición no. A nosotros no nos atacaron, pero puede que haya habido otros con menos suerte.
—Los hombres de Rosseau...
—Es más que probable, sí. —La mujer se encogió de hombros—. En fin, ya sabía yo que esto no iba a ser precisamente un paseo...
Unas horas después, alcanzada ya media mañana, el resto de miembros de la expedición regresó en distintos grupos. Las labores de búsqueda no habían dado sus frutos, pues el bosque parecía desierto, pero al menos se sentían más tranquilos tras asegurarse de que no quedaban enemigos por la zona.
Los maestros decidieron dar unas horas de descanso a sus hombres. Helstrom visitó a Ana antes de retirarse a su tienda, pero no le dijo prácticamente nada. Simplemente se aseguró de que estuviese mejor. Gorren, por su parte, ni tan siquiera se molestó en preguntar. Le lanzó una mirada llena de reproche desde la entrada de su tienda y se metió sin mediar palabra. Y al igual que el maestro, el guardaespaldas hizo lo mismo con la única diferencia que ni tan siquiera la miró. Simple y llanamente se metió en su tienda.
Leigh fue el único que decidió invertir unos minutos en ella. Se acercó al pequeño asentamiento donde se encontraban los sighrianos y ella y se dejó caer a su lado.
—Eh, Ana, ¿estás bien?
—Sí, tranquilo. La herida de la espalda me duele un poco, pero lo del tobillo son solo arañazos.
—Algo es algo. —El joven extendió las piernas y suspiró—. Tiamat sigue por ahí fuera, dando vueltas. Parece bastante convencido de que hay más bichos de esos sueltos, y es probable que no se equivoque. Es probable que se muevan en manadas.
—¿Cuántas bajas ha habido al final? —preguntó Elim.
Tauber se encogió de hombros, entristecido.
—Cinco y hay una muy mal herida. Es probable que muera.
—Vaya... —Maggie parpadeó con cierta incredulidad—. Yo vi caer a un par, pero pensé que eran excepciones. Cinco personas son muchas...
Sintiéndose más culpable de lo que podía soportar, Ana se alejó del grupo. Era innegable que, de haber avisado, nada de aquello habría sucedido. Juntos habían seguido a la llama y, seguramente, habrían podido vencer al enemigo sin demasiados problemas. Posiblemente había habido bajas, sí, desde luego, pero no tantas. Con un buen plan de acción, nada de aquello habría pasado...
Se detuvo junto a la tienda de Armin y le espió desde fuera a través del corte en la tela. Dewinter estaba dentro, limpiándose la sangre y el icor de la cara y el pelo, con expresión furibunda. Los ojos le brillaban con un tono oscuro.
Forzó una tos para llamar su atención. La joven retrocedió unos pasos, dejándole espacio, y aguardó en silencio a que éste saliera. Una vez cara a cara, no tardó más que uno segundos en fijar la mirada en el suelo, avergonzada.
Pocas veces le había visto tan enfadado.
—¿Qué quieres?
Extrajo el cuchillo que le había prestado horas atrás del cinturón y se lo devolvió. El filo, totalmente limpio, evidenciaba su nula participación en el conflicto.
Armin lo rechazó.
—No lo quiero, quédatelo.
—Es tuyo.
—Ya no. —Retrocedió un paso—. Todo tuyo: quédatelo. Eso sí, la próxima vez que decidas hacer la guerra por tu cuenta, úsalo; lo mismo hasta sobrevives.
Ana le miró durante unos segundos, molesta ante el comentario, pero no respondió. Volvió a guardarse el cuchillo en el cinturón.
—Eso ha sido un golpe bajo.
—¿Vaya? ¿De veras? ¡qué cosas! ¿Quieres que llore un poco?
—Armin...
—Te diré una cosa, Ana Larkin: ¿quieres ir por libre? Adelante, hazlo, pero no cuentes conmigo cuando las cosas te vayan mal, porque no pienso volver a salvarte la vida nunca más. ¡Nunca! ¡Estoy harto!
—¡No puedes culparme de algo que tú mismo haces continuamente!
Una tétrica sonrisa se dibujó en el rostro del guardaespaldas.
—La diferencia entre tú y yo es que yo soy capaz de sobrevivir en solitario: tú, no. Puedes fingir haber cambiado, pero sigues siendo la misma estúpida que no paraba de lloriquear en Sighrith. ¡La misma! ¿Qué te saque de aquí? —Sacudió la cabeza—. ¡No haberte metido, maldita sea! ¡No soy tu niñera! Cielos, Ana, eres una maldita irresponsable, y hoy han muerto personas por tu culpa. —Alzó el dedo y la señaló, acusador—. Por tu culpa, tenlo claro.
Larkin abrió los ojos de par en par, perpleja ante la acusación. Sabía perfectamente que ella era la culpable, que de no haber ido en solitario las cosas habrían sido diferentes, pero no podía soportar que nadie la acusara... y mucho menos él.
Apretó los puños con fuerza, obligándose a sí misma a no gritar.
—¿Acaso crees que lo he hecho a propósito? ¿¡Crees que...!?
—No te importa lo que crea o deje de creer, así que cállate —le espetó con brusquedad—. Y déjame en paz, ¿de acuerdo? No pienso seguir perdiendo el tiempo con alguien como tú.
—¿Qué te deje en paz? ¿Pero qué demonios...?
—¿Es que acaso no me has oído? No vuelvas a molestarme, Ana. Tú y yo, a partir de ahora, vamos por separado.
Ana estaba a punto de responder, ya a gritos, profundamente dolida, cuando una tercera persona se unió a la conversación. Leigh se detuvo entre ambos, con el rostro serio pero sin muestra alguna de enfado, y apoyó las manos sobre los hombros de Ana y Armin.
De haber vuelto la vista atrás, habrían descubierto que varias personas les miraban, sorprendidos por la discusión.
—Eh, eh, basta, chicos... —pidió—. Todos estamos muy nerviosos.
—Métete en tus asuntos, Tauber —respondió Armin con brusquedad, apartando la mano de Leigh de una sacudida—. Aquí no hay nada que ver.
—¡Por supuesto que no hay nada que ver! —respondió Ana, furibunda—. ¿Quieres que te deje en paz? ¡Pues perfecto! ¡Allá tú!
Ana también retrocedió, deshaciéndose así de la mano de Leigh, pero no se retiró. Al igual que Armin, se quedó observando al otro con rabia, cegada por el orgullo. Aunque pudiese llegar a entender las acusaciones, no estaba dispuesta a permitir que nadie le hablase de ese modo.
—¡No seáis estúpidos! Vamos, con lo bien que os iba...
—¿¡Que nos iba!? —gritó Ana—. ¿A éste y a mí? ¡No te equivoques, Leigh! ¡Entre éste y yo no hay nada! ¡Ni nunca lo va a haber!
Se mantuvieron la mirada durante unos segundos, desafiantes, amenazantes, y se separaron. Armin se metió en su tienda y Ana, furibunda, se alejó hasta alcanzar la suya. Una vez dentro, lanzó el cuchillo al suelo, se dejó caer sobre el sacó y se cubrió el rostro con la bolsa, para amortiguar un grito de rabia.
Lágrimas de rabia y frustración empezaron a resbalar por sus mejillas.
Aunque le doliese admitirlo, Dewinter tenía razón. Aquella gente había muerto por su culpa, y jamás podría olvidarlo.
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