Capítulo 21
Capítulo 21
Faltaban un par de minutos para las ocho de la tarde cuando Armin cruzó las puertas que daban al gran salón. La estancia en sí no era especialmente grande, o al menos no todo lo que había imaginado teniendo en cuenta las dimensiones de la nave, pero resultaba acogedora. Las paredes estaban revestidas por espejos, lo que generaba una sensación de profundidad extraña, el suelo era de losa ajedrezada brillante, y el techo, en forma de cúpula, lo suficientemente alto y vistoso como para que todos alzasen la vista de vez en cuando para encontrarse con la inquietante mirada de ojos claros de decenas de ángeles de rostro parejo. Situada en el centro de la sala había una gran mesa rectangular alrededor de la cual ya había varias personas: los maestros Gorren y Helstrom, ambos vestidos elegantemente de verde y azul, charlando con un hombre algo mayor cuyo imponente porte evidenciaba que no se trataba de un don nadie; los hermanos Turner junto con otro hombre de tez morena y perilla, David Havelock y los bellator de Sighrith. Había también otro hombre joven que vestía con el mismo uniforme militar de gala que Havelock, que se mantenía a cierta distancia; un par de androides llevando y trayendo vajilla y, situado en un lateral, con la espalda casi pegada a los espejos, un hombre vestido con una librea gris con aspecto de sirviente.
Las miradas no tardaron en fijarse en él. Armin, incómodo, avanzó unos pasos en dirección a sus conocidos, Maggie, Marcos y Elim, pero Gorren le interrumpió a medio camino. El maestro alzó la mano y, con un ligero ademán, le invitó a unirse a ellos.
No tuvo más remedio que obedecer.
—Capitán Turner, le presento a Armin Dewinter —exclamó Philip con entusiasmo mientras le palmeaba el hombro a su guardaespaldas con fuerza.
El joven aceptó y estrechó la mano enguantada y llena de anillos que le tendió el hombretón. El Capitán Armand Turner era un hombre muy alto, de casi dos metros de estatura, y con una imponente constitución que superaba la de Marcos Torres con creces. Era mayor que los maestros, de unos sesenta años, y vestía elegantemente con una camisa blanca con chorreras sobre la cual lucía con orgullo una casaca dorada y azul. Su cabello era largo y rojo, como el de su hija, aunque algo más entrecano; su barba muy espesa y trenzada, llena de anillos de oro. Tenía los ojos marrones y grandes, llenos de vitalidad, y la expresión severa que otorgaba la experiencia al mando de una nave de aquellas características.
—Es un placer conocerte, Dewinter —dijo el Capitán, con los ojos fijos en él, como si le analizara. Su mano era grande y apretaba con fuerza, aunque no tanto como Armin. Incluso siendo bastante más delgado que él, la juventud y los años de duro entrenamiento le habían otorgado una fuerza que Turner jamás podría llegar a igualar—. Llevo mucho tiempo esperando poder conocerte.
—¿A mí?—El guardaespaldas no pudo evitar sentir cierta sorpresa al escuchar aquellas palabras. Miró de reojo a Gorren—. Creo que se equivoca de hermano, Capitán. Yo no soy el "Conde"...
—Soy plenamente consciente de ello. —Turner le dedicó un fugaz amago de sonrisa—. He oído que tu hermano va a ser nombrado maestro en breves: es una gran noticia.
—Veryn Dewinter es uno de los agentes más prometedores de la galaxia, Capitán —admitió Gorren—. Le auguro un futuro prometedor, aunque no tanto como a mi querido guardaespaldas. Armin brilla con luz propia.
—Desde luego —le secundó Helstrom con cierta timidez. A diferencia de Philip, el cual parecía estar disfrutando del encuentro, a Alexius se le notaba tenso, fuera de lugar. Armin supuso que la conversación con Havelock en los hangares del "Dragón" era la culpable—. Es un gran muchacho.
Leigh y Ana entraron en aquel preciso momento en el salón con expresiones alegres. Ambos vestían con las mismas ropas con las que les había visto anteriormente, aunque por suerte no había rastro alguno del simio.
Todas las miradas se centraron en los recién llegados. El sirviente se escurrió entre los espejos como una sombra, disimuladamente, y, mientras Havelock se adelantaba unos pasos para recibir a Ana, aprovechó para cerrar la puerta.
—Ya estamos todos —exclamó el Capitán Turner.
Las cejas de la mujer se alzaron en una mueca de sorpresa al reconocer al hombre que se acercaba a ella luciendo un elegante uniforme oscuro. David le tomó la mano izquierda con decisión y, con una delicadeza bastante inusual en alguien como él, le besó el dorso.
Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de la mujer.
—Me alegra enormemente que nuestros caminos vuelvan a cruzarse, Ana —dijo Havelock cortésmente—. Hace unos meses llegué a creer que no te volvería a ver nunca.
—Yo también me alegro, te lo aseguro —respondió ella.
Tomó el antebrazo del hombre con suavidad y lo presionó con los dedos mientras mantenía la mirada fija en él, cariñosa. Tal y como Veryn le había explicado años atrás, aquel gesto era lo más cercano que, entre gentes de alta cuna, solían mostrar en público.
El Capitán Turner acudió a su encuentro también, dejando a los maestros y a Armin en un segundo plano. El hombretón se detuvo junto a Havelock, el cual acababa de susurrarle algo inaudible a la joven, y repitió el mismo gesto: le besó el dorso de la mano.
Junto a Ana, Leigh sonreía ampliamente, orgulloso en su calidad de acompañante de la joven, el auténtico centro de atención. Era evidente que estaba disfrutando.
Armin se preguntó si habría sido consciente de lo que iba a suceder antes de decidir repeinarse de aquel modo tan ostentoso.
—Alteza, no podéis imaginar cuantas noches he rezado a la Serpiente para que llegase este momento —exclamó el Capitán Armand—. Desde que mi amada esposa nos abandonase hace ya tantos años, jamás una mujer había ocupado tanto espacio en mi mente como vos.
—¿Ni tan siquiera yo, padre? —exclamó Elora Turner desde la mesa en tono jocoso. Tanto ella como su hermano sonreían—. ¡Me rompes el corazón!
Empezó a sonar suave música de gaita de fondo. Las luces que iluminaban la estancia, todas ellas procedentes de elaboradas arañas de cristal, se apagaron y, en su lugar se encendieron varias docenas de velas situadas en lo alto de los cuatro candelabros que había repartidos sobre la mesa.
Poco a poco, los comensales se fueron acercando a la mesa entre charlas y risas: había llegado la hora de cenar.
—Ahora que al fin estamos todos juntos, quisiera dar la bienvenida a los nuevos pasajeros de la "Pandemónium".
Llevaban ya un par de platos de los ocho que aquella noche se servirían cuando el Capitán había decidido ponerse en pie con una copa en lo alto. Durante todo aquel rato en el que las conversaciones no habían cesado, Armin había conocido a las dos nuevas personalidades con las que compartía mesa. El hombre de piel más oscura y perilla se llamaba Kamal Sharma, y era la mano derecha de Armand. A lo largo de diez minutos el hombre le había explicado detalladamente todas las funciones que llevaba a cabo en la nave, desde sus tareas en el puente de mando hasta en los hangares durante las paradas en tierra firme. Al parecer, además de gestionar los distintos colectivos, Sharma se encargaba de la organización de toda la nave: desde los turnos hasta la logística interna. Aquello lo convertía en alguien importante cuyas órdenes, aunque no siempre bien recibidas, se cumplían a rajatabla.
El otro hombre, el cual vestía un uniforme militar como el de Havelock y con el que era evidente que tenía gran afinidad, se llamaba Dale Gordon. Al parecer, ambos procedían del mismo planeta, Dali, y se conocían desde niños: Dale era el hijo del comandante de la guardia privada del Rey y David Havelock, para su sorpresa, el príncipe.
Príncipe. A Armin aún le costaba creer que Havelock fuese un príncipe. ¿Es que acaso el mundo se había vuelto loco? Sin lugar a dudas, el "Conde" se lo habría pasado en grande en aquella cena.
—Aún quedan muchas cosas por aclarar y de las que discutir, pero creo que nuestra unión puede ser muy fructífera —prosiguió el Capitán—. Maestros, Alteza, agentes, bellator, es un placer tenerles a bordo.
Alzaron sus copas y brindaron por los recién llegados. La cena prometía ser larga y pesada, con constantes interrupciones por parte del Capitán y brindis por cualquier estupidez, pero dado que la comida era bastante buena y Armin no estaba autorizado para abandonar la sala, optó por intentar disfrutar el máximo posible de la velada.
Se bebió la copa de un trago y volvió la mirada hacia el nuevo plato que uno de los androides de servicio acababa de plantar ante sus ojos: se trataba de una inmensa porción de carne sanguinolenta de varios centímetros de grosor, recubierta por lo que parecían ser hojas de azúcar y mostaza masticables. Olía bien, desde luego. Olía muy bien, pero empezaba a sentirse lleno. Armin volvió a llenarse la copa y a vaciarla de nuevo de un trago, tratando de hacer hueco en el estómago. La hija del Capitán, Elora, había advertido al inicio de la cena que estaba prohibido dejar comida en los platos, así que no le quedaba otra alternativa que mentalizarse.
La noche prometía ser muy larga.
—La última noticia que tuve de Dali era que su población había sido diezmada por el cólera de Saturno —escuchó comentar al maestro Helstrom, algo más relajado ahora que estaba rodeado de los suyos—. ¿En qué situación se encuentra ahora?
—El planeta está desierto, maestro —respondió Havelock con aparente tranquilidad. Había pasado ya el suficiente tiempo como para que la mención del tema no le afectase como antes, pero incluso ahora, el recuerdo seguía haciéndole sentir algo mareado. Nunca podría olvidar el haberse visto obligado a dejar atrás su tierra para salvar la vida—. Los pocos supervivientes que quedan son los que aquí residen, junto a mí, y en Egglatur. Dale, ¿cuántos somos?
—Aquí cuarenta y ocho—respondió el militar, con la copa en una mano y el tenedor con un trozo de carne sanguinolento goteando en la otra—. Aunque pronto seremos cuarenta y nueve; una de las nuestras está a punto de dar a luz.
—¡Magnífico! —exclamó Leigh, entusiasmado. Se sentaba frente a Havelock, entre Ana y el propio Armin—. Eso son buenas noticias entonces.
—Desde luego —le secundó la princesa—. Un nacimiento siempre es motivo de alegría, bien lo sabéis, David. —La joven alzó la copa hacia él y bebió en su honor; por Dali y por la mujer embarazada, seguramente el primer rayo de esperanza que iluminaba su camino desde hacía mucho tiempo—. ¿Puedo preguntar por vuestro hermano? Orace...
—Puedes, aunque solo si empiezas a tutearme —contestó Havelock con acidez—. Tú y todos, ¿qué clase de Rey soy si no tengo planeta alguno que gobernar? —Negó suavemente con la cabeza—. Respecto a Orace: mi hermano murió hace dos años, Ana. Logró escapar conmigo, pero lo perdimos durante un encuentro con un destructor del Reino. Una auténtica lástima, le hubiese encantado volver a verte.
—Y a mí a él, te lo aseguro. —Ana parecía entristecida—. Le guardaba gran estima. A él, a ti y al Rey. Sé que mi padre quería mucho a tu familia; lamentamos enormemente lo ocurrido cuando nos enteramos.
Era innegable que entre Ana Larkin y David Havelock había simpatía. Armin tenía la sensación de que, después de las trágicas vivencias que ambos habían sufrido en sus respectivas vidas, su relación se había revalorizado. Probablemente en el pasado hubiesen coincidido en un sinfín de ocasiones, pero dada la diferencia de edad que había entre ellos era más que probable que nunca hubiesen sentido especial interés el uno por el otro. Quizás con Orace las cosas hubiesen sido distintas, pero en el caso de David era evidente. No obstante, la anterior indiferencia ahora se convertía en un claro interés que, probablemente, se basaba en la necesidad de ambos de avivar los recuerdos del pasado.
—¿Y qué hay de Egglatur? —prosiguió Ana—. Dices que hay gente de los tuyos allí... ¿Se trata de algún planeta, quizás? Si es así, la verdad es que nunca había oído hablar de él.
La mención de aquel nombre en boca de la joven hizo acallar las conversaciones. Todas las miradas se centraron en ella y en Havelock, incluida la de Armin, y durante unos largos e intensos segundos solo hubo silencio.
Havelock le dio un sorbo a su copa.
—Egglatur es un planeta, sí. Está bastante lejos de aquí, a varias semanas de navegación. Cuando la enfermedad llegó a Dali, mi padre nos envió allí junto a los pocos ciudadanos que quedaban sin contagiar. Quería que sobreviviésemos; que Dali siguiese vivo en nosotros. —Sonrió sin humor—. La verdad es que yo tampoco había oído hablar nunca de aquel lugar. Estaba enfadado, asustado, y no me gustaba la idea de dejar el planeta; sentía que lo estaba abandonando. Era como si lo traicionase. Así pues, llegué a odiar Egglatur. Antes de pisarlo, lo odiaba con todas mis fuerzas. Odiaba a sus gentes, sus costumbres, su fortuna... y odiaba a mi padre por lo que me había obligado a hacer. Lo veía totalmente injustificado: no deseaba dejar mi tierra, prefería morir en ella a abandonarla... y, no te voy a mentir, no hay día en el que no piense en ello. Mi odio, por suerte, acabó sofocándose con el transcurso de los días. En el fondo, mi padre lo hizo por nosotros, por sus hijos: no puedo culparle por ello... —Hizo una breve pausa—. ¿Sabes, Ana? Egglatur es un planeta seguro para la gente como nosotros. Allí no llega el influjo del Reino.
—Existen tratados especiales —puntualizó Fabien Turner, el hijo del Capitán. Vestido totalmente de rojo, sus ojos marrones desprendían vitalidad—. Al igual que sucede con gran parte de la tripulación, mi familia procede de allí. Somos nativos.
—La propia "Pandemonium" procede de Egglatur —le secundó su hermana Elora.
—Exacto. —Havelock asintió con la cabeza, conforme—. Como ya he dicho, mi hermano y yo fuimos enviados allí, y aunque en un principio no entendimos el motivo por el que nuestro padre había elegido aquel lugar, tan pronto pisamos el planeta lo vimos claro: en Egglatur teníamos aliados. Aliados poderosos a los que nos unía no solo Mandrágora, a la cual pertenece mi familia desde hace generaciones, sino también antiguas lealtades. —La expresión se le endureció—. Florian Dahl nos estaba esperando.
Se volvió a hacer el silencio en la sala. Armin paseó la mirada por los presentes con curiosidad, aunque siempre discreto, y se fijó en que tanto los maestros como el propio Capitán se tensaban ante la mención del nombre en cuestión. Florian Dahl. El guardaespaldas no había dejado de escuchar una y otra vez aquel nombre desde la aparición de Havelock y los suyos, pero seguía sin saber quién era. ¿Realmente era tan importante como para que se impusiera aquel tenso silencio en la sala? Y en caso de ser así, ¿quién era dicha persona? ¿Debería haberle conocido?
Volvió la mirada instintivamente a Ana, la cual parecía haberse contagiado de la tensión reinante. La joven parecía haber perdido la seguridad en sí misma al convertirse en el centro de atención, y no le faltaba motivo. Fuese quien fuese el tal Dahl, llevaba mucho tiempo persiguiendo a Ana.
Los segundos de silencio se le hicieron insoportablemente largos. Armin tamborileó con los dedos sobre la mesa, a la espera.
Se preguntó si no debería empezar a preocuparse...
—Hace meses que te estamos buscando, Ana —prosiguió al fin David Havelock, logrando hacer palidecer a la joven con aquella simple afirmación—. Esta nave, al igual que muchas otras, sirven al Capitán Dahl...
—¿Me estabais buscando? —interrumpió la joven con voz ahogada. A su lado, Helstrom apoyó la mano en su hombro, paternalmente, captando su atención. Sus ojos, brillantes y asustados, suplicaban ayuda—. Maestro...
Armin no pudo evitar sentir una punzada de preocupación al percibir su nerviosismo. Ana estaba ahora de espaldas a él, pero incluso así podía imaginar su rostro: la mirada triste, las comisuras de los labios curvadas hacia abajo, el ceño fruncido... Se preguntó si no habría llegado la hora de acabar de una vez por todas con aquella conversación y llevarla de regreso a su camarote. Larkin ya había sufrido suficientes emociones a lo largo de aquellos últimos meses como para añadir una nueva preocupación.
Apretó los puños. Sí, había llegado el momento.
—Ana...
El peso de la mano de Gorren sobre su brazo le hizo dejar la frase a medias. El joven volvió la vista hacia su maestro, el cual le estaba mirando fijamente, y le vio negar con la cabeza. Sus órdenes eran claras: aunque lo desease con todas sus fuerzas, no debía intervenir.
—Ana —respondió al fin Helstrom, dedicándole una sonrisa tranquilizadora. Le presionó suavemente el hombro—. No debes preocuparte, te lo aseguro. Es cierto que el Capitán Turner y sus hombres llevan tiempo buscándote, pero no es por nada malo, te lo aseguro. De lo contrario no lo habríamos permitido. ¿Verdad, Capitán?
—Desde luego —le secundó Armand—. Imaginábamos que el Reino se había asegurado de borrar su nombre, pero confiábamos en que tu padre te hubiese hablado de él en algún momento.
—Lenard Larkin solo intentaba proteger a sus hijos —intervino Helstrom, a la defensiva—. Era plenamente consciente de que el ojo de la Suprema estaba fijo en ellos: no podía arriesgarse. Dar su nombre era arriesgado: tarde o temprano intentarían descubrir sus orígenes.
—Es muy probable —admitió Havelock, retomando la palabra—. Pero no deja de ser sorprendente. Ana, sé sincera conmigo: ¿realmente no habías oído nunca antes ese nombre?
La mujer le mantuvo la mirada durante un instante, dubitativa, tensa, con los ojos muy brillantes, como si las lágrimas estuviesen a punto de brotar. Armin era plenamente consciente de que estaba asustada, que luchaba por mantener la compostura, pero le estaba costando. Rodeada de extraños que aseguraban llevar tiempo buscándola y a bordo de una nave desconocida, era inevitable que su mente empezase a fantasear.
Finalmente, bajo la atenta mirada de Leigh, el cual había borrado al fin su sonrisa para sustituirla por una expresión ceñuda de preocupación, la mujer asintió.
—Me resulta algo familiar, aunque no sabría decir de qué... puede que lo haya oído alguna vez.
—Es lógico —admitió Havelock—. Antes de tomar en matrimonio a tu padre, tu madre tenía otro apellido, Ana. Intuyo por tu expresión que no lo sabías, pero ha llegado el momento de que empieces a saber quién eres en realidad. Tu madre, querida, era Anelli Dahl... —Sonrió con tristeza—. Y es tu abuelo materno el que nos ha enviado para llevarte de regreso a su lado: a Egglatur.
—Pe... per...
Ana tartamudeó un par de palabras más, lívida y desconcertada ante sus palabras, pero no logró formar ninguna frase. Simplemente paseó la mirada por todos los ocupantes de la sala, recogiendo todas sus expresiones y reacciones, hasta acabar deteniendo los ojos en Armin. Éste, tan perplejo como ella, no había podido disimular su sorpresa: tenía los labios ligeramente separados y las cejas alzadas en una clara expresión de estupor. De todas las respuestas posibles, sin lugar a dudas, aquella era la única que jamás había esperado escuchar.
La cena se alargó durante unas cuantas horas más en las que, tras la noticia estrella, el tema se había centrado en el viaje a Ariangard. Las intenciones del capitán y de Havelock eran claras: llevarían al equipo al planeta y ayudarían en todo lo que estuviese en sus manos. Como miembros de Mandrágora, era su deber y deseo colaborar en vencer a Rosseau. No obstante, una vez finalizase la operación y dejasen a Helstrom, Gorren y su equipo en el destino que éstos eligiesen, regresarían a Egglatur con Ana. Pero, por suerte o por desgracia, Armin ya no sabía qué pensar. El final del viaje aún quedaba lejos, y sus mentes ahora debían concentrarse en lo realmente importante: Ariangard y Rosseau.
Aunque menos que muchos otros, Armin participó activamente en la conversación. Havelock disponía de muchos hombres dispuestos a participar en la operación, así que no descenderían solos al planeta. Aquella, por supuesto, era una muy buena noticia, y más teniendo en cuenta lo preparados que parecían estar. Los soldados de Dali, como muy pronto descubriría, no eran agentes cualquiera. Havelock quería presentárselos, y él, encantado, accedió a conocerles a la mañana siguiente.
Trataron también otros temas más mundanos, como la duración del viaje y las salas en las que los maestros y los suyos podrían trabajar. Gorren habló sobre el libro que habían encontrado en la biblioteca, tema que pareció despertar especial interés en Fabien Turner. Hablaron también sobre Rosseau, tanto las experiencias vividas por todos como la leyenda que giraba a su alrededor, y de lo ocurrido en Sighrith. El nombre de Elspeth sonó varias veces, aunque no demasiado. Todos los presentes parecían ser conscientes de lo que su mera mención despertaba en Ana, y no deseaban perturbarla más de lo que ya lo estaba.
Durante la última hora hablaron sobre la organización, sus miembros y sus tradiciones; sobre su futuro y los círculos de pelea. Varios de ellos, incluida Elora, explicaron algunas anécdotas de lo más picantes sobre ciertos escarceos amorosos vividos tras su participación en los combates, lo que logró arrancar sonoras carcajadas a los presentes. Gorren habló sobre sus aventuras en solitario, sobre Jaime, su antiguo guardaespaldas, y Leigh parloteó largo y tendido sobre su experiencia en Coran, el planeta del que Helstrom le había sacado meses atrás. Alexius no habló demasiado sobre sí mismo, aunque sí que narró con todo lujo de detalles cierta expedición en la que, de jóvenes, Philip y él habían visto su vida peligrar en manos de un león alado.
Finalmente, la cena acabó con un sonoro brindis en el que, por última vez, el Capitán volvió a ponerse en pie.
—Doy las gracias a la suerte y a la Serpiente por haber cruzado nuestros caminos —exclamó a pleno pulmón, logrando así acallar el rumor constante de las conversaciones—. Nos espera una misión peligrosa y un enemigo aún peor, pero la fortuna siempre está de lado de los agentes de Mandrágora, por lo que no debemos temer. Quiero dar las gracias en nombre de Florian Dahl a los maestros Gorren y Helstrom, y a sus agentes, Torres, Tilmaz, Tauber, Dawson y Dewinter, por haber logrado traernos de regreso a la princesa. Diría que está sana y salva, pero creo que eso sería exagerar. —Se oyeron carcajadas—. Todos os habéis comportado honorablemente, como cabría esperar de agentes de Mandrágora, ya sean nuevos o antiguos. Pero en especial quiero agradecértelo a ti, Armin Dewinter, pues sin tu sabia decisión nuestra princesa jamás habría tenido la oportunidad de sobrevivir. —Alzó la copa hacia el sorprendido guardaespaldas, el cual acababa de convertirse en el centro de atención, y asintió con la cabeza—. Gracias de corazón, agente. Nuestro Señor nunca olvidará lo que has hecho.
El reloj de la pared del taller marcaba más de las tres de la madrugada cuando el sonido de la puerta al abrirse rompió el silencio. Tras el último discurso del capitán, la mayoría de los comensales habían decidido alargar la celebración en uno de los salones, en compañía de varias botellas de vino y con el resto de miembros de la tripulación. Havelock, entre otros, le había ofrecido que se uniera a ellos, que disfrutase de la noche, pues a partir del siguiente día todo cambiaría, pero él había rechazado la oferta. Armin deseaba poder regresar a la soledad de su taller y disfrutar de un poco de paz y silencio.
Y durante casi una hora lo había conseguido. El joven se había acomodado en su sillín levitatorio y, sin mirar en ningún momento hacia la brújula, había permanecido en silencio, fumando y reflexionando sobre todo lo ocurrido. Aquella noche, sin lugar a dudas, había sido extraña.
—Al fin te encuentro —exclamó Ana tras empujar la puerta y aparecer bajo el umbral, cansada pero sonriente. Tenía las mejillas algo sonrojadas a causa del vino—. Llevo casi media hora buscándote.
Entró en la sala con paso tranquilo, relajada. Tras todas las emociones vividas, la joven parecía bastante alegre, satisfecha con lo ocurrido. Armin no la había oído participar mucho en las conversaciones de las últimas horas; Ana había estado concentrada en sus propios pensamientos, seguramente sumida en sus propias preocupaciones, pero era evidente por su expresión que ahora se encontraba bastante mejor.
Se detuvo ante él con las cejas enarcadas en una expresión inquisitiva, a la espera de algo que nunca sucedió. Ni sabía lo que quería, ni había esperado su visita.
Dio una calada a su cigarrillo, ocultando tras el humo su expresión de fastidio. No le gustaba que le interrumpiesen en sus momentos íntimos de reflexión.
—Te has olvidado por lo que veo. —Ana se acercó a la pared y apoyó la espalda sobre ésta—. Antes dijiste que, después de la cena, hablaríamos sobre la brújula. Querías saber de dónde la había sacado: cómo había llegado a mis manos. ¿Acaso ya no te interesa?
Armin parpadeó un par de veces, incrédulo. Si bien él no se había olvidado en ningún momento de su petición, le sorprendía que ella tampoco lo hubiese hecho. Después de lo ocurrido en la cena, el joven había creído que Ana estaría demasiado conmocionada como para charlar sobre la brújula. No obstante, una vez más había logrado sorprenderle.
Asintió con la cabeza.
—Por supuesto que me interesa, y sí, recuerdo que habíamos acordado encontrarnos después de la cena, pero, visto lo visto, francamente, pensé que no tendrías demasiadas ganas de hablar de ello.
—Ya... —La expresión segura que había acompañado a Larkin hasta el taller se debilitó—. Ha sido raro, ¿eh? La verdad es que nunca he sabido demasiado sobre mi abuelo materno; le creía muerto. De hecho, todos en el castillo lo dábamos por muerto. Mi padre decía que había desaparecido durante una tormenta de asteroides, en el espacio. ¿Cómo imaginar que no era cierto? Bueno... a estas alturas es evidente que cualquier cosa es posible, pero hasta ahora nunca me lo había planteado. —Se encogió de hombros—. Hay que ver como son las cosas: el abuelo al que conocía intentó acabar conmigo, mientras que el otro...
—La vida está llena de sorpresas —admitió Armin—. La mayoría no son buenas, pero creo que, al menos en este caso, la suerte te ha sonreído. Si lo que dice Havelock es cierto, en Egglatur podrás empezar una nueva vida.
—Desde luego. —Sacudió suavemente la cabeza. El cabello rubio y ahora limpio, brillante, formaba algún que otro rizo alrededor de su rostro—. Y todo gracias a ti, por lo visto... no te imaginas lo mucho que me ha costado que Gorren me lo contase.
Armin se movió incómodo en el sillín. No le gustaba tener que enfrentarse a aquel tema de conversación. Tiempo atrás, cuando decidió tomar la decisión, lo había hecho creyendo que no volvería a verla nunca; que una vez que la rescatasen seguiría con su vida en otro lugar, lejos de Mandrágora. Al descubrir que aún seguía con el maestro Helstrom había sentido cierto temor al respecto. A Dewinter no le gustaba involucrarse emocionalmente con nadie, y, en cierto modo, en aquella ocasión lo había hecho. Tenía sus motivos, desde luego, pues estaba en deuda con ella, pero lo había hecho, y eso le preocupaba. Así pues, le había pedido explícitamente a Gorren que, bajo ningún concepto, saliese a relucir lo ocurrido en Sighrith. Siempre cabía la posibilidad de que Helstrom se lo hubiese confesado previamente, pero por suerte no había sido así. Era una auténtica lástima que el Capitán lo hubiese anunciado públicamente: de haber permanecido con la boca cerrada, ella jamás lo habría sabido.
Apartó la vista hacia la puerta. Podía sentir la mirada de Ana fija en él, quemándole la piel, ordenándole en silencio que compartiese con ella lo ocurrido. Ahora que al fin había salido a la luz parte de la historia, quería conocerla entera, y no pararía para conseguirlo.
Dejó escapar un suspiro. En el fondo, llegados a aquel punto, su silencio ya no tenía valor alguno. Si no se lo contaba él lo haría otro, así que era mejor evitar que la información se tergiversase.
Además, en el fondo, simplemente había saldado una deuda, nada más, por lo que no había de qué temer...
—Te lo debía —dijo al fin, volviendo la mirada hacia Ana—. Me salvaste la vida dos veces, y eso es algo que un Dewinter no olvida jamás.
—¡Oh, vamos, Armin! —Exclamó con vehemencia—. ¡Qué estupidez! Tú me has salvado la vida decenas de veces, ¡y sigues haciéndolo! En Sighrith, en Belladet... el lugar no importa, ni tampoco el tiempo que haga que no nos veamos, ni lo enfadado que parezcas, porque tú siempre estás ahí, a mi lado. Y por el modo en el que me has mirado antes, cuando David ha revelado quién era mi abuelo, creo que lo harás hasta el último de mis días... ¿me equivoco?
Ana había ido bajando el tono de voz hasta tal punto que las últimas palabras fueron apenas un susurro. Un susurro que retumbaría en la mente de Armin a lo largo de mucho tiempo. Ana tenía razón: ambos sabían que él siempre estaría a su lado cuando le necesitase, pues mientras sus caminos permaneciesen unidos compartirían destino, por lo que no quedaba nada que decir al respecto. Tal y como solía decirse, a veces un silencio podía decir mucho más que mil palabras, y aquella era una de esas ocasiones.
Permanecieron en silencio durante varios minutos, mirándose el uno al otro, sin necesidad ni deseo de romper el silencio. Ninguno de los dos sabía qué pensaba ni sentía el otro, pero tampoco les importaba. El momento era tan íntimo que no necesitaban saberlo para ser plenamente conscientes de que ambos sentían la misma paz.
Una paz que jamás habían sentido, pues a lo largo de sus vidas siempre habían estado demasiado ocupados como para incluso plantearse su existencia, pero por la que había valido la pena esperar todos aquellos años. En aquellos momentos, perdidos en mitad del universo pero protegidos por el manto de las estrellas, se sentían tan completos y poderosos que sus miedos habían desaparecido. Nada ni nadie podría atormentarles.
Nada ni nadie podría vencerles.
Un escalofrío recorrió la espalda del hombre al ver a Ana acercarse y tomar asiento a su lado, en el sillín gravitatorio de Vel. La joven apoyó entonces el codo sobre la mesa, plenamente consciente de que Armin seguía mirándola, y se volvió hacia él con una hermosa sonrisa cruzándole los labios.
—Querías que te explicase cómo encontré la brújula, ¿verdad?
Armin permaneció en silencio unos segundos más, disfrutando de los últimos retazos de aquella intensa y reconfortante sensación de paz que se había creado en el ambiente.
Dudaba que jamás pudiese volver a repetirse.
—Quería, sí.
Ana ensanchó la sonrisa, risueña, y se acercó un poco más, reduciendo la distancia que les separaba hasta rozarle con la rodilla. Sus ojos centelleaban con fuerza, curiosos y divertidos. Estaba disfrutando del momento, y no era la única. Su presencia y cercanía estaban empezando a despertar en él extrañas sensaciones que, antes incluso de que pudiese ser consciente de ello, habían dibujado una sonrisa en sus labios.
—¿Y sigues queriendo?
Ana estaba lo suficientemente cerca como para poder oler el perfume de su cabello y el vino de sus labios.
Tan cerca que creía incluso escuchar el sonido acompasado de su corazón.
—Sí.
—¿Seguro?
Sonrieron con complicidad. La conversación se alargaría hasta bien entrada la madrugada. Juntos pasarían tres largas e intensas horas en las que, aunque la distancia entre ambos nunca llegaría a desaparecer del todo, marcarían el inicio de un antes y un después.
—Por supuesto.
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