Capítulo 20
Capítulo 20
El suave ronroneo de los motores a través de las paredes del camarote despertó a Ana. La joven no recordaba cuando se había quedado dormida, pero lo cierto era que el descanso le había sentado francamente bien. Ana se sentía descansada y llena de energía, y eso le gustaba.
Descubrió con sorpresa que se encontraba en el interior de un elegante camarote de exquisita decoración que, en cierto modo, le recordó al de Rosseau. El suyo no era tan grande, pero gozaba de un mobiliario y unos lujos de los que había carecido su celda de la "Estrella de Plata". Se incorporó en la cama, una amplia y cómoda cama de dosel cuyo colchón se había adaptado a la perfección a su cuerpo, y depositó los pies descalzos sobre una suave y tupida alfombra de pelo. Al ponerse en pie, la luz de la estancia se encendió por sí sola. Alzó la vista hacia el fondo de la sala y, entre cuadros y pinturas, se descubrió a sí misma en el reflejo de un espejo mirándose con el rostro algo apagado. Atravesó la sala a grandes zancadas y descubrió bajo el espejo un amplio y cómodo diván rojo en cuyos pies se hallaban unos preciosos zapatos de tacón. Ana los tomó, sorprendida al ver que eran de su talla, y los volvió a dejar en el suelo. No muy lejos de allí, con las puertas abiertas, un amplio y lujoso armario le aguardaba con varios trajes y vestidos preparados.
—Vaya, vaya... —exclamó tras deslizar las manos sobre el suave tejido. A pesar del paso del tiempo, Ana era capaz de diferenciar el tejido bueno del mediocre con aquel simple gesto—. Interesante.
El sonido de unos nudillos al golpear sobre la puerta captó su atención. Ana recorrió la distancia que la separaba de la entrada y apoyó la mano sobre el pomo. En la parte superior de la puerta, a la altura de los ojos, había una pequeña pantalla a través de la cual se podía ver quién aguardaba al otro lado del umbral.
Dibujó una sonrisa al ver a Leigh.
—Cualquiera diría que me estabas espiando —exclamó Ana al abrir la puerta—. Dime que no llevas horas esperando ahí fuera.
—Te lo diría... —respondió él, con su nuevo amiguito de pie sobre su hombro derecho—, pero no quiero engañarte. ¿Qué? ¿Resaca? Te traigo algo que te va a ir francamente bien...
Leigh vestía un elegante traje oscuro que resaltaba el color verde de sus ojos. Se había peinado el cabello hacia atrás, lo que le daba un aire de sofisticación que le sentaba bastante bien. Parecía otro. De hecho, vestido con ropas elegantes y los zapatos casi tan relucientes como el anillo que llevaba en el dedo anular, Tauber estaba más apuesto que nunca.
—¿Resaca? —A diferencia de él, Ana llevaba la ropa muy arrugada y el pelo totalmente despeinado—. Para nada, me siento bien. Muy bien. ¿Por qué iba a...?
Un estallido de imágenes despertó en su memoria, dando respuesta a todas las preguntas. Ana recordó el paseo por el "Dragón Gris", los mercados y el ajetreo; la música, los viajeros, los piratas... Recordó también el espectáculo de las espadas, el humo y los ojos de Bastian Rosseau fijos en ella; el sonido de sus botas al golpear con rapidez en el suelo mientras corría tras él, las escaleras y la oscuridad de la cubierta inferior. La tienda, el pasillo, las huellas en el polvo, la anciana, la brújula...
La brújula.
Una dolorosa sensación de pérdida le azotó el pecho. Ana alzó la mano instintivamente a la cabeza y se apretó los dedos contra la frente. Recordaba perfectamente el dispositivo: su forma, sus colores, su peso, el ritmo de su latido...
Su buen humor se esfumó al instante. Sentía la falta del objeto arderle como fuego en la piel. La necesitaba. Bajó la mano hasta los bolsillos del pantalón y empezó a palparlos con la desesperación grabada en la mirada. Más que nunca, sus movimientos eran espasmódicos, como si el pánico se hubiese apoderado de ella.
Ante ella, Leigh no pudo más que parpadear con pura perplejidad.
—¿Pero se pude saber qué haces...?
—¡La brújula! —exclamó, exaltada.
Tras asegurarse que no la llevaba encima, Ana corrió hasta la cama y empezó a apartar las sábanas. Éstas parecían ondear en el aire ante los violentos tirones de la joven. Tiró de ellas una a una y las fue apilando en el suelo, sin éxito. Seguidamente, se apresuró a revisar los cajones de la mesilla que había junto a la cama.
No parecía haber ni rastro de su preciada posesión.
—¿La brújula? —Leigh tardó unos instantes en responder, anonadado por el repentino nerviosismo de su amiga. Dejó al mono sobre una mesa de escritorio cercano, pues el animal estaba empezando a asustarse ante el torbellino en el que se había convertido la mujer, y acudió a su encuentro—. Eh, eh, calma. ¿Hablas de la brújula dorada con la que te encontraron?
Se detuvo en seco. Ana volvió la mirada hacia Tauber, con los ojos muy abiertos, y se acercó varios pasos, con el paso acelerado. Le tomó del antebrazo.
—¡Sí! ¿Dónde está?
—Primero... —Sobreponiéndose a la sorpresa, Leigh tomó su mano entre las suyas y le dedicó una sonrisa tranquilizadora—. Cálmate, no me gusta cuando te comportas como una lunática, Larks. No te sienta bien. Segundo, tu brújula está a buen recaudo. La tenemos nosotros. Más en concreto, Dewinter la tiene así que no debes preocuparte por ello, ¿eh? Eso sí, tienes que explicarme de dónde la has sacado.
—¿La tiene? —Poco a poco, su rostro empezó a relajarse—. ¿Seguro?
—Confía en mí: la tiene, y si así lo deseas, estoy seguro de que te la devolverá. Eso sí, antes tienes que arreglarte un poco. ¿Sabes dónde estás?
Sintiendo aún el fuego de la ausencia en las manos, pero bastante más relajada, Ana volvió la vista a su alrededor y se encaminó hacia el pequeño ojo de buey que había situado entre dos cuadros. A través de éste, la inmensidad del universo les abrazaba con su manto de estrellas.
—En la Pandemonium —respondió tras un breve vistazo—. Recuerdo haberla visto en los hangares recortada contra la noche como un monstruo de metal azul oscuro, aunque no cómo he subido.
—Eso te lo explicaré luego. Ciertamente, estamos a bordo de la nave del Capitán Turner. En un par de horas se celebrará una cena organizada por el propio Turner a la que todos hemos sido invitados. Te recomiendo que te des una ducha y te vistas; antes de ir me gustaría que nos diésemos un paseo por sus pasadizos. Este lugar es impresionante.
Armin jamás había estado en una nave tan grande. A lo largo de su vida había visitado muchas, más que la mayoría de la población: cruceros de carga, naves de transporte, de pasajeros, de combate, bi-plazas, cazas... Su hermano menor, Orwayn, era un apasionado de aquellos medios de transporte, y siempre que había tenido la oportunidad, le había arrastrado a él y a su hermana Veressa a viajes imposibles por los sectores más recónditos de la galaxia. En aquel entonces, Armin no había podido disfrutar de los viajes, pues o sus billetes eran de la clase más baja, o eran polizones, pero guardaba un grato recuerdo. No obstante, era innegable que, en comparación a la Pandemonium, la mayoría de las naves que había conocido hasta entonces se podían considerar cuchitriles de mala muerte.
La Pandemonium era grande, espaciosa, con grandes salas e infinitos pasadizos que se perdían entre las distintas cubiertas que la componían. No era un lugar especialmente iluminado, pues al parecer al Capitán Turner le gustaba el efecto que la suave luz sobre el papel granate de las paredes, pero resultaba acogedor. Su decoración era barroca y ostentosa, con estatuas de oro diseminadas por todos sus pasadizos y enormes tapices y cuadros en sus muros. Los suelos estaban totalmente alfombrados; del techo caían ostentosas lámparas de araña. Sus puertas eran amplias y de madera, todas ellas con filigranas lacadas en su superficie, los ojos de buey pequeños pero numerosos, y su mobiliario grotescamente ostentoso.
Armin no era especialmente partidario de aquel tipo de decoración, pues desde niño se había acostumbrado a vivir en lugares sobrios que rozaban casi la tosquedad, pero era innegable que aquel lugar era digno de ver. Eso sí, aunque hermosa a simple vista, la Pandemonium tenía un toque rocambolesco que, tras unas horas de coexistencia, se hacía más que evidente. Toda la decoración, desde las estatuas hasta los cuadros, giraba en torno a los ángeles. Ángeles cantando, ángeles bailando, ángeles volando, ángeles luchando... En absolutamente todos los rincones de la nave había ángeles de piel clara y cabello rubio posando con sus estilizados cuerpos cubiertos por ropajes vaporosos y alas doradas a la espalda. Había un cuadro en concreto, el de un ángel flautista al que le seguían manadas de perros por el bosque, que le había gustado bastante. De hecho, creía ver cierto parecido en él con una escena del pasado en la que, tras probar uno de sus primeros brebajes, una jauría de lobos había perseguido a su hermana Veressa bosque a través durante casi un kilómetro. En aquel entonces Armin no le había encontrado la parte cómica a la escena, pues su hermana había acabado lloriqueándole durante horas, aterrorizada incluso después de que él, sus hermanos y su padre se ocupasen de sus perseguidores, pero con el paso del tiempo el recuerdo se había ido distorsionando hasta convertirse en un recuerdo realmente divertido. Y, desde luego, aquel cuadro le recordaba a ella. Claro que la mujer del cuadro era bastante diferente a su hermana. Al principio, Armin no se había fijado en aquel detalle. Los ángeles siempre eran rubios, femeninos, con los ojos azules y la sonrisa amable. Todos eran parecidos, típico de aquel tipo de imágenes. Con el transcurso de las horas, sin embargo, el guardaespaldas no solo se había dado cuenta de que eran idénticos sino que, en realidad, tan solo existía un ángel. Un ángel que, en todas las posturas y posiciones posibles, llenaba centenares de cuadros y estatuas.
Aquel detalle logró hacerle sentir un escalofrío.
Por suerte para Armin, el amplio taller que le habían reservado carecía de decoración. En aquel lugar solo había mesas de trabajo, materiales y herramientas, y eso le gustaba. Personalmente no le gustaba estar en la misma cubierta que los camarotes de invitados en los que se habían instalado, pues estaba acostumbrado a mantenerse un poco más al margen, pero lo aceptaba de buena gana. Aquella sala disponía de todo aquello que necesitaba para seguir con sus proyectos por lo que no tenía queja.
Durante todo el rato que llevaban navegando, ya casi cinco horas, Armin había estado ocupado revisando todo el material que había conseguido en el "Dragón". La desaparición de Ana había interrumpido sus compras, dejándole así a medias en la adquisición de los elementos básicos para sus creaciones, pero se sentía satisfecho. Con todo lo que había logrado conseguir podría avanzar bastante en sus proyectos.
Además, tenía trabajo que hacer.
Tras ordenar todo el material en varias repisas vacías, Armin acudió a la mesa de trabajo y depositó sobre su superficie la brújula que Helstrom le había entregado. A lo largo de aquellas horas el hombre había podido sentir su latido en el bolsillo, constante y fuerte, como el latido de un corazón, algo inusual en aquel tipo de dispositivos... si es que realmente era lo que aparentaba.
Armin cogió el sillín gravitatorio que había sobre el escritorio y lo dejó levitar junto a la mesa, a un metro del suelo. El joven no estaba acostumbrado a aquel tipo de comodidades; en el taller de su casa, las sillas eran tan sólidas como las paredes, pero no le hacía ascos a probar nuevas tecnologías. Calibró la altura y el peso que el asiento levitante tendría que aguantar y se acomodó. Su tacto era igual que el de un taburete cualquiera, pero con aquél el desplazamiento era muchísimo más sencillo, pues un simple empujón bastante para hacerle volar por toda la sala.
La mesa disponía de varios paneles móviles en cuyo interior había todo tipo de instrumental. Armin activó el primero y una pantalla fraccionada rodeó la mesa, erradicando de un plumazo las sombras. A continuación, empleando para ello otro de los paneles, extrajo una lente de ampliación móvil y la depositó sobre la brújula. Bajo ésta, los intrincados juegos de números que cubrían su superficie fueron revelados.
Empezó a leer. En otros tiempos, aquel código probablemente hubiese tenido algún significado. Por aquel entonces, sin embargo, solo era un sinfín de líneas de unos y ceros mezclados. Armin sacó su cuaderno y empezó a tomar nota de las cifras. Mientras tanto, sobre su superficie, lacadas de negro y rojo, la aguja permanecía rígida, apuntando siempre al norte.
—Interesante...
Acercó más la lente para poder ampliar la imagen. De vez en cuando, las líneas de números estaban separadas por pequeños espacios en blanco.
Se preguntó si aquello tendría algún significado.
Siguió anotando números durante unos segundos más, hasta que el sonido de unos pasos precedió la llegada de un extraño en la sala. Armin aguardó a que el visitante se detuviese frente a la puerta, dispuesto a abrirla. Havelock le había hablado de alguien, un mecca especialmente talentoso en cuyo taller en aquel entonces se encontraba, y al que parecía tener especial interés en presentarle. Como de costumbre, tal y como siempre sucedía cuando se trataba de aquel tipo de temas, el guardaespaldas no había mostrado demasiado interés, pero tampoco se había opuesto. A lo largo de su vida le habían presentado a tantas personas, todo gracias al "Conde" y su estúpida manía de traer a las reuniones a nuevos amigos, que conocía a la perfección las palabras que debía pronunciar en todo momento para ser cordial.
Volvió la vista hacia la puerta y esperó que ésta se abriese y entrase el recién llegado. Pocos segundos después, una alta y delgada figura femenina atravesó el umbral. Se trataba de una mujer joven, de unos treinta años, huesuda y de piel clara. Sus ojos eran de color negro, al igual que su cabello, el cual llevaba recogido en lo alto de la cabeza con una pieza de plata de cinco centímetros de grosor. La mujer vestía con ropajes oscuros y ajustados que evidenciaban la delgadez; lucía los brazos desnudos, ambos totalmente tatuados, y un par de anillos en la mano derecha. Su rostro era duro, de facciones cuadradas y mirada distante, lo que le otorgaba un aura de peligrosidad bastante interesante.
Armin la vio avanzar unos pasos y detenerse al otro lado de la mesa, con los brazos cruzados sobre el pecho. Lanzó un rápido vistazo a su cuaderno.
—Binario —exclamó con sencillez—. Es un lenguaje muy antiguo, tanto que hace siglos que fue olvidado. No es demasiado común.
—¿Lo conoces?
—¿Su existencia? Sí. ¿En profundidad? —La mujer apoyó las manos sobre la mesa y se asomó para poder ver a través de la lente—. Vaya, curioso. ¿Tú lo conoces?
—Me temo que no.
—Si mal no recuerdo, en la biblioteca privada del Capitán hay varios volúmenes sobre el tema. Si realmente vale la pena, podría traerlos.
La mujer chasqueó los dedos de la mano derecha y otro sillín gravitatorio apareció tras ella, preparado para recibir su peso. Se dejó caer sobre éste, sin tan siquiera volver la vista atrás para asegurarse de su presencia, con seguridad, y se elevó sobre la mesa un poco para poder asomarse de nuevo.
—¿Qué clase de dispositivo es éste? Parece una brújula, pero noto su vibración en la mesa. Además, su aspecto es extraño... ¿te has fijado en las marcas del lateral? Demasiado rectas para ser simples muescas.
Armin asintió. En uno de los laterales había tres cortes paralelos separados entre sí por un par de milímetros. No eran demasiado profundos, pero se podía percibir un brillo amarillento en su interior.
—Parece polvo a simple vista —advirtió la mujer—. Pero presiento que es algo bastante más interesante; me pregunto de dónde lo has sacado.
—Ya somos dos.
La mujer alzó la vista hacia él, divertida ante el comentario, y le tendió la mano por encima de la mesa. Sus dedos, largos y huesudos, estaban llenos de marcas y las cicatrices propias de aquellos que las emplean las manos como herramienta de trabajo.
—Vel Nikopolidis.
—Curioso nombre—respondió alzando ambas cejas, sorprendido. Le estrechó la mano—. Tus padres tenían sentido del humor por lo que veo.
—No demasiado, la verdad, aunque no creo que tardes en descubrirlo: son los cirujanos de abordo. —Volvió a fijar la mirada en el objeto—. Debería llevar una muestra de ese polvo al laboratorio para que lo analicen. Hasta entonces te recomiendo que no lo manosees demasiado.
Armin la observó tomar las muestras en silencio, con curiosidad. La mujer manejaba las herramientas con delicadeza y precisión, como si de una prolongación de sus manos se tratasen. Vel rascó suavemente con un bisturí el lateral del instrumento y, tras recoger parte del polvo sobre un vidrio de muestras, lo cubrió para que no se contaminase.
Se lo metió en el bolsillo.
—Aprovecharé para traer los libros de los que te hablaba. Si hay un código en esa brújula, quiero conocerlo. Vas a abrirlo, ¿verdad?
Armin asintió con la cabeza. Tras finalizar la inspección visual, el joven procedería a la apertura del mecanismo. Aquella parte, la más delicada, requería de mayor concentración por lo que aprovecharía los minutos de soledad que su ausencia le proporcionaría para llevarla a cabo.
Como si le leyera la mente, Vel señaló el dispositivo con el mentón.
—¿Cuánto necesitas?
—Mínimo diez minutos. A simple vista no parece demasiado complejo; puede que en tres o cuatro minutos lo haya abierto, pero no quiero arriesgarme.
—Me lo tomaré con calma entonces.
La mujer esbozó una sonrisa breve y mecánica, forzada, y se encaminó hacia la puerta. Nikopolidis e movía con fluidez y gracia, como una bailarina, con pasos largos y rápidos, haciendo ondear su cabello sobre la cabeza, como si de las ramas de una palmera se tratase. Antes de llegar al umbral, sin embargo, giró sobre sí misma y fijó la mirada en él. Parecía haber recordado algo.
Algo que, rápidamente, Armin adivinó.
—Dewinter —respondió antes incluso de que formulase la pregunta—. Armin Dewinter.
Vel se llevó la mano a la sien y se dio un suave toque con el dedo índice, a modo de recordatorio. Seguidamente, no sin antes asentir brevemente con la cabeza, volvió a girar sobre sí misma y salió de la estancia con paso rápido.
Armin la escuchó alejarse con cierta diversión. Nikopolidis no solo tenía extraño el apellido precisamente.
De nuevo a solas, el guardaespaldas se concentró en la brújula y prosiguió con el reconocimiento. Las agujas estaban imantadas, como cabía esperar, aunque desconocía el material de las que estaban hechas. Tampoco era capaz de reconocer a simple vista el material del que estaba compuesta la esfera, aunque se parecía mucho a la cerámica. La carcasa metálica, por el contrario, era claramente de oro.
Le dio la vuelta para comprobar la inscripción que había en su superficie. Grabado en líneas muy finas, otros tantos números componían lo que parecía ser varias líneas de texto. Nuevamente, Armin las anotó. Acto seguido, empleando ya para ello todo tipo de herramientas de punta muy fina y diminuta, procedió a la apertura de la maquinaria. Normalmente aquel tipo de instrumentos iban a presión por lo que trató de ser lo más cuidadoso posible. Introdujo entre las junturas la cabeza de un minúsculo destornillador de relojero, ejerció un poco de presión y, tras unos segundos de tensión, separó ligeramente las dos piezas que conformaban la cobertura metálica.
Empleó pinzas para desacoplar las dos mitades.
El interior de la brújula resultó ser bastante menos confuso de lo que habría cabido esperar. Mientras que Armin esperaba un complejo mecanismo lleno de baterías, tuercas, ruedas, piñones muelles y volantes que diesen vida al latido incesante de la máquina, allí no había nada salvo un único elemento: un pequeño engranaje de cobalto en cuya superficie, grabado con lo que parecía ser tinta roja, había algo inscrito.
Símbolos que parecían girar sobre sí mismos y enroscarse alrededor de un pentagrama en cuyo centro, totalmente abierto, había un ojo.
Un escalofrío le recorrió la espalda al encontrarse su mirada con los símbolos allí grabados. Armin sintió que la garganta se le secaba y, en el pecho, como el corazón se le aceleraba.
Empezaron a pitarle los oídos.
—¿Pero qué demonios...?
Volvió a mirar el dibujo durante un instante, desconcertado ante las extrañas reacciones que parecía causar en su cuerpo, pero no tardó demasiado en levantarse. Armin se alejó unos pasos, dándole la espalda al dispositivo, y se detuvo frente a uno de los escritorios.
Por un instante había creído sentir millones de insectos reptarle por los tobillos, bajo la pernera del pantalón. Además, aquel zumbido...
Cerró los ojos y respiró profundamente un par de veces, tratando de serenarse. ¿Sería posible que estuviese volviéndose loco? Quiso pensar que todo era producto del cansancio. Desconocía cómo o porqué, pues desde que dejase Sighrith había logrado conciliar el sueño con bastante facilidad, pero no podía haber otra explicación. Después de todo, ¿acaso no eran simples símbolos?
Mientras reflexionaba al respecto el sonido de unos pasos procedentes del fondo del pasillo captaron su atención. Armin volvió la vista hacia la puerta, aún con la mente en la brújula, y permaneció totalmente quieto, de espaldas a la brújula, hasta que los pasos alcanzaron el umbral de la puerta. Una mano la entornó suavemente, con timidez, y ante él aparecieron dos rostros conocidos. Tres en realidad: Leigh y su asqueroso mono blanco, elegante y muy repeinado, demasiado como para no parecer un idiota, y Ana con un bonito traje gris.
Todos se quedaron en silencio, sorprendidos por la repentina aparición de los otros, salvo el mono, el cual, receloso, se escondió tras el cráneo de Leigh, con las patas firmemente sujetas a su nuca.
Era repugnante.
—Vaya, Armin —dijo al fin Leigh, rompiendo al fin el silencio—. No esperaba verte por aquí... Pensaba que los talleres estaban en las cubiertas inferiores.
—No eres el único. —Dewinter cruzó los brazos sobre el pecho, a modo defensivo. No se sentía cómodo ni ante su presencia ni ante sus ropas, las cuales, en cierto modo, le hacían sentir sucio y desarrapado. A pesar de ello, se esforzó por disimular su malestar—. ¿Qué hacéis aquí? Creía que la cena era más tarde.
Se interpuso entre la mesa y los recién llegados.
—Y lo es —respondió Ana, dedicándole una sonrisa afable—. Leigh me está enseñando la nave. ¿Tú la has visto? Es impresionante.
Aunque hermosa, se la veía extraña con aquella ropa y el semblante tan relajado. Armin estaba tan acostumbrada a verla con ropas de calle, ensangrentada y con el rostro descompuesto de puro pánico que a veces se le olvidaban sus orígenes.
—Le he echado un vistazo; no está mal.
—Me recuerda a mi castillo —prosiguió, animada—. Aquí no hay tanta gente, pero está igual o incluso más decorado. Eso sí, hay demasiados ángeles para mi gusto.
—En realidad solo hay uno, Larks —respondió Leigh, siempre correcto—. Si te fijas, todos los ángeles tienen la misma cara: la de Eulalie Turner, la esposa fallecida del Capitán. Al parecer, la mujer murió hace ya veinte años a causa de unas fiebres tropicales, dejando así a su marido y sus dos hijos...
Armin no escuchó el resto de la explicación. Su mente, a pesar de la repentina visita, seguía en la brújula, concentrada en las peligrosas formas que componían los símbolos y su sibilante y enigmático movimiento.
La imagen le había dejado trastornado.
—Oye Ana —dijo de repente, interrumpiendo la aburrida e infinita explicación sobre los orígenes de los Turner—, ¿de dónde sacaste la brújula? Le he estado echando un vistazo y es bastante extraña. ¿La compraste en algún puesto?
—¿La brújula? —La joven, la cual había aprovechado los minutos de explicación para pasear la vista por todo el taller, ladeó ligeramente el rostro, con interés. En sus ojos azules destellaron de modo extraño. Leigh, en cambio, se tensó notablemente—. Tú tienes mi brújula, claro.
—En realidad... —exclamó Tauber, dando un paso al frente—, la brújula...
—No la tengo —respondió de inmediato Armin, sin necesidad de escuchar ni ver más para comprender el significado del cambio de expresión en Leigh—. Se la he devuelto a tu maestro, pero siento curiosidad. ¿De dónde la sacaste?
Decepcionada, Ana frunció el ceño. La luz que acababa de despertar en sus ojos se apagó con la misma rapidez.
—Me la dejó Elspeth —respondió, plenamente consciente de lo que aquella repuesta iba a despertar en Dewinter—. Sí, sí, sé que no tiene sentido, pero... es extraño. No sé exactamente cómo, pero hizo que llegase hasta una de las tiendas del "Dragón". Es la misma que utilizó Rosseau para llegar a Ariangard: lo sé. Lo vi cuando toqué el libro, en la biblioteca, ¿recuerdas?
Hubo unos segundos de silencio en los que los dos hombres intercambiaron una fugaz mirada llena de significado. No era necesario decir más.
—Sí, claro... —Armin asintió ligeramente con la cabeza, ahora incluso más incómodo que antes, y se adelantó unos pasos, tratando así de alejarles el máximo posible de la mesa de trabajo—. ¿Qué tal si me explicas la historia entera? Pero no aquí, ni ahora... tengo cosas que hacer. ¿Qué tal en la cena? O después: como prefieras.
Ana dudó por un instante, sorprendida por la breve respuesta, pero asintió. No podía esperar el mismo interés por parte de Armin que de Leigh, el cual no había cesado de preguntar al respecto durante casi media hora, pero no desaprovecharía la ocasión para volver a repetir la que, a su modo de ver, era una historia fascinante.
—Entonces nos vemos luego —se despidió.
—Hasta luego.
Volvió a intercambiar una fugaz mirada con Leigh antes de que éste saliera en completo silencio del taller, con la mascota aferrada al hombro. La aparición y procedencia de la brújula prometía ser tan misteriosa o incluso más que su mecanismo...
Armin cerró la puerta y apoyó la espalda sobre ésta, repentinamente agotado. Incluso desde allí podía percibir el constante latido de la brújula sobre la mesa. Tranquilo, sereno, rítmico...
Demencial.
Se llevó la mano al pecho y la depositó la mano sobre el corazón. Jamás entendería cómo ni porqué, pero la verdad era irrefutable: latían al unísono.
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