Capítulo 2

Capítulo 2



Una bocanada de aire pútrido le dio la bienvenida. El "Crasso" olía a tabaco, a alcohol y a sudor, pero también a suciedad y a sangre. No era un local especialmente grande, al menos en apariencia. Ana había visitado a lo largo de toda su vida muchas tabernas como aquella, y el "Crasso" ni tan siquiera llegaba a la media habitual. Sin embargo, a diferencia de lo que acostumbraba a ver, aquel lugar estaba compuesto por cinco pequeñas plantas que daban a un callejón trasero. El suelo del local era pegajoso, la luz amarillenta e intermitente y la música demasiado estridente para su gusto.

Había mucha clientela aquella noche. Al igual que las mesas de cartas, la barra estaba completamente llena de reclusos de todas las edades que, tras una larga jornada de trabajo en las minas del planeta, acudían en busca de un trago, consuelo o diversión.

Antes de zambullirse en la gran marea humana que llenaba la planta baja, Ana lanzó un rápido vistazo a su alrededor. El continuo titilar de las luces impedía que pudiese ver bien qué le rodeaba, pero todo estaba tranquilo en apariencia. Los reclusos reían, gritaban y discutían a voz en grito, pero no había peleas ni insultos demasiado fuera de tono. Aquello era un consuelo, aunque no mejoraba el deprimente aspecto de la sucia taberna. Cuanto antes acabase, mucho mejor.

Se adentró en la sala. Más allá de la humareda que rodeaba las pequeñas mesas de cartas, una larga y roñosa barra de madera le aguardaba rodeada de taburetes oxidados. Aquella zona estaba llena de gente, como el resto, por lo que tuvo que abrirse paso a codazos. Una vez en ella, apoyó ambas manos sobre el mostrador y se aupó para ver mejor a los camareros. Un hombre, dos mujeres, un chico con cara ratonil de apenas quince años...

Un codazo directo a las costillas la hizo volver a poner los pies en el suelo. Ana se llevó las manos al costado con una mueca de dolor y alzó la vista hacia su causante. Delante suyo, con expresión severa y acompañado por dos hombres que parecían ser sus guardaespaldas, una mujer de casi dos metros de altura y cabeza afeitada la miraba con fijeza.

—Desaparece de mi vista, zorra —exclamó el hombre que acababa de golpearla—. Este sitio pertenece a Daysa.

Ana volvió la mirada hacia el hombre, con las manos aún en el costado, pero no dijo nada. Se apartó unos pasos, obligándose a sí misma a controlar la rabia, y se adentró de nuevo en la sala. Sacar la pistola y empezar a disparar volvía a ser una opción muy tentadora, pero no práctica. Helstrom le había pedido encarecidamente que intentara pasar desapercibida y no quería decepcionarle. Así pues, sin darle mayor importancia, Ana siguió moviéndose por la sala hasta encontrar un nuevo agujero en la barra. La joven se abrió paso entre dos reclusos de boca muy sucia pero demasiado borrachos como para acertar a tocarla y volvió a encaramarse. A apenas un par de metros de distancia, el niño camarero servía una copa de lo que parecía ser un vino azulón a un grupo de cinco reclusos especialmente ruidosos.

—Eh, tú —exclamó a voz en grito, haciéndose oír por encima de la música—. Sí, tú, pecas. Ven aquí, chaval.

Sin mostrar expresión alguna salvo hastío, el camarero arrastró los pies hasta donde se encontraba Ana. Otros tantos clientes reclamaban su atención a gritos, pero el joven no les prestó atención alguna.

—¿Qué te pongo?

—Busco a un tal Talsius: me envía Garenford. —Alzó la mirada hacia el resto de camareros—. ¿Quién es?

Sin necesidad de decir más, el joven se apartó unos pasos hasta alcanzar al camarero de mayor edad, un hombre de unos cincuenta años, ancho de espaldas, con la cabeza afeitada y un parche en el ojo derecho. Por su parecido físico imaginó que debía ser su padre, o quizás su tío. El muchacho le susurró algo al oído, el hombre alzó su único ojo hacia ella, serio, y asintió con la cabeza. Acto seguido, acudió a su encuentro con una cerveza en la mano.

—Traes algo para mí —exclamó el hombre. Depositó el botellín sobre la barra y lo arrastró hasta Ana—. Garenford es un cerdo.

—Lo contrario no diré —respondió Ana con el alegre acento que tan fácil le había resultado aprender. Depositó la mochila que cargaba a la espalda sobre la barra, la abrió y de su interior extrajo un cilindro metálico de diez centímetros de largo—. Está todo, pero cuéntalo, amigo. No me fio ni de mi sombra y tú lo has dicho: ese Garenford es un cerdo.

Depositó el cilindro sobre la barra y volvió a colgarse la mochila a la espalda. Ana desconocía qué había en su interior, pero por el modo en el que el ojo del hombre se iluminó, imagino que se trataba de mucho dinero. El tal Garenford era un cerdo, desde luego, pero debía ser un cerdo muy rico.

Cogió el botellín y le dio un trago para aclararse la garganta. La bebida era repugnante, pero la necesitaba. Sabía lo que le esperaba a continuación y un poco de alcohol en sangre no le vendría nada mal para clavar su actuación.

—¿Qué? ¿Hay trato?

—Patea el culo a tu jefe de mi parte —respondió él con una amplia sonrisa cruzándole el rostro—. Está en la tercera planta, mesa ocho. La reconocerás porque es la única con un globo lumínico azul en vez de verde. El idiota que buscas lleva días cabreando a mis clientes, les ha sacado mucho dinero. Estaba empezando a cansarme de él.

—Tranquilo, amigo, yo me ocupo. ¿Arriba dices? —Ana volvió la mirada hacia el fondo de la sala. Tras unas cortinas moradas asomaban un par de peldaños de madera—. Cinco minutos a ciegas, no más.

El camarero asintió. Al igual que el resto de los edificios y negocios de la ciudad, el "Crasso" disponía de un circuito de vigilancia cuyas imágenes eran controladas por el equipo técnico de la guardia planetaria. Estos circuitos no podían ser bloqueados ni trampeados en la mayoría de los casos, pues el control era muy exhaustivo, pero existían excepciones.

Y aquella iba a ser una de ellas.

—No quiero sangre en mi local: llévalo fuera. Al fondo encontrarás una puerta que da a las escaleras de emergencia.

—Tranquilo. —Ana le dio otro sorbo al botellín—. Yo me ocupo.

Acompañada por su bebida y seguida a lo largo de casi cinco metros por un recluso al que finalmente tan solo una sonora bofetada logró parar los pies, Ana se encaminó hacia las escaleras. Pasada la cortina, el ambiente cambiaba levemente. En los pisos superiores la música no era tan alta, ni tampoco había tanta gente, pero la humareda y el olor a alcohol era más intenso. Uno a uno, fue ascendiendo los peldaños, preguntándose si la falta de barra era la causante principal de la bajada de clientela, y no se detuvo hasta alcanzar la tercera planta. Una vez allí dejó las escaleras y se internó en un estrecho corredor al final del cual se encontraba la puerta de acceso a la planta. Allí, custodiando la entrada, dos tipos especialmente altos y musculosos vestidos de oscuro hacían las funciones de seguridad. Ana se acercó con paso seguro y se detuvo ante ellos. Les mostró su identificación.

—Mensaje para Tauber.

Mientras uno de los reclusos comprobaba su identificación, el otro aprovechó para mirarla de arriba abajo, con aparente indiferencia. En cualquier otro momento quizás habría intentado algo, le habría soltado alguna tontería o, incluso, dependiendo del humor, le habría invitado a una copa. En aquel entonces, sin embargo, no dijo absolutamente nada.

Era una lástima que estuviese de servicio.

—Ese bastardo está cabreando a muchos. Date prisa, puede que para cuando llegues ya le hayan partido la cara —respondió el otro, devolviéndole la identificación—. Pasa.

Los hombres se apartaron para dejarla pasar. Ana le dio otro sorbo a su bebida, el último, y atravesó la puerta. Al otro lado del umbral, cubiertas por una intensa humareda blancuzca, distintas mesas iluminadas de verde mantenían plenamente concentrados en el juego a más de un centenar de hombres y mujeres. Ana lanzó un rápido vistazo a su alrededor en busca de la luz azulada, y una vez localizada en el lateral izquierdo se encaminó hacia ella. Sentados a su alrededor, cinco personas jugaban a las cartas. Tres de ellos eran hombres adultos, de edades comprendidas entre los cuarenta y los setenta. Por su expresión, ninguno de ellos parecía demasiado satisfecho con el transcurso de la partida. Al contrario. Sus bolsillos estaban casi tan vacíos como sus copas. La cuarta era una mujer joven, de unos treinta. Ella tampoco parecía contenta con los resultados, y muestra de ello era el modo en el que sus ojos oscuros se clavaban en el último jugador cada vez que rompía el silencio.

La tensión se podía cortar con un cuchillo.

Finalmente, de espaldas a Ana, se encontraba el último jugador: el causante de todas las malas caras gracias a su infinita fortuna y lengua afilada. Un joven de cabello corto de color castaño de no más de dieciocho años: un niño.

El niño al que había venido a buscar.

Ana se detuvo un instante para contemplar sus movimientos. El joven se mostraba confiado, tranquilo: seguro de sí mismo. Hablaba desinhibido, alardeando de su talento natural para el juego. Gesticulaba, reía, bebía a largos tragos y, en definitiva, les provocaba. Provocaba a sus oponentes continuamente.

Se preguntó cuánto tiempo más lograría mantenerse con vida en un lugar como aquel.

Consciente de que el tiempo pasaba rápidamente y que no podría alargar mucho más lo inevitable, Ana cogió el botellín por el cuello y se acercó con paso firme a la mesa de juego. A su llegada, varias fueron las miradas que se alzaron, pero antes de que sus dueños pudiesen llegar a decir palabra, la joven estrelló la botella con todas sus fuerzas en la cabeza de su objetivo.

—¿¡Pero qué demonios!?

Todos se pusieron en pie, perplejos, anonadados por la violencia del golpe, pero no se interpusieron. Ana metió la mano en los bolsillos del ahora inconsciente muchacho, sacó todos los billetes arrugados que guardaba en su interior y los lanzó sobre la mesa.

—Para ustedes. Espero que no les moleste, pero traigo un mensaje para este imbécil—exclamó en tono jocoso. Empujó el cuerpo del chico al suelo y empezó a tirar de él hacia la puerta—. Has hecho cabrear a los tíos equivocados, capullo... Por cierto, nos vemos.

El resto de los jugadores la observó con perplejidad mientras lo arrastraba por el suelo hacia la salida trasera del local, pero no intervinieron. Al contrario. Superados los primeros segundos de pánico, los cuatro se abalanzaron como depredadores sobre los billetes que Ana había dejado sobre la mesa. Los jugadores del resto de mesas, sin embargo, ni tan siquiera se inmutaron. Aquel tipo de cosas pasaban prácticamente a diario.

Ana arrastró el cuerpo inconsciente del joven a lo largo de toda la sala. No pesaba demasiado, pues a pesar de ser alto era bastante delgado, pero el suelo pegajoso no ayudaba. A pesar de ello, empleando todas sus fuerzas para ello, Ana lo llevó hasta el acceso a las escaleras de emergencia. Abrió la puerta, arrastró el cuerpo fuera y, piso a piso, fue bajándolo a rastras hasta alcanzar el estrecho y sombrío callejón trasero del que le había hablado el dueño del local. Una vez a nivel de suelo, Ana lo llevó apoyó contra la pared y se arrodilló a su lado. Sacó el cuchillo que llevaba guardado en la cintura y le abrió la camisa por el cuello de un fuerte tirón. El sonido de la tela al rasgarse no logró despertarlo, pero sí el sentir el metal hundirse profundamente en su piel. El joven abrió los ojos, con el rostro repentinamente desencajado de dolor, y empezó a forcejear, desorientado.

—¿¡Pero qué demonios haces!? ¿¡Estás loc...!?

—¡Cállate! —le espetó Ana con brusquedad.

Hundió aún más el cuchillo en la carne, empleando la rodilla y el otro brazo para inmovilizar al joven, y no se detuvo hasta que el metal alcanzó al fin su objetivo. Sacó entonces el arma, hundió los dedos en la herida y extrajo un pequeño chip ensangrentado de su interior. Anonadado, el chico dejó de manotear y gimotear al ver a Ana pisotear el localizador.

—Muelle de carga ocho, esta noche: tienes cinco horas. Si no apareces, nos iremos sin ti. —Sacó de su mochila un fardo en cuyo interior había un uniforme y una acreditación falsa y se la lanzó. El joven, aún descompuesto, lo atrapó al aire—. Te quedan menos de dos minutos, así que desaparece de aquí antes de que sea tarde.

—Oh, mierda —exclamó aún él, demasiado aturdido para ser consciente de la gravedad de los acontecimientos. Se miró la herida, después las manos y, finalmente, el fardo. Poco a poco, su expresión empezó a cambiar—. ¿Gorren?

—Helstrom —respondió ella con sencillez—. Date prisa.

—¡Llevo meses esperando! ¿Por qué habéis tardado tanto? —El joven se incorporó ayudándose de la pared. La herida no cesaba de sangrar copiosamente y, por el modo en el que se la sujetaba, parecía dolerle—. Este sitio apesta.

—Pues no parece que las cosas te vayan mal del todo.

—Si supieses lo que he tenido que hacer...

—No me importa: simplemente date prisa. Helstrom te quiere dentro, y te quiere ya. Cinco horas, recuerda.

Se mantuvieron la mirada un instante antes de separarse. Los ojos del chico eran de un intenso color verde esmeralda muy llamativos. Su rostro era infantil, aunque hermoso, y su mirada suspicaz. Probablemente tuviese una sonrisa bonita. Vestía ropas de buena calidad para ser un prisionero, aunque Ana podía notar perfectamente que eran falsificaciones. A cualquier otro podría engañarle, pero no a una experta en la materia como ella.

Se preguntó por qué sería tan importante para el maestro.

Finalmente, antes de que el tiempo siguiese pasando inexorablemente, Ana salió corriendo del callejón. Los hangares no estaban muy lejos de allí, a apenas diez minutos, pero las calles eran peligrosas y las manchas de sangre en sus ropas ahora más evidentes que nunca. Cuanto antes regresase con los suyos y dejaran de una vez por todas aquella ciudad, mejor.




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