Capítulo 14
Capítulo 14
Siete minutos después de que Ana, Leigh y Gorren atravesaran la rampa de acceso a la "Estrella de plata" ésta se replegó sobre sí misma como si de la lengua de un camaleón se tratase. La antigua princesa de Sighrith no pudo verlo, pues en aquel entonces ya se encontraba de camino a la cubierta médica de la mano de Tauber, el cual no la había soltado en ningún momento, pero durante aquellos siete largos minutos varios fueron los acontecimientos que sucedieron en los hangares. El primero de ellos fue la reunión de los tres bellator que, hasta entonces, habían estado en la ciudad. Su misión no había sido sencilla: sembrar el caos. La noche anterior, siguiendo las instrucciones del maestro Helstrom, éstos habían repartido por toda la ciudad cargas de demolición que, llegada la hora clave, habían hecho explotar para crear la mayor confusión posible. Para ello habían tenido que moverse con rapidez por las calles, yendo y viniendo de un lado a otro para poder activar los explosivos sin ser vistos, pues el radio de acción de los detonadores no era superior a cien metros. En el caso de Maggie, la misión le había traído algún que otro problema, pues tras las dos primeras explosiones había sido vista por varios ciudadanos, pero tras lograr ocultarse durante unos minutos en el interior de un callejón, tras unos bidones vacíos, había logrado salir indemne. Marcos, por el contrario, no lo había tenido tan fácil. Al igual que Maggie, el hombre había sido detectado, aunque no precisamente por simples ciudadanos. En su caso había sido una patrulla de dos bellator la que, tras arrinconarlo en el interior de un negocio, había estado a punto de acabar con su vida. Había tenido mucha suerte de que Elim estuviese en aquel momento en los alrededores.
El segundo acontecimiento importante que se había dado durante aquellos siete minutos había sido la aparición de un grupo de guardias en el hangar. Durante el trayecto de huida desde el centro penitenciario Gorren había logrado perderles por las calles, empleando para ello el complejo trayecto que habían preparado para una posible fuga in extremis. Horas antes, a través de su conexión cervical, Armin se había adentrado en los sistemas de control de tráfico de la ciudad, logrando así desviar el flujo de raxores hacia los puntos que más les interesaban. El proceso no había sido fácil, pues para ello había tenido que bucear durante horas entre los miles de bancos de datos que conformaban el cerebro de la ciudad, pero finalmente, haciendo honor a su palabra, había logrado cumplir con su objetivo. Gracias a ello, Gorren había logrado retrasar durante unos minutos a sus perseguidores, aunque no perderlos definitivamente.
Se vivieron entonces minutos de mucha tensión en el puente de mando. Consciente de la gravedad de la situación, la capitana había iniciado ya las maniobras de despegue. Todos eran plenamente conscientes de la ausencia de Helstrom y de Dewinter, los cuales aún seguían fuera, pero la inminente llegada del enemigo impedía que pudiesen aguantar mucho más. Así pues, sin atreverse nadie a decir en voz alta lo que estaba a punto de suceder, la mujer dio la orden de cerrar las puertas y guardar las rampas. La nave tenía que partir, y tenía que hacerlo ya.
El tercer y último acontecimiento se dio segundos antes de que la nave despegase definitivamente. Con la mirada fija en la cúpula y el corazón en un puño, Gorren veía ya al enemigo caer sobre ellos. Todo cuanto veía ante sus ojos eran disparos, gritos y nerviosismo; trabajadores activando los sistemas de seguridad del hangar y las puertas cerrándose. Veía viajeros esconderse en el interior de sus naves, aterrorizados ante el despliegue de tropas, y veía fuego. Veía cubiertas de la nave ardiendo al ser dañadas por el enemigo, cristales estallando y luces de emergencia parpadeando con intensidad en los paneles de control.
Veía el sudor caer a chorros por los rostros de los miembros de la tripulación, la tensión del rostro de la capitana y el miedo reflejado en sus ojos. Imaginaba que su semblante no debía mostrarse mucho mejor que el de ella, pero sabía que no debía perder la esperanza. Aunque no les viese, sabía que tarde o temprano aparecerían. Confiaba en ellos, en sus habilidades y en su inteligencia; en su capacidad para sobreponerse ante cualquier adversidad. Armin y Alexius se habían quedado atrás protegiéndoles la retaguardia; deteniendo a base de disparos a sus perseguidores desde sus puestos elevados...
Y no le decepcionaron.
—Francamente, Larks, no te voy a engañar... no tiene buena pinta.
Llevaba casi una hora encerrada en la cubierta médica con la única compañía de Leigh y el asistente médico que se estaba ocupando de sus heridas cuando, tras examinar detenidamente todas las pruebas que hasta entonces le habían hecho, Edward Menard salió del laboratorio. No tenía buena cara, aunque en realidad no la había tenido en ningún momento desde el inicio del despegue. La huida del planeta Helena estaba resultando complicada, y el continuo traqueteo de la nave y sus respectivas sacudidas le estaban afectando. El asistente no estaba acostumbrado a tanto movimiento.
Se acercó a la camilla donde Ana yacía para comprobar las pupilas de la paciente. El ritmo cardíaco era rápido y la tensión alta; la mujer parecía desorientada y deshidratada, pero por lo demás estaba relativamente bien. Las heridas y contusiones, con el tiempo, curarían. Además, su sangre estaba limpia, sin rastro alguno de infecciones preocupantes. No obstante, el brazo le preocupaba.
—¿Qué quieres decir con que no tiene buena pinta? —respondió Leigh por ella, tan pálido o incluso más que la propia Ana—. ¿Qué le pasa?
La voz de Tauber temblaba ligeramente. Larkin tenía la sensación de que el ver tantas heridas y sangre estaba empezando a quebrar su determinación. El joven no quería separarse de ella, y por mucho que el resto de asistentes así se lo habían recomendado por su propio bien, él se había cerrado en banda. Después de lo ocurrido, no estaba dispuesto a dejarla sola otra vez. Así pues, mientras Ana cerraba los ojos, totalmente descompuesta, él había asistido en primera fila a un desagradable proceso de limpieza y costura de todo tipo de heridas y cortes de los que, en su mayoría, la mujer ni tan siquiera había sido consciente hasta entonces.
—Es el brazo, ¿verdad? —añadió Ana abriendo los ojos. Tras las curas iniciales, el asistente le había inyectado un potente calmante gracias al cual, poco a poco, su malestar había empezado a remitir—. La herida me duele... me arde como si tuviese fuego dentro...
—... pero no puedes moverlo —concluyó Menard con cierta inquietud—. He estado revisando las radiografías: aparentemente no tienes ningún hueso dañado.
—¿Entonces? —insistió Leigh con nerviosismo—. ¿Qué demonios le pasa? ¿Y esa herida? ¿Qué le han hecho?
Menard se encogió de hombros, visiblemente dubitativo. No era cirujano, ni tan siquiera llegaba a la categoría de médico, pues aún no había acabado sus estudios ni seguramente los acabase ya a aquellas alturas, pero sabía lo suficiente sobre anatomía humana para saber que no había demasiadas opciones.
—Tenemos que hacer aún varias pruebas para determinar qué está ocasionando el problema, pero me temo que las opciones que ahora mismo barajamos no son sencillas. Una de dos, o el daño es neuronal, o...
—¡No puede ser neuronal! —exclamó Leigh con rapidez, a la defensiva. El muchacho no era consciente de ello, pero tal era su nerviosismo que había empezado a elevar mucho el tono de voz—. ¡No tiene ninguna herida en la cabeza! Bueno, algunos rasguños, ¡pero eso no es nada! ¡Tiene que haber otra explicación!
—Coincido contigo; las heridas son superficiales —admitió Edward pasando por alto el tono del joven. Todos estaban demasiado nerviosos—. La única algo más profunda es la que tiene debajo del ojo, pero por lo demás no hay rastro de ninguna posible intervención. No obstante, hay que ser conscientes de que un golpe mal dado puede causar todo tipo de daños neuronales.
Leigh respondió algo que Ana no llegó a escuchar. Mientras ellos hablaban, la joven trató de recordar las horas que había pasado en compañía de la Praetor Emile Arena. Desde que despertase en la celda, tirada en el suelo, había intentado no pensar en ello; lo había pasado mal y lo único que deseaba era intentar olvidar. No obstante, todo apuntaba a que era importante saber lo que había pasado. Ana hizo memoria, intentando pasar únicamente por encima por los recuerdos más escabrosos, y rememoró todas las experiencias vividas. Ciertamente, aquella mujer no había escatimado en recursos. Arena había hecho con ella cuanto había querido, aunque en ningún momento la había golpeado abiertamente en la cabeza... o al menos no lo suficientemente fuerte como para crearle una lesión cerebral de aquellas características. Así pues, a la espera de más pruebas, aquella opción perdía bastante fuerza...
—¿Qué otra cosa puede haber pasado? —interrumpió Ana, captando así la atención de los dos hombres—. Has dicho que había dos opciones, ¿verdad?
El asistente forzó una sonrisa amable, tratando de mostrarse lo más tranquilizador posible. Tomó su mano derecha, pues la izquierda estaba ocupada por Leigh, y le presionó suavemente los dedos.
—Tienes una herida bajo el vendaje.
—Lo sé.
—¿Sabes algo al respecto? ¿Estabas consciente cuando te la hicieron?
—No. —Ana negó suavemente con la cabeza—. Simplemente desperté con ella.
—¿Y desde entonces tienes el brazo paralizado?
Asintió nuevamente con la cabeza. Observó en silencio a Edward tomar un par de notas sobre lo que debía ser su historial y depositarlo sobre una mesa lejana. A continuación, bajo la atenta e inquisitiva mirada de Tauber, el cual estaba poniéndose cada vez más nervioso, abrió un armario y extrajo un maletín plateado.
—¿Cuál es la segunda opción? —preguntó su compañero—. ¿Qué pasa con esa herida?
—Tan listo para unas cosas y tan tonto para otras, Leigh... —respondió Ana con un asomo de sonrisa en la cara—. Me han tocado los nervios, ¿verdad?
—Es posible —admitió el hombre con el ceño fruncido.
Dejó el maletín sobre la mesa y extrajo de su interior un frasco y una pequeña jeringuilla plateada. Seguidamente, tras depositarlos sobre una bandeja, sacó también unos guantes ajustables y un par de instrumentos más que, muy a su pesar, despertaron desagradables recuerdos en la mente de la paciente.
Al menos, se consoló, él los utilizaría con más cuidado.
—Eh, eh, eh, quieto —advirtió Leigh al leer las intenciones del hombre en la mirada de Ana—. Deja eso donde estaba, amigo. Nadie va a...
—Muchacho, ¿qué tal si te vas a dar una vuelta y nos dejas en paz un rato? —interrumpió Menard con tono autoritario, molesto ante sus continuas interrupciones—. Larks tiene razón, todo apunta a que es un problema nervioso. Así pues, te guste o no, tengo que ver qué demonios le han hecho para tener esa herida, y para eso necesito un poco de calma y silencio.
—¿Me vas a dormir? —Ante su asentimiento, Ana alzó la mirada hacia Leigh y le presionó suavemente la mano—. Eh, Leigh, tranquilo: no pasa nada, no pongas esa cara...
—No creo que sea el mejor momento, solo digo eso. Además, este tipo no es un médico de verdad... ¿Y si empeoras? No me fío de él. ¿Y si...?
—Yo sí que confío en él —interrumpió Ana—. Si realmente es algo grave, quiero saberlo cuanto antes... y si no, también.
—Ya, pero...
Mientras Menard acababa de ultimar todos los detalles, Ana se incorporó en la camilla para poder mirar a Leigh a la cara. El más joven de los tripulantes estaba visiblemente preocupado por ella, y aunque agradecía su interés, necesitaba un poco de paz.
Apoyó la mano sobre su hombro. Después de tanto tiempo perdida en el limbo en el que se había convertido su vida en los últimos meses, aquella muestra de afecto logró despertar en ella sentimientos que creía ya enterrados.
Leigh entrecerró los ojos, tratando de disimular sus temores tras una sonrisa forzada. Más que nunca, su rostro parecía el de un niño indefenso.
—De acuerdo, de acuerdo... no diré nada más: si tú confías en él, yo también. Eso sí, me voy a quedar aquí contigo.
—De eso nada, Tauber —respondió Menard de espaldas a ellos, en tono de advertencia—. Esto es serio.
—Precisamente por eso. —El joven soltó la mano de Ana para cruzarse de brazos, a la defensiva—. No pienso salir de aquí, así que...
—Al menos hasta que me quede dormida —intervino nuevamente Ana—. Eso sí que puede, ¿verdad?
Muy a su pesar, Menard asintió. El joven no estaba dispuesto a irse por lo que, antes de seguir discutiendo, prefería ceder un poco. Además, por el modo en el que se comportaba era evidente su enorme preocupación por Larkin, por lo que no iba a ser él quien se entrometiese.
Finalizados los últimos preparativos, Edward introdujo la aguja de la jeringuilla en un fino tubo de ensayo y llenó el cuerpo milimetrado hasta el límite del émbolo. A continuación se acercó a Ana, limpió con una gasa esterilizada la zona donde iba a clavar la aguja hipodérmica e inyectó el líquido con cuidado.
—Salgo unos minutos, cinco o seis como mucho —advirtió—. Cuando vuelva espero que no estés aquí, Tauber. —A continuación, sin esperar respuesta alguna, volvió la mirada hacia la paciente—. Larks, relájate. Todo irá bien, te lo aseguro.
El hombre abandonó la sala con paso firme, consciente de que unos momentos de intimidad les vendrían bien para relajar los ánimos. Ana aprovechó para tumbarse de nuevo y, ya a solas, volvió la mirada hacia Leigh, el cual, algo más relajado, tomó asiento a su lado, en el borde de la camilla.
Poco a poco, su expresión se iba serenando.
—No me gusta esto... —advirtió, pero al ver el modo en el que la mujer fruncía el ceño cambió rápidamente de tema—, pero tú mandas. Lamento lo que ha sucedido. De haber sabido lo que iba a pasar en la biblioteca...
—No podías hacer nada —afirmó Ana con seguridad—. De no haber ido yo, Armin habría activado la trampa, o tú. Por lo que he podido saber, nos estaban esperando.
—Eso parece. Durante estos días hemos descubierto bastantes cosas al respecto, al parecer alguien se fue de la lengua. Aún no sabemos quién, pero tal y como tú dices, el enemigo conocía nuestras intenciones.
—¿Significa eso que hay un traidor?
Leigh se encogió de hombros, dubitativo.
—Cabe la posibilidad, pero no lo sabemos. Una vez salgamos de aquí intentaremos saber qué ha pasado... Aunque tengo la sensación de que hasta que no volvamos a tierra firme no vamos a poder saber demasiado al respecto. El sistema Ariangard está incomunicado.
—¿Nos dirigimos ya hacia allí?
—Sí; la capitana ha activado el sistema de camuflaje, por lo que no van a poder seguirnos. Ahora mismo no emitimos ninguna señal ni podemos ser captados por ningún radar así que, si todo va bien, en unos días alcanzaremos nuestro objetivo. —Leigh sonrió ligeramente, cansado—. Me hubiese gustado que fuese de otra forma, pero lo importante es que al final lo hemos conseguido.
Ana sintió un leve cosquilleo en la punta de los dedos de los pies. Era una sensación extraña, poderosa y rápida.
Parpadeó un par de veces para aclararse la vista. Empezaba a sentirse muy cansada. Fuese lo que fuese lo que le habían inyectado, empezaba a hacer efecto.
—Oye Leigh... ¿Te puedo hacer una pregunta?
—Claro, otra cosa es que responda...
—Muy gracioso... Oye, ¿por qué habéis tardado tanto en venir a buscarme? En ningún momento llegué a desconfiar de que lo haríais, pero... —Volvió a parpadear. El sueño caía sobre ella con rapidez, implacable—. Una semana es tanto tiempo...
El joven se movió incómodo en la camilla. Aunque imaginaba que aquella pregunta había estado rondando su mente a lo largo de todos aquellos días, no pensaba que fuese a formularla. O al menos, no tan rápido ni a él. Era un tema demasiado delicado...
Lanzó un rápido vistazo al crono de su muñeca, incómodo. De repente, el tiempo parecía haberse paralizado.
—Bueno... —Volvió la mirada hacia la puerta—. Verás, Larks... es un poco complicado. Al principio no sabíamos dónde estabas. Nos llevó bastante tiempo localizarte. Además, necesitábamos encontrar el momento para poder actuar, conseguir el material necesario, preparar los dispositivos... en fin... —Empezó a frotarse las manos con cierto nerviosismo—. No fue fácil... pero lo importante es que lo hicimos, ¿no? Te sacamos de allí.
Ana asintió con la cabeza suavemente. Las palabras habían empezado a perder cierto sentido para ella, al igual que sus explicaciones o sus preocupaciones. Leigh hablaba tanto... Además, estaba demasiado cansada como para atenderle y tenía tanto sueño... ¿Hacía cuanto tiempo que no dormía? Tenía la sensación de que habían pasado años desde la última vez.
Respiró profundamente, dejando que su mente divagara un poco antes de quedarse dormida. A su lado, Leigh la observó durante unos segundos, agradecido ante su silencio, aunque un tanto avergonzado por lo ocurrido. En realidad, el motivo por el que habían tardado tanto en acudir a su rescate era porque sencillamente no iban a hacerlo. Aquella no era la primera vez que alguien se quedaba atrás por el bien de la misión, ni iba a ser la última. Pertenecer a Mandrágora comportaba a veces aquel tipo de sacrificios; la gente moría y mataba por la causa, y Ana era la perfecta mártir. Además, en el fondo, ella misma se lo había buscado con su comportamiento...
Así pues, la decisión estaba tomada, o al menos lo había estado durante unas horas. Pocos minutos antes de la hora de partida, Leigh había sido informado del repentino cambio de planes y, encantado, se había ofrecido para participar en el rescate.
Al joven le gustaba pensar que sus horas de insistente discusión con Gorren habían dado sus frutos; que había logrado ablandarle. No obstante, no era estúpido. Leigh sabía que tras aquella decisión estaba únicamente Helstrom, el único capaz de hacer cambiar de parecer a Philip, y se lo agradecía profundamente. Ana se había convertido en alguien importante para él.
Aguardó un par de minutos más en la sala, observándola en silencio, pensativo. Resultaba sorprendente lo hermosa que podía llegar a ser cuando mantenía la boca cerrada. ¿Sería por ello por lo que le agradaba tanto su compañía? ¿O quizás por el mero hecho de que era una de las pocas personas que disfrutaba escuchándole? Había pasado tanto tiempo solo... Fuese cual fuese la respuesta, sabía que tenía tiempo para reflexionar sobre ello. El viaje prometía ser largo.
Deslizó los dedos sobre su frente para apartar los mechones de cabello rubio y depositó un beso.
—Descansa, Larks. Por suerte para todos —dijo en apenas un susurro para sí mismo— nunca sabrás la verdad...
Tres horas después, Ana despertó tendida en una cómoda cama de plumas, en el interior de un magnífico camarote que, tal y como había descubierto meses atrás, pertenecía a la capitana Lagos. Se sentía un poco desorientada por todo el tiempo transcurrido y las ideas y venidas, pero físicamente estaba algo más recuperada. El descanso le había sentado bien. Además, agradecía volver a estar en la nave. El zumbido de los motores se había vuelto sorprendentemente acogedor en comparación al silencio de la cárcel.
Se incorporó con lentitud, sintiendo una fuerte punzada en el hombro derecho al hacerlo. Se llevó la mano instintivamente a éste, un tanto confusa, y comprobó que, al igual que el resto del brazo, lo tenía vendado.
Intentó moverlo.
—Ni lo intentes.
Ana dio un respingo al oír la voz, pues se creía sola. Volvió la vista hacia el lateral, lugar en el cual se hallaba una figura cómodamente sentada en una butaca, y entrecerró los ojos para intentar enfocar. Tal era la penumbra de la sala que resultaba complicado distinguir sus rasgos.
Se encendió una tenue luz blanca procedente de la mesilla de noche. De entre las sombras surgió un sofisticado y hermoso camarote lleno de detalles decorativos de temática naval y de paredes llenas de cuadros. Ana vio exquisitas piezas de mobiliario, un tocador repleto de frascos de perfume, varios baúles cerrados y, ante ella, con sus ojos marrones clavados en ella, el rostro imperturbable de Philip Gorren.
El maestro se puso en pie.
—Maestro —susurró Ana sin poder evitar sentirse más pequeña al caer la sombra del hombre sobre ella.
Permanecieron unos segundos en silencio, él contemplándola con fijeza y ella con la garganta totalmente seca, sin saber exactamente qué decir. La joven era plenamente consciente de que su aparición en la biblioteca había sido una declaración de rebeldía de manual, y suponía que estaba muy enfadado. Claro que, ¿qué sabía aquel hombre de ella? A Helstrom le había explicado muchas cosas; le había confiado sus reflexiones y temores e incluso algún que otro secreto. Philip, sin embargo, era un auténtico desconocido para ella. Un tipo que acababa de llegar y con el que prácticamente ni había hablado. Así pues, ¿por qué iba a obedecerle?
Además, ella no formaba parte de Mandrágora. ¿O quizás sí? Después de lo ocurrido, ya no sabía qué pensar.
Los segundos se le hicieron interminables.
—Bueno...
—¿Sí?
El hombre ladeó ligeramente el rostro, a la espera. Ana podía leer en su mirada que aguardaba con expectación algo que, desde luego, no iba a darle. Apartó la vista hacia el cuadro que tenía ante ella, al fondo del camarote. En él aparecían un par de cazadores a lomos de dos caballos negros persiguiendo lo que parecía ser un venado de gran tamaño.
El rostro de Gorren se tensó ante la falta de respuesta.
—Ya veo... no tienes nada que decir.
Era una acusación. Ana le lanzó una mirada fugaz. Se sentía incómoda en su presencia; incómoda por los vendajes, por no poder mover el brazo y, desde luego, por no estar en compañía de los suyos.
Se preguntó dónde estaría Leigh.
—Gracias —dijo al fin volviendo a apartar la mirada—. Aunque sé que no es lo que quiere escuchar...
—Desde luego que no, pero algo es algo. Has desobedecido órdenes.
—Bueno, eso no es del todo exacto. —Le miró de reojo—. En realidad, yo...
—Antes de que digas algo de lo que puedas arrepentirte el resto de tu vida, Larkin —interrumpió Gorren con brusquedad—, te haré una advertencia; una única y última advertencia: vuelve a poner en peligro una misión o a cualquier miembro del equipo y te aseguro que te arrepentirás de haber dejado esa celda.
Un escalofrío recorrió la espalda de la mujer al escuchar aquellas contundentes palabras. Ana alzó la mirada durante un único instante, sobrecogida, intimidada, y asintió con la cabeza ligeramente. Gorren no mentía ni exageraba: sus ojos así lo aseguraban.
Apretó los dientes con una mezcla de emociones encontradas en lo más profundo de su ser. No soportaba que la amenazasen ni le diesen órdenes, pero podía llegar a entender sus motivos.
—De no ser por ti, a éstas alturas ya estaríamos en Ariangard. Nos has retrasado, y lo que es peor, has provocado que el Reino fije su mirada en nosotros. Te han identificado, y saben lo que buscas... —prosiguió con dureza—. Saben en qué nave viajas y hacia dónde te diriges. Saben de quiénes te rodean, y, probablemente, saben tus intenciones. —Sacudió la cabeza—. Lo saben todo, Ana.
—¡Pero yo no he dicho nada! ¡¡Lo juro!! ¡No les dije nada!
—¿Y acaso crees que es necesario? Las cámaras graban y los oídos escuchan.
—¡Pero mis labios permanecieron sellados!
No la creyó. Gorren entrecerró los ojos, escéptico. A la tenue luz del globo de luz, sus arrugas se escondían y su cabello parecía mucho más oscuro de lo que realmente era, dotándole así de una juventud que hacía tiempo que había dejado atrás. Sus ojos, sin embargo, revelaban el tormento que cargaba a sus espaldas.
—No me hagas reír, Ana. Sé cómo es la gente de tu calaña: conozco a la perfección vuestras virtudes y debilidades, y te aseguro que no podéis aguantar ningún tipo de tortura. Sois débiles, engreídos y tercos; sois una fruta prohibida que muchos quieren probar, pero a la que nadie sobrevive. Así pues, ni tan siquiera lo intentes. Quizás puedas engañar a Alexius, pero no a mí.
Afligida ante las acusaciones que acababa de escuchar, el rostro de Ana se ensombreció. Aunque Gorren estaba siendo excesivamente duro con ella, era innegable que había parte de verdad en sus palabras. Ana había tardado mucho tiempo en ser consciente de ello, pero a partir del momento en el que al fin había logrado abrir los ojos, no había habido día en el que no hubiese intentado liberarse de la mujer que una vez había sido. Las cadenas del pasado, sin embargo, eran pesadas, y el cambio prometía ser largo, aunque esperaba que no eterno.
—Supongo que no lo sabes, pero hemos estado a punto de perder a Alexius y a Armin —prosiguió Gorren, aunque en un tono mucho más bajo y cortante—. Nos cubrían la retaguardia.
Repentinamente desconcertada, Ana volvió a alzar la mirada. Ya no había rastro alguno de su testarudez ni su rebeldía. En lugar de ello, ahora una mirada limpia llena de temor iluminaba un rostro cada vez más descompuesto.
Sintió como se le encogía el corazón en el pecho.
—Pe-pe-pero... —tartamudeó. Cerró los ojos durante unos segundos, obligándose a sí misma a mantener el temor a raya, y se incorporó con brusquedad, con los ojos ahora ya fijos en los de Gorren. El recelo refulgía en su mirada—. ¿Están bien? ¡Dígame que están bien! ¿Qué ha pasado?
Aparentemente indiferente, Gorren apoyó la mano sobre su hombro y la empujó suavemente para que volviese a acomodarse en la cama. En contra de lo que ella pudiera pensar, no estaba disfrutando del momento. Ni era un sádico, ni pretendía fingir serlo, pero conocía demasiado bien las emociones humanas como para saber que incluso la mayor fiera podía ser aplacada atacándola en sus puntos débiles. Y aquellos hombres y mujeres, Armin, Leigh, Maggie, Laura... lo eran. Gorren no necesitaba conocer a Ana para saber cuánto temía a la soledad; sus palabras y su comportamiento la delataban.
—Suerte tendremos si sobreviven —aseguró con severidad—. Más te vale que empieces a replantearte las cosas si lo que quieres es permanecer a bordo, Larkin. Una y no más, te lo aseguro. No va a haber otra oportunidad. Y por cierto...
La mirada del hombre se ensombreció. Gorren cogió de la punta de la sábana y tiró de ella, dejando así al descubierto las piernas de la joven. Una de ellas estaba marcada por cortes y heridas que pronto sanarían; la otra, sin embargo, estaba totalmente vendada, como el brazo.
Ana quedó paralizada al ver descubierto su secreto. La mujer se movió inquieta sobre la cama, sintiéndose humillada, y se apresuró en volver a taparse. Giró sobre sí misma para darle así la espalda, demasiado azorada como para atreverse a mirarle a la cara. De todos sus secretos, aquel era el único que hasta entonces había deseado guardar únicamente para sí misma; era demasiado íntimo... demasiado complicado de explicar.
—Supéralo de una vez: todos hemos perdido a alguien —espetó Gorren con aspereza, plenamente consciente de las reacciones que aquel último ataque despertaría en la joven—. Ahora descansa, o pégate de cabezazos contra la pared: me da igual. Haz lo que te dé la gana, pero deja de molestar. Hay cosas bastante más importantes en las que pensar que en ti. Eso sí, plantéate realmente si éste es el lugar en el que realmente quieres estar. Esta nave es un nido de serpientes, Ana, no la corte de una princesa. Mandrágora está en deuda con tu madre: si lo que deseas es tener una vida parecida a la que tenías, podemos hacerlo. Nunca volverá a ser lo que era, desde luego, pero si lo intentas puedes lograr que se le parezca. De ti depende. No obstante, si lo que deseas es seguir aquí, con nosotros, a nuestro lado, tendrás que aceptar las normas y comportarte como una más. Tú decides.
Tocada, la mujer hundió el rostro en la almohada y aguardó en completo silencio a que abandonase la estancia. Una vez a solas, detuvo la mirada en uno de los cuadros, sin prestar atención alguna a su contenido, y dejó que su mente divagara. La pregunta ya no era si realmente deseaba formar parte de Mandrágora o no; el destino hacía tiempo que había tomado la decisión por ella al arrastrarla hasta la "Estrella de plata". La auténtica cuestión era: ¿verdaderamente era aquella la vida que deseaba vivir?
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