Capítulo 11

Capítulo 11



Las siguientes horas pasaron con dolorosa lentitud. Pocos segundos después de que Armin desapareciera, cinco bellator irrumpieron en la sala, armadas. Contemplaron con furia a la delincuente, con sus juveniles ojos encendidos por la rabia y, sin piedad alguna, atacaron con dardos tranquilizantes a la cautiva. Durante el avance a través de la sala habían ido descubriendo los cadáveres de sus compañeras, por lo que cuando encontraron a Ana ya no había rastro alguno de la sorpresa con la que habían respondido a la señal de alarma; en su lugar solo había odio y resentimiento, un sentimiento que, a partir de entonces, nunca las abandonaría. El enemigo había ido demasiado lejos.

Incapaz de esquivar los disparos, debido al reducido espacio, Ana no pudo más que ver cómo, uno a uno, los dardos se iban clavando en su piel, dibujando grandes círculos de sangre. La joven se los arrancó con rapidez, aullando de dolor cada vez que sacaba el aguijón de la piel, pero pronto el mundo a su alrededor empezó a girar sobre sí mismo. Los colores y las formas empezaron a mezclarse, el sonido se distorsionó en sus oídos y, en apenas unos segundos, perdió por completo la noción de la realidad. Poco después caería al suelo, inconsciente.

Varios minutos después, o quizás horas, un torrente de agua helada directo a la cara arrancó con violencia a Ana de su ensoñación. La mujer abrió los ojos con la piel ardiendo de frío, sacudió la cabeza instintivamente e intentó incorporarse sin éxito.

—¿Pero qué...?

Una bofetada cortó la frase a medias. Ana sintió la cabeza girar sobre el cuello con brutalidad, como si fuese a descoyuntársele, y durante unos segundos quedó aturdida. Sus ojos no veían más allá del sucio suelo grisáceo sobre el cual se encontraba la silla a la que la habían atado con correas por las muñecas, cintura y tobillos.

Una sombra cayó sobre ella. Ana entrecerró los ojos, más por instinto que por necesidad, asustada ante lo que se aproximaba. Su mente aún no era capaz de discernir dónde se encontraba, pero su cuerpo, totalmente al corriente de la situación, era consciente de que, a partir de aquel punto, las cosas iban a complicarse.

Alguien la agarró por el mentón y le giró el rostro con violencia hacia el frente. Ante ella, con el rostro contraído en una mueca de fiereza, había una mujer de piel oscura y afilados ojos negros que la miraba con fijeza, furibunda. En la frente tenía tatuado un sol negro, y bajo la boca, en el mentón, una pica. Ana le mantuvo la mirada durante unos segundos, sintiendo como poco a poco el miedo se iba apoderando de ella al reconocer el uniforme que vestía su captora, hasta que un segundo golpe seco en la mejilla la devolvió de nuevo al suelo.

Empezaron a sangrarle los labios.

La mujer cerró sus manos alrededor del cabello de Ana y tiró con fuerza hacia arriba, obligándola así a alzar la vista. A diferencia del resto de bellator, aquella mujer era mayor, de unos cuarenta o cuarenta y cinco años. Su rostro estaba lleno de pequeñas cicatrices y arrugas propias de una vida complicada y llena de experiencias, gracias a las cuales se había convertido en quien era en aquel entonces. Alta y musculosa, aquella bellum de cabello blanco recogido en una coleta era el claro ejemplo del lado más salvaje y violento del Reino.

Acercó su rostro hasta apoyar la frente sobre la suya. Su aliento a tabaco y el hedor de sus dedos evidenciaban que había estado fumando compulsivamente hasta su despertar.

—Vas a arrepentirte del día en que decidiste pisar mi planeta, Ana Larkin —exclamó arrastrando las palabras—, te lo aseguro...

La mujer tiró con violencia del pelo, impulsando así a Ana con tanta fuerza que tanto ella como la silla cayeron de bruces al suelo. La joven vislumbró con horror el inminente choque durante las décimas de segundo que duró la caída y, al chocar su cabeza con brutalidad contra la piedra, lanzó un grito de dolor desgarrador. A continuación, con Larkin aún padeciendo las consecuencias del golpe, la bellum se alejó unos pasos, cogió lo que parecía ser un cubo lleno de agua y lo dejó junto a su cabeza. En su poder, Larkin parecía una muñeca de trapo.

Se arrodilló a su lado.

—Vamos a ver qué recuerdas, víbora. —Volvió a cogerla del pelo y la levantó a peso. Ana parpadeó con horror al ver el agua a escasos centímetros de ella. Temía saber lo que estaba a punto de suceder—. Pero antes vamos a despertarte un poco más...

Cerró los dedos alrededor de su cabeza y la empujó con fuerza hacia el cubo. Ana intentó resistir haciendo fuerza con el cuello, pero la presión era demasiado para ella. La mujer siguió empujando hasta lograr que su cabeza se adentrase en el agua helada hasta el mentón. Una vez dentro, la mantuvo durante infinitos segundos.

El forcejeo sirvió únicamente para dejarla sin fuerzas. Ana trató de resistir, convencida de que si no lo hacía moriría ahogada; pataleó y sacudió la cabeza cuanto pudo, pero finalmente, llegado a su límite, su cuerpo se liberó de la presión de su mente y quedó flácido. Entrecerró los ojos...

Pero no durante mucho tiempo.

Un golpe seco en el pecho la hizo escupir todo el agua que había tragado durante los segundos de inmersión. Ana abrió los ojos y respiró profundamente, sintiendo los pulmones más vacíos que nunca. Empezó a boquear. Latigazos de dolor castigaron duramente su garganta y su pecho como respuesta, pero el esfuerzo valió la pena. La mujer respiró profundamente varias veces más, sintiendo la vida volver a ella, hasta recuperar parte del control de su cuerpo. Inmediatamente después, abatida por una oleada de repentino agotamiento, volvió a reposar la cabeza sobre el suelo...

O al menos lo intentó. Ante ella volvió a surgir el rostro maltrecho de su captora, y junto con él, otro cubo de agua.

Los ojos negros de la mujer chisporrotearon desde lo alto, maliciosos. Se agachó un poco, acercando así un poco más el cubo al rostro de Ana, y lo volcó. Consciente de lo que iba a pasar, la mujer logró girar la cabeza a tiempo para evitar que el agua se le metiese en la nariz. Larkin aguantó estoicamente el baño y, una vez finalizado, volvió a abrir los ojos. Su captora parecía un tanto decepcionada.

—Veo que ya estás despierta, una lástima. —La incorporó de un violento tirón—. Oh, me temo que te he arrancado varios mechones sin querer, Alteza... espero que no me lo tengas en cuenta.

Una carcajada grotesca escapó de su garganta mientras dejaba caer con asco el pelo que acababa de arrancarle con el tirón. Ana lo observó con rabia, más furiosa que dolida por el escozor en el cuero cabelludo, pero no dijo nada. Aquella mujer sabía perfectamente su identidad, por lo que debía ser precavida si lo que pretendía era mantenerse con vida hasta que la rescatasen.

Aprovechó los pocos segundos que la mujer le dio para intentar orientarse. Ana se encontraba en mitad de una pequeña sala con aspecto de celda cuyas paredes poco iluminadas eran de color arena. Del techo pendía una lámpara sencilla, sin tulipa alguna, al fondo, a unos siete metros de distancia, había una puerta negra de metal, cerrada, y no muy lejos de ésta, junto a un androide, había una mesita gravitatoria llena de instrumental quirúrgico: pinzas, tijeras, escalpelos, bisturís, sondas, porta agujas...

Un escalofrío recorrió la espalda de Ana al ver como la mujer se dirigía hacia la mesa. La bellum se detuvo frente a ésta, ocultando gracias a su corpulencia lo que fuese que manipulaba y que tanto ruido metálico causaba, e intercambió unas palabras en otro idioma con el androide. Poco después, tras responder con monosílabos, el autómata abandonó la sala, dejándolas a solas.

La mujer giró sobre sí misma y cruzó los brazos sobre la armadura dorada. Al igual que el resto de bellator, el pecho derecho había sido extirpado, cubriendo la zona con una placa lisa. El resto de la coraza estaba ricamente grabada con hermosas inscripciones que giraban sobre sí mismas en espiral. Ana la observó con cierta curiosidad. El aspecto de la mujer le resultaba llamativo: la intensidad del blanco de su pelo denotaba que empleaba algún tipo de tinte. Era muy artificial... Casi tanto como los tatuajes o la negrura absoluta de sus ojos. Sin lugar a dudas, resultaba extraño ver unos ojos tan hermosos en un rostro tan marcado y duro como aquel.

Una desagradable sensación de inquietud se apoderó de Ana al comparar el cuerpo musculoso de la mujer con el suyo. Resultaba alarmante pensar que, incluso en el caso de haber estado libre en vez de atada a la silla, no habría tenido ninguna oportunidad frente a ella en un posible forcejeo.

Cerró los ojos en busca de un poco de paz. Le dolían tanto la cabeza y el cuerpo a causa de los golpes que le resultaba prácticamente imposible concentrarse.

—Conoces mi identidad... —murmuró Ana al fin, bajo la atenta mirada de la mujer—. Pero yo no la tuya... ¿quién eres? —Abrió los ojos con lentitud, sintiendo el cansancio y el malestar presionarle las sienes—. ¿Cuál es tu nombre?

Una sonrisa cruel se dibujó en el rostro de la mujer. Aquellos finos labios rosados no parecían estar hechos para sonreír.

—No estás aquí para hacer preguntas, serpiente, sino para responderlas. Mi nombre no tiene importancia; el tuyo, sin embargo, suena con mucha fuerza en los últimos tiempos. —La mujer borró la sonrisa—. He leído tu informe: tu historia es fascinante. Dime una cosa, Larkin: ¿cómo pasa alguien de princesa a serpiente en tan solo unas cuantas semanas? El Reino te reclama: el mismísimo Eliaster Varnes te reclama... ¿sabes lo que eso significa?

Ana no respondió. Desvió la mirada hacia la puerta y fijó la vista en su cerradura electrónica. A pesar de la insistencia de Elim, la joven no había prestado atención alguna a sus explicaciones sobre el tema. Forzar y abrir cerraduras no era algo con lo que hubiese contado tener que hacer nunca, y mucho menos cuando a lo que estaba acostumbrada era a que se las abriesen entre reverencias y halagos. Ahora se arrepentía de no haberle hecho caso.

Ante ella, la mujer dejó escapar un leve suspiro.

—Te daré un consejo, serpiente: responde a mis preguntas y te aseguro que te entregaré a Varnes entera. De lo contrario...

—¿Le ahorrarás el trabajo? —interrumpió Ana con brusquedad—. Sé perfectamente el destino que aguarda a las personas como yo: ya se me hizo saber hace unos meses cuando decidí darle una última oportunidad al Reino. —Ana cerró los puños con fuerza sobre el reposabrazos. El mero hecho de recordar lo acontecido meses atrás lograba que le hirviese la sangre—. ¿Aparece eso en el informe? ¿Lo has leído? Porque si es así, seas quien seas, sabrás que se me dio la espalda. Me cerraron la maldita puerta en las narices, así que déjate de estupideces: sé perfectamente lo que me espera. Ya sea en tus manos o en las de ese tipo, Varnes, no hay ni perdón ni piedad alguna para una serpiente como yo. ¿Y sabes qué? Tampoco lo deseo.

—No sabes de lo que hablas, muchacha. —La mujer se incorporó, contrariada—. Si lo que esperas es una muerte rápida e indolora te aseguro que no la vas a encontrar. Las cosas no funcionan así.

—Lo sé. ¿Crees que no veo esa mesa que escondes tras tu enorme trasero? —Alzó la vista hacia el techo y dejó escapar una sonora carcajada producto del nerviosismo. A pesar de ser consciente de que probablemente le irían mucho mejor las cosas si mantuviese la boca cerrada, ahora que había empezado, Ana no podía parar—. Sé lo que hacéis con los prisioneros: sé que los torturáis y chantajeáis con asesinar a sus familias... Sé lo perversos que podéis llegar a ser, pero te aseguro que no tengo miedo alguno. Lograrás arrancarme gritos y lágrimas seguramente, pero no palabras. A diferencia de vosotros, yo no traiciono a aquellos que dan la cara por mí.

Una sonrisa de diversión se dibujó en el rostro de la mujer al escuchar las valientes palabras de Ana. No era la primera vez que un prisionero se comportaba de aquel modo; los arranques de estupidez eran bastante comunes en aquel tipo de situaciones extremas. Las serpientes, o víboras, o como fuese que se llamasen aquellos bastardos, solían morir con honor y los labios bien cerrados. Al parecer, los entrenaban para ello. Aquella mujer, sin embargo, por mucho que lo hubiesen intentado, no era realmente uno de ellos, por lo que aún había esperanza para el interrogatorio.

—¿Hablas de esos que escaparon de la biblioteca dejándote abandonada a tu suerte? —La mujer recogió algo de la mesa, un afilado escalpelo dorado, y se acercó un par de pasos—. ¿Esos son los hombres por los que vas a sacrificarte? —Se detuvo ante ella—. Curioso. ¿Sabes? Tras leer tu informe creí ver en ti a una pobre desgraciada a la que la suerte no había sonreído jamás. No eres la primera a la que un secuestro destroza la vida para siempre. Ahora, sin embargo, veo en tu actitud la de una estúpida a la que han logrado lavar el cerebro... Vamos, Ana, ¿realmente crees que les importas? Mandrágora es una organización criminal, muchacha, no un orfanato para crías desamparadas como tú. Si te han mantenido con vida hasta ahora ha sido por puro interés... Probablemente te querían para algo parecido a lo que hoy ha pasado.

Ana desvió la mirada de nuevo hacia la puerta, dando por zanjada la discusión con aquel gesto. Sabía perfectamente lo que aquella mujer pretendía, y no iba a conseguirlo. A aquellas alturas nadie iba a volver a engañarla. Ana era plenamente consciente de que ella no era nadie para Mandrágora; los objetivos de la organización la dejaban totalmente fuera de su rango de actuación. No obstante, confiaba en sus compañeros. Confiaba en Helstrom como persona, no como agente, y en los bellator que la acompañaban; confiaba en que Elim, incluso estando enfadado, acudiría a su rescate, y que no lo haría en solitario. Marcos y Maggie le acompañarían... y Leigh, por supuesto. Ana sabía que podía confiar en Leigh.

Además, Armin le había dado su palabra y sabía que cumpliría con ella. Era un hombre de palabra... 

—Oh vamos, ni te molestes —exclamó con fingida indiferencia—. No me importa lo que opines al respecto. Ni tú ni ninguno de los tuyos. Yo...

La mujer se adelantó un paso y acercó rápidamente el filo del escalpelo hacia su ojo. Intimidada, Ana intentó echar la cabeza hacia atrás todo cuanto pudo, forzando el cuello hasta límites insospechados, pero no logró alejarse lo suficiente. La mujer apoyó el afiladísimo metal bajo su ojo, en el párpado inferior, y apretó muy débilmente.

Ana tuvo que hacer un auténtico esfuerzo para no empezar a llorar al notar cómo manaba un hilo de sangre por su mejilla. La bellum no estaba ejerciendo apenas presión, pero sabía que aquello iba a cambiar una vez empezasen las preguntas.

El miedo tardó apenas unos segundos en apoderarse de ella. El corazón empezó a latirle enloquecido, la respiración a acelerársele y los miembros, aún fuertemente sujetos por las correas contra la silla, a temblarle. Su valentía se esfumaba por segundos, y aunque había empezado la conversación muy segura de sí misma, era plenamente consciente de que no tardaría en deshincharse. Ella, en el fondo, no estaba hecha para soportar aquel tipo de cosas...

Pero las soportaría, no le quedaba otra opción. Ana tenía aún demasiadas cosas por hacer como para rendirse.

Cerró los ojos para evitar seguir viendo el feo rostro de la mujer. Admitía que se había equivocado al no obedecer a Helstrom. De haberle obedecido, en aquel entonces no se encontraría en aquellas circunstancias. No obstante, irónicamente, no se arrepentía de ello. Teniendo en cuenta que de no haber ido seguramente habría sido Dewinter quién en aquel entonces estaría ocupando su lugar, comprendía que había sido el destino el que había decidido que, en aquel sitio y aquella noche, se saldarían las cuentas pendientes. Él había perdido la pierna; ella seguramente un ojo, o los dos. Así pues, no había cabida para el arrepentimiento. En el fondo, solo iba a equilibrarse la balanza...

—No quieres hablar ni que te hable así que no perdamos más el tiempo con estupideces. —Escuchó que le susurraba la mujer al oído con tono gélido. Aumentó la presión del instrumento contra la piel—. Empecemos, serpiente: cuántos sois y a qué habéis venido. Dime quien está al mando... dime dónde os escondéis. Dímelo todo, o te juro que convertiré tus últimas horas de vida en un maldito infierno.

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