Capítulo 1

Por petición y consejo de varios lectores y colegas de aquí a partir de ahora haré los capítulos más cortos. Al parecer resulta más cómodo cuando son algo más cortos. Espero que sea de vuestro agrado.

Saludos.



Capítulo 1



Valash no se parecía a nada de lo que hubiese visto anteriormente. Durante los últimos diez meses, Ana Larkin había visitado distintos planetas y ciudades del Reino de los que ni tan siquiera había oído hablar. Tal y como le había asegurado mucho tiempo atrás su maestro, Mihail Donovan, el Reino estaba compuesto por muchos más sistemas y planetas de lo que jamás podría llegar a imaginar. Planetas de hielo, como su amada Sighrith, planetas de fuego en los que los desiertos impedían la vida humana, y planetas tan verdes como sus selvas y bosques. También existían planetas acuáticos, vulgarmente conocidos como azules, planetas grises en los que la civilización había cubierto hasta el último metro cuadrado, y planetas marrones, prácticamente despoblados. El Reino albergaba en su interior todo tipo de destinos, y Coran, donde se encontraba, era uno de ellos.

Claro que aquel planeta no era ni de hielo ni de fuego; ni era verde ni azul. Aquel lugar era negro, y no precisamente por el color de sus edificios. Coran había adquirido aquel color gracias al alma de sus habitantes, miles de presidiarios cuyos terribles delitos les habían acabado desterrando a un destino del que la huida era prácticamente imposible.

Ana había sentido que la ciudad de Valash era peligrosa desde el primer momento. El conflicto percibía en cada una de sus calles, pero sobre todo en la mirada enfebrecida de sus habitantes. Aquellos hombres y mujeres, condenados a vivir eternamente entre aquellos muros de piedra, destilaban rabia y rencor a cada paso que daban. Por suerte, no disponían de armas ni de la libertad de poder expresar su odio: eran como ovejas encerradas. De lo contrario, tal y como al parecer había sucedido durante los primeros años tras su fundación, el planeta Coran habría acabado convirtiéndose en un polvorín.

Antes de descender, Ana había memorizado el mapa de la ciudad. Su objetivo se encontraba en una taberna llamada "Crasso", no demasiado lejos del punto de partida, pero por su propia seguridad había preferido memorizar toda la zona. Si bien todo apuntaba a que sería una operación relativamente sencilla, el instinto le había advertido de que debía ir con precaución. Valash era un lugar peligroso, y por muy armada que fuera, lo mejor que podía hacer era pasar desapercibida.

Aquella era su primera operación en solitario. Desde que se uniese al equipo del maestro Helstrom diez meses atrás, Ana había participado en todo tipo de operaciones. La primera de ellas era la que menos recordaba, pues en aquel entonces aún estaba algo aturdida por los últimos acontecimientos, pero según había podido saber, la intervención del maestro en el conflicto entre dos rex vecinos había acabado provocando una guerra interplanetaria a gran escala. En aquel entonces Ana no había podido llegar a entender el interés de Mandrágora en aquel suceso, pues durante las batallas habían sido muchos los civiles que habían perdido la vida, pero pocos meses después todo cobraría sentido al salir a la luz que más de un centenar de laboratorios de Tempestad habían sido destruidos durante el conflicto. A partir de entonces, las misiones les habían hecho viajar de un extremo a otro de la galaxia. Ana y los suyos habían asesinado a un Parente recientemente ascendido, habían participado en un intercambio de prisioneros con uno de los Parentes locales de Mercurio, un tal Van Kessel, y habían saboteado varias bases militares. Además, Ana había recibido clases de protocolo, había participado en varias formaciones e, incluso, había visitado bases secretas.

En definitiva, habían sido los meses más intensos de su vida. No había pasado un día en el que no hubiese tenido algo que hacer, y aunque la actividad le había servido para mantener la mente ocupada, jamás había perdido la perspectiva real de su papel. Ni formaba parte de Mandrágora, ni pretendía hacerlo nunca. Ana simplemente deseaba encontrar el camino que la llevase de regreso a Sighrith, y sabía que, junto a aquellos hombres, lo conseguiría.

La organización interna de Mandrágora había logrado sorprenderla. Lejos de tratarse de varios grupos dispersos que actuaban de forma independiente, la organización había resultado ser un organismo perfectamente estructurado que, poco a poco, iba ganando terreno al Reino. Mandrágora disponía de centenares de divisiones que, repartidas por toda la galaxia, iban mermando día tras día las fuerzas de los dominios de la Suprema. Para ello, además de las células operativas, la organización disponía de miembros infiltrados en las más altas esferas y un entramado de espías gracias a los cuales los avances eran cada vez mayores.

Sin lugar a dudas, eran malos tiempos para el Reino. El enemigo golpeaba con fuerza, y si bien por el momento sus ataques no eran lo suficientemente alarmantes como para hacerlo público, la sombra de Mandrágora cada vez era más larga.

Por suerte para Ana, ya no le importaba. Después del rechazo por parte de su abuelo, ya no sentía lealtad alguna hacia Lightling. En realidad, nunca la había sentido, pues ella había vivido únicamente para y por su planeta, pero tras lo ocurrido ya no la unía nada al Reino... ni tampoco a Mandrágora. Sencillamente, al igual que les sucedía a sus compañeros de viaje, Maggie Dawson, Elim Tilmaz y Marcos Torres, se dejaba llevar.




Ana se puso en movimiento. La calle de la "Crasso" no estaba demasiado transitada, apenas había algunos parroquianos a la salida de un bar y unos cuantos prisioneros en la acera, pero podía sentir todas las miradas fijas en ella. La joven era nueva en la ciudad y todos eran conscientes de ello. En lugares como aquél en los que las horas de trabajos forzados no les permitían tener demasiadas distracciones, la aparición de una mujer de las características de Ana se convertía en todo un acontecimiento. Por suerte, patrullas de Seguridad Planetaria vigilaban en todo momento todo cuanto sucedía.

—Ana, ¿me oyes?

Redujo la velocidad ligeramente, consciente de que había empezado a caminar demasiado rápido, y volvió la mirada hacia el cielo estrellado. A pesar de saber que la voz procedía del micro receptor que le habían injertado en el interior del oído, seguía teniendo esa costumbre.

—Te oigo, Maggie —respondió en un disimulado susurro—. ¿Qué pasa?

—Recorre cien metros más y detente. Estarás frente a una tienda de uniformes en cuyo escaparate hay un espejo. Disimuladamente, mete la mano en la caña de la bota derecha: encontrarás el nombre y la imagen del hombre al que buscamos.

Ana recorrió la distancia mencionada y se detuvo frente a la sucia y oscura tienda de uniformes. Hacía ya un par de horas que el establecimiento había cerrado, pero en su lúgubre interior quedaba un hombre, seguramente su dueño, fumando un cigarrillo con una pistola sobre la pantorrilla. Él, al igual que otros tantos comerciantes que habían viajado al planeta para establecer sus negocios, era uno de los pocos habitantes, al margen de los guardias, a los que se les permitía poseer un arma propia.

Ana volvió la mirada hacia el espejo y, mientras se colocaba la pernera del pantalón dentro de la caña de la bota y extraía el pequeño rollo en cuyo interior estaba la información, aprovechó para mirar su propio reflejo. A pesar de que en los últimos tiempos había perdido peso, tenía buen aspecto. Su cabello rubio ya no estaba tan apagado, ni la sojeras tan marcadas. Además, sus ojos azules brillaban con vitalidad renovada. Sus ropas habían cambiado por completo también, ahora ya ni vestía sedas nobles ni vestidos, pero se sentía cómoda con sus uniformes de trabajo.

Se sentía más auténtica.

Ana revisó con rapidez el contenido del papel. Seguidamente, lo guardó con disimulo en el bolsillo del chaleco y siguió con su marcha, bajo la atenta mirada de los curiosos.

No era lo que esperaba.

—Es poco más que un crío —murmuró—. ¿Para qué demonios le necesitamos?

—Helstrom dice que es importante.

La repentina aparición de dos reclusos frente a ella provocó que Ana se detuviese en seco. Ambos vestían el uniforme amarillo de trabajo, probablemente recién finalizada la jornada. Ana los miró, consciente de que el contacto visual jugaría a su favor en aquella ocasión, y comprobó que se trataba de dos varones de edad adulta y expresión cansada.

—¿Hola?

Los reclusos intentaron cerrarle el paso, empleando sus amplios y fornidos pechos para evitar que pasara, pero Ana se coló ágilmente entre ambos. Aceleró un poco el paso, consciente de que no le quedaba demasiado para su destino, y fingió no escuchar los comentarios soeces que acto seguido le dedicaron.

Pocos metros más adelante se cruzó con una patrulla de vigilancia a la que tuvo que mostrar la identidad falsa que habían conseguido para su fugaz visita al planeta. Ana ahora se llamaba Sophie y era una simple mensajera cuya misión era la de entregar un importante comunicado en mano al dueño del "Crasso".

—¿Tus jefes no saben que existen los envíos certificados de seguridad? —preguntó uno de los guardias. Se trataba de un hombre de unos sesenta años, calvo y con varias cicatrices que deformaban su ya de por si fea cara—. Éste no es un planeta para señoritas.

—Órdenes cumplo, jefe —respondió Ana con el acento ondoleño que Helstrom le había enseñado a lo largo de los últimos meses—. Nada sé.

—Pues claro que no sabe nada —respondió el otro guardia con expresión cansada. Era algo más joven, pero tenía tantas o incluso más cicatrices que el otro—. Si lo supiera no estaría aquí, se lo aseguro. Dice que va al "Crasso", ¿eh? ¿Sabe dónde está?

—Aquí al lado. —Ana se señaló la cabeza con el dedo índice—. Vacía no está, eh, amigo.

Una fuerte e inesperada palmada en el trasero provocó que Ana diese un brinco. Recién salido de uno de los portales, un recluso de más de dos metros y piel oscura acababa de pasar a su lado. Ofendida, el fugaz pensamiento de desenfundar el arma que llevaba guardada en la sobaquera cruzó su mente, pero rápidamente lo alejó. Por mucho que lo desease, no debía hacerlo. Aquel planeta no era seguro. Además, ella solo era una mensajera y, hasta dónde marcaba la normativa planetaria, los mensajeros no podían ir armados...

El mayor de los guardias no pudo reprimir una carcajada. El otro, en cambio, aceleró el paso del recluso golpeándole violentamente con la culata del fusil en la espalda.

—A la próxima te vuelo la mano, Hag —advirtió con severidad. Sacudió la cabeza, molesto tanto ante la actitud de su compañero como la del recluso—. Disculpe, señorita. La escoltaré hasta la taberna si le parece bien. Verg, adelántate, no tardaré nada.

Guiada por el guardia, Ana recorrió los pocos metros que le quedaban con paso ligero. Tal y como ya sabía, el "Crasso" no quedaba demasiado lejos, aunque para llegar a él había que cruzar por delante de un bar especialmente poblado. Se pegó al guardia, consciente de que las miradas se centraban nuevamente en ella, y siguió avanzando, haciendo oídos sordos a los silbidos y comentarios que le dedicaban.

Una vez superado el último punto de conflicto, el guardia se detuvo frente a la sucia puerta de madera tras la cual se encontraba el local. Procedente de su interior se escuchaba música terriblemente alta, gritos, risas e insultos.

Ana alzó la vista hacia el cartel. Inscrito rudimentariamente sobre la madera con un cuchillo se encontraba el nombre del local junto a lo que parecía ser una calavera sobre un par de tibias cruzadas.

—Es aquí. ¿Quiere que la espere y la lleve de regreso a los hangares? No le recomiendo quedarse, hay tipos bastante peores que el idiota de antes ahí dentro.

—Nada, nada. —Ana le guiñó el ojo—. Puedo solita, amigo, pero gracias.

Un grupo de tres reclusas de cabeza afeitada y el rostro lleno de piercings salieron del local. Las mujeres se detuvieron por un instante, sorprendidas por la presencia del guardia, pero rápidamente se encaminaron calle abajo, mudas.

Aquel no era un buen planeta para las mujeres.

—Le recomiendo celeridad. Haga lo que tenga que hacer y váyase. Si necesita algo, grite. Estaré por los alrededores.

—Claro, claro...

El guardia se llevó la mano a la gorra y se retiró con paso firme. Por su expresión era evidente que no le gustaba demasiado dejar a una civil sola en aquel lugar, pero la normativa planetaria lo permitía, por lo que no podía impedírselo. Pasó por delante de los clientes del bar de nuevo, que esta vez no dijeron palabra alguna, y siguió calle arriba.

Ya con el guardia lejos de su alcance, Ana volvió a convertirse en el centro de atención de los parroquianos, que no dudaron en añadir a la sarta de piropos e improperios todo tipo de lascivas invitaciones. Asqueada, Ana lanzó un último vistazo al cartel antes de atravesar las puertas del local. Desconocía qué le esperaba dentro, aunque se hacía una idea, pero ahora que ya sabía quién era su objetivo, no pretendía gastar ni un minuto más de lo necesario.



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