| ❄ | Capítulo veintitrés
Observé la lluvia caer desde el cómodo asiento junto a la ventana. La biblioteca se encontraba inusitadamente silenciosa, sin apenas gente; el lugar perfecto para refugiarme y tratar de hallar algo de paz sin que nadie me molestara. Ante mí se extendían pesados volúmenes apilados y abiertos, además de los papeles que había estado empleando para transcribir algunas líneas.
El maestro Aen, con una actitud mucho más severa, había endurecido nuestras lecciones. Tras mi maravillosa actuación en la despedida del conde y su familia, mi padre había decidido que era el momento de que pusiera en práctica todos aquellos años bajo su educación, así que había anunciado que la joven Dama de Invierno tomaría algunas responsabilidades dentro de la corte; eso suponía tener que acompañarle y estar presente en asuntos mayormente diplomáticos.
Como la visita programada de un emisario procedente de la Corte de Otoño.
Aún quedaban unas semanas de margen para su llegada, pero eso no había impedido que el maestro Aen se encargara de prepararme para la ocasión, lo que me había llevado a la biblioteca y a aquella pila de libros y papeles que tenía frente a mí.
Sin embargo, y aunque mi atención debía estar fija en ellos, otros pensamientos rondaban mi mente. Mi preocupación por Nicéfora no había hecho más que aumentar desde que lord Alister se subiera a su carruaje y le viera desfilar de camino hacia Ymdredd, a pesar de que creí que, si el joven noble desaparecía para siempre de nuestras vidas, todo volvería a su cauce; Berinde, mi doncella de mayor confianza, había cumplido con la misión que le había encomendado sin llamar la atención... y sin hacer preguntas.
Le ofrecí a mi mejor amiga el tónico anticonceptivo y le hice saber que estaba a su lado, fuera cual fuese su decisión. Cuando le pregunté qué quería hacer, Nif respondió de forma ambigua, diciendo no querer defraudar aún más a su familia; por eso mismo pedí a Berinde que consiguiera ese bebedizo pero, al ver cómo su rostro empalidecía al ver el frasco en mis manos, me pregunté si no habría tomado una buena decisión.
No obstante, Nicéfora había aceptado el tónico.
Luego se había encerrado en sus dormitorios, los que no parecía haber abandonado en los últimos días si las noticias que me hacían llegar el resto de mis damas de compañía eran ciertas.
Mordisqueé mi labio inferior, con la vista clavada en el paisaje desdibujado por la cortina de agua que caía al otro lado de la ventana. Había respetado el repentino silencio de Nicéfora, le estaba dando el espacio que pudiera necesitar para recomponerse... pero la preocupación corroía mis entrañas al no saber absolutamente nada que no fuera por boca de Geleisth, Mirvelle o Nyandra. Ellas aducían una supuesta enfermedad y yo no podía dejar de pensar en el tónico y en sus efectos.
Era consciente de los días que habían transcurrido desde la fatídica velada donde la verdad había salido a la luz y el momento en que le había ofrecido aquel delicado frasquito relleno de un líquido verdusco. Era consciente de lo que podía significar ese encierro autoimpuesto, la soledad a la que se había entregado Nif alegando problemas de salud para no levantar en principio sospechas.
La incertidumbre y la preocupación me empujaron a ponerme en pie, apartándome de la ventana y la lluvia que caía al otro lado. Miré el pequeño caos que había desatado en la mesa y traté de recogerlo a toda prisa; di gracias a los elementos cuando me topé con un solícito criado poniendo algo de orden en una sección cercana. Le pedí si podía enviar lo que había dejado a mis aposentos y luego abandoné apresuradamente la biblioteca.
Debido al mal tiempo que parecía haberse instalado en la capital, gran parte de los nobles no podía disfrutar de los jardines, por lo que habían optado por recorrer el interior del castillo; dispuesta a pasar desapercibida, empleé los pequeños y discretos corredores y escaleras del servicio para llegar hasta el pasillo que conducía a los dormitorios de mi amiga.
Como dama de compañía, Nicéfora había sido instalada una planta por debajo de la que ocupaba la familia real. Sus padres poseían una pequeña propiedad en Oryth, pero habían insistido en que su hija se mudara a palacio; el conde Ferroth solía pasar gran parte de su tiempo viajando, actuando en ocasiones como emisario de mi padre, quizá por eso su decisión de hacer que Nif se quedara allí, conmigo.
Mis pies se detuvieron frente a las puertas que conducían a los dormitorios privados de mi amiga. El pulso me latía acelerado debido a la carrera... y al torbellino de sentimientos que giraban en mi interior tras haber decidido con aquella impulsividad impropia de mí saber qué estaba sucediendo.
Tendría que recibirme, quisiera o no verme.
Golpeé con contundencia la madera y esperé unos breves segundos hasta que una de las jóvenes doncellas de mi amiga, Aranis, acudió a responder a la llamada. La chica entreabrió los labios con sorpresa al descubrirme al otro lado y yo sonreí con amabilidad.
—Anunciadle a lady Nicéfora que la princesa quiere verla —dije con suavidad.
A pesar del tono que había empleado, Aranis supo reconocer el mensaje implícito de mis palabras: no me marcharía hasta que su señora me recibiera y ella, a su vez, no podría negarse a hacerlo. Era mi dama de compañía y su negativa podía ser tomada como una afrenta contra la Dama de Invierno, pudiendo perder su status y su posición dentro de mi pequeña camarilla.
La joven doncella musitó una disculpa antes de entrecerrar la puerta para anunciar a Nicéfora mi presencia en el pasillo, además de la orden camuflada de que no podía deshacerse de mí. Apenas transcurrieron unos instantes hasta que Aranis, con actitud servil, abrió de nuevo la puerta y se hizo a un lado, haciéndome saber que mis demandas habían sido escuchadas.
Murmuré un leve agradecimiento a la chica antes de que mis ojos descubrieran a Nif cerca de los ventanales, envuelta en un chal y aún en camisón. Aranis me comentó a media voz, también con su mirada clavada en su señora, que su salud se había visto ligeramente resentida; tragué saliva y me encaminé hacia donde mi amiga aguardaba en silencio, con la vista perdida en lo que había más allá del cristal.
Un leve estremecimiento me recorrió al contemplar su rostro pálidamente ojeroso y el casi imperceptible enrojecimiento de su mirada. Aranis, intuyendo que se trataba de algún asunto de carácter privado, se excusó y abandonó el dormitorio, dejándonos a solas durante algunos minutos.
Las dudas me golpearon con fuerza cuando llegué a su lado y coloqué mi mano sobre la parte superior de su brazo, haciéndole saber que estaba allí.
—Nif...
Ella dio un respingo y apartó la mirada de la ventana.
—Mab —musitó, luego sacudió la cabeza—. Lo siento, no me encuentro muy bien.
Me dolió que empleara esa mentira conmigo, a pesar de que ambas éramos conscientes de que su malestar era otro, pero decidí pasarla por alto. Esbocé una media sonrisa con la que pretendía subirle el ánimo, sin éxito.
Sabía que una parte de mí estaba buscando cualquier tema para esquivar el que realmente me había llevado hasta allí, rompiendo mi promesa de brindarle el tiempo que mi amiga necesitara. Había miedo en mi interior; miedo a descubrir si aquel silencio por su parte fue a causa de los posibles efectos del tónico.
—Ven —le ofrecí con amabilidad, guiándola lejos de la ventana—, vamos a sentarnos.
La acompañé hacia uno de los divanes y luego ocupé el hueco que había a su lado. De nuevo sentí el sabor de la amarga pregunta que rondaba por mi mente en la punta de la lengua.
—Estaba preocupada por ti, Nif —admití en su lugar, rehuyendo la cuestión—. Desapareciste de la noche a la mañana.
Nicéfora se removió con incomodidad y yo no pude seguir alargando por más tiempo mi necesidad de saber si mis sospechas eran ciertas... o había estado completamente equivocada.
—¿Tomaste...? —mi voz pareció fallar y tuve que intentarlo de nuevo—: ¿Tomaste el tónico?
Mi amiga frunció los labios.
—Lo hice —reconoció en voz baja, huidiza.
El corazón empezó a latirme a mayor velocidad, presintiendo lo que Nicéfora diría a continuación. Pero ella se mantuvo en silencio unos segundos, alargando la incertidumbre que se agitaba en la boca de mi estómago.
Me convine a esperar.
—No tuvo ningún efecto —dijo al final.
Hubo un pequeño instante de incomprensión, de temor incluso. ¿El tónico no había funcionado? Una sensación helada bajó desde mi nuca, poniéndome todo el vello de punta. ¿Acaso había llegado demasiado tarde?
Mis labios se separaron, intentando formar una respuesta.
—No estaba embarazada —aclaró, al intuir la zozobra en mi expresión.
El alivio se abrió paso, aplastando la incertidumbre que antes había estado atenazándome; luego llegaron nuevas dudas. Si el tónico no había cumplido su función, ¿por qué permanecer encerrada en sus aposentos? ¿Por qué fingir estar enferma, en vez de cumplir con sus responsabilidades como dama de compañía?
—Nif —la confusión empañó su nombre.
No comprendía qué era lo que la había mantenido alejada si nuestros miedos habían sido infundados. Ella se mordió el labio inferior, rehuyendo mi mirada con un brillo culpable.
—Nif, habla conmigo —le pedí.
La observé tomar aire y cerrar los ojos, como si no fuera lo suficientemente valiente para hacerlo cara a cara.
—Lord Alister dejó un mensaje para mí antes de marcharse.
Sentí un pellizco de rabia al escuchar que, al parecer, el primogénito de lord Vaysser no había cumplido del todo a su palabra. ¿Qué buscaba con aquel último gesto, con aquellas últimas palabras? No dudó un segundo en menospreciarla cuando se vio al descubierto, tachando esa relación que habían mantenido como un simple divertimento. Un pasatiempo con el que llenar sus horas allí, en palacio.
Apreté los puños, repentinamente enfadada por aquel inesperado descubrimiento de última hora.
Entrecerré los ojos cuando vi que Nicéfora rebuscaba hasta sacar un pequeño trozo de papel con aspecto de haber sido doblado y desdoblado en varias ocasiones. Mi amiga me lo tendió con un gesto tímido.
Lo abrí con cuidado y no tuve ninguna duda sobre la mano a la que pertenecía esa elegante y curva caligrafía; yo misma había sido destinataria de algunas notas con la misma. Me fijé en lo escueto que era el mensaje, lo apresurado que parecía haber sido escrito.
Lo siento.
Espero que puedas perdonarme algún día.
Deseé lanzar aquel fragmento al fuego o congelarlo con mi propia magia, haciéndolo desaparecer, pero me contuve; el joven noble había sido muy osado al atreverse a romper el acuerdo que habíamos alcanzado. No obstante, y a juzgar por el aspecto que presentaba el último mensaje de lord Alister, Nicéfora parecía haberlo leído una y otra vez; era evidente que, a pesar de mis infructuosos intentos, no había sabido ver que los sentimientos de mi amiga no se desvanecerían tan rápido como yo hubiera deseado. Que bajo ese dolor aún latía algo más.
Lo doblé de nuevo y se lo devolví con premura, queriendo deshacerme lo antes posible de él. No se me pasó por alto cómo volvió a guardárselo con cuidado, sin aparentes intenciones de deshacerse de ese maldito trozo de papel.
Descubrí una pequeña chispa de decepción ardiendo en mi interior. ¿Aquel mensaje era lo que había empujado a Nicéfora a encerrarse allí, mintiendo a todo el mundo para seguir ahondando en la herida en la más completa soledad? Me sorprendía que fuera tan ingenua, que no hubiera sabido ver en aquellos trazos tan elegantes el desesperado intento del lord por tratar de salvarse a sí mismo. ¿Acaso creía que existía un mensaje oculto dentro de sus palabras? ¿Acaso había considerado la idea de que lord Alister hubiera estado realmente enamorado de ella?
Aparté la mirada, luchando por poner algo de orden dentro de mi caótica cabeza.
—Mab —me llamó Nicéfora.
Al igual que ella, no pude hacerlo; no pude hacer que mis ojos conectaran con los suyos.
—Mab, tienes motivos para estar decepcionada conmigo —reconoció con voz ronca, yo apreté los puños contra la falda de mi vestido—. Pero estaba tan avergonzada...
Chasqueé la lengua con incredulidad.
Cuando Nicéfora posó una de sus manos encima de mi puño cerrado, mi primer instinto fue apartarla de mí. Rehuir su contacto porque estaba en lo cierto: me sentía decepcionada. Y dolida.
—Estoy avergonzada de mí misma porque, después de todo lo que has hecho para protegerme, yo no sea capaz de pasar página —su respiración se le entrecortó— y que un simple mensaje suyo me afecte de este modo...
Me mordí el interior de la mejilla, indecisa.
—¿Le amabas?
No fui capaz de mirarla para descubrir si estaba siendo sincera conmigo o si había optado de nuevo por mentirme.
—De haber tenido más tiempo... —reconoció con renuencia—. Me importaba, Mab.
Inspiré por la nariz y me puse en pie. Quise entenderla, quise ponerme en su lugar, imaginar cómo debía sentirse... pero yo nunca me había dado la oportunidad de buscar lo que ella aparentemente había encontrado en lord Alister.
Sacudí las faldas de mi vestido y le di la espalda.
—Cuando estés preparada, todas estaremos encantadas de recibirte de vuelta, Nicéfora.
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