| ❄ | Capítulo veintisiete
Nyandra rió de algo que Mirvelle había contado, devolviéndome al presente. Había transcurrido casi una semana desde la muerte de lady Amerea y la corte no había tardado en pasar página, buscando nuevos rumores o chismorreos que compartir; yo aún no lo había logrado.
Lady Yseult y lady Elinor, junto con sus familias, continuaban instaladas en palacio, tratando de recuperarse de aquella herida para regresar a sus respectivos hogares; lord Dannan y su familia no habían vuelto a la corte, sumidos como estaban en su luto. El nudo de culpa que había sentido al contemplar a Darragh no se había desvanecido, asaltándome cuando bajaba la guardia.
Mis damas de compañía habían sido demasiado insistentes aquella mañana para que saliéramos de mis aposentos, en los que me había recluido tras regresar de la propiedad de lord Dannan; incluso Nicéfora había formado parte de aquel visible —y desesperado— intento de hacerme reaccionar.
Quizá por eso no había puesto ningún impedimento, dejándome manejar como una muñeca y usando mi mejor máscara mientras buscábamos un discreto rincón en los jardines con el propósito de pasar la mañana.
—Oh —exclamó entonces Geleisth, con sus ojillos clavados en algo que debía haber visto por encima de mi hombro.
Todas mis damas de compañía se giraron, intrigadas. Fuera lo que fuese que le hubiera sorprendido, no fue motivo suficiente para que las imitara; arropada con una gruesa capa con el cuello forrado en piel, bajé la mirada a mis manos mientras escuchaba los susurros emocionados de las chicas. Era consciente que este estado de melancolía no podía durar mucho más, mis padres y mis responsabilidades no me lo permitirían; los reyes habían sido clementes conmigo porque sabían lo unida que estaba a mi antigua institutriz. Aunque los años nos hubieran obligado a pasar menos tiempo juntas, ella había sido una persona importante en mi vida.
—Es bastante apuesto —decía Nyandra, alcé la vista para ver cómo se mordía el labio inferior—. Esos ojos grises...
Todo mi cuerpo se tensó. La imagen de lord Darragh pasó fugazmente por mi mente: el joven había heredado esa tonalidad de ojos de su padre; me reprendí un segundo después, pues resultaba muy complicado de creer que el hijo de lord Dannan hubiera abandonado su hogar en la ciudad para venir hasta el palacio, lugar al que apenas había visitado.
Era imposible, me convencí a mí misma.
—Con ese aire atribulado —suspiró Mirvelle, encandilada como su compañera—. Es una lástima que no sea asiduo de venir...
La curiosidad —y el temor— ganaron la batalla a mi pretendida indiferencia. Giré el cuello hacia donde apuntaban las miradas relucientes de mis damas de compañía, sintiendo un vuelco en mi interior: vistiendo una discreta capa negra, lord Darragh permanecía en segundo plano, evitando mirar al resto de personas que paseaban o disfrutaban del aire fresco de los jardines; sus ojos grises estaban clavados en las puertas que conducían al interior del palacio.
Y era innegable el aura de tristeza que parecía rodearle, dándole la apariencia de un joven trágico que tanto interés parecía despertar en algunas de mis damas de compañía.
La culpa volvió a retorcerse en mi estómago al pensar en lord Darragh.
No habíamos cruzado una sola palabra desde que apareciera, en compañía de sus padres, en los pisos inferiores del castillo para velar el cadáver de su abuela... pero yo tenía la imperiosa necesidad de disculparme. Quizá hacerlo me ayudaría a sanar, a volver a la normalidad y hacer que el peso que llevaba acompañándome desde la muerte de lady Amerea se desvaneciera.
La sorpresa se abrió paso entre las expresiones de mis acompañantes cuando me puse en pie, abandonando el banco en el que nos habíamos refugiado. Protegida por la tela de la capa, ninguna de ellas vio cómo apretaba los puños, armándome de valor para cruzar la distancia que me separaba de lord Darragh y poder deshacerme de una vez por todas de aquella oscuridad que parecía arremolinarse en mis pensamientos, impidiéndome avanzar.
Mi mirada se topó con la de Nicéfora. Mi amiga había vuelto a sus responsabilidades como dama de compañía días después de que acudiera a sus aposentos, preocupada por lo que hubiera podido suceder tras su encuentro con lord Alister; a pesar de su regreso a mi lado, podía ver cómo algo parecía haber cambiado entre ambas: una pequeña brecha había aparecido de la nada. Era la primera vez que algo afectaba a nuestra amistad y, por mucho que había repasado cada instante de los últimos días que habían precedido la marcha definitiva del lord, no lograba encontrar el motivo que pudiera haber propiciado esa pequeña separación entre las dos.
Ella enarcó una ceja con curiosidad y yo negué con la cabeza, indicándole que todo estaba bien.
—Disculpadme, debería ir a presentar mis respetos a lord Darragh —musité antes de marcharme de allí.
El corazón empezó a latirme con fuerza conforme la distancia disminuía. El joven continuaba ensimismado en sus propios pensamientos, ajeno a todo lo que le rodeaba; le vi arrebujarse aún más en su capa mientras sus ojos no se apartaban de la puerta, quizá esperando ver aparecer a alguien.
Tomé una bocanada de aire frío, agradeciendo la sensación que me produjo al descender por la garganta. Había actuado de manera demasiado impulsiva al ir a su encuentro y casi podía percibir las intensas miradas de mis damas de compañía en la nuca, seguramente elucubrando sobre la pobre excusa que les había dado antes de abandonarlas; retorcí mis manos con nerviosismo debajo de la capa, pensando en qué decir.
El sonido de mis botas aplastando la fina capa de nieve que cubría el suelo me delató, haciendo que lord Darragh saliera de su estado meditabundo y desviara sus ojos grises en mi dirección; al descubrirme frente a él, vi cómo su mirada se llenaba de asombro y desconcierto.
Apartó la tela con un movimiento torpe y apresurado, doblándose un segundo después por la cintura.
—Dama de Invierno —carraspeó—. Alteza.
—Lord Darragh —respondí con más aplomo del que sentía.
El joven se alzó y vi que una leve pátina de rubor había cubierto sus mejillas.
—Aún no soy merecedor de ese título, Alteza —me corrigió.
Un silencio incómodo hizo acto de presencia mientras nos mirábamos el uno al otro.
Las palabras que había estado preparándome durante el corto camino hasta llegar a su lado se evaporaron de mi mente. La culpabilidad seguía burbujeando, la insidiosa voz que había estado acosándome desde que nos viéramos por primera vez volvió a susurrar en mi oído el tiempo y el cariño que le había arrebatado tanto a él como a su hermano después de que lady Amerea se hubiera convertido en mi institutriz.
—No he... no he tenido la oportunidad de brindaros mis respetos tras... tras el fallecimiento de lady Amerea —balbuceé, casi tropezándome con mi propia lengua.
El color que había encendido las mejillas de lord Darragh se esfumó al mencionar a su abuela; incluso su expresión se tornó mortalmente seria.
Inclinó la cabeza en un gesto solemne y rígido.
—Os lo agradezco, Dama de Invierno —respondió y pareció dudar consigo mismo antes de añadir—: Sé que cuidasteis de ella cuando enfermó, enviando a vuestros propios sanadores.
Una ola de calor azotó mi rostro y tuve que hacer un gran esfuerzo para no apartar la mirada, bajándola hasta la punta de mis botas, que asomaban por el borde de la capa cerrada.
—¿Cómo...?
Una media sonrisa tironeó de la comisura izquierda de su labio, sin llegar a consumarse. Sus ojos me contemplaban con inusual fijeza, provocando que mi corazón latiera un poco más deprisa por el desconcierto.
—Mi abuela solía enviarnos mensajes con asiduidad —agregó, respondiendo a la pregunta que no había sido capaz de formular—. Incluso mientras su salud empeoraba, ella procuraba escribirnos.
Parecía haber pasado una eternidad, en vez de apenas dos semanas, desde que supe que mi antigua institutriz se encontraba postrada en cama. Descubrir que, además, lady Amerea solía escribir con regularidad a su familia, al menos a lord Dannan, aplacó levemente la culpa que cargaba sobre mis hombros.
—Lo lamento —dije en un susurro.
El joven frunció el ceño y dio un paso hacia mí.
—¿Por qué os disculpáis?
Retorcí mis manos. ¿Estaba hablando en serio? Tanto él como su hermano se habían visto obligados a mantener el contacto con lady Amerea mediante cartas debido a la implicación de la mujer para conmigo.
El rostro volvió a arderme a causa de la vergüenza.
—Lady Amerea tuvo que cuidar de mí prácticamente desde que nací —respondí, incapaz de alzar el volumen. Al final había llegado el momento de afrontar el motivo que me había empujado a abandonar a mis sorprendidas damas de compañía bajo aquel endeble pretexto para encontrarme cara a cara con él—. Su nivel de dedicación le impidió estar con su familia...
«Con vosotros». Aquello último no pude decirlo en voz alta, ya que me parecía cruel, y más aún debido a las circunstancias; el gesto de lord Darragh dejó atrás la seriedad que antes había mostrado.
—Es cierto que se volcó con vos, Dama de Invierno —coincidió conmigo—, pero estuvo presente en nuestras vidas. Mi padre no se encontraba cómodo en la corte, así que era ella quien solía venir a la ciudad para vernos siempre que le era posible; años atrás, cuando su condición ya no le permitía moverse demasiado de aquí, éramos nosotros quienes veníamos.
Un extraño nudo se formó en mi garganta al saber que lady Amerea había intentado mantener aquellas dos partes de sí misma, tanto dentro como fuera de la corte. El peso de la culpa terminó de volatilizarse cuando lord Darragh me reveló que mi antigua institutriz hizo todo lo que estuvo en sus manos para estar presente en las vidas de sus dos nietos, ya sus otras dos hijas vivían lejos de Oryth; las torturas con las que me había flagelado a mí misma después de ver cómo su cuerpo se incineraba se evaporaron, dejando en su lugar un profundo sentimiento de alivio.
Noté un familiar escozor en las comisuras de mis ojos que no pasó desapercibido para lord Darragh, que se mostró visiblemente alarmado.
—¿Os he ofendido de algún modo, Dama de Invierno? —se apresuró a interesarse, alzando un brazo pero sin atreverse a tocarme—. Os prometo que no ha sido mi intención...
Haciendo un gran esfuerzo, conseguí no derramar ni una sola de las lágrimas que se acumulaban en mis rabillos. Mis labios se curvaron en una forzada sonrisa con la que pretendía tranquilizar al joven.
Alguien pronunció su nombre, rompiendo la extraña atmósfera que nos había rodeado tras mi reacción al saber que mi culpa había sido infundada y que lady Amerea no había dejado de lado a su familia por cuidar de mí. Ambos giramos el cuello en la misma dirección, hacia las puertas del palacio.
Lady Yseult, vestida de pies a cabeza de luto, incluso con un pequeño velo cubriendo su cabello, emergía desde el interior, en compañía de sus tres hijos. Los primos menores de lord Darragh corrían hacia nosotros con expresiones cargadas de felicidad; ninguno de ellos parecía arrastrar consigo la pena y el dolor tras haber perdido a lady Amerea.
Ninguno de ellos era consciente de lo que había sucedido... o quizá no lo entendían debido a su corta edad, a su tierna inocencia.
El primero de los niños alcanzó a su primo, aferrándose a su pierna con energía y soltando una carcajada de júbilo. Su cabello negro, en contraste con el castaño que poseía lord Darragh, estaba revuelto tras la carrera y su rostro infantil estaba sonrojado mientras que sus ojos castaños —el estómago me dio un vuelco al reconocer en ellos a lady Amerea— brillaban de emoción contenida.
—¡Darragh! —gritó con euforia.
Los otros dos, a todas luces menores que el recién llegado, jadeaban mientras intentaban alcanzarle; el parecido entre los tres era innegable, lo que inclinaba a pensar que eran hermanos. Lady Yseult caminaba con lentitud, vigilando atentamente a sus hijos; su expresión era una máscara inescrutable, aunque la hinchazón en el borde inferior de sus ojos delataba lo que trataba de ocultar de cara a la corte mientras permanecieran en palacio por expresa invitación de la reina.
El rostro de lord Darragh se iluminó levemente al contemplar al niño.
—Dunney —dijo, desterrando un poco la pena que antes había mostrado.
Agradeciendo la interrupción y la llegada de su familia, aproveché la oportunidad para desvanecerme de allí. Con lord Darragh ocupado con el pequeño Dunney y lady Yseult cada vez más cerca, les di la espalda para rehacer el camino que momentos antes había realizado.
Tal y como había sospechado, mis damas de compañía continuaban en el mismo lugar, intentando suavizar la intriga que sentían al haberme visto marchar de ese modo; todas se recolocaron a mi regreso, esbozando sonrisas parejas con las que me invitaban a que les pusiera al corriente de lo sucedido.
Ocupé mi asiento vacío y recoloqué las faldas de mi capa, buscando ganar unos momentos antes de ceder a su curiosidad.
—¿Ha ido bien? —inquirió Mirvelle, armándose de valor y dando voz a lo que todas ellas querían saber.
—Ha sido cortés —contesté, sonando más tajante de lo que pretendía.
Nicéfora, advirtiendo que no había mucho más que añadir respecto, hizo un comentario cargado de malicia sobre las últimas historias que habían empezado a circular en la corte respecto a un posible compromiso donde las partes afectadas no parecían estar muy felices ante la perspectiva de compartir el resto de sus vidas. La audacia de mi amiga surtió efecto, consiguiendo que el resto de mis damas se lanzaran hacia el señuelo con voracidad, ansiosas por saber más; dejé que elucubraran sobre la identidad de los protagonistas de aquel rumor
Cuando una brisa gélida empezó a recorrer los jardines, Nyandra fue la primera en proponer que regresáramos al interior de palacio. Mientras que mis tres damas avanzaban a buen paso, Nicéfora me retuvo lo suficiente para guardar las distancias; le dirigí una mirada interrogante, sorprendida por aquel gesto tan cercano por su parte.
Nos contemplamos la una a la otra antes de que ella alzara el brazo y sintiera la yema de su dedo recorriendo la línea inferior de mi ojo.
—Parecías a punto de echarte a llorar, Mab —me dijo—. ¿Ha sucedido algo con lord Darragh?
Sacudí la cabeza.
Nicéfora no me presionó. Frunció los labios y ambas nos encaminamos hacia las distantes figuras de mis damas de compañía, que se apretujaban las unas con las otras mientras compartían susurros conspirativos y trataban de alcanzar las puertas de palacio para huir del frío ambiente.
* * *
Desaparece entre las sombras tal y como ha aparecido
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