| ❄ | Capítulo veintiséis
—Lo lamento, Su Alteza —se disculpó el sanador, bajando la mirada a sus manos entrelazadas.
Aquellas palabras resonaron en mi cabeza, removiendo partes del pasado que había relegado casi prácticamente al olvido. Nueve años atrás, el propio Byrdiel había pronunciado las mismas, dentro del dormitorio de la reina, con mi madre tendida en su cama, débil tras un complicado parto, y un grupo de comadronas se afanaba por envolver un cuerpo diminuto y ensangrentado en un nido de mantas.
El aire empezó a faltarme mientras algo pesado se instalaba en mi pecho, presionándome con fuerza. Sentí el escozor que anunciaba la llegada de las lágrimas en las comisuras de mis ojos; lágrimas que no derramaría delante del sanador, como tampoco de mis doncellas.
Byrdiel se removió en su asiento, apesadumbrado por ser portador de tan funestas noticias.
—Su salud estaba muy resentida estos últimos días, volviéndola más débil...
Ella me había asegurado que estaba empezando a sentir una mejoría, que las fuerzas estaban volviendo tras haber enviado al sanador para que diera su diagnóstico y la ayudara. Ahora veía la realidad tras sus palabras: todo era una mentira piadosa, su último intento de protegerme... tal y como había hecho mientras fui una niña bajo su cuidado.
Lady Amerea sabía que no lograría recuperarse y había tratado de ahorrarme ese dolor, aunque no lo había conseguido del todo. La noticia de su fallecimiento me había golpeado con violencia, haciéndome sentir como si alguien me hubiera taponado la nariz y la boca, impidiéndome respirar; no había sabido ver lo que me esperaba, no había sabido leer en la expresión de Byrdiel las malas noticias que había traído consigo al pedirme una audiencia privada.
—Sabed que se marchó en paz —agregó el sanador, creyendo que esas palabras me brindarían algo de consuelo.
No lo hicieron.
Aún recordaba cómo mi vieja institutriz había bromeado conmigo sobre la cama, asegurándome que solamente se trataba de un leve resfriado causado por el mal tiempo. Aún recordaba su tez, cada vez más pálida; las sombras oscuras que habían ido incrementándose con el paso de los días.
Pero yo había confiado, había creído ciegamente que lady Amerea se recuperaría. Que nuestros sanadores la ayudarían con sus remedios, con su magia...
¿Se habría ido sin dolor, en la tranquilidad del sueño? Mordí el interior de la mejilla, atenazada por la pérdida. La repentina muerte de mi hermano no tuvo el mismo efecto arrollador, no me hizo sentir como si el suelo se hubiera abierto a mis pies, dispuesto a tragarme; en aquel entonces era una niña que apenas era consciente de lo que sucedía.
Ya no lo era.
Me levanté con toda la entereza que fui capaz de reunir, batallando contra la vorágine que se había desatado en mi interior. Byrdiel no tardó en imitarme, con actitud cabizbaja; sus manos continuaban retorciéndose con nerviosismo.
—Os doy las gracias por la inestimable labor que hicisteis con lady Amerea —le agradecí, procurando que mi voz no temblara.
El sanador se inclinó en una respetuosa reverencia y yo le acompañé hasta la puerta, sintiendo como cada paso que daba me costaba un esfuerzo titánico.
La noticia sobre la muerte de lady Amerea no tardó en extenderse por todo el castillo. Mis damas de compañía, sabedoras de lo importante que había sido la mujer para mí, se deshicieron en palabras de consuelo y gestos con los que pretendían reconfortarme; incluso Nicéfora, quien se había reincorporado recientemente, sin dar una sola explicación al respecto —yo no la necesitaba, pues había conocido de primera mano qué era lo que había obligado a mi amiga, pues aún la consideraba así, a encerrarse en sus aposentos—, había intentado acercarse a mí con actitud conciliadora, ofreciéndome su apoyo.
Sabía que mi antigua institutriz tenía familia, pero que no vivían en palacio. Lady Amerea se había instalado en la corte definitivamente tras el fallecimiento de su marido, lord Herric, y gracias a los contactos con los que todavía contaba había logrado llamar la atención de mi madre lo suficiente para que la escogiera, encomendándome y dejándome en sus manos. ¿Habrían comunicado ya la terrible noticia a sus familiares? Sabía por la propia mujer que dos de sus tres hijos vivían fuera de la capital, ocupándose de los terrenos que les pertenecían. No obstante, el tercer vástago de lady Amerea sí que vivía en Oryth, en una de las mansiones señoriales que pertenecían a los nobles que preferían no vivir en palacio.
Lord Dannan era el primogénito y el que había preferido instalarse cerca de su madre cuando ella se negó a abandonar el palacio, especialmente después de la muerte de lord Herric. Le recordaba vagamente, ya que no era un asiduo a la corte; no sabía con certeza si sabría reconocerlo después de tanto tiempo.
El cuerpo de lady Amerea había sido trasladado a las criptas, donde aguardaba en una de las cámaras cuya baja temperatura ayudaría a preservarlo hasta que llegara el momento de su embalsamiento para su posterior cremación. Aquel lugar estaba destinado a albergar los cadáveres de los reyes, incluso el pequeño cuerpo de mi hermano había reposado allí, pero mi decisión había sido tajante al respecto, hasta el punto de que ninguno de mis padres me contradijo: ella merecía esperar allí después de haber dedicado los últimos años de su vida a cuidar de mí.
Le debía demasiado y jamás podría intentar compensarla por ello.
Aquella misma mañana había ordenado a mis doncellas que trajeran uno de mis vestidos de color negro. Ignorando los ruegos de Berinde para que aguardara, al menos para tomar algo de desayuno, salí de mis aposentos con el propósito de bajar hasta aquella zona desconocida para mí del castillo.
Una vaharada de aire frío me golpeó en el rostro cuando alcancé las profundas escaleras que descendían hacia la oscuridad. Apoyando una de mis manos sobre la pared, bajé el primer escalón, luchando contra el nudo que se había instalado en la boca de mi estómago ante la idea de reencontrarme con lady Amerea sabiendo que sería no habría una próxima ocasión.
Lo primero que se me pasó por la mente es que estaba plácidamente dormida. Sus fieles doncellas se habían encargado de sustituir el camisón que había llevado en sus últimos días por uno de sus mejores vestidos, incluso había recogido su cabello entrecano en un pulcro recogido; tendida sobre aquel bloque de mármol blanco cubierto por una pesada manta de terciopelo negro, me costó asimilar la imagen.
La idea de que estaba velando a un cadáver.
Cuando había alcanzado la cámara de las criptas donde la habían llevado tras mi orden, no había encontrado a nadie allí... solamente a ella. Al principio me había quedado paralizada en el umbral, con la sensación de que mis pies estaban anclados al suelo; desde mi posición contemplé a lady Amerea allí tendida, con las manos entrelazadas sobre su vientre y los ojos cerrados.
Fue entonces cuando me asaltó la absurda idea de que todo aquello era un terrible error, que la visita de Byrdiel solamente había tenido lugar en mi imaginación. Sin ser consciente de lo que estaba haciendo, de repente me encontré junto a lady Amerea y pude observarla más de cerca, percibiendo el frío mordisco del ambiente a través del tejido de mi vestido.
No sabía con cuánto tiempo contaba hasta que sus familiares llegaran, si es que acudían...
Alcé una mano con timidez y la coloqué sobre las suyas. Me impactó la rigidez de su piel, el hecho de que estaba demasiado fría y no precisamente a causa del gélido ambiente que nos rodeaba; aquel contraste hizo que volviera al presente, que mis nebulosos pensamientos se dispersaran. Un temblor se extendió por mis dedos mientras mantenía mi mano apoyada sobre las de ella; las lágrimas que me había obligado a no derramar, a pesar del dolor que sentía en el pecho, se deslizaron por mis mejillas en la más completa soledad.
La culpabilidad que me había acompañado desde que Byrdiel me comunicara la triste noticia volvió a enroscarse alrededor de mi garganta. Pensé en las últimas veces que la había visitado en sus aposentos, en nuestras conversaciones... ¿Por qué tenía la sensación de que no había hecho suficiente? ¿Por qué no podía quitarme de encima el peso de que debería haber pasado más tiempo con ella, exponiendo cualquier excusa para permanecer a su lado?
Pero las dudas y las posibilidades no se desvanecían de mi mente, de mi pecho.
Las lágrimas siguieron fluyendo, por lo que no tuve oportunidad de esconderlas cuando oí pasos a mi espalda. Con las mejillas húmedas y los ojos enrojecidos, me giré para ver cómo mis padres acompañaban a tres personas hacia aquella cámara de las criptas mientras que eran escoltados por un pequeño grupo de guardias; el estómago se me retorció al ser descubierta en una situación tan vulnerable, con una apariencia en absoluto digna de la Dama de Invierno.
Me doblé en una profunda reverencia y bajé la cabeza, aprovechando la ocasión para pasar en dorso de mi mano por mis mejillas para intentar eliminar lo que pudiera el rastro que habían dejado las lágrimas sobre mi piel. Cuando me incorporé lo primero con lo que me topé fue con la mirada llena de silenciosa comprensión de mi madre; el rey permanecía a su lado, con una expresión solemne.
—Mab —me llamó mi padre.
Me acerqué con cautela hacia los recién llegados. El hombre que se encontraba junto al rey debía ser, sin lugar a dudas, lord Dannan, el primogénito: su rostro, a pesar del paso de la edad, poseía algunos rasgos que me recordaron a lady Amerea; tenía el cabello castaño y salpicado de hebras plateadas corto, luciendo sus orejas puntiagudas, además de una cuidada barba.
Sus ojos grises estaban ensombrecidos por la pena.
La mujer que le acompañaba vestía de riguroso luto, con un tupido velo cubriendo sus cabellos y dejando su rostro despejado. El tercero de ellos, a todas luces el hijo del matrimonio, parecía rondar más o menos mi edad; sus ojos grises, heredados de su padre, me contemplaban fijamente, quizá intrigado por saber qué estaba haciendo en aquel lugar.
—Lord Dannan y lady Fanad —fue la escueta presentación por parte de mi padre.
Los interpelados se doblaron en una respetuosa reverencia.
—Y el joven Darragh —agregó el rey.
—No hemos querido que nuestro hijo menor, Garland, nos acompañara en este momento —intervino lady Fanad.
Lord Dannan dio un tentativo paso hacia mí.
—Ella os tenía en alta estima, Dama de Invierno —expresó, controlando su tono de voz.
Sus sinceras palabras se removieron en mi interior, haciéndome temer que en cualquier momento las lágrimas volvieran a aparecer. Mi madre, quizá previendo lo mismo que yo, se apresuró a intervenir:
—Lady Yseult y lady Elinor, junto a sus respectivas familias, ya están en camino.
Lord Dannan agradeció la noticia con un asentimiento de cabeza, sin atreverse a mirar más allá de mi hombro. Al interior de la cámara de la cripta, donde reposaba el cuerpo de su madre.
Ahora que parte de su familia se encontraba allí no había espacio para mí, para mi propio dolor, no me correspondía velar a lady Amerea hasta que llegara el momento de la última despedida.
Acompañé a mis padres de regreso, dejando atrás a los dolientes.
Mi madre, pragmática incluso en aquellas circunstancias, ofreció hospedaje durante el tiempo que fuera necesario en el palacio tanto a lady Yseult como a lady Elinor, debido a que sus respectivos hogares estaban a una larga distancia y el viaje había sido demasiado precipitado, además de acelerado debido a la urgencia de las circunstancias; incluso extendió la invitación a lord Dannan, pese a que él vivía en la capital.
Toda la familia, a excepción de los más jóvenes, de lady Amerea se encerró en las criptas para velar su cuerpo, tal y como dictaban las tradiciones funerarias en la Corte de Invierno. Un instante privado y destinado únicamente para los familiares.
Después llegaría el momento de quemar el cadáver hasta reducirlo a cenizas. Al contrario que el anterior, este se encontraba abierto y permitía que otras personas ajenas a la familia pudieran acompañarles en aquella despedida; los reyes de Invierno —yo— tenían el deber de asistir, de mostrar su propio duelo ante tal pérdida.
El luto se extendió por todos los rincones del castillo, por deferencia a la familia de lady Amerea. La mujer había conseguido crearse un discreto hueco dentro de la corte y su reducido círculo de amistades lloraba o transmitía su pesar a los familiares, que se habían instalado allí tras aceptar la invitación de mi madre.
Las manos me temblaban cuando nos reunimos en la propiedad de lord Dannan, en Oryth. Poseía un generoso terreno convertido en jardín, repleto de árboles que bordeaban los límites; en el centro habían situado la pira junto con el cuerpo de mi antigua institutriz. La discreta comitiva de los reyes de Invierno llegó en solemne silencio, todos vestidos de negro; algunas damas de mi madre se habían cubierto el rostro con velos oscuros, pero Nicéfora y las otras habían optado por ir con la cara descubierta y discretos modelos que no tenían nada que ver con los vestidos que solían usar.
Avanzamos sin pronunciar palabra y, aunque procuré deliberadamente no mirar en dirección a la mole de madera exquisitamente labrada donde habían colocado el cuerpo, mis ojos se vieron irremediablemente atraídos hacia ella. Geleisth, que caminaba a mi lado, estrechó mi brazo al intuir hacia dónde apuntaba mi vista; agradecí ese pequeño gesto por su parte, que me ayudó a focalizarme.
Divisé entre lady Yseult y lady Elinor a los hijos que habían mencionado, los pequeños que se aferraban a sus faldas y observaban todo con sus infantiles ojos, sin saber muy bien qué estaba sucediendo; el joven Garland, el menor de los vástagos de lord Dannan, resultó ser apenas un par de años más joven que Darragh, que se encontraba a su lado, con una mano firmemente apoyada sobre su hombro. El chico compartía un gran parecido físico con su hermano mayor, incluyendo los ojos grises de su padre; estaba rígido y con la espalda completamente erguida, en una postura que intentaba imitar la de lord Dannan y Darragh a pesar de su inexperiencia en ese tipo de situaciones y juventud.
El propio lord Dannan, al ser el primogénito, se nos acercó con expresión solemne y agradeció a mi padre nuestra presencia allí. Tenía la voz ronca, tomada por la emoción; tanto él como su familia se habían quedado velando el cuerpo de lady Amerea durante lo que restaba de día y toda la noche.
Era evidente que necesitaba un largo descanso, que no tomaría hasta que todo hubiera terminado. Hasta que las cenizas se hubieran difuminado en el aire.
Mi padre y él cruzaron un par de frases más de cortesía antes de que el silencio volviera a extenderse entre nosotros. Uno de los mayordomos de lord Dannan trajo consigo una antorcha flameante, que le tendió a su señor antes de deshacer el camino en dirección a la majestuosa mansión que se erigía a nuestras espaldas.
Todos los presentes contuvimos la respiración cuando el hombre se acercó lentamente hacia la pira. Me pegué de forma inconsciente al costado de Geleisth cuando vi el brazo de lord Dannan bajando, haciendo que la llama rozara la madera y empezara a extenderse hasta cubrirlo todo de fuego.
El estómago se me retorció al contemplar aquella incandescente hoguera, el sonido de la madera crepitando mientras el cuerpo de lady Amerea empezaba a consumirse y el aroma llenó el ambiente.
Perdí toda noción del tiempo al contemplar la pira. Algunos de los más pequeños, cansados o abrumados por la situación, se echaron a llorar; lady Fanad, viendo en ello una oportunidad, pidió a su hijo Garland que se los llevara de regreso a la mansión, donde aguardarían hasta que volviéramos a palacio.
—Mab —susurró Geleisth a mi oído.
Ladeé el rostro en su dirección. El resto de mis damas estaban a nuestras espaldas, junto a las de mi madre; podía percibir la presencia de Nicéfora, su mirada clavada en ambas. Había mantenido las distancias con ella, brindándole el espacio que decía necesitar para recuperarse de lo sucedido con lord Alister.
—Debemos irnos —continuó Geleisth.
Vi que mis padres empezaban a retirarse con suma discreción, al igual que la camarilla de damas de compañía de la reina. Seguí cabizbaja a Geleisth, pero no pude evitar mirar por última vez a las figuras inmóviles que se quedarían allí hasta que las cenizas se hubieran disgregado.
Darragh permanecía de cara al fuego, con sus ojos grises clavados en las llamas.
La culpa volvió a retorcerse en mi estómago.
Me sentí como una ladrona por aquellos años en los que lady Amerea se había quedado a mi lado, cuidándome como si fuera de su propia sangre.
* * *
¿QUIÉN ES UNA MALDITA KAMIKAZE QUE NO PUEDE SOPORTAR LA ESPERA A PESAR DE QUE APENAS TIENE CAPÍTULOS EN LA RESERVA?
Ay, pequeños ponis, no puedo alejarme mucho de wattpad y de vosotres...
BOENO, BOENO, BOENO, es hora de entrar en materia y confesar cuántas personitas han tenido el siguiente pensamiento: "¿y ahora a quién se ha cargado la loca esta y cuándo ha tenido lugar? *pasa cap por cap pensando que ALGO no encaja*"
(no tengo pruebas pero tampoco dudas de que estabais más o menos así)
Por cierto, ¿será Darragh mi nuevo ser amado...?
Como siempre, pequeños pichoncitos, os deseo que en estos tiempos estéis bien, al igual que vuestra familia, y que no nos olvidemos de ser responsables porfa porque las cosas están poniéndose chunguísimas y no levantamos cabeza
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