| ❄ | Capítulo uno
Tras la noticia de que me convertiría en la próxima reina de Invierno, toda mi vida cambió drásticamente: pasé de estar acomodada en un bonito y discreto segundo lugar a ponerme en primera fila, lo que suponía un aumento considerable de las que serían mis obligaciones, ya no sólo como mujer, sino también como figura de peso en la corte.
La prematura muerte del heredero al trono y la advertencia del sanador sobre la imposibilidad de la concepción de uno nuevo provocaron que los consejeros de mi padre empezaran a presionarle después de que el rey hiciera el anuncio de que yo me convertiría en su heredera: tenían que recuperar el tiempo perdido, un tiempo que había pertenecido originalmente al heredero y que, ahora, me pertenecía a mí. Los años que había pasado junto a mis institutrices, moldeándome para convertirme en lo que se esperaba de una princesa, de repente, habían sido un gran retraso ahora que iba a suceder a mi padre en el trono.
En los casi seis años que habían transcurrido desde aquella fatídica noche, mis lecciones con lady Amerea se habían ido intercalando con otros tutores que pudieran brindarme el conocimiento que necesitaba como futura reina, «ampliando mis limitados horizontes», tal y como lo habían definido ellos; aquel repentino cambio se tradujo a interminables horas en las distintas bibliotecas con las que contaba el castillo, siendo vigilada constantemente por los hombres designados para cumplir con la función que les hubiera correspondido si mi hermano hubiera sobrevivido: enseñarme los entresijos de la política y la corte.
Convertirme en una buena monarca, a pesar de que era consciente de que mi poder se vería limitado cuando llegara el momento de casarme.
Las clases de protocolo fueron disminuyendo mientras que otras como historia, geografía y leyes fueron ocupando casi todo mi tiempo, manteniéndome prácticamente recluida en las bibliotecas, rodeada de enormes pilas de pesados volúmenes; escuchando las voces de mis tutores repitiendo una y otra vez lo mismo.
—... siendo lord Narwell el actual gobernante de la zona norteña de Elvermore...
El sonido de la madera golpeando el escritorio, cerca de donde yo estaba sentada, con un enorme volumen que recogía una interminable lista de familias nobles que ejercían su control sobre los distintos puntos de la Corte de Invierno, hizo que mi cuerpo se sobresaltara y que mi mente regresara al presente, a la biblioteca.
A Aen, el responsable de aquel repentino movimiento... y el hombre que se encargaba de acercarme a los que alguna vez se convertirían en mis aliados.
Los ojos verdes del maestro resplandecieron de irritación cuando me atreví a enfrentar su mirada, aún con el corazón acelerado por la vara de madera.
—Gracias por volver de dondequiera que estuviera, Dama de Invierno —me exhortó, visiblemente molesto—. ¿Cree ser capaz de atender...?
Las mejillas se me sonrojaron al oír cómo ponía especial hincapié a la hora de pronunciar algunas palabras. Debido a los años que había pasado en la única compañía de las institutrices que lady Amerea escogía para mí, era evidente mi retraso educativo en materias sumamente importantes para llevar la corona; sin embargo, conforme crecía fui dándome cuenta de las emociones impresas en los rostros de aquellos tutores: escepticismo. Condescendencia.
Todos ellos creían que no estaba preparada para asumir la corona, que todas aquellas horas que habíamos pasado juntos eran una pérdida de tiempo: no en vano mi futuro marido sería la persona que se encargaría de llevar las riendas. Sin embargo, mi padre había insistido en que se me enseñara, brindándome los conocimientos que necesitaría para enfrentarme a las pruebas que se me pusieran por delante. En especial las que vendrían por parte de las otras cortes.
—Lo lamento, maestro Aen —dije de manera automática, bajando la mirada a las páginas abiertas del volumen y que pertenecía a Elvermore.
Mi disculpa pareció aplacar levemente el enfado del hombre. Le oí soltar un suspiro, el mismo suspiro que delataba lo poco convencido que estaba de que yo fuera capaz de absorber todas sus lecciones, y mascullar algo para sí mismo antes de que su monocorde voz retomara el hilo y volviéramos a sumirnos en la familia de lord Narwell y los siglos que llevaban gobernando en aquella provincia de la Corte de Invierno, situada al norte.
Procuré no abstraerme por segunda vez y demostrarle al maestro Aen que estaba más que capacitada para conocer mis posibles —y potenciales— aliados. Me embebí de cada una de sus palabras y mantuve mis ojos en alto, siguiendo todos y cada uno de sus movimientos.
El sonido de unos nudillos contra una de las puertas de la biblioteca hizo que el discurso de Aen se interrumpiera de nuevo, provocando que mi maestro dirigiera su incendiaria mirada hacia allí y empezara a mascullar por segunda vez sobre interrupciones, faltas de consideración y las pérdidas de tiempo.
—Adelante —dijo en voz alta.
Uno de los mayordomos de mi padre, Pentyr, se asomó por el resquicio, alternando la mirada entre mi maestro y yo.
—El rey ha requerido la presencia de la princesa, maestro Aen —anunció.
Todo mi cuerpo cosquilleó a causa de la expectación. Mi padre había empezado a llamarme en su presencia un par de años atrás, convencido de que había alcanzado el nivel necesario para poder mostrarme de primera mano lo que se convertiría en mi futuro.
Sin esperar que Aen me liberara de mis obligaciones, hice que la silla que ocupaba se deslizara sobre el suelo para poder ponerme en pie. Pentyr me dedicó una pequeña sonrisa cuando alcancé la puerta y salí al pasillo, sin tan siquiera despedirme y sabiendo que el hombre se limitaría a sacudir la cabeza con exasperación, aún más convencido de mi supuesta incapacidad; el mayordomo de mi padre se dobló en una reverencia antes de guiarme hacia el fondo del pasillo, donde se encontraban las escaleras que descendían hacia el primer piso, en el que estaba el despacho que el rey solía utilizar.
Recogí las faldas de mi vestido mientras Pentyr se encargaba de abrir la marcha, evitando deliberadamente las miradas de los nobles que se congregaban en los pasillos y cuya atención estaba fija en mi persona. Alcé la barbilla, siguiendo las viejas directrices de lady Amerea, en un gesto obstinado, que rozaba la indiferencia.
—Permitidme que os adelante que la reunión se ha tornado algo... complicada, Alteza —me informó Pentyr, solícito. De todos los hombres que estaban al servicio de mi padre, él era mi favorito: nunca me había hecho sentir como mis tutores, torpe y estúpida.
Alguien que no estaba a la altura.
Realicé un par de respiraciones al enfilar el largo corredor que conducía al despacho. La afluencia de nobles que se encontraban en el castillo para la celebración del esperado Solsticio de Invierno, además la Noche de los Cuchillos; la festividad que precedía al solsticio era una costumbre sangrienta y demasiado arraigada en nuestra corte, donde todos los varones que hubieran conseguido finalizar la dura instrucción militar tendrían que hacer un último sacrificio: permitir que los comandantes elegidos por el general Neveno grabaran en su piel con un filo candente el guiverno que representaba nuestra casa, nuestra familia.
Un símbolo de lealtad y fidelidad a los votos que habían jurado al inicio de su instrucción.
A pesar de los obstáculos que había habido en mi vida por haber nacido mujer, no pude evitar hallar alivio en mi interior al saber que no estaba obligada a formar parte de la instrucción militar por mi condición; que mi carne no se vería mutilada y mi horror no serviría de espectáculo para las masas.
Pentyr carraspeó cuando nos detuvimos frente a las puertas cerradas. Incluso desde allí pude escuchar el alboroto de varias voces masculinas superpuestas, alteradas por el asunto que tenían entre manos; volví a respirar hondo, conteniendo el aliento los segundos que tardó el mayordomo de mi padre en llamar contundentemente a la puerta, acallando a los que esperaban en el interior de la habitación.
Otro de los mayordomos de mi padre se encargó de abrirnos la puerta, haciéndose a un lado para cederme el paso mientras Pentyr se despedía de mí con un leve asentimiento de cabeza y mis ojos estudiaban a los hombres allí congregados, todos atentos a mi aparición.
Los ojos azules de mi padre ya estaban clavados en mi persona, aguardando tras el pesado escritorio que precedía un enorme ventanal desde donde podía verse la entrada al castillo. Sin la necesidad de hacer un solo gesto, crucé la distancia que me separaba del rey y me situé a su lado, enfrentándome a las dispares miradas de sus consejeros.
Me fijé en los papeles desplegados sobre la superficie del escritorio cuando uno de ellos me llamó especialmente la atención por el lacre que se adivinaba, pese a estar roto: tenía la forma de cabeza de cuervo. Un símbolo que no me resultaba conocido.
Antes de poder investigar el contenido de dicha misiva, mi padre apartó distraídamente unos documentos, tapándola de mi vista. Sus consejeros continuaban guardando silencio, expectantes.
Mis dedos cosquillearon cuando el rey me ofreció una pila de papeles. Mis ojos se vieron atraídos de nuevo hacia la pila que mantenía oculta la carta que había visto, la que tenía aquel sello tan extraño; me esforcé en tomar los documentos que me tendía mi padre, centrándome en ello.
Sabiendo que se trataba de una prueba.
Sabiendo que no podía fallar.
Observé a mis doncellas desfilando con mis vestidos, a la espera de que escogiera el que llevaría aquella noche. Las sienes me latían con violencia después de una reunión especialmente dura, en la que los consejeros se habían mostrado más inquisitivos conmigo que de costumbre; masajeé mi zona dolorida mientras mis ojos seguían con atención las prendas de ropa... y mi mente se retrotraía de nuevo a la misiva que había visto en el escritorio de mi padre.
El sello con aquella cabeza de cuervo.
Fruncí el ceño: conocía a la perfección los blasones del resto de familias reales, tanto de la Corte Seelie como el que quedaba de la Corte Unseelie, nuestros aliados de la Corte de Otoño; y ninguno de ellos poseía un escudo con un cuervo. El dolor de cabeza que arrastraba desde que mi padre hubiera dado por concluida la reunión se incrementó un poco cuando forcé a mi mente a repasar mis conocimientos aprendidos sobre las cuatro cortes y todo lo que mis tutores se habían esforzado en enseñarme.
Salí abruptamente de mis pensamientos cuando Eleine, una de mis doncellas, se acercó a mi lado.
—Vuestra madre está a punto de llegar —me anunció en un susurro.
La reina de la Corte de Invierno se había volcado aún más en mí después de la pérdida prematura de mi hermano y la funesta noticia de que no sería capaz de dar un heredero al trono, no sin arriesgar su propia vida. Mi padre había aceptado sin poner una sola objeción las indicaciones del sanador, pese a los intentos de mi madre de convencerle de que lo intentaran una vez más: el rey amaba a su esposa y no estaba dispuesto a perderla, no cuando ya habían encontrado una solución al evidente problema que podría haber existido en caso de que yo no estuviera allí.
Me recoloqué sobre la banqueta de mi tocador, a la espera de que anunciaran la entrada de mi madre.
La reina Méabh estaba majestuosa en su vestido de color zafiro, resaltando la palidez de su piel y su cabello blanco, que yo había heredado. Las doncellas se doblaron en una pronunciada reverencia, apresurándose a apartarse de su camino mientras cruzaba la distancia que nos separaba en el saloncito de mi dormitorio; sus ojos verdes parecían haber recuperado parte de su antiguo esplendor tras la devastación y sus labios estaban curvados en una cálida sonrisa.
Sus dedos acariciaron mis mejillas antes de que se inclinara para depositar un beso en mi coronilla. Luego tomó uno de los peines que había sobre el tocador, dispuesta a pasarlo por mis mechones mientras decidíamos qué atuendo debía llevar aquella noche; el desfile de doncellas se inició de nuevo.
—Tu padre me ha comentado lo bien que te has desenvuelto hoy con el consejo —me dijo, descartando con un gesto de mano un modelo gris.
Sin apartar la mirada de las doncellas que seguían pululando, a la espera de que escogiera, respondí:
—Es lo que se espera de mí.
Aunque todo el mundo supiera que mi papel quedaría relegado a un simple segundo lugar cuando me casara, dejando que fuera mi futuro esposo quien tendría que tomar las decisiones de peso. Llevar las riendas de mi propia corte; una corte que me pertenecía por derecho y por sangre.
Sin embargo, hasta que ese momento llegara, era mi responsabilidad ocupar un hueco que luego me sería arrebatado.
Los dedos de mi madre se entrelazaron en mis cabellos, masajeándome de manera distraída. Mi madre nunca se había visto en la tesitura de llevar el peso de la corona sobre su cabeza, ni siquiera como heredera: había aceptado alegremente su relegada posición y había estado más que dispuesta a cumplir con sus obligaciones de continuar con nuestro linaje. Nunca la había visto quejarse por quedar apartada, por dedicarse mayoritariamente a reunirse con otras mujeres nobles o a recluirse en algunas salas del castillo para dedicarse a sus aficiones.
Pero yo no era como ella.
Y ahora que había demostrado ser suficiente y capaz para poder dirigir mi propia corte... no quería renunciar a ello. Aquellos seis años que habían transcurrido desde la noche que mi padre hizo su anuncio sobre mi condición de futura reina de la Corte de Invierno me había esforzado por encontrarme a la altura, por no decepcionarle; mis planes de futuro antes de aquel cambio de rumbo habían sido la de convertirme en alguien como mi madre, una buena esposa.
Esa idea se había esfumado de mi mente después de probar lo que, algún día, sería mi lugar. Mi responsabilidad.
—Creo que deberías elegir el verde —opinó mi madre, distrayéndome.
Pestañeé, dirigiendo mi mirada hacia el modelo que había señalado mi madre. Sacudí la cabeza, desestimándolo y obligando a la doncella a marcharse en dirección a mi dormitorio para guardarlo de nuevo en el armario; mis ojos recorrieron las otras opciones, deteniéndolos en uno de mis vestidos de color azul oscuro.
Sencillo y no llamaría mucho la atención.
—Usaré ese —indiqué.
Los dedos de mi madre me acariciaron de nuevo y, por el rabillo del ojo, vi que parecía complacida con mi elección.
—Los colores representan lo que llevamos grabado en nuestro corazón —comentó de manera distraída, perdida en sus propios pensamientos.
Un viejo dicho que indicaba que aquella paleta oscura que se desplegaba en mi vestuario simbolizaba nuestra fidelidad con la Corte de Invierno.
Me levanté de la banqueta y me dirigí a la zona del dormitorio, donde mis doncellas me esperaban para sustituir el vestido que había llevado a lo largo del día por aquél con el que acudiría al Solsticio de Invierno, la antesala de lo que aguardaba la noche siguiente.
La reina no tardó en acompañarme con la excusa de comprobar por sí misma lo bien que encajaba mi elección. La vi sentarse sobre la cama y, cuando creyó que nadie estaba atenta a ella, su máscara cayó: a pesar de los años que habían transcurrido, mi madre aún no había logrado sobreponerse a la idea de que ya no podría volver a engendrar debido a la firme negativa de mi padre de hacerla correr aquel riesgo. Seguía creyendo que había fallado en su cometido, que ya no resultaba útil.
Sabía que sus intentos para concebir no siempre habían sido fructíferos, que antes de que yo lograra nacer mi madre había sufrido varios abortos que habían ido minando la confianza que tenía en sí misma. El rey nunca la había forzado, siempre había tratado de protegerla, incluso cuando era consciente de los problemas que habría si su esposa no era capaz de brindarle un heredero.
Aparté la mirada de mi madre y me centré en mis doncellas, que estaban atareadas con deshacer las cintas de mi espalda. Alcé los brazos para que retiraran el vestido que llevaba para poder ponerme el modelo que había escogido para la ocasión; procuré que mi rostro se mantuviera imperturbable mientras contemplé mi aspecto en el espejo, consciente de lo mucho que destacaba por el evidente contraste entre el color oscuro de mi atuendo y la palidez de mis rasgos, el blanco de mi cabello.
El vívido azul de mis ojos, que había heredado del rey.
Volvimos al salón para que pudieran arreglarme el pelo. Por el rabillo del ojo vi a mi madre hacer un gesto tajante: ella se encargaría de aquella tarea. Ocupé la banqueta de nuevo y miré el espejo, contemplando a mi madre mientras tomaba el cepillo y lo hundía con cuidado entre mis mechones.
Más allá de nosotras vi cómo mis doncellas abandonaban el dormitorio y la reina continuaba pasando las cedras del peine sobre mi cabello en lentos movimientos descendentes.
—Te pareces a tu padre más de lo que pensé, Mab —escuché que decía en tono reflexivo, con sus ojos clavados en el peine—. Eso te ayudará de cara al futuro.
El peine se detuvo cuando giré por la cintura, buscándola para poder mirarnos a la cara sin reflejos de por medio. Los ojos verdes de mi madre mostraban una leve huella de pena, pero también alivio.
—¿Por qué? —pregunté.
La reina depositó con cuidado el peine en el tocador antes de que sus dedos rozaran mi mejilla en una caricia efímera.
—Porque, de ser como yo, no serías capaz de enfrentarte a lo que te espera.
Las crípticas palabras de mi madre me acompañaron a lo largo de la noche del Solsticio de Invierno, mientras celebrábamos en uno de los salones del castillo y escuchaba la expectación que generaba la Noche de los Cuchillos; me mantuve cerca de mis padres, viendo cómo charlaban con algunos grupos de invitados. Sin embargo, en algún punto de la noche, lady Amerea fue la encargada de sustituir a los reyes, dejándome a su cargo de nuevo.
Mis ojos vagaron a lo largo del salón, entreteniéndome en contemplar a los nobles que habían acudido por expresa petición de su rey. Apenas había niños entre los presentes, y los pocos que encontré estaban firmemente aferrados a las faldas de sus niñeras mientras sus padres disfrutaban de la velada.
Mi mirada se detuvo en uno de los pocos jóvenes afortunados a encontrarse allí. Estaba situado junto a la que, supuse, se debía tratar de su madre; me fijé en que no parecía haber ninguna niñera cerca del chico, quien parecía rondar más o menos mi propia edad. Llevaba su pelo rubio ceniza pulcramente peinado, ocultando el arco puntiagudo de sus orejas, y sus ojos grises no se apartaban del frente, limitándose a permanecer en un segundo plano mientras su madre conversaba; sin embargo, había algo en su postura que inclinaba a pensar que no estaba del todo cómodo.
—¿Quién es? —pregunté a lady Amerea.
La mujer tardó unos segundos en focalizar a la persona a la que estaba refiriéndome. Entrecerró los ojos para observar al niño a través de la distancia que había entre nosotros.
—Es el hijo de lord Averey y su esposa, lady Calida —contestó al cabo de unos minutos, tras reconocerle—. Bolger.
Ladeé la cabeza, sintiendo un leve chispazo al escuchar el nombre de su padre: lord Averey formaba parte de los aliados de mi padre allí, en Oryth. Recordaba su rostro, como también recordaba las innumerables ocasiones en que había visto al lord por el castillo.
—No sabía que tenía un hijo —comenté de manera distraída, atenta al chico.
—La familia de lord Averey no está instalada en el castillo —repuso lady Amerea—: viven en la ciudad y no suelen dejarse ver mucho por la corte. Lady Calida no parece sentirse cómoda aquí.
Y era evidente que su hijo también se encontraba del mismo modo que su madre, a juzgar por el leve gesto que hizo cuando lady Calida despachó a la mujer con la que había estado charlando, apoyando una mano sobre el hombro de Bolger para que la acompañara hacia un rincón apartado del salón, lejos de la multitud que conformaban el resto de invitados.
Lord Averey no tardó en encontrar a su esposa e hijo, llevando consigo al general Neveno hacia el rincón donde estaba su familia. Observé con interés el intercambio de saludos y el modo en que el hijo de lord Averey parecía tensarse cuando la atención del militar se centró en él.
A mi lado lady Amerea tampoco se perdía detalle de lo que sucedía en aquel reducido grupo.
—Escuché que lord Averey decidió que su hijo entrara en el servicio militar, al menos unos años —a pesar de aquel valioso fragmento de información, no aparté la mirada de aquel rincón—. El joven Bolger no pareció encontrarse de acuerdo con la decisión de su padre... pero poco pudo hacer.
Me fijé en la palidez que fue adquiriendo el rostro del hijo de lord Averey conforme transcurría el tiempo mientras su padre y el general conversaban. Lady Calida se mantuvo pegada a Bolger, con la mano todavía apoyada sobre su hombro; un gesto que pareció de silencioso consuelo.
Aunque su expresión se mantenía en una máscara circunstancial, no se me pasó por alto el modo en que sus labios estaban presionados. Tampoco el brillo de evidente contrariedad que había al fondo de su mirada gris.
Para la Noche de los Cuchillos me decanté por un vestido de color negro. Mi madre no hizo observación alguna sobre la elección, pues ella misma había escogido un discreto modelo de color gris oscuro que la cubría desde la garganta hasta los pies, ciñéndose únicamente a la altura de su cuello y mangas; me peinó, como era costumbre, pero no dijo nada. No hizo ningún comentario como la noche anterior, cuando había confesado estar agradecida de que hubiera heredado el carácter de mi padre en vez del suyo.
Casi afirmando ser consciente de lo débil que resultaba ser, los problemas que traía aparejados... y el alivio que sentía por ser simplemente la reina consorte.
En aquella ocasión, el público se redujo únicamente a los familiares de aquellos que habían logrado superar aquellos años de instrucción militar, los soldados que formaban parte de la guarnición que vivía allí, en el castillo, y algunos privilegiados que contaban con una estrecha relación con mi padre. Como el propio lord Averey.
La Noche de los Cuchillos no era una celebración, sino un momento solemne que siempre tenía lugar en el patio del castillo, cerca de los barracones.
Me arrebujé aún más en mi capa mientras nos situábamos a lo largo de aquel escenario dedicado exclusivamente para aquella velada. La oscuridad se extendía a lo largo del terreno, haciendo que las primeras líneas de la linde del pequeño bosque que se encontraba situado a unos metros de distancia se retorcieran tétricamente; las antorchas que habían colocado en el suelo de aquel estrado donde se iba a llevar a cabo la ceremonia nos brindaban algo de luz y poco calor.
Mi posición estaba al frente de la comitiva que serviría como mudo testigo de la Noche de los Cuchillos, situada junto a mi madre; el general Neveno ocupaba el otro flanco, al lado del rey.
Lord Averey y su familia se encontraban a pocos invitados de distancia. Bolger permanecía en medio de sus padres; lord Averey mantenía una pesada mano colocada sobre su hombro, pero no del mismo modo que lady Calida: los dedos del lord apretaban la tela, como si quisieran mantener clavado en el sitio al chico, impidiendo que pudiera moverse.
La llegada de los soldados, escoltando a los reclutas, hizo que todas las miradas se desviaran hacia ellos. Escuché a mi padre cruzar unos rápidos susurros con el general, preguntándole sobre el número de aquella promoción; luego dio un paso al frente para dar el protocolario discurso que daría inicio a la ceremonia.
Uno de los comandantes se separó del grupo. En las manos llevaba una afilada daga, cuyo filo relució bajo la luz que emitían las antorchas; el estómago se me agitó ligeramente al comprender que aquel hombre sería el que llevaría a cabo los grabados en la carne de los reclutas. Un coro de susurros se elevó en el aire cuando el primer nombre fue proclamado por otro de los comandantes y el aludido abandonaba su posición para arrodillarse, retirando el trozo de la fina camisa que llevaba en aquella fría noche.
Ofreciendo su piel desnuda al hombre que portaba la daga.
Tragué saliva con esfuerzo cuando el comandante puso el filo en el fuego, esperando a que se calentara lo suficiente. Sabía lo que venía a continuación, pues había sido testigo de aquel ritual desde un par de años atrás, después de que mi padre dijera que estaba preparada para ocupar el lugar de la heredera.
Bajo mi capa, protegida de las posibles miradas, aferré mis manos con fuerza, clavándome las uñas en mi propia carne. Mis ojos no se apartaron en ningún momento del joven recluta, de la daga que se acercaba a su piel y el siseo que produjo cuando empezó a traspasarla, marcándolo.
El chico consiguió no emitir ni un solo sonido de dolor, pero no pudo contener las lágrimas mientras el comandante proseguía con su delicada tarea.
Cuando terminó, se inclinó hacia mi padre y volvió a pronunciar sus votos de fidelidad hacia la corona. Hacia su rey.
Conseguí mantener mi atención durante los cuatro reclutas siguientes; uno de ellos se desmayó a causa del dolor, teniendo que ser sostenido por sus compañeros mientras recuperaba lo suficiente la consciencia para balbucear a duras penas las mismas palabras que había escuchado por parte de los otros. Luego mis ojos se vieron atraídos de manera inconsciente hacia lord Averey y su familia, su hijo.
El joven Bolger estaba pálido ante la visión de lo que le esperaría en el futuro, toda la templanza que había logrado mostrar a lo largo de la noche se había desvanecido al contemplar cómo aquellos reclutas eran marcados frente a una expectante multitud.
Vi cómo su cuerpo se sacudía, intentando liberarse del agarre de su padre. Lady Calida susurró algo a su marido, consciente del estado de su hijo; un instante después, Bolger era libre, pudiendo desaparecer entre los invitados.
No tuve ninguna duda de que no llegaría muy lejos antes de vomitar.
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