| ❄ | Capítulo tres

Mordí el interior de mi mejilla cuando atravesamos los portones que conducían a un lujoso vestíbulo. Los umbrales estaban cubiertos por frondosas enredaderas que desbordaban flores cuyos pétalos abiertos mostraban una variopinta gama de colores, como los vestidos que llevaban algunos de los invitados que nos acompañaban.

Mientras mi padre y el rey de Verano se habían adelantado un par de pasos y conversaban animadamente, poniéndose al día sobre el tiempo que llevaban sin verse mientras Vanora y mi madre, conmigo a la zaga, les seguíamos de cerca.

Nuestro séquito se encargaba de cerrar la marcha, todos en silencio o compartiendo discretos susurros.

A pesar de mis esfuerzos por mantenerme imperturbable, el fastuoso interior del castillo llamaba mi atención, provocando que mis ojos saltaran de un rincón a otro, asombrada por aquel territorio desconocido para mí... hasta ahora.

Cruzamos el vestíbulo, saliendo por unas enormes puertas acristaladas que daban a los jardines traseros y a los acantilados. La sorpresa y el asombro crecieron en mi interior al contemplar por primera vez la visión del mar, que lanzaba destellos bajo los rayos del sol; varias carpas nos esperaban, llenas de mesas con fruta y bandejas de copas de cristal con refrescantes bebidas para contrarrestar el aire cálido que llenaba el ambiente, tornándolo algo pesado.

Mis zapatos se hundieron en el césped cuando atravesamos las puertas. La reina de Verano y mi madre se habían sumido en una apasionante conversación sobre los preparativos de la ceremonia. Los primeros invitados empezaron a dispersarse hacia las carpas, deseando llevarse algo fresco a la boca; mi padre y el rey de Verano pronto se vieron rodeados por un nutrido grupo de hombres, haciendo que fuera prácticamente imposible acceder a ninguno de ellos.

Vanora y mi madre, por el contrario, se refugiaron bajo la sombra de una de las carpas. Mis dedos se cerraron de manera inconsciente alrededor de una de las frías copas servidas; el contenido tenía aspecto de ser vino, a excepción de las diminutas motas de purpurina que flotaban en su interior.

Agité la copa, contemplando cómo se movían las partículas en el líquido, pero sin atreverme a dar un sorbo. Las bebidas que servían en casa no me resultaban desconocidas, aunque mis padres siempre me habían restringido a una sola copa, el sabor del vino nunca había sido mi favorito.

—Oh, Dama de Invierno, no os preocupéis —la voz de la reina de Verano me sobresaltó cuando comprendí que estaba hablándome a mí... Que había estado atenta a mis movimientos—: este vino apenas tiene alcohol.

Alcé la mirada de mi copa, descubriendo a mi madre y a Vanora mirándome. La reina de Verano me contemplaba con una expresión amable y una media sonrisa curvando sus labios; sus inquietantes ojos de color ámbar me hicieron sentir extrañamente reconfortada, haciendo que la tensión que me había acompañado desde que hubiera bajado de nuestro carruaje pareció desvanecerse de mi cuerpo.

—Mab es demasiado joven para probar el alcohol —intervino mi madre.

Vanora entreabrió los labios, delatando su confusión.

—Oh, Méabh, pensé... ¿Qué edad tenéis, Dama de Invierno?

Mis ojos se dirigieron de manera inconsciente hacia mi madre, casi esperando que fuera la reina quien fuera la encargada de dar una respuesta a la pregunta de la reina de Verano, pero ella no dijo una sola palabra, dándome la oportunidad a mí responder.

—Doce años, Majestad.

Vanora pestañeó con evidente sorpresa y sus ojos volvieron a recorrerme de pies a cabeza, como si quisiera cerciorarse de mi respuesta.

—Parecéis mucho mayor —comentó, llevándose una mano al pecho—. Casi de la misma edad que Oberón...

La reina de Invierno dejó escapar una carcajada que aligeró el ambiente tras el pequeño error de la mujer al dar por supuesto que era mucho mayor de lo que realmente era. Los dedos de mi madre acariciaron algunos de mis mechones de manera distraída mientras yo aún sostenía la copa, sin saber muy bien qué hacer con ella.

Mi mundo cambió seis años atrás, la noche en que el heredero no logró salir adelante; desde aquel día, después de que se hiciera el anuncio pertinente que me convirtió en la futura reina de Invierno, tuve que asumir responsabilidades. Ya no había tiempo para juegos o diversiones, sólo para aprender y convertirme en la persona que mi padre necesitaba.

—Mab ha tenido que madurar, a pesar de su temprana edad, debido a su condición de heredera —respondió y yo sentí que mis mejillas se coloreaban cuando la mirada de Vanora se clavó de nuevo en mí con un brillo de silenciosa comprensión.

—Veo un gran potencial en vos, Dama de Invierno —dijo a media voz.

Las mejillas se me colorearon ante el voto de confianza que la reina de Verano parecía haber puesto en mí, en mis aptitudes, que apenas había mostrado. Sin embargo, aquella sensación no duró mucho: aquel potencial que Vanora había afirmado ver en mí solamente serviría hasta que estuviera casada; mis duras lecciones con mis maestros tenían el único propósito de convertirme en un jugoso premio para los posibles candidatos que algún día se enfrentarían por ser mi futuro esposo... y el futuro rey de la Corte de Invierno.

Mientras tanto, se esperaba que yo fuera capaz de desenvolverme en aquel tipo de ambientes sin dejar a mi corte en evidencia por el simple hecho de ser mujer, con todo lo que ello conllevaba.

—Madre.

Aquella voz desconocida y masculina hizo que la mirada de Vanora resplandeciera. Un joven que apenas había entrado en la adolescencia, quizá un par de años mayor que yo, caminaba hacia el rincón de la carpa donde nos habíamos refugiado; su cabello castaño se agitaba a cada paso que daba y sus ojos, de un tono más apagado que los de la reina, estaban fijos en Vanora quien, a su vez, le contemplaba con una expresión que no ocultaba su alegría al reconocerle.

No se me pasó por alto el modo desgarbado con el que se movía, como tampoco el hecho de que la camisa que llevaba bajo su túnica de color rubí estaba desenfadadamente abierta, dejando al descubierto un triángulo de piel ligeramente bronceada, demostrando que no se trataba de un error olvidadizo de su lujoso vestuario, sino de un acto consciente por parte de él.

Me quedé inmóvil en mi posición, vigilando al recién llegado, que había resultado ser más alto de lo que creí mientras le observaba caminar hacia nosotras, preguntándome quién de los dos príncipes sería. Quizá fuera el más joven, Voro; el mismo que había decidido comprometerse por un capricho casi infantil, sin saber las consecuencias de aquel acto.

La reina de Verano se inclinó para que besara su mejilla, con una sonrisa que no era capaz de contener su entusiasmo por aquella sorpresa; luego ambos se abrazaron, como si llevaran mucho tiempo sin verse. Mi madre y yo nos mantuvimos en un discreto segundo plano, observando en silencio aquel tierno reencuentro entre ambos que ya había empezado a llamar la atención de los demás invitados.

Cuando se separaron, me fijé en que las mejillas del joven príncipe estaban sonrosadas tras aquella muestra pública de afecto delante de tantos nobles. La reina, por el contrario, había pasado un brazo por los hombros de su hijo para tenerlo cerca; sus ojos brillantes se desviaron hacia nosotras dos, como si la presencia del príncipe hubiera eclipsado todo lo demás.

—Benditos sean los elementos —dijo con alborozo, ignorando los ojos que ya acudían raudos hacia aquel rincón—. ¿Cuándo has llegado...?

El sonrojo del príncipe se hizo mucho más profundo cuando Vanora besó su coronilla con afecto y le estrechó contra su costado; contuve una sonrisa cuando escuché al chico aclararse la garganta con apuro y apartarse unos centímetros del lado de su madre.

—Justo a tiempo —respondió el príncipe con una diminuta sonrisa y dirigió su mirada hacia mi madre y hacia mí de un modo significativo.

La reina de Verano esbozó una sonrisa de disculpa antes de soltarle y volver a encorsetarse en su papel como anfitriona.

—La reina y la princesa de la Corte de Invierno —nos presentó y yo bajé la cabeza, tal y como me habían enseñado, pero sin doblar mis rodillas en una venia, no ante un príncipe. Un... igual.

El príncipe imitó mi movimiento de cabeza ante mí, pero no ante mi madre: contemplé cómo se doblaba por la cintura e inclinaba aún más la cabeza en señal de respeto por su posición.

—Majestad —dijo y luego alzó sus ojos para clavarlos en los míos—. Dama de Invierno.

Los labios de Vanora volvieron a sonreír cuando llegó el momento de presentarnos formalmente al príncipe. Sus manos se apoyaron sobre los hombros de su hijo, que se irguió de manera inconsciente.

—El príncipe heredero —anunció con visible orgullo—: Oberón.

No pude contener mi sorpresa al descubrir que no se trataba del hijo menor de los reyes de Verano, sino de su primogénito. Agradecí en silencio que mi madre tomara las riendas, esbozando una cordial sonrisa y comentando lo mucho que había crecido desde la última vez que lo vio, cuando apenas era un niño que corría para huir de sus niñeras por aquellos mismos jardines; aproveché que la atención estaba puesta en la reina de Invierno y sus viejos recuerdos para convertir mi rostro en una máscara indiferente mientras la conversación parecía centrarse en la figura del príncipe.

—Rhydderch, al igual que su padre hizo con él en su momento, ha enviado a Oberón a que se instruya en el ejército —estaba diciendo la reina de Verano en aquel instante—; Voro se unirá el año que viene, cuando cumpla los catorce.

Enarqué una ceja al descubrir que mis sospechas no habían ido desencaminadas en un principio, cuando aún desconocía su identidad: el Caballero de Verano me sacaba dos años de diferencia.

Mi madre ladeó la cabeza.

—¿No es la instrucción demasiado dura? —preguntó y yo contuve un escalofrío al recordar mi última Noche de los Cuchillos.

El rostro de Vanora se ensombreció, perdiendo parte de la luz que había iluminado sus suaves rasgos cuando vio que su hijo mayor había regresado a la capital tras aquellos primeros meses de separación a causa de su alistamiento.

—Mi esposo también pasó por ello cuando era joven —contestó, con menos entusiasmo que antes—. Dice que ayuda a templar el carácter...

Oberón, intuyendo la incomodidad de su madre a hablar del tema —pues la reina no parecía muy convencida de la decisión de mandar a sus hijos, en especial a su heredero, a que se instruyeran en el ejército—, dijo con voz firme:

—Padre me prometió que solamente serían un par de años, los suficientes para que pudiera aprender lo que necesito como futuro rey de la Corte de Verano.

Sus ojos buscaron los míos de manera premeditada cuando pronunció las últimas palabras.

Tras aquel refrescante recibimiento, un séquito de serviciales mayordomos se encargó de conducirnos a nuestras respectivas habitaciones, donde ya habían colocado nuestro equipaje. A mi familia y a mí se nos permitió instalarnos en el ala privada del castillo destinada a la familia real de Verano, en la segunda planta; junto al resto de reyes, y sus respectivas, que vendrían desde las otras dos cortes que quedaban.

Nuestros aposentos estaban conformados por una sala común con una amplia terraza que conectaba los dos dormitorios. Sentí un ramalazo de alivio cuando vi que mis doncellas ya se encontraban en el que yo dormiría, deshaciendo mi equipaje e impidiendo que los vestidos se arrugaran.

Las palabras que nos había dirigido el príncipe Oberón antes de disculparse, alegando querer encontrar a su hermano y luego saludar a su padre, siguieron dando vueltas en mi cabeza, haciendo que cada vez que las recordaba sintiera que se trataban de un insulto camuflado hacia mi persona. De haber sido un hombre, yo también habría tenido que alistarme, aunque en nuestra corte se trataba de algo obligatorio, y haber tenido que enfrentarme a la Noche de los Cuchillos, aquel doloroso y último paso que seguían todos aquellos que querían formar parte del ejército y de la guardia que protegía el castillo; mi condición de mujer me había salvado de ello, pero no lo había hecho de enfrentarme a todos aquellos que me veían como una debilidad —pues eso era lo que opinaban de las mujeres, que éramos criaturas débiles— y estaban deseando verme desposada.

Pero, hasta que llegara ese dulce momento para todos ellos, yo tendría que encargarme de ocupar el lugar que me correspondía y que mi padre me había dado: heredera. Futura reina de la Corte de Invierno.

Mis dientes rechinaron de nuevo al pensar en las palabras del príncipe Oberón, quien había demostrado con aquel comentario —insulto— que su opinión parecía estar en consonancia con la de todos aquellos hombres que me rodeaban y juzgaban en silencio.

—¿Princesa...? —la voz de una de mis doncellas hizo que volviera de golpe al presente, al interior de aquella habitación prestada.

Había estado tan concentrada en lo sucedido en el jardín que había desconectado por completo de lo que sucedía a mi alrededor, incluyendo la pregunta que Berinde parecía haberme hecho mientras yo me encontraba ausente.

Mi doncella, consciente de aquel pequeño detalle, me dedicó una sonrisa cómplice antes de repetir lo que segundos antes había dicho:

—La reina nos ha informado que esta noche habrá una cena a la que debéis asistir —contuve las ganas de bufar: no habría excusa posible para poder cenar allí, lejos de la corte y todos sus invitados—, ¿queréis usar dos vestidos?

—¿Dos vestidos...?

La sonrisa de Berinde creció de tamaño ante mi desconcierto. ¿Por qué demonios debía usar dos vestidos para la ocasión?

—Uno para la cena —me explicó—. Y el segundo para cuando se lleve a cabo la ceremonia oficial del compromiso del príncipe.

Mordí mi labio inferior. Mi madre había ordenado que se me hiciera un nuevo guardarropa acorde a la moda que imperaba en la Corte de Verano; al principio no había entendido a qué se debía aquella decisión, si solamente el viaje duraría un par de días, por lo que ella me había comunicado cuando quise saber cuánto tiempo estaríamos lejos de casa. Ahora entendí por qué el sastre no se había limitado a hacer un par de vestidos extravagantes y vaporosos para que los luciera en aquel lugar.

Agité la mano en el aire.

—Usaré dos —decidí.

Entre mis planes no entraba dejar en evidencia a mis padres, y a mi corte, por lo que me limitaría a ceñirme a las costumbres de la Corte de Verano; aunque eso significara tener que gastar la mitad de mis vestidos en una sola ocasión.

Berinde asintió y se dispuso a repartir órdenes a la camarilla de chicas que conformaban mi propio servicio. Desde mi posición, sentada en el asiento que había a los pies de la cama, observé a mis doncellas evaluar mis nuevos vestidos; Berinde escogió uno de color verde azulado para la cena, que tendría lugar en un par de horas, cuando todos los invitados hubieran conseguido reposar tras aquel largo viaje, y otro de color púrpura, mucho más formal y serio, para la ceremonia del compromiso.

Mi madre se había encerrado en el dormitorio que compartiría con mi padre, junto al resto de sus doncellas, para que empezaran a prepararla para aquella noche. A través de la puerta entreabierta podía escuchar el jaleo que provenía de las puertas cerradas que había al otro lado de aquel saloncito común.

A mí no me llevaría tanto tiempo prepararme, pero a la reina de Invierno sí.

Pedí que me sirvieran un poco de agua fría, notando cómo una nueva capa de sudor se pegaba a mi piel ante aquel asfixiante calor que reinaba en el ambiente. Aún no había terminado de acostumbrarme a aquellas temperaturas, tan distintas a las que me habían acompañado toda mi vida en la Corte de Invierno; después de subir de los jardines había exigido que se me preparara un baño de agua fría, casi deshaciéndome del vestido nada más cruzar la puerta que conducía al dormitorio que ocuparía en aquellos días que pasáramos en Vesper.

Al ser consciente de que el agua no serviría para aliviarme, hice que mis doncellas volvieran a prepararme otro baño.

Berinde me acercó un cuenco con fruta troceada mientras escuchaba el sonido del agua corriente desde el baño anexo con el que contaba mi dormitorio. Le dediqué una sonrisa de agradecimiento a la mujer mientras tomaba un trozo y me lo llevaba a la boca, ansiosa por notar la frescura que transmitía deslizándose por mi garganta.

—Todo esto es tan... tan diferente a la Corte de Invierno —suspiré, llevándome otro trozo de fruta.

Berinde me sonrió, comprensiva.

—La magia de Verano es muy dispar a la vuestra, Alteza —me dijo, rellenando mi copa con agua fresca.

Otra de mis doncellas, Diandra, asomó su rubia cabeza por la puerta del baño.

—Princesa, el baño la espera —me informó.

Casi salté del asiento para precipitarme al interior del baño. Allí ya estaba lista la enorme bañera, llena de agua fría para ayudarme a combatir con el calor que había en aquella corte; me despojé sin ayuda de la bata con la que me había cubierto tras mi primer baño y me apresuré a sumergirme en la tina, hundiendo la cabeza y entregándome a la baja temperatura del agua con los brazos abiertos.

Decidí quedarme dentro de la bañera hasta que el agua perdió su frialdad y mi cuerpo se arrugó debido a la humedad. Berinde ya me esperaba junto a la tina, con una nueva bata preparada para arroparme con ella cuando saliera; me envolví en la suavidad que transmitía la prenda, procurando evitar echar un vistazo a los cambios evidentes que presentaba mi cuerpo tras enfilar la adolescencia, y las manos de mi doncella se encargaron de sacar con cuidado mi cabello húmedo.

El resto de mis doncellas ya nos esperaba en el dormitorio, colocando el primer vestido que llevaría en aquella velada sobre la cama y el resto de accesorios en el tocador.

Berinde me acompañó hacia el interior del dormitorio y me ayudó a secar mi cuerpo para proceder a ponerme el vestido que reposaba sobre el colchón. Ver aquel tejido liviano hizo que un escalofrío me recorriera la espalda; sin embargo, ninguno de mis viejos vestidos sería apropiado para aquel ambiente.

Mucho menos para las temperaturas que imperaban en la Corte de Verano.

Dejé caer la bata a mis pies mientras Berinde tomaba el vestido. Mis ojos recorrieron la prenda, temiendo el momento en que se deslizara por mi cuerpo y se ciñera a las nuevas y extrañas curvas que habían empezado a aparecer, y de las que todavía no había logrado hacerme sentir del todo cómoda.

Las que delataban que estaba quedándome sin tiempo, que tan pronto como me llegara el primer sangrado, demostrando que había alcanzado la edad fértil, que estaba preparada para dar herederos, habría llegado el momento que había empezado a detestar con cada partícula de mi cuerpo: encontrarme un pretendiente.

El que se convertiría en el futuro rey de Invierno.

El que me robaría la corona, por la que tanto me estaba esforzando.

Conseguí capear la cena con éxito. Los anfitriones nos habían colocado junto a las otras familias reales en posiciones de honor, compartiendo la larga mesa con los reyes de Verano mientras los nobles afortunados se arremolinaban a nuestros pies; allí había tenido ocasión de conocer a los otros reyes... y a sus hijos. Mi madre dejó a un lado el protocolo cuando abrazó a la reina de Otoño, delatando los viejos lazos de amistad que compartían; su hija mayor, la princesa Carys, permanecía a su lado, limitándose a contemplar todo lo que sucedía con sus avispados ojos verdes mientras su hermano menor Isengar, el que se convertiría en rey una vez que Eógan cediera su corona, estaba ocupado junto a su padre, saludando al rey de Primavera, Caerwyn, y a su propio primogénito, Kalimac.

Todos ellos no me resultaban desconocidos, a pesar de que no les conocía personalmente, gracias a las lecciones del maestro Aen.

Después de una cena en la que me limité a sonreír y a intervenir en un par de ocasiones en la conversación que había entablado mi madre con la reina de Otoño, Eirlys, y su hija; además de evitar deliberadamente la zona donde estaba sentado Oberón, que charlaba animadamente con Kalimac, demostrando que eran viejos amigos, y su hermano Voro, cuyos ojos color miel resplandecían de auténtica felicidad.

Una vez concluyó la primera parte de la velada, el rey de Verano se levantó de su asiento y anunció que la ceremonia se trasladaría a uno de los salones; mientras todo el mundo se dirigía hacia allí, algunas subimos a nuestros dormitorios para cambiar nuestro vestido por el segundo. Después, cuando regresamos al salón, los invitados nos dispusimos frente a la familia real de Verano y la familia de la afortunada, quien resultó estar igual de emocionada por la situación que su futuro prometido.

Casi no me sorprendió descubrir que Muirne y yo compartíamos la misma edad. Desde mi posición, junto a mis padres, observé a la joven afortunada, respaldada por sus orgullosos padres. Llevaba su largo cabello oscuro recogido en una corona sobre su cabeza; su pálida piel estaba ruborosa mientras Voro tomaba una de sus manos y repetía las palabras que debía haber memorizado para ese momento. Sus ojos castaños, mucho más oscuros que los de color miel del príncipe, resplandecían de sincera felicidad.

Vanora había dicho ser consciente de la juventud de su hijo a la hora de prometerse, de la inconstancia que posiblemente mostraría debido a su inexperiencia y que, con toda probabilidad, acabaría con aquel compromiso roto; sin embargo, la expresión de Voro y Muirne era tan pura... Ambos se contemplaban con una intensidad que no correspondía a su temprana edad.

El sonido de los educados aplausos por parte de los invitados puso punto final a la ceremonia, sellando el compromiso ante la atenta mirada de todos aquellos testigos. Voro y Muirne se sonrojaron de pies a cabeza cuando se convirtieron en el centro de todas las palabras y los buenos deseos; acompañé obedientemente a mis padres y sonreí con amabilidad a los recién prometidos antes de que la música empezara a sonar y los invitados se agruparon en pequeños grupos para comentar o buscaban parejas para unirse a los más atrevidos, que ya daban vueltas en el centro del salón.

Aproveché la oportunidad para investigar por mi propia cuenta, moviéndome entre los nobles y acercándome de manera inconsciente hacia los ventanales abiertos, que dejaban entrar una agradable brisa; mis pies se quedaron clavados en el sitio cuando entreví la inconfundible figura de Oberón a unos metros de distancia, ajeno a mi presencia.

El príncipe heredero estaba acompañado por Kalimac y otro par de jóvenes, todos ellos riéndose de algo. Fruncí el ceño, sintiendo una extraña necesidad de acercarme y descubrir qué estaba pasando en aquel extraño círculo; a pesar de la diferencia de edad, de mi juventud, yo también formaba parte de su mundo. No en vano era la heredera de la Corte de Invierno.

Empecé a caminar hacia ellos cuando escuché la voz de Kalimac diciendo:

—Me resulta complicado creer que la chiquilla sea la futura reina de la Corte de Invierno, ¿la habéis visto? Por todos los elementos, si tiene el aspecto de necesitar todavía niñeras que se encarguen constantemente de ella.

Mis mejillas ardieron cuando sus acompañantes volvieron a reír y sentí una punzada en el estómago al creer que la risa de Oberón era más alta que las otras. Las palabras que me había dedicado en el jardín volvieron a resonar en mis oídos, confirmándome lo que yo ya sabía: aquel pendenciero no me creía capaz de llevar la corona, como tampoco su amigo, el príncipe de Primavera.

Apreté los puños, ignorando el escozor de mis comisuras mientras continuaba allí paralizada, escuchando aquella conversación a escondidas y notando cómo mi vergüenza ascendía por el interior de mi cuerpo.

—Ella no será la reina de nada —dijo entonces Oberón y todo a mi alrededor pareció detenerse—: cuando sus padres encuentren el pretendiente perfecto, esa niña no será más que otra sonriente y servicial esposa.

* * *

Confieso que estaba entusiasmada por el primer encuentro entre estos dos...

... solamente para que Oberón demostrara que es un GIL de marca mayor, lo mismo que Kalimac (pero eso ya lo sabíamos, para desgracia nuestra)

Ahora queda descubrir cómo Pili y Mili cayeron fall in love (antes de que se desatara la hecatombe), además de todo el drama que vino consigo porque, como todes sabemos, NO HAY LIBRO DE NANA SIN DRAMA

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