| ❄ | Capítulo treinta y uno
Aquella primera invitación dio pie a otros encuentros y, con ello, a un continuo intercambio de mensajes. Mi impresión de lord Darragh no hizo más que mejorar al permitirnos bajar la guardia el uno frente al otro; bajo el pretexto de querer conocer mejor la corte ahora que su padre estaba dispuesto a integrarse en ella, intentando llenar el hueco de lady Amerea, habíamos tomado por costumbre recorrer tanto el castillo como parte de los jardines mientras hablábamos de diversos temas, que al principio resultaron ser demasiado banales y cargados de cortesía.
Poco a poco, capa a capa, habíamos dejado a un lado las formalidades. El joven lord era divertido y de incisivas observaciones que me hacían sonreír constantemente; durante nuestras posteriores salidas la voz de Nicéfora me persiguió, recordándome una y otra vez su miedo... sus advertencias. La tensión que me embargó debido a ello se esfumó cuando lord Darragh demostró que mi amiga, después de todo, parecía estar completamente equivocada: había una inocencia genuina en la mirada del chico, en su voz. Al haber crecido alejado de la corte y sus intrigas, no parecía haberse visto corrompido como muchos otros jóvenes.
Sentí algo removiéndose dentro de mi pecho al recordar cómo empezaba a buscar su compañía, aunque fuera de manera inconsciente.
—... es la oportunidad idónea para pedir una cita con el sastre, ¿no crees, Mab?
Salí de golpe de mis ensoñaciones al escuchar mi nombre. Esa mañana me había unido a mis damas de compañía, ya que la culpabilidad por haberlas rehuido en aquellas casi dos semanas que habían transcurrido estaba empezando a pesar en el fondo de mi estómago; pestañeé para enfocar mi visión, descubriendo el rostro cargado de interés de Geleisth al otro lado de la mesa. Nicéfora y mis otras dos damas también parecían ligeramente curiosas al ver que mi atención se encontraba en otra parte.
Separé los labios, sin saber qué decir al respecto. Mi mente había desconectado por completo de la conversación, haciendo que volara hacia otros derroteros... como mi último encuentro con Darragh entre los rosales negros.
La mirada de Nif pareció tornarse acusadora mientras aguardaba a mi respuesta. No habíamos vuelto a hablar desde que me advirtiera, pidiéndome que no cometiera sus mismos errores; habíamos arreglado nuestros problemas, pero el recelo que mi mejor amiga sentía hacia el lord estaba comenzando a convertirse en un nuevo obstáculo entre nosotras.
—Creo que es una gran idea —conseguí pronunciar al final.
Nyandra dio una palmada, entusiasmada, consiguiendo que la tensión que parecía haber empezado a inundar el ambiente no llegara a más. Mi joven dama de compañía estaba deseosa de renovar su fondo de armario y había estado buscando una excusa lo suficientemente plausible con la que encantar a su familia para salirse con la suya.
—Cualquier fiesta de compromiso es motivo más que suficiente para acudir al sastre real —gorjeó con emoción contenida.
Mi mirada se deslizó de manera inconsciente hacia el rincón donde estaba Mirvelle, que pareció encogerse sobre sí misma ante la mención de cierta palabra. La culpa volvió retorcerse en mi estómago: su propio anuncio estaba cada vez más cerca y yo aún no había logrado dar con una solución para que no llegara a producirse. Me sentí aún peor cuando recordé que apenas había dedicado un solo pensamiento a aquel asunto, olvidándome por completo de la promesa que le había hecho a mi dama de compañía.
En aquel momento, como si hubiera sentido mis ojos sobre ella, Mirvelle alzó la cabeza y nuestras miradas se cruzaron.
La sombra de esperanza que se adivinaba en el fondo de sus iris me hizo sentir que le estaba fallando mientras ella no había dudado un segundo en depositar toda su confianza y fe en mí.
Mis cejas se dispararon hacia arriba al escuchar la extraña petición de Darragh. El joven lord se había presentado en mis aposentos, ataviado con ropas demasiado cómodas y diferentes a las que le había visto usar; la desazón que me había consumido en aquellos tres días desde que Mirvelle me había mirado de ese modo se desvaneció al verle al otro lado de la puerta, con una media sonrisa.
—¿Estás hablando en serio? —pregunté, conteniendo la mía propia.
Darragh apoyó los antebrazos sobre el respaldo del diván.
—Pensé que podríamos hacer algo diferente —contestó.
Berinde y otra de mis doncellas se encontraban en el dormitorio, poniendo algo de orden... y vigilando cada uno de nuestros movimientos, en especial los de mi invitado. Mi servicio personal parecía haberse acostumbrado a su presencia tras sus habituales visitas; no obstante, todas mantenían una actitud acechante, resistiéndose a dejarnos completamente a solas. Velando así por su señora y protegiéndola de los posibles rumores que pudieran surgir.
Ladeé la cabeza con aire reflexivo.
—¿Y estás invitándome a montar a caballo contigo?
Darragh bajó la mirada con algo de apuro mientras sus mejillas se teñían de un ligero rubor.
—Visto así...
No podía negar que, aunque la cercanía hubiera crecido entre nosotros, él siempre se había comportado como un auténtico caballero, tratándome con el máximo decoro posible.
—Estaría encantada de hacerlo —respondí.
Además, necesitaba alejarme del palacio aunque fueran unas horas. La promesa que le había hecho a Mirvelle seguía rondando por mi mente y no había podido apartarla en aquellos días que habían pasado, aumentando el sentimiento de culpa que arrastraba desde esa mañana; quería ayudar a mi dama de compañía, salvarla de lord Severin y su crueldad... pero no había dado todavía con la solución. Por muchas vueltas que le hubiera dado al asunto, no lograba encontrar ningún cabo suelto con el que poder actuar. Acudir a mi madre con la excusa de no querer desprenderme de ella no salvaría a Mirvelle de su compromiso, sino darle un poco más de tiempo a mi dama de compañía: el compromiso seguiría adelante, pero la boda se retrasaría hasta que yo no necesitara más de sus servicios.
La mirada de Darragh se iluminó al escuchar mi aceptación, despertando un extraño aleteo en mi pecho que no me resultaba del todo desconocido. Aparté esa sensación a un lado y le dediqué una pequeña sonrisa complaciente mientras me dirigía hacia mi dormitorio; montar a caballo no era algo que hiciera usualmente, y ni siquiera lograba recordar la última vez que lo había hecho.
Berinde ya me aguardaba al otro lado de las puertas, cerrándolas con suavidad a mi espalda.
—Herendyl —llamó a la otra doncella, aunque detecté un leve timbre de preocupación en su voz—: prepara la ropa de monta de la princesa.
Mis botas aplastaron las innumerables briznas de paja que cubrían el suelo de piedra de los establos. Aquel edificio resultaba casi un lugar desconocido para mí, puesto que las únicas veces que lo había visitado fueron con motivo de agasajar a algún que otro ilustre invitado; Darragh caminaba a mi lado con una expresión curiosa, incapaz de mantener su mirada clavada en algún punto fijo.
Guié al joven lord por un pasillo que conducía a una zona restringida al público en general, excepto para contadas personas. Antes de convertirse en rey, y siempre que sus responsabilidades no le llevaban lejos de la Corte de Invierno, mi padre disfrutaba saliendo de los terrenos de palacio junto a sus caballos; al llegar mi madre, intentó compartir con ella esa pequeña afición, buscando un posible nexo que pudiera acercarle a su prometida.
Sabía que, a pesar de los años, mis padres aprovechaban cualquier resquicio para salir a montar.
Agité mis dedos para aliviar los nervios que estaban empezando a acumularse en mi estómago cuando alcanzamos el pabellón real, donde aguardaban los preciosos ejemplares que pertenecían a mi padre. Observé a uno de ellos, alto y robusto de pelaje oscuro; aquel majestuoso animal no era oriundo de nuestras tierras, sino un obsequio de la Corte de Verano.
Al escuchar nuestra llegada, uno de los mozos que se encargaban de vigilar y cuidar a los caballos apareció desde uno de los cubículos sosteniendo un cepillo en una de sus manos; sus ojos me recorrieron de pies a cabeza antes de reconocerme. No solía usar pantalones de monta —una prenda de confección masculina que solamente se nos permitía usar en este tipo de circunstancias— y aquel escrutinio por parte del hombre me hizo sentir levemente incómoda.
Enredé mis dedos en los cabellos sueltos de mi trenza, intentando recuperar la templanza.
—Dama de Invierno —bajó la mirada con aire solemne.
Obligué a mis labios a formar una media sonrisa.
—Preparad a uno de los caballos —le ordené, yo no tenía uno propio debido al poco interés que había mostrado siempre por ellos. Mi padre, de niña, me había enseñado nociones básicas, las suficientes para que no terminara en el suelo al intentar mantenerme en la silla.
El mozo asintió y se apresuró a internarse en uno de los cubículos. Mientras esperaba a que me trajeran a mi montura lista para salir, me giré hacia Darragh y enarqué una ceja al descubrirle totalmente hipnotizado por la variopinta colección de ejemplares que aguardaban en sus respectivos espacios.
—Puedes escoger el que prefieras —le dije, haciendo un aspaviento hacia la multitud de opciones que le presentaba.
Darragh esbozó una media sonrisa.
—He venido en mi propia montura, Mab.
El sonido de los cascos nos distrajo a ambos, haciendo que nuestras respectivas miradas se desviaran a la par hacia el fondo del espacio, donde el mozo que antes nos había recibido sostenía las riendas de un esplendoroso ejemplar de color níveo; sus largas crines, de un tono casi gris, estaban convenientemente trenzadas y caían por su hombro hasta la paleta. El animal dio una coz impaciente, haciendo que la capa que recubría sus casos se agitara ante el inesperado movimiento.
A pesar del poco tiempo que había pasado entre aquellas cuatro paredes, en compañía de aquellas maravillosas criaturas, reconocí de inmediato la elección del hombre.
—Alteza —fue lo único que dijo.
Tuve que dar una trémula bocanada de aire antes de conseguir pronunciar:
—Calan Gaeaf.
Aquella yegua pertenecía a mi madre y fue un regalo del rey de Invierno hacia su prometida. Había sido uno de los intentos de mi padre por hacerle saber a su futura esposa que estaba dispuesto a intentarlo, que aquel matrimonio pactado años atrás podía significar más que una simple alianza entre ambas familias.
Alcé la mano y acerqué mi palma con cuidado a los ollares del animal, permitiendo que me olfateara. El mozo le dio una ligera palmada apreciativa en el lomo, conteniendo una sonrisa de puro orgullo.
—Es tranquila y no os dará muchos problemas —me explicó—. La mejor opción para jinetes casi sin experiencia.
Sin pretenderlo, noté un ligero calor en las mejillas, aunque el comentario del mozo no ocultaba malicia alguna. Desde que fui convertida en la heredera, me había esforzado al máximo por cumplir las expectativas que todo el mundo; el hecho de que no resultara ser una hábil amazona me hizo sentir de nuevo una niña pequeña a la que hubieran amonestado por no haber llegado al nivel que se esperaba de mí.
Me obligué a que mi expresión no dejara traslucir una sola emoción y tomé las riendas que sostenía el hombre. Tras cumplir con su cometido, nos dedicó otro asentimiento antes de regresar a sus anteriores tareas; con Calan Gaeaf bien sujeta en mi mano, giré hacia Darragh.
Regresamos a la zona donde reposaban las monturas de los nobles que se encontraban en el castillo por cualquier motivo y Darragh se dirigió con seguridad hacia uno de los cubículos; otro de los mozos que rondaban por la zona se le acercó con premura y les observé a ambos intercambiar un par de frases hasta que el joven lord sacó a un purasangre cuyo pelaje castaño parecía bronce fruncido a la luz que se colaba a través de los ventanales con los que contaba el edificio.
Vi cómo se subía con soltura a su silla, tensando las riendas para contener a su montura. Sus ojos grises se toparon con los míos, sus labios se curvaron en una media sonrisa; la mano con la que sostenía mi propia yegua empezó a cosquillearme al saber que había llegado mi turno.
Removí mis pies con cierta vacilación. Los nervios se agitaron en la boca de mi estómago mientras los segundos continuaban transcurriendo; un extraño pitido se instaló en mis oídos e hice acopio de energías para imitar a Darragh: me aferré al pomo de la silla y coloqué la punta de mi bota en el estribo, notando cómo el sudor se acumulaba en mi nuca.
Calan Gaeaf no movió ni un músculo cuando tomé impulso para subir. Tampoco lo hizo cuando logré encaramarme en su lomo, asegurándome de que mis pies estuvieran correctamente colocados en cada estribo.
Presioné mis muslos contra la yegua y dejé que fuera el joven lord quien encabezara la marcha.
Algo pareció aflojarse dentro de mi pecho cuando atravesamos el grueso muro que rodeaba al palacio y los terrenos circundantes; sabía que no estaba desprotegido como aparentaba... y que quienquiera que hubiera estado al acecho, habría sabido reconocer mi trenza al viento mientras me aferraba a las riendas y procuraba mantenerme sobre la silla de montar al mismo tiempo que seguía la estela de Darragh y su propia montura.
Pocas veces había tenido la oportunidad de abandonar mi hogar y verme atravesando las calles adoquinadas de Oryth me hizo sentir extrañamente liberada. El joven lord me condujo por la zona que colindaba con el palacio, cuyas maravillosas mansiones parecían querer competir con la majestuosidad del edificio de piedra que se alzaba a nuestras espaldas.
No me permití relajarme, ni siquiera cuando mi cuerpo pareció amoldarse al ritmo de mi yegua, al ver cómo Darragh conducía a su purasangre hacia las afueras. Conforme nos alejábamos de la capital de la Corte de Invierno y nos adentrábamos en aquel mundo completamente desconocido para mí sentí que el pulso se me aceleraba; mis muslos cosquillearon al presionarlos con más fuerza contra los flancos de Calan Gaeaf, quien no mostraba ningún problema en seguir el ritmo que marcaba el otro animal.
Vi cómo el lord ladeaba la cabeza lo suficiente para que pudiera ver su sonrisa resplandeciente.
—¡Estamos cerca! —me gritó para hacerse oír por encima del viento.
La ciudad dio paso a un paisaje similar al bosque nevado que creía cerca del palacio. Una fina capa blanca cubría tanto el suelo como las copas de los árboles dispersos que atisbaba alzándose hacia el cielo; Darragh nos guió hacia un pequeño grupo que quedaban a nuestra derecha. Oryth hacía tiempo que había desaparecido de nuestra vista, dejando que la naturaleza nos rodeara.
Un leve rumor alcanzó mis oídos, haciendo que entrecerrara los ojos. Mi acompañante eligió ese momento para desmontar de su caballo, tomando las riendas y guiándole a través de la maleza.
Tiré de las mías, presionando los talones contra el costado de Calan Gaeaf, indicándole de ese modo que redujese su velocidad hasta detenerse. Presa de una extraña curiosidad, me deslicé por la silla sin importarme lo más mínimo de lo torpe que fueron mis movimientos; me apresuré a seguir a Darragh, aferrando las riendas de la yegua con más firmeza de la que sentía.
Me abrí camino, esquivando las ramas más bajas, escuchando cada vez con más claridad el rumor que hacía unos instantes.
Mis labios se separaron cuando descubrí más allá de la silueta de Darragh un pequeño claro circular que escondía una discreta fuente de agua, que era de donde procedía aquel sonido.
El hijo de lord Dannan detuvo sus pasos y comprobó que seguía a su espalda. Sus ojos grises continuaban reluciendo con aquel indudable brillo de emoción contenida... y cierta esperanza; mis pies me condujeron hasta su lado, impresionada por aquel diminuto rincón al que me había llevado.
Darragh se aclaró la garganta.
—Mi padre solía traerme aquí siendo niño —me explicó, devolviendo la mirada a aquel refugio en el que había convertido aquel lugar—. Al crecer Garland, también se lo mostró a él.
No trató de detenerme cuando di otro paso hacia delante, abandonando su lado. El claro parecía estar cargado de una energía especial y la magia casi podía palparse; mi reflejo me devolvió la mirada desde el suelo cuando me detuve frente al agua. Observé mi aspecto, la palidez de mi rostro y las ojeras que habían aparecido días atrás, después de pasar tiempo con mis damas de compañía.
La expresión de Mirvelle me había perseguido desde entonces. La esperanza que había iluminado su expresión, recordando la promesa que le había hecho de salvarla de aquel compromiso que terminaría sentenciándola a un destino atroz.
Las riendas de Calan Gaeaf resbalaron de mis manos y dejé que mis piernas se doblaran hasta quedar acuclillada. La silueta de Darragh apareció junto a mí, con sus ojos grises fijos en nosotros.
—Cuando me siento abrumado o sobrepasado, suelo venir aquí —escuché que decía a mi lado—. Pensé que podría ayudarte, de algún modo.
Noté una punzada en las comisuras de los ojos al descubrir la preocupación en la voz de mi compañero. Apenas habían pasado unas semanas desde que apareció en la corte tras la muerte de lady Amerea, pero aquel desafortunado suceso era lo que había creado entre nosotros aquella conexión que podía sentir fluyendo en aquellos momentos; lentamente, en el transcurso de aquellos días nos habíamos permitido despojarnos de algunas de nuestras capas para mostrarnos ante el otro.
A Darragh no se le debía haber pasado por alto la preocupación que me carcomía, aunque no me presionó para que hablara.
Se acuclilló junto a mí y dejó que su mirada vagara por el claro, respetando mi silencio y dándome tiempo para que hiciera lo que quisiera: quedarme así... o hablar con él sobre lo que llevaba reconcomiéndome.
Desvié la vista del agua y la clavé en las palmas de mis manos.
—Sé que no es sencilla tu vida, Mab —Darragh bajó la voz hasta casi convertirla en un susurro—. Soy consciente de que tus responsabilidades y las expectativas que han colocado sobre tus hombros son incluso mayores por el hecho... por el hecho de haber sido mujer.
Un nudo se me formó en la garganta cuando nuestras miradas se encontraron, permitiéndome ver una sombra de lástima en el fondo de sus ojos grises.
Pero estaba en lo cierto: todo el mundo esperaba más de mí por no haber nacido varón.
Había estado luchando con uñas y dientes contra todos aquellos que no guardaban esperanza alguna respecto a mi futuro como heredera y parecían ansiosos por el momento en que sería prometida y seguiría haciéndolo hasta mi último aliento si fuera necesario.
Era tan válida como cualquier hombre, por mucho que ellos se empecinaran en hacerme creer lo contrario.
Pero no era eso lo que me preocupaba, lo que se enroscaba alrededor de mi pecho como una serpiente y se estrechaba cada vez más.
Había guardado para mí la promesa que le había hecho a Mirvelle. Ni siquiera me había atrevido a compartirla con Nicéfora, quien quizá podría haberme ayudado a encontrar una solución que pudiera liberar a mi dama de compañía; mis encuentros con Darragh habían relegado a un segundo plano aquel asunto, haciendo que la culpa me golpeara después.
Ahora.
No quería ceder al peso de la desesperación, de la impotencia... de la rabia de saber que no estaba haciendo nada por ayudar a Mirvelle. Ella había depositado toda su esperanza en mí; había podido ver la confianza ciega en sus ojos durante un breve instante aquella mañana.
Iba a fallarle.
Me mordí el interior de la mejilla con fuerza, dando la bienvenida y agradeciendo aquel pellizco de dolor para contener las lágrimas que pugnaban por escapárseme. Era fuerte, mi papel de heredera me había obligado a serlo; algún día tendría que hacer frente a responsabilidades mayores.
Di un sobresalto cuando sentí los dedos de Darragh enroscándose con suavidad alrededor de mi muñeca, haciendo que mi pulso se acelerara de manera inconsciente. Aquel contacto me hizo buscar su mirada de nuevo, atrapada por las distintas emociones que me atenazaron; sin pensarlo, me vi reteniendo el aliento.
—Sea lo que sea —dijo con voz ronca—. Estaré a tu lado.
Sin apartar sus ojos de los míos, se inclinó hasta depositar sus labios sobre la cara interna de la muñeca.
El calor de su beso hizo que todo mi vello se erizara.
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