| ❄ | Capítulo treinta y nueve
Me alejé a toda prisa de Carys y su camarilla, seguida por mis tres damas de compañía. Las crueles insinuaciones de la Dama de Otoño persistían en mis oídos, negándose a desaparecer, provocando que mi estómago se retorciera de ansiedad. Había pecado de orgullo; había creído estúpidamente que mis juegos sucios quedarían en la sombra... y no pensé que todo aquello daría pie a una oleada de chismorreos que alcanzarían a otras cortes.
Tomé una temblorosa bocanada de aire mientras obligaba a mis pies a continuar moviéndose, creando la mayor distancia posible entre la princesa y yo. ¿Hasta dónde habrían llegado los rumores? Pensé en la promesa que hice a la reina de Invierno cuando me resigné a cumplir mi destino, cuando mi madre me expuso claramente mi situación y mis limitadas opciones: le aseguré que no habría trucos por mi parte, que colaboraría con ellos. ¿Qué sucedería si los reyes estaban al corriente de las historias que los candidatos descartados habían hecho correr sobre mí? Me convencí de que sus insinuaciones sobre mi supuesto corazón de hielo no me afectaban lo más mínimo, que solamente se trataba del resentimiento de su orgullo masculino herido.
—Mab...
No cedí a la súplica que creí atisbar en el tono de Nicéfora. No aparté la mirada del rincón que había encontrado casi por casualidad al escapar de la insidiosa y venenosa Carys. Había invitadas por todas partes, ojos que parecían seguirme con inusitada intensidad. ¿Cuántas de ellas estarían al corriente de los rumores? ¿Cuántas de ellas se habrían encargado de seguir esparciéndolos con siniestra satisfacción?
—Mab, por favor —lo intentó por segunda vez Nicéfora.
Su mano me aferró por la parte superior del brazo, reteniéndome con la suficiente fuerza para que frenara en seco y mi huida se viera interrumpida.
—Míranos —me pidió y yo obedecí.
Giré sobre la punta de mis pies y contemplé las tentativas sonrisas que me dedicaban mis tres doncellas.
—No permitas que las mentiras que Carys ha esparcido te afecten —la voz de Nif sonó firme y cargada de una intensidad que quise sentir—. No le des ese poder, Mab.
—Sabemos que no es cierto —intervino Geleisth y en su mirada no había más que una aplastante seguridad, un silencioso mensaje que pretendía reforzar sus palabras—. Sabemos que lo único que quería era provocarte para que cayeras en su juego.
Inspiré otra bocanada de aire, moviendo los labios como un pez agitándose fuera del agua. Notaba un nudo en mitad de mi garganta, oprimiéndome hasta el punto de no permitirme hablar.
Nyandra dio un paso hacia delante, con una mirada dulce y comprensiva.
—Estamos a tu lado, Mab —me prometió.
Sentí la calidez de las lágrimas en las comisuras de mis ojos. Lágrimas de furia, de rabia contenida por haber permitido que Carys pudiera afectarme de ese modo, brindándole una pequeña victoria que no haría más que aumentar la fijación que parecía aún guardar conmigo, que quizá la empujarían a alimentar esas brasas que eran los rumores.
Nicéfora me pasó un protector brazo alrededor de los hombros mientras Nyandra y Geleisth me respaldaban, colocándose cada una a un lado.
—Fingiremos que el sol ha sido demasiado intenso para ti —me propuso con suavidad, brindándome una salida— y regresaremos a tus aposentos.
Pensé en lo que supondría aquella retirada: sería admitir que las palabras de Carys habían significado más para mí de lo que había pretendido en realidad. Sería admitir que sus insinuaciones tenían un trasfondo de verdad.
Sería alimentar las historias.
—No —dije, intentando imprimir seguridad en mi tono—. No voy a retirarme.
Vi en el rostro de Nif la sombra de una sonrisa antes de que su expresión, junto a la de mis otras dos damas de compañía, se contrajera en una mueca y en su mirada apareciera un brillo de alarma.
No me fue muy complicado descubrir por qué: los dos príncipes de Verano habían decidido hacer acto de presencia, para delicia de algunas invitadas. Entrecerré los ojos al contemplar a Oberón, cuya mirada parecía estar escaneando a la multitud allí reunida; mi vello se erizó cuando tropezamos el uno con el otro y como una auténtica cobarde me apresuré a romper el contacto visual, fingiendo dirigir mi vista hacia un punto cualquiera de los jardines.
—Busquemos un lugar en la sombra —les pedí a mis damas de compañía, ignorando el vuelco que había dado mi estómago.
Comprobé la caña de mis botas antes de que Berinde se acercara a mí con una de las túnicas más finas con las que contaba en mi escaso vestuario para situaciones como ésta. Me había despertado más temprano de lo habitual, después de una inquieta noche donde apenas había logrado conciliar el sueño un par de horas a lo sumo; mi doncella no había hecho preguntas cuando había intentado entrar sigilosamente a mis aposentos, descubriéndome en la terraza, disfrutando de la brisa que corría en aquel momento del día y era como una pequeña tregua para las horas que vendrían, llenas de aquel calor pegajoso y casi infernal.
A pesar de mis recelos anteriores, había terminado por encontrar en montar a caballo una salida; una vía de escape cuando sentía que mis responsabilidades, que mi papel dentro de la Corte de Invierno, se tornaban asfixiantes. Con Darragh lejos de la capital y tratando de habituarse a su nueva vida, tomé la costumbre de usar aquel recóndito lugar que me había mostrado en el pasado como refugio.
Lo convertí en mi pequeño lugar secreto, en el rincón donde podía sentarme durante horas mientras la paz del bosque me rodeaba, permitiéndome olvidar por unos instantes quién era. Qué debía representar para mi corte, para mi familia.
Eché un rápido a mi reflejo antes de dirigirme hacia la puerta principal.
—Volveré —me despedí de Berinde, cuya única respuesta fue un simple asentimiento.
Me tomé un segundo en el pasillo para inspirar una bocanada de aire. Apenas había tenido un respiro gracias a la apretada agenda que nos habían reservado los reyes de Verano; ni siquiera había tenido la oportunidad de encontrarme con mis padres más que unos pocos minutos, lo que había sido un pequeño alivio después de que Carys se encargara de informarme de los rumores que corrían sobre los infructuosos intentos de comprometerme.
Opté por apartar esos pensamientos de mi mente y me focalicé en orientarme para llegar hasta las caballerizas: Nicéfora nos había arrastrado a Nyandra, Geleisth y a mí a un intenso recorrido por el interior del palacio con el propósito de distraernos.
Tan ensimismada me encontraba en recordar cada dirección que debía tomar, además de los giros, que no reaccioné a tiempo para evitar la colisión. Mi hombro chocó contra el hombro de un joven que caminaba en sentido opuesto al mío; el golpe me hizo pestañear con una mezcla de confusión y bochorno, pues habría jurado que aquella zona estaba completamente vacía.
El muchacho se llevó una mano a su cabello, de un llamativo color rojo, mientras sus ojos verdes se clavaban en mí con una extraña intensidad, a pesar de la expresión amable en su rostro.
Retrocedí un paso inconscientemente, atrapada en aquellos iris que parecían relucir con demasiada fuerza... con demasiado poder.
—Disculpadme, no os he visto —farfullé a toda prisa.
El desconocido ladeó la cabeza con un ápice de curiosidad.
—Es evidente —dijo y el vello se me erizó ante su tono de voz, ante el timbre casi seductor que creí intuir—. Parecíais demasiado perdida en vuestros pensamientos.
—Disculpadme, milord —repetí por segunda vez.
Una sonrisa torcida apareció en sus labios, como si mi patética disculpa le resultara divertida.
—No es necesario tanta pomposidad y protocolo —me resistí a retroceder otro paso, aturdida por la imponente aura de poder que parecía rodear a aquel muchacho—: no poseo ningún título... Dama de Invierno.
Un extraño presentimiento me embargó al escuchar de sus labios mi propio título. Miré con inusual desconfianza al chico, que continuaba sonriendo y permitiéndome ver los extremos afilados de sus colmillos... dándole un aspecto casi amenazador.
Alcé la barbilla.
—Y tampoco un nombre, al parecer —esgrimí con osadía, intentando enmascarar aquel ramalazo de temor que se había enroscado en la boca de mi estómago.
La sonrisa del desconocido creció de tamaño. Luego se dobló por la cintura en una pronunciada reverencia.
—Los rumores que apuntaban a que teníais una lengua afilada no se equivocaban, Alteza —ronroneó, complacido—. Pero disculpadme ahora a mí, Dama de Invierno: soy Puck.
Fruncí el ceño. Aquel nombre no me resultaba en absoluto familiar pero ¿acaso no acababa de decir que no poseía ni una gota noble, que no tenía título alguno? Quizá pertenecía al servicio de palacio... Pero un simple vistazo a las prendas que vestía hizo que aquella teoría quedara por completo descartada al comprobar los lujosos tejidos con las que estaban confeccionadas.
El silencio se aposentó entre nosotros hasta que Puck dijo:
—No quisiera entreteneros más, Dama de Invierno —su mirada se deslizó por mi cuerpo, contemplando las prendas que llevaba y que se alejaban de los vestidos que había estado utilizando—, y haceros llegar tarde a vuestro destino.
Sin darme opción a réplica, me dedicó otra reverencia y reanudó su camino, dejándome con la sensación de tener mi corazón atrapado dentro de un puño. La tensión que parecía haberse instalado en mis extremidades —y de la que no había sido consciente hasta ahora— se desvaneció cuando el desconocido terminó por desaparecer de mi vista.
Tomé la dirección opuesta a Puck y me alejé a toda prisa, haciendo que mis pasos resonaran en aquel espacio ahora vacío.
Tuve que dar un par de vueltas antes de conseguir llegar a mi objetivo. Me deslicé con sigilo al interior del impresionante edificio que albergaba las caballerizas, siendo recibida por un familiar e inconfundible aroma a heno entremezclado con el almizcle que desprendía el pelaje de los animales; no pude evitar sucumbir a la fascinación que me produjo ver el interior. En el espacio principal de la nave estaban dispuestas varias cuadras cuyos ocupantes asomaban sus poderosas cabezas por encima de las puertas cerradas; recorrí el enorme pasillo central que dividía en dos la planta mientras los mozos se afanaban en limpiar algunos cubículos o cepillaban a algunos de los caballos sin apenas prestar ningún tipo de atención a mi presencia.
Mis pasos me condujeron hacia un discreto corredor que parecía desembocar en otra sala de proporciones similares a la que quedaba a mi espalda. Un extraño silencio me envolvió conforme más cerca estaba del final... descubriéndome otra impresionante planta con menos cubículos y prácticamente desierta, a excepción de una joven que se inclinaba sobre la punta de sus zapatillas para acariciar el hocico de un esplendoroso ejemplar de pelaje blanco que parecía disfrutar de la atención que estaban prodigándole.
El sonido de mis botas contra la piedra del suelo alertó a la muchacha, permitiéndome reconocerla: era la misma chica que había visto la mañana anterior cerca de lady Muirne y la reina de Verano. Su nueva pupila, según Nicéfora, lady Titania.
Los ojos castaños de ella se abrieron de par en par al reconocerme.
—Alteza —su voz hizo eco contra las paredes y los suaves relinchos que procedían de algunos cubículos.
Di un tentativo paso hacia ella, sintiendo un cosquilleo de curiosidad. Nif había comentado que lady Titania era hija de uno de los primos de la reina de Primavera, lo que podía explicar por qué Vanora había aceptado hacerse cargo de ella, tomándola bajo su custodia y convirtiéndola en su pupila. Una posición de honor, sin lugar a dudas, que no estaba al alcance de todo el mundo.
—Lady... —dejé la frase inconclusa a propósito, esperando que se presentara formalmente.
Adivinando mis intenciones, la joven se inclinó en una perfecta reverencia que hizo que su cabello cobrizo se deslizara sobre uno de sus hombros. Sus movimientos eran cuidados y elegantes, producto de una buena educación; además, era bonita y su aspecto cargado de dulzura parecía invitarte a que te acercaras a ella.
No parecía ser ninguna amenaza.
—Lady Titania, Dama de Invierno —se presentó con voz cantarina y sus ojos relucieron—. He sido tomada bajo la protección de la reina de Verano.
Supuse que sus palabras finales no eran más que un sutil y burdo intento de impresionarme, quizá con el propósito de caerme en gracia.
—Lady Titania —repetí.
Ella me dedicó una sonrisa antes de que su mirada se apartara de mi rostro, evaluando mi atuendo, tan distinto al sencillo vestido verde que llevaba. Enarcó una ceja con intriga.
—¿Vais a algún lado? —quiso saber.
—Me gustaría dar un pequeño paseo a caballo por los terrenos del castillo —contesté.
Lady Titania ladeó la cabeza, observándome de pies a cabeza.
—Necesitaréis una montura —elucubró casi para sí misma. Luego desvió la mirada hacia el ejemplar que había a su derecha, a quien había estado acariciando hasta que yo había irrumpido en aquella zona de las caballerizas—. Ella podría ser la opción perfecta.
Alterné la mirada entre la yegua blanca y lady Titania, cuyos ojos castaños no se apartaban de mi rostro con un brillo casi ansioso.
—¿No os importa...?
El repentino aspaviento que hizo con la mano hizo que me interrumpiera a mí misma, pues era una oferta muy amable y desinteresada, en especial si prácticamente acabábamos de conocernos. De nuevo sospeché que aquel gesto no era más que una estrategia para acercarse a mí, un comportamiento al que ya había terminado por acostumbrarme tras continuos intentos de ese mismo tipo.
—¿Necesitáis ayuda para ponerle las bridas y la silla, Dama de Invierno?
—Puedo hacerlo sola —respondí, dirigiéndome hacia el cubículo donde la yegua sacudía su cabeza, resoplando.
Lady Titania se hizo a un lado, permitiéndome que me acercara al animal. Alcé una palma con cautela para que el animal me olfateara, acostumbrándose a mi olor mientras acortaba la distancia entre las dos; al ver que la yegua reaccionaba positivamente a mis movimientos, sin agitarse, terminé de cerrar el espacio que nos separaba. La acaricié en el cuello mientras usaba la mano que tenía libre para abrir el pestillo de las portezuelas bajas y colarme en el interior del habitáculo, junto a ella.
Encontré en una de las paredes unos ganchos de los que colgaban los aparejos. Con un ojo vigilando a la yegua, me acerqué a ellos para tomarlos; aún recordaba el ardor que cubría mis mejillas mientras uno de los mozos se encargaba de enseñarme dónde iba cada elemento, el tiempo que me había llevado aprender y hacerlo sin necesidad de ningún tipo de ayuda.
Apenas fui consciente del símbolo exquisitamente tejido en una de las esquinas de la manta que coloqué sobre el lomo del animal, antes de poner sobre ella la silla, inclinándome para asegurar la cincha contra su vientre.
A mi espalda podía sentir la mirada de lady Titania siguiendo todos y cada uno de mis movimientos. La yegua piafó ante las riendas cuando las tensé, manteniéndolas cortas para guiarla hacia fuera del cubículo.
—Hay una puerta privada —me indicó lady Titania, levantando el brazo para señalármela—. Usadla.
Agradecí su ayuda con un asentimiento de cabeza, tirando de las correas de cuero para que la yegua me siguiera. El sonido de sus cascos chocando contra el suelo parcialmente cubierto de heno era lo único que se oía; una bocanada cálida me recibió en el exterior cuando empujé el panel de madera que lady Titania me había señalado.
Me giré hacia ella, que continuaba detenida tras de mí.
—Disfrutad del paseo, Dama de Invierno.
Sus palabras, en apariencia dulces e inocentes, provocaron que algo se removiera en mi mente.
Fruncí el ceño, pero ignoré aquella absurda advertencia que parecía haberse encendido dentro de mi cabeza y me aferré al pomo de la silla, enganchando el pie de mi bota en el estribo e impulsándome para encaramarme a ella; la yegua se agitó bajo mi peso y yo tensé las riendas antes de golpear con los talones sus flancos, empujándola a que echara a trotar hacia la vasta extensión de terrenos que teníamos frente a nosotras.
Di rienda suelta a mi montura, permitiéndole que fuera ella la que me guiara. Las horas habían seguido transcurriendo mientras cabalgaba, sin importar la dirección que tomara, sin importar los kilómetros que me separaban del castillo, sin importar que pudiera retrasarme; en aquellos instantes lo único que ocupaba mi mente era el mantenerme sobre la silla, con mis muslos apretándose contra las costillas de la yegua y saboreando el viento contra mi cara.
El animal viró cuando alcanzamos la primera línea de árboles del bosque que crecía allí, en las lindes del palacio. Dejé que nos internara en aquel lugar desconocido movida por un extraño impulso; noté un nudo en el estómago al ver cómo la luz del sol quedaba parcialmente eclipsada por el entramado que formaban las ramas y hojas que crecían en las copas más altas.
Al ver que la yegua continuaba avanzando hacia el corazón del bosque, traté de frenarla, dubitativa. No conocía su verdadera extensión, tampoco sabía qué tipo de criaturas lo habitaban; lo que me había parecido al principio una buena idea, empezó a tomar el cariz contrario.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo mientras estudiaba mi entorno, sintiendo el primer ramalazo de temor al no saber a qué distancia me encontraba de la salida. Mi espalda se puso rígida al creer escuchar algo a mi espalda, algo similar a una rama partiéndose.
Traté de hacer que la yegua cambiara de dirección, que diera media vuelta, sin éxito. Sus orejas estaban tiesas, como si ella también hubiera percibido la amenaza que flotaba en el ambiente, escondida en algún punto del bosque que nos rodeaba; sus ollares se hincharon y vi cómo su pupila estaba demasiado dilatada, delatando su inquietud.
Otra rama crujió a nuestra espalda, más alto en esta ocasión.
Apenas tuve tiempo de aferrarme antes de que la yegua arrancara a correr, desbocada. El pánico se extendió por mis venas mientras intentaba mantenerme en la silla, con el viento aullando a mi alrededor mientras atravesábamos hileras e hileras de árboles sin seguir un rumbo fijo.
Mis manos se cerraron alrededor de las crines de la yegua cuando se detuvo en seco, casi lanzándome por encima de su cabeza. En las ramas superiores escuché el molesto graznido de un cuervo, cuyas plumas negras resplandecían bajo los hilos de luz solar que se colaban a través del follaje.
La yegua relinchó con nerviosismo, con la mirada desenfocada por un terror incomprensible. El estómago pareció subírseme a la garganta cuando el animal se encabritó, alzándose sobre sus patas delanteras con un poderoso movimiento y provocando que resbalara de la silla, cayendo.
Mi tobillo aulló de dolor cuando se quedó atascado en el estribo, mandándome un relámpago de agonía que me ascendió por la pantorrilla hasta el muslo.
El aire se escapó de mis pulmones ante el impacto de mi espalda contra el suelo, seguida de una náusea que trepó por mi garganta.
Mi visión periférica se llenó de pequeños puntitos negros mientras intentaba dar una bocanada de aire; luché contra las ganas de vomitar a causa del duro impacto...
Luché por no perder el conocimiento, temiendo no ser capaz de volver a abrir los ojos.
* * *
A VER A VER A VER A VER POR DÓNDE EMPEZAMOS
¿Qué tal por la nostalgia que nos ha despertado la PRIMERA (y no última) aparición de nuestro pelirrojo (no muy) favorito? Puck, pequeño cuervo, jamás olvidaremos tu último momento en L4C, pero sigues estando igual que entonces... igual de obcecado en tus planes, quiero decir...
O... ¿por qué no comentamos mejor el primer encuentro Titania-Mab? (El de la Corte de Otoño no cuenta, fue un guiño a su futuro papel je) La joven lady Titania parece tener claro un objetivo, quizá susurrado por cierto cuervillo cotilla con aires de oráculo, y nuestra Mab ha pecado de ingenua. Ya veremos cómo se desarrollan las cosas entre ambas (pista: si pensáis que mal, estáis en lo cierto, pero no sabéis hasta qué punto)
Claro que me he dejado lo mejor para el final, jeje... ¿No os da cierta semejanza a cierta princesa disfrazada que decide tomar una montura que no es suya? Bueno, pues alguien tiene que salvar a nuestra Dama de Invierno antes de que las cosas se pongan feas, feas... ¿Adivinamos quién puede ser?
¿Y qué puede haber asustado tanto a la montura de la princesa que ha terminado encabritándose de ese modo?
¡Nos vemos en el próximo cap, con el regreso de cierto CdV!
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