| ❄ | Capítulo treinta y cuatro
Mis dedos se cerraron con firmeza sobre el forro de mi capa, asegurándose de que no se abría. El mal tiempo aún coronaba los cielos de Oryth pero, al menos, las duras tormentas de nieve habían dado paso a ligeras lluvias... como la de aquella mañana. Quizá por eso había pedido a mis doncellas que me prepararan con uno de mis vestidos más pesados antes de aventurarme al exterior, agradeciendo la fría bofetada de aire que me golpeó en la cara cuando atravesé las puertas que conducían a los jardines traseros, ante la muda sorpresa de algunos sirvientes.
El castillo había empezado a asfixiarme. Sus paredes de piedra me habían recordado a las de una prisión, una lujosa celda que me mantenía convenientemente atrapada entre ellas; mi humor había ido menguando exponencialmente hasta el punto de que había comenzado a rehuir a todo el mundo... En especial a mis damas de compañía.
Mi promesa hacia Nicéfora estaba convirtiéndose en un peso dentro de mi pecho. La culpa por haber apartado de ese modo a Darragh de mi lado, sin tan siquiera brindarle una explicación, me perseguía por mucho que intentara dejarla atrás; por mucho de que intentara convencerme de que estaba haciendo lo correcto.
La seguridad que mostré aquel día, cuando escogí mi amistad con Nicéfora por encima de Darragh, estaba desvaneciéndose... levantando en su lugar un enjambre de dudas que no dudaban en arponearme, sin piedad. ¿Había tomado la decisión correcta? ¿Debería haberme impuesto a Nicéfora?
Habían pasado varias semanas y la presencia del joven lord era inexistente, prácticamente. El temor que me embargaba cuando seguía a mis damas de compañía por el interior del pasillo ante un posible encuentro había sido un compañero constante en aquellos días pasados; luego comprendí que mi miedo parecía ser infundado, pues Darragh parecía haber desaparecido... o haber optado por no poner un solo pie allí, creyendo que ya no era bien recibido.
La fría lluvia me golpeó al abandonar la seguridad del portón, pero no le di mayor importancia. La corte se encontraba refugiada en los salones habilitados dentro de palacio o disfrutando de largas caminatas por los pasillos, limitándose a contemplar las gotas caer a través de los ventanales; nadie se había atrevido a salir a los jardines traseros, lo que convertía aquel lugar en un rincón idóneo donde poder coger perspectiva.
Donde poder pensar.
El sonido de la gravilla bajo mis botas me acompañó mientras dejaba que el instinto me guiara, sin establecer un rumbo fijo mientras vagaba por allí. Atisbé los rosales negros que dibujaban un laberinto a la altura de la cintura a unos metros; mis pasos parecieron conducirme hacia ellos, con la lluvia cayendo a mi alrededor, empapándome la capa.
Me detuve frente a la primera línea que conformaban, ignorando cómo el agua calaba lentamente el tejido.... mi propio rostro. No moví ni un solo músculo, dejando que la tranquilidad y el silencio me envolviera como una burbuja protectora.
Aunque no por mucho tiempo.
La calma que podría haber encontrado allí se esfumó cuando oí otro par de pasos moviéndose cerca de donde estaba detenida. Fingí no ser consciente de ellos, concentrada en el rosal que crecía frente a mí, creyendo que se trataría de alguien siguiendo su propio camino.
No tuve tanta suerte.
—Mab.
Cerré los ojos, maldiciendo para mis adentros. Era como si mis más vergonzosos anhelos y retorcidos deseos, esos que había intentado ahogar una y otra vez mientras la culpa por la traición se enroscaba alrededor de mi garganta, apretándola con fuerza, lo hubieran materializado allí, a mi espalda.
Recé para que fuera un error. Un producto de mi desesperada imaginación.
—Mab, por favor.
Un escalofrío recorrió mi espalda al escuchar el tono de súplica en su voz, al oír cómo pronunciaba mi nombre.
Giré sobre la punta de mis botas, notando un certero golpe en el pecho al contemplarle: al contrario que yo, se había arriesgado a salir sin capa. El cabello castaño estaba húmedo a causa de la llovizna que caía a nuestro alrededor y algunos mechones se le pegaban a las sienes; sus ojos grises me contemplaban fijamente, permitiéndome ser testigo de la sombra de pesar que había en ellos.
La promesa que le hice a Nicéfora se repitió en mis oídos y mi traicionero corazón aceleró su ritmo al ver cómo el chico daba un paso hacia mí, tanteándome con la mirada. Evaluando si el acercarse me haría huir.
El pequeño hilo que nos había unido —y que todavía lo hacía— parecía más tenso que nunca, a punto de quebrarse.
—Darragh —su nombre raspó mi garganta—, no puedo... No pueden...
Desvié mi mirada hacia el castillo, temiendo los ojos que pudieran ocultarse tras las ventanas empañadas. Aquella mañana me había excusado ante mis damas de compañía, alegando un dolor de cabeza inexistente para poder salir allí sin su habitual presencia, buscando un breve remanso de paz que me permitiera ordenar mis pensamientos... que me permitiera encontrar una tregua, por pequeña que fuera, contra la batalla que llevaba teniendo lugar dentro de mi cabeza desde el día en que prometí a Nicéfora que la escogía a ella.
Y con Darragh en los jardines...
—Unos minutos —me pidió—. Sólo necesito unos minutos.
El aire se quedó atrapado en mis pulmones ante su sencilla petición, ante el tono inseguro y casi vacilante que había empleado. Seguramente querría saber qué había sucedido, cómo era posible que, de la noche a la mañana, hubiera decidido cortar cualquier tipo de comunicación con él; cedí a la vocecilla que susurró en mis oídos que los elementos habían sido benevolentes conmigo, que aquel encuentro era el broche perfecto para poder explicarme. Para alejar la culpa asfixiante de aquellas últimas semanas y cerrar el círculo.
Una oportunidad para justificarme.
—Unos minutos —concedí, sintiendo la voz pastosa.
Me quedé inmóvil cuando Darragh cruzó la poca distancia que existía entre ambos y tomó mi brazo derecho, alzándolo lo suficiente para dejar al descubierto la cara interior de mi muñeca. A pesar de la agitación que ese gesto produjo a mi inestable pulso, no apartamos la mirada el uno del otro mientras él se inclinaba ante mí, depositando un beso en el mismo punto en que lo había hecho aquel día, en el claro que me había mostrado.
—Tienes que tener cuidado con ella.
Pestañeé de incomprensión al escuchar sus extrañas palabras, el mensaje que pretendía transmitirme con ellas y que había roto la débil atmósfera que había empezado a rodearnos. ¿De quién estaba hablando? ¿Contra quién estaba intentando prevenirme? Sus dedos, que aún rodeaban mi muñeca, se estrecharon contra la carne con cierta urgencia; un nuevo mensaje que no sabía cómo interpretar.
—Sé que ella está detrás de esta... de la decisión de apartarte de mi lado —continuó precipitadamente, sabedor de que tenía un tiempo limitado—. Soy consciente de que nunca he terminado de gustarle por algún motivo... y ha hecho todo lo que estaba en su mano para conseguir su propósito, para salirse con la suya.
El aire se escapó de entre mis labios en rápidas bocanadas, sintiéndome estúpida por no haberlo adivinado antes.
—Darragh, ¿qué...?
La mirada de mi amigo se tornó desgarradora y algo dentro de mi pecho se retorció al observarle.
—Mab, ella...
—¡Alejaos de la Dama de Invierno, lord Darragh! —la afilada voz de Nicéfora cortó el ambiente en dos, sobresaltándonos a ambos.
Giré a tiempo para ver cómo mi amiga cruzaba los jardines con las faldas de la capa y del vestido revoloteando entre sus piernas; su fría mirada cargada de ira clavada en mi acompañante. Aturdida por su repentina interrupción, no fui capaz de reaccionar hasta que fue demasiado tarde.
—He dicho que la soltéis de inmediato —reclamó, aferrándome del brazo con repentina brusquedad—. No me obliguéis a gritar y a llamar la atención de los guardias.
La mirada gris de Darragh pareció volverse de acero al oír la amenaza velada. Sus dedos me soltaron con cuidado y luego retrocedió un paso, manteniendo las distancias, pero sin perder de vista a mi dama de compañía. La tensión se extendió en el espacio que los separaba mientras se sostenían la mirada en uno al otro como dos guivernos a punto de atacar.
Las advertencias que antes me había hecho resonaron en mis oídos, atravesando el pesado silencio que nos rodeaba a los tres. Empujando mi mirada hacia Nicéfora, cuya expresión era iracunda y sus ojos resplandecían como el día de mi salida con Darragh: fríos. Sin un ápice de compasión. Mortíferos.
El estómago se me encogió cuando estableció contacto visual conmigo, sin que esa rabia que latía en sus iris de color azul disminuyera ni un ápice: ella creía que ese encuentro entre ambos había sido preparado, no producto de una simple casualidad... al menos por mi parte.
Nicéfora creía que había roto mi promesa.
Y en cierto modo lo había hecho, al concederle a Darragh esos minutos que nos habían condenado a los dos.
—Por favor, Nicéfora —traté de mediar, de hacerle entender—. Esto...
Los labios de mi dama de compañía se fruncieron, sin querer escuchar. Apartó la mirada para clavarla de nuevo en el lord, que no había dejado de observarla en ningún momento con la misma animadversión que ella.
—No volváis a acercaros a ella, lord Darragh —le advirtió con un tono que nunca antes había usado.
El hijo de lord Dannan entrecerró los ojos, consciente de la amenaza que recubría cada una de sus palabras. Traté de encontrar el modo de rebajar aquella tensión, de intentar limar las afiladas aristas que parecían existir entre los dos, pero Nicéfora tiró de mí con firmeza, dando por zanjada la conversación.
Un jadeo aturdido se me escapó al intentar seguirle el ritmo sin tropezar con mis propias faldas mientras nos alejábamos en dirección al castillo.
—¡Sé lo que habéis hecho, lady Nicéfora! —el rabioso grito de Darragh resonó a nuestras espaldas mientras que mi amiga tiraba para que acelerara el paso—. ¡No tengo pruebas pero sé que estáis detrás de todo esto! ¡Sé que sois responsable...!
Miré a mi dama de compañía y vi cómo la línea de su mandíbula se tensaba ante las acusaciones que Darragh había proferido y que aún parecían resonar a nuestras espaldas a través de la lluvia que continuaba cayendo.
—¿De qué está hablando, Nif? —le pregunté entre jadeos.
Sus ojos azules se desviaron hacia mi rostro, aún cargados de esa fría ira con la que había contemplado segundos antes al joven lord. Una mirada que parecía pertenecer a una desconocida.
—No lo sé —respondió y, por primera vez, dudé de su palabra—. Pero la reina quiere verte. De inmediato.
Nicéfora me ayudó a que me deshiciera de la capa mojada con movimientos precisos y secos antes de lanzársela a un aturdido sirviente y guiarme hacia el salón donde mi madre aguardaba nuestra llegada. Ignoré el bajo empapado de mi vestido y corregí mi postura conforme la distancia hacia nuestro destino se desvanecía; me obligué a relegar a un segundo plano las imágenes de lo sucedido en los jardines. El cruce de acusaciones y amenazas que se habían lanzado Darragh y Nicéfora.
Aunque aún siguiera escuchando el eco de su voz en mis oídos, en bucle.
Observé en silencio a mi mejor amiga mientras ella encabezaba la marcha, con la vista clavada al frente. El joven lord había tratado de advertirme sobre Nif, pero su inesperada aparición había provocado que todo se quedara en el aire, que Darragh no pudiera continuar con aquello que tan importante le resultaba compartir conmigo respecto de mi dama de compañía.
Nicéfora no me guardaba ningún secreto tras lo sucedido con lord Alister, tras prometernos que seríamos siempre sinceras la una con la otra.
Mi mejor amiga no estaba ocultándome nada... ¿Verdad?
—¿Tienes idea de por qué mi madre ha requerido mi presencia? —conseguí preguntarle, buscando romper el silencio que nos acompañaba.
No me atreví a mencionar a lord Darragh o los jardines. No era el lugar adecuado para explicarle que todo había sido producto de una casualidad, que yo no había buscado al joven y no había propiciado aquella reunión; una vocecilla insidiosa se coló dentro de mi cabeza, preguntándome por qué debería justificarme ante ella: era la Dama de Invierno. Era la futura reina de la Corte de Invierno. No estaba bajo el control de nadie.
Mi vida —mis decisiones— únicamente me competían a mí.
—No lo sé, Mab —contestó y sufrí un leve déjà vu al oírla—. Yo solamente sigo órdenes.
Guardé silencio el resto del trayecto y procuré que mi máscara de princesa estuviera colocada en su lugar al detenernos frente a las puertas de madera que nos conducirían al encuentro de la reina. Nicéfora golpeó una de las hojas con contundencia, anunciando nuestra llegada; un joven sirviente abrió un resquicio y, al reconocernos al otro lado, se apresuró a cedernos el paso.
El corazón pareció detenérseme dentro del pecho cuando descubrí a los padres de Mirvelle esperándonos junto a la reina. Lady Arynna sonreía con amabilidad, provocando con ese gesto que pudiera apreciarse con mayor facilidad lo similar que era a su hija, con aquel cabello oscuro recogido holgadamente sobre su nuca, dejando que algunos mechones enmarcaran su rostro puntiagudo; lord Verver, por el contrario, tenía una expresión circunspecta y una postura rígida contra el respaldo de su asiento.
Durante unos segundos temí titubear, pues sabía lo que significaba que ellos estuvieran allí.
—Mab —dijo mi madre.
Me incliné ante su presencia, bajando la mirada al suelo mientras notaba una bola de nervios agitándose en la boca de mi estómago: el tiempo se había agotado y el destino de mi dama de compañía había sido sellado.
Un regusto amargo inundó mi boca al comprender que el compromiso estaba cerrado y que mi madre había dado su beneplácito para que siguiera adelante, condenando a Mirvelle a un hombre que la quebraría.
—Supongo que habrás podido adivinar por qué te he mandado llamar...
Alcé la cabeza y dirigí mi mirada hacia los padres de Mirvelle, rezando a los elementos para que mi cuidada fachada no me fallara en aquel instante.
—Mirvelle pronto abandonará su cargo como dama de compañía —prosiguió mi madre, empleando su tono de reina de la Corte de Invierno—. Lord Verver nos ha informado de su futuro compromiso.
No pude evitar pensar en Mirvelle... y en cómo ese monstruo a la que habían entregado, de la que yo no había podido salvarla, le arrebataría la alegría que siempre la había acompañado. Lord Severin la convertiría en una cáscara vacía de sí misma.
Clavé mi mirada en lord Verver.
—Permitidme daros la enhorabuena, milord —me costó pronunciar aquellas palabras, sabiendo que no era lo que deseaba decir en realidad.
—Sois muy amable, Dama de Invierno —respondió lord Verver con diplomacia, incapaz de ocultar su orgullo por la noticia.
No en vano el hombre que había elegido para su hija pertenecía a una familia bien posicionada que le ayudaría a ganar algo más de poder gracias a los contactos que poseía.
—No obstante —vi cómo mi madre entrecerraba los ojos con un ápice de sospecha cuando continué hablando—, sabéis cuánto valoro a vuestra hija y el impecable servicio que ha tenido estos años hacia mí... Convirtiéndose en una amiga —los ojos del lord resplandecieron de satisfacción ante los halagos que había dirigido a Mirvelle—. Me rompería el corazón que la apartarais de mi lado.
Lady Arynna ladeó la cabeza, dedicándome una sonrisa maternal.
—Permitid que siga desempeñando su función como dama de compañía —les pedí, esperando que ninguno fuera consciente del leve deje de súplica que se coló en mi voz. Mi desesperado intento para mantenerla conmigo, al menos un poco más; intentando comprarle un poco más de tiempo mientras pensaba en cómo romper ese compromiso de una vez por todas.
—Nada nos gustaría más, Alteza —en aquella ocasión fue lady Arynna quien me contestó, en tono dulce—, pero creemos que ha llegado el momento de que Mirvelle forme su propia familia, que haga su propia vida y eso implica dejar su posición como vuestra dama de compañía.
—Una vez se haga oficial el compromiso —tomó el relevo lord Verver— queremos que se instale en una de nuestras propiedades junto con su futuro marido.
Separé los labios, preparada para replicar, pero mi madre se puso en pie, dirigiéndome una mirada de advertencia, como si hubiera leído mis pensamientos... o hubiera adivinado qué era lo que estaba tramando.
—Nos haría muy feliz que el anuncio se hiciera aquí, en palacio —intervino, con una sonrisa comedida.
La mirada de lady Arynna resplandeció de emoción por la generosa oferta que la reina estaba extendiéndoles, demostrando lo fuertes que eran los lazos que nos unían a Mirvelle y a mí. No todo el mundo podía contar con el favor de mi madre y el hecho de que ella hubiera ofrecido nuestro hogar para albergar aquella celebración era un honor al que muy pocos podían aspirar.
—Majestad, los elementos bendijeron esta corte con una reina tan generosa como lo sois vos —aceptó lord Verver con humildad.
Todo estaba mal. Todo estaba horriblemente mal y no tenía modo de arreglarlo: mi patético intento de mantener a Mirvelle un poco más de tiempo a mi lado, brindándome una prórroga en la que conseguir una estrategia mucho más efectiva para liberarla de su compromiso, no había funcionado; la decisión estaba tomada y un par de semanas después de que se hiciera el compromiso oficial frente a la corte y sus reyes, Mirvelle y su prometido se trasladarían a una de las propiedades de lord Verver para que el futuro matrimonio se conociera mejor.
Eso era lo que mi dama de compañía nos había contado a todas la mañana siguiente al encuentro que se había producido entre sus padres y la reina, después de obtener su permiso. Incluso nos informó que el anuncio se haría dentro de una semana, allí mismo. La culpa y la vergüenza por haberle fallado de ese modo empujaron mis hombros y me obligaron a bajar la mirada cuando sus ojos buscaron los míos al terminar de comunicarnos las buenas nuevas sobre su futuro.
Tras aquel fracaso absoluto frente a lord Verver y lady Arynna, había optado por recluirme en mi dormitorio y fingir que mi dolor de cabeza continuaba martilleándome hasta el punto de no querer recibir ni una sola visita. Abandoné el salón y ni siquiera esperé a Nicéfora, pues no estaba segura de poder conducir la situación sin perder el control y arriesgarme a decir algo de lo que más tarde me arrepentiría.
No dejé de reproducir en bucle dentro de mi cabeza lo sucedido en los jardines, las advertencias que Darragh había tratado de hacerme sobre Nicéfora y las dudas que me habían embargado cuando le pregunté a mi amiga si sabía a lo que estaba refiriéndose el hijo de lord Dannan.
Nif tuvo el buen sentido de guardar las distancias conmigo, optando por no acudir a mis aposentos, exigiendo saber qué había sucedido; yo tampoco la busqué para ofrecerle ninguna.
Y aquella mañana, cuando había recibido una tímida nota por parte de Mirvelle, pidiéndome que acudiera a su dormitorio... Por unos segundos había valorado la idea de fingir que aún seguía indispuesta, de aferrarme a la opción cobarde y no afrontar los errores que me habían conducido al fracaso de fallarle a mi dama de compañía, incumpliendo la promesa que le hice.
Geleisth y Nyandra se habían tomado aquel torbellino de noticias con un estallido de buenos deseos, gritos de emoción y abrazos de felicidad hacia la futura prometida, incluso Nicéfora había reaccionado de igual modo que mis otras dos damas de compañía, aunque con menos entusiasmo.
Cuando llegó mi turno, esbocé una forzada media sonrisa y abracé a Mirvelle frente al resto de mi camarilla. En ese instante quise decir algo, disculparme... pero no logré encontrar mi voz, no conseguí encontrar las palabras adecuadas para aliviar el dolor que se escondía en el fondo de la mirada de mi dama de compañía.
—Una semana no es tiempo suficiente para que te confeccionen un vestido nuevo —la voz de Geleisth se coló en mis pensamientos, recordándome que aún seguíamos en los aposentos de Mirvelle, elucubrando sobre su futuro compromiso.
Nyandra dio un botecito en su asiento, con los ojos chispeando de la emoción que le producía el anuncio... y todo lo que vendría antes de la ceremonia frente a la corte
—Pero sí podrían modificar uno de los viejos —opinó, dirigiendo su mirada hacia los armarios donde Mirvelle guardaba su ropa.
Mi dama de compañía se limitó a esbozar una media sonrisa que en nada la comprometía, apenas había mediado palabra desde que nos recibiera en sus aposentos con el propósito de hacernos partícipes de los cambios que habían llegado a su vida; Geleisth y Nyandra, animadas por aquel nuevo tema de conversación, empezaron a discutir sobre cuál de todos con los que contaba nuestra amiga debía ser el elegido.
—Mab —Nicéfora llamó mi atención desde su asiento, con sus ojos azules observándome con seriedad, lejos de la inconfundible alegría que iluminaba la mirada de mis otras dos damas de compañía—, tengo un vestido en mis aposentos que creo que sería idóneo para que Mirvelle lo usara.
Entendí lo que escondía su generoso ofrecimiento hacia nuestra amiga: quería hablar conmigo, preferiblemente a solas. Había respetado mi huida ayer, dándome una pequeña tregua, pero había llegado el momento de tener esa conversación; un nuevo ramalazo de rebelión me sacudió de pies a cabeza y la misma vocecilla que había susurrado en mi oído lo hizo otra vez. Recordándome quién era yo...
Y quién era Nicéfora.
—Te acompaño —respondí, esbozando una amable sonrisa fingida.
Ninguna de las otras tres pareció sospechar nada, tampoco fueron conscientes de la tensión que rodeaba cada uno de nuestros movimientos. Nicéfora aguardó hasta que me situé a su lado para entrelazar su brazo con el mío; la vi ladear el rostro hacia Mirvelle y guiñarle pícaramente un ojo, prometiéndole que estaría precioso con los ajustes necesarios.
Una vez llegamos al pasillo, la expresión de Nif mudó a una mucho menos alegre y su mirada me taladró de un modo que nunca antes había visto, de un modo que me hizo preguntarme si las advertencias de Darragh no habrían sido un preludio de lo que me esperaba respecto a ella.
—Me lo prometiste —me reclamó Nicéfora.
Haciendo gala de su carácter directo, no había decidido perder nuestro tiempo con palabras vacías y sin sentido. Agradecí que hubiera optado por encarar el asunto de frente, sin hacernos perder a ninguna de las dos un solo segundo.
Traté de devolverle la mirada con la misma intensidad, con la misma rabia que latía bajo la superficie de sus iris de color azul.
—Y cumplí mi promesa, Nif —repliqué, notando la garganta repentinamente seca—: yo no busqué ese encuentro. Yo no le pedí que nos viéramos.
Las dudas asomaron un breve instante en su mirada ante mi defensa, pero en un pestañeo fueron ahogadas y erradicadas... Aunque no lo suficiente rápido, pues lo había visto: Nif no me había creído. No del todo.
Un ramalazo de rabia me atravesó el cuerpo ante su inesperada reticencia: yo nunca había puesto en duda sus palabras, siempre había confiado en ella... Incluso cuando lord Alister no fue lo suficientemente hombre para enfrentar sus propios actos, comportándose como un maldito cobarde y dejándola sola.
Intenté desembarazarme de su contacto, de poner distancia entre las dos después de aquella dolorosa revelación sobre la que consideraba mi mejor amiga. Mi confidente. Una parte de mí.
—No me crees —escupí con resentimiento.
Nicéfora sacudió la cabeza, casi con arrepentimiento, antes de dirigirme una mirada llena de condescendencia.
—Mab —rebajó su tono de voz, suavizándolo como si estuviera hablando con una niña pequeña—, no me importa si fuiste tú o fue lord Darragh... Lo único que quiero es protegerte porque, al igual que yo, no eres capaz de ver la realidad. Y ese chico está aprovechándose de ello.
Mi enfado no hizo más que aumentar al ver que Nicéfora continuaba estando cegada al respecto, que la herida de lord Alister nunca había llegado a sanar del todo y ese daño que le había causado ese malnacido era lo que había empujado a mi amiga a comportarse de ese modo. A creer que estaba salvándome de cometer sus mismos errores.
—Nif —empujé la bola de rabia que ascendía por mi garganta, intenté que la voz no me temblara y que ella lo comprendiera de una vez por todas—. Nif, entiendo que quieras... que quieras evitar que pueda cometer... cometer ese error, pero Darragh... Nuestro vínculo... nuestro vínculo no es así.
Se me erizó el vello al pensar en sus labios sobre la piel de mi muñeca, en cómo mi corazón había dado un vuelco ante ese inocente contacto. Darragh nunca había cruzado ningún límite, siempre había guardado las distancias.
Nicéfora volvió a sacudir la cabeza, sin querer escucharme. Sin querer entender.
—Ese falso aire de inocencia es su mejor arma, Mab —me contradijo, hablando con sus dientes apretados—. Y es evidente que está consiguiendo atraparte entre sus garras.
Las advertencias de Darragh sobre Nicéfora se repitieron en mis oídos, provocando que el prisma con el que miraba a mi mejor amiga cambiara ligeramente. ¿Mi promesa hacia ella habría sido suficiente desde el primer momento... o ella habría decidido actuar a mis espaldas, asegurándose de que cumpliera con mi palabra? ¿Habría estado moviéndose en secreto para que mi promesa prevaleciera?
—Nicéfora, quiero que me digas la verdad —liberé mi brazo del suyo y me moví hasta quedamos la una enfrente de la otra. Mi dama de compañía frunció el ceño, a la espera de que siguiera hablando—. Quiero que me asegures de que no has hecho nada contra Darragh.
Una expresión de absoluta conmoción y un ápice de decepción se abrió paso en su rostro al entender qué necesitaba saber.
—Mab...
La tomé por las muñecas, de igual modo que había hecho Darragh conmigo la mañana anterior, con actitud suplicante.
—Me dijo que habías intentado separarnos —le confesé y su mirada se oscureció, la línea de su mandíbula se le tensó—. Y no puedo olvidar lo que dijo mientras nos marchábamos...
Nicéfora se inclinó hacia mí como un animal a punto de lanzar una dentellada.
—¿Vas a creerle? —me preguntó con un deje de incredulidad, mirándome como si fuera una completa desconocida—. ¿Vas a anteponer sus mentiras y burdos intentos de manipulación a nuestros años de amistad? Eres ciega si no ves que está tan celoso de que le hayas dejado de lado que hará lo que haga falta por recuperarte. La antigua Mab no hubiera dudado de mi palabra, la antigua Mab me conocía lo suficiente...
Sus dardos dieron en la diana, haciendo que la culpa empezara a fluir hasta enroscarse en mi garganta. Me encogí sobre mí misma, soltándola y retrocediendo un paso a causa de la efectividad de sus acusaciones.
Nif se enderezó y me dedicó una mirada cargada de lástima, haciéndome sentir diminuta frente a ella.
—Lord Darragh no es la persona que crees, Mab —sus palabras fueron demoledoras que no supe qué decir—. Y no tardarás mucho en descubrirlo.
Mirvelle resplandecía en aquel vestido granate, el que Nicéfora había elegido para ella. Nyandra, Geleisth y la propia Nicéfora contemplaban a nuestra amiga con expresiones de absoluto deleite; tras una semana de frenético caos dentro de palacio, ultimando los detalles para el anuncio oficial, la noche elegida había llegado.
Mirvelle apenas había tenido tiempo para nosotras, pues lady Arynna quería que su hija estuviera presente en cada decisión que debía tomarse, no en vano iba a ser su propia fiesta, por lo que la había arrastrado a una larga serie de encuentros para planificar hasta el más mínimo detalle; el resto de mis damas de compañía también había querido aportar su pequeño granito de arena, participando en algunos preparativos.
Y yo había preferido mantenerme al margen, alegando unas responsabilidades inexistentes. Comportándome como una cobarde.
Mi encontronazo con Nicéfora, la distancia que de nuevo parecía separarnos... No había podido quitarme de encima la sensación de culpa, el amargo sabor a traición que arrastraba desde que mi amiga se despidiera de mí con aquel devastador mensaje que había estado persiguiéndome durante toda la semana. ¿Acaso me había precipitado al valorar las insinuaciones de Darragh? La relación que me unía a Nif era mucho más antigua frente a la que pudiera haberme unido a él, y Nicéfora había tenido razón al decir lo decepcionada que estaba al creer que me había posicionado del lado del joven lord, a pesar de los años de amistad que compartíamos.
—Estás preciosa, Mirvelle —dije, sintiendo un nudo en la garganta.
Todas nos habíamos reunido de nuevo en el dormitorio de mi dama de compañía antes de que lord Verver y su esposa acudieran hasta allí para escoltar a su hija hasta el salón donde gran parte de los invitados ya estarían reunidos, a la espera de que se hiciera el anuncio y el alcohol corriera de copa en copa para celebrar la futura unión... y posiblemente para encontrar otras.
Los ojos oscuros de Mirvelle se clavaron en mí con un brillo apagado. Durante aquella semana que había transcurrido, después de que el tiempo se hubiera agotado, la había visto ocultarse tras una máscara de fingida alegría mientras convencía a todo el mundo de lo feliz que se encontraba por el compromiso. Pero yo sabía lo que ocultaba debajo, lo que no había sido capaz de impedir.
«Lo siento —habrían sido las palabras adecuadas—. Lamento no haber podido salvarte.»
Nyandra y Geleisth corearon mi halago, añadiendo lo resplandeciente que estaba... Lo afortunado que era su prometido. Nicéfora permanecía a un lado, extrañamente en silencio; nuestras miradas no se habían cruzado ni una sola vez desde que hubiera llegado, y tampoco se había dirigido a mí en el tiempo que estábamos allí.
Ella también estaba preciosa con su discreto vestido añil, que parecía resaltar el color de sus ojos; el pelo le caía suelto sobre su espalda, con cintas celestes entrelazadas en algunos de sus mechones como único detalle.
No me atreví a decir nada más, limitándome a dejar que Nyandra y Geleisth continuaran halagando a Mirvelle, intentando levantar su ánimo hasta que sus padres anunciaron su presencia, incapaces de ocultar su propia emoción.
Con la llegada de lord Verver y lady Arynna nos tocó el turno de abandonar el dormitorio. Ninguno de ellos había dejado que la sonrisa que iluminaba sus rostros se extinguiera, orgullosos por el compromiso; mientras desfilábamos hacia la puerta pude ver cómo lord Verver apoyaba una de sus manos en el hombro de Mirvelle y ella bajaba la cabeza, sumisa.
Luego la puerta se cerró, dejando al otro lado a la familia, y Nyandra suspiró ensoñadoramente, uniendo sus palmas y presionándolas contra su pecho con aire dramático.
—Debo reconocer que Mirvelle ha despertado un poco de mi envidia —nos confesó, torciendo los labios en un mohín—: es la primera en comprometerse, en dar un paso hacia su futuro.
Geleisth enarcó una ceja y yo contuve una mueca; Nicéfora caminaba a mi espalda, todavía sumida en su extraño silencio.
—¿Eso quiere decir que estás preparada para seguir ese mismo camino? —preguntó Geleisth con su familiar tono dulce e inocente.
—Mis hermanas fueron comprometidas cuando cumplieron los diecisiete años —reflexionó Nyandra, acariciando un mechón de su cabello de color del trigo—. Aún me quedan tres años hasta que mi padre empiece a buscarme un pretendiente adecuado.
El estómago se me revolvió al pensar en mi futuro compromiso. Aún recordaba la amenaza velada de Airgetlam, el chantaje al que me había sometido para que el secreto de Nicéfora no saliera a la luz; aquel día no le di la respuesta que deseaba escuchar, simplemente me alejé de él y procuré ignorar su presencia, como si eso fuera suficiente para hacerle olvidar su promesa. Como si aquello pudiera frenarle, de algún modo.
Mi madre había optado por brindarme un leve descanso tras el fracaso de lord Alister, pero sabía que no había cejado en su empeño de encontrar otros potenciales candidatos. A mis quince años, muchas jóvenes de la corte habían sido prometidas y entregadas para convertirse en futuras esposas; mis padres habían decidido llevar ese asunto con calma y cautela, pensando ya no solamente en mi bienestar... sino en el bienestar de la Corte de Invierno.
—Quizá el próximo año puedas hacerle saber a tu padre que estás lista para el compromiso —trató de consolarla Geleisth, tomando su mano y estrechándola con una sonrisa amable.
Mordí mis labios y aceleré el paso de manera inconsciente, escapando de aquellas palabras. De lo que provocaban en mi interior: esa mezcla de angustia y temor de no saber cuál sería mi futuro.
El aire se me escapó en un suspiro involuntario cuando atravesamos el umbral del salón que mi madre había cedido expresamente para el anuncio de Mirvelle: multitud de guirnaldas de colores serpenteaban entre las columnas; habían colocado algunas mesas repletas de comida pegadas a la pared y habían limpiado a fondo algunos de los tapices que decoraban las paredes de piedra, que representaban algunos pasajes de mis antepasados. Los invitados se congregaban en pequeños grupos, intentando distraerse hasta la llegada de los protagonistas de la noche, lanzando sus predicciones al aire. Mis ojos recorrieron a la muchedumbre, buscando a los reyes. Nada más atisbar a mis padres entre la masa de cortesanos me disculpé con mis damas de compañía y me sumergí en la marea humana hasta llegar a ellos.
Un jadeo de horror brotó de mis labios al descubrir a lord Airdelam junto a mi padre; su hijo estaba a su lado, escuchando atentamente lo que fuera que estuvieran hablando. Una sensación helada se extendió por mi cuerpo al ver a Airgetlam de nuevo en la capital; nuestro último encuentro había sido en aquel desayuno donde su padre fue invitado expresamente por el rey para celebrar lo bien que había salido el encuentro con lord Tynell, después del regreso del emisario de la Corte de Otoño a su hogar.
Había escuchado que lord Airdelam había enviado a su heredero a comprobar algunos asuntos en sus tierras, tan lejanas de la capital. Pero no había oído ningún rumor sobre su regreso.
La mirada de Airgetlam no tardó mucho en desviarse hacia donde estaba paralizada, como si hubiera notado mi presencia. En sus ojos verdes relampagueó una retorcida satisfacción por verme, y sus labios pronto se curvaron en una media sonrisa cargada de promesas no muy agradables; me armé de valor para cruzar la poca distancia que me separaba del extraño grupo que conformaban. Paso a paso, la Dama de Invierno ocupó mi lugar y adoptó una fría máscara de indiferencia, escondiendo mis sentimientos de la afilada vista de Airgetlam.
Mi padre me dedicó una sonrisa al verme abrirme paso entre la multitud y lord Airdelam inclinó la cabeza en mi dirección cuando me detuve al lado de mi madre, regia en su elegante vestido de color gris oscuro.
—Alteza.
—Lord Airdelam —le devolví el saludo y luego lancé una mirada fría a Airgetlam, cuya sonrisa creció de tamaño—. Lord Airgetlam.
Lo único que recibí por su parte fue un leve asentimiento.
—Tal y como os estaba diciendo, Majestad —el padre de Airgetlam retomó la conversación que mi llegada había interrumpido—, esta unión es beneficiosa para ambas partes y así se lo hice saber a...
Un molesto pitido se instaló en mis oídos cuando, a través de la multitud, me topé con el inconfundible rostro de lord Dannan. El heredero de mi antigua institutriz brillaba bajo la luz de los candelabros que colgaban de las paredes y del techo; su presencia en la corte se había incrementado notablemente tras el fallecimiento de su madre, aunque aún no era tan habitual verle por allí. Mi traicionero corazón aceleró su ritmo al ver que Darragh estaba junto a él, con una expresión completamente opuesta a la que lucía su padre; el joven lord no había tratado de buscarme de nuevo tras lo sucedido en los jardines, había mantenido las distancias, y verle allí... a unos metros...
—No parece que me hayas echado mucho de menos, Dama de Invierno —el viperino susurro de Airgetlam cerca de mi oído hizo que mi cuerpo se tensara de manera automática.
—Tu ausencia en la corte ha sido como un soplo de aire fresco para mí —siseé a media voz, recuperándome de la sorpresa.
Escuché su risa baja y se me erizó el vello a causa de la repulsa.
—Eso no es muy considerado por tu parte —hizo una tentativa pausa que agitó mi estómago vacío—. Pero me han llegado historias sobre lo entretenida que has estado mientras estuve fuera de Oryth.
Una horrible sensación me empujó a que apartara la mirada del rincón donde Darragh estaba junto a su familia para clavar mis ojos en el sibilino rostro de Airgetlam, cuyos labios aún seguían formando esa irritante sonrisa que no parecía augurar nada bueno.
—Parece que la muerte de tu antigua institutriz te unió demasiado a su nieto —sus palabras fueron como si alguien hubiera aplastado con rabia mis pulmones, impidiendo que el aire llegar a ellos—. Corren jugosas historias donde la amable y preocupada Dama de Invierno intentaba consolar al devastado y joven lord Darragh... Qué entrañable, ¿no crees?
No podía respirar.
No era capaz de formar una sola palabra.
Los ojos verdes de Airgetlam relucieron con malevolencia y se inclinó hasta que sus labios quedaron pegados a mi oído, actuando de ese modo tan indolente que sabía que no le acarrearía ningún tipo de consecuencia. Demostrándome lo poco que le importaba que estuviésemos rodeados o que mis padres apenas estuvieran a unos metros de distancia de nosotros.
—Es una lástima que lord Darragh pronto tenga que abandonar la corte —continuó, bajando la voz hasta convertirla en un susurro—. Sus nuevas responsabilidades van a tenerlo muy ocupado lejos de aquí.
El pánico se extendió por mis venas, dejándome congelada en mi sitio.
Un tumulto cerca de las puertas hizo que todo el salón se agitara por la emoción. Aparté la mirada para descubrir a lord Verver guiando a su esposa y a Mirvelle por el corredor que los invitados habían abierto para ellos; un extraño dolor se apoderó de mis sienes, y luego mi nuca. Las palabras de Airgetlam, el mensaje que se ocultaba tras ellas, siguieron rondando en mi mente, pero no tuve oportunidad de averiguar su significado porque la excitación de la corte ante la llegada de mi dama de compañía y sus padres hizo que una extraña parálisis se aferrara a mis piernas.
—¿No crees que hacen una encantadora pareja, Mab? —susurró maliciosamente Airgetlam, dando su golpe de gracia.
La comprensión me atravesó con la fuerza de un rayo, haciendo que me tambaleara sobre mis propios pies. Lord Verver y lord Dannan estrecharon sus manos en un gesto de camaradería y unión, reafirmando mis sospechas; escaneé a la multitud hasta encontrar a lord Gydrail en compañía de su esposa y su hijo, lord Severin. El hombre de mayor edad no parecía muy afectado por aquel cambio de planes, pero el otro... sus ojos observaban con rabia inusitada a la pareja que conformaban Darragh y Mirvelle.
Apenas fui incapaz de escuchar el elaborado discurso de lord Verver, apenas fui capaz de ver cómo Darragh bajaba la mirada al suelo cuando el padre de mi dama de compañía anunció con orgullo:
—... el compromiso de mi hija, lady Mirvelle, con lord Darragh, uniendo ambas familias en una próspera y feliz alianza.
Airgetlam no intentó detenerme cuando di media vuelta y huí del salón, dejando a mi espalda la imagen de Darragh tomando la mano de Mirvelle para besar su dorso, arrancando un coro de exclamaciones y gritos de alegría de los invitados.
Había perdido la noción del tiempo. No sabía cuánto había pasado desde que hubiera abandonado aquel salón, sin preocuparme lo más mínimo si mi repentina desaparición pudiera haber levantado preguntas... o algún tipo de sospecha; el dolor del pecho continuaba ahí, una opresión sobre el corazón que me había empujado a buscar un rincón donde poder refugiarme, lejos de todos, antes de que mi magia se abriera paso a través de mí con violencia y rabia, un torrente de energía que no había mostrado ni un ápice de piedad.
Como un volcán entrando en erupción.
Distinguí más allá de la humedad que cubría mis ojos la leve pátina de hielo que se extendía por el suelo y trepaba por las paredes, reluciendo bajo los trémulos rayos de la luna que se colaban a través de los ventanales. El temor que me producía mi propia magia hizo que trastabillara hasta que mi espalda topó con el muro de piedra, obligándome a contemplar el caos que yo misma había provocado.
Había pasado tanto tiempo desde la última vez, allá en la Corte de Otoño, que prácticamente había olvidado la sensación que arrastraba consigo, la virulencia y la crueldad a la que mi propio poder me sometía cuando perdía el control.
Mi garganta parecía estar en carne viva, lo mismo que las palmas de mis manos. Jadeé de horror, escuchando en mis oídos el frenético latido de mi corazón; nadie me había mostrado cómo emplear mi magia y yo nunca había recurrido a ella. Era una criatura inestable que corría por mis venas, esperando la oportunidad perfecta para manifestarse.
El estómago se me agitó al ver la gruesa capa de hielo que se extendía más allá de la punta de mis pies, producto de mi poder.
—Mab...
Había una nota de temor en la voz que había pronunciado mi nombre, quizá pánico por la desoladora visión que debía estar mostrando; rodeada de aquella helada destrucción que yo misma había provocado.
Me negué a mirarle.
Me obligué a envolverme de aquel frío que siempre había estado allí, junto a mí.
Era la Dama de Invierno, era la futura reina de la Corte de Invierno. Lo sucedido en aquel rincón perdido del castillo no podía volver a repetirse, no podía permitir que nadie viera esa imagen de mí; no podía permitirme perder el control, ceder a mis sentimientos, que tan vulnerable y débil me hacían.
—Mab, por favor, mírame.
—No deberías estar aquí —repuse con tono plano.
Y yo tampoco. Ahora que la pesadez de mi pecho se había vuelto tolerable, lo suficiente para poder lidiar con ella sin correr ningún peligro y poder respirar con normalidad, debía regresar junto a mis padres e interpretar el papel que se esperaba de mí durante toda la noche.
Dirigí una última mirada al hielo antes de reunir las energías necesarias para separarme de la pared y encaminarme hacia mi destino, negándome ni siquiera un simple vistazo en su dirección. Su mano me retuvo cuando traté de rebasarle en aquel tramo del pasillo, deteniéndome en seco y empujándome a que alzara la mirada hacia sus ojos grises con una expresión indescifrable.
—Quise decírtelo aquel día, en los jardines —me aseguró, directo.
Y una parte de mí supo que no estaba mintiendo, contrarrestando la otra que se aferraba a la dolorosa advertencia que me había hecho Nicéfora al respecto y que ahora cobraba sentido dentro de mi cabeza. Mi amiga lo había sabido, comprendí entonces; Nif había sabido del compromiso entre Darragh y Mirvelle, pero había optado por no compartirlo conmigo. Quizá intentando protegerme del mismo modo que yo había hecho con ella en el pasado, con lord Alister.
—Fue inesperado y una decisión tomada hace poco tiempo... Casi apresurada —continuó Darragh, al ver que contaba con toda mi atención y que, por el momento, no guardaba intenciones de huir—. Hace un par de semanas el consejero Airdelam se reunió con mi padre, en nuestro hogar. Al principio no entendí el motivo... no hasta que mi madre se encargó de transmitirme la decisión que aparentemente habían tomado tanto ella como mi padre tras haberlo deliberado largo y tendido: debía comprometerme por el bien de mi familia, ahora que mi abuela había fallecido.
Tomé una bocanada de aire antes de atreverme a hablar, optando por creer en su palabra.
—¿Cuándo se cerró el acuerdo?
El rostro de Darragh palideció al entender el sentido de mi pregunta.
—El consejero aún no había buscado a mi padre aquel día —respondió y vi cómo su mirada destilaba dolor y rabia—. No tengo pruebas, Mab, pero sé que Nicéfora ha estado involucrada en todo este asunto. Sé que tu dama de compañía está detrás de todo esto, de algún modo.
Las advertencias de Airgetlam se repitieron en mis oídos, calentando mi sangre. Nicéfora no estaba tras ese compromiso, sino el propio Airgetlam; tras su silencioso regreso a la corte había podido escuchar los rumores que hablaban sobre la inesperada y estrecha relación que parecía haber nacido entre nosotros tras el fallecimiento de lady Amerea. Y eso le había empujado a actuar de ese modo tan sibilino, pretendiendo despejarse el camino de cualquier posible obstáculo.
Negué con la cabeza, tanto para él como para mí misma.
—Ella no ha sido —le contradije.
—Por supuesto que sí —insistió Darragh con vehemencia—. Por algún extraño motivo me odia y quería verme apartado de tu lado, ¿qué mejor oportunidad que esta? Te lo advertí en los jardines aquel día, Mab, te dije que tuvieras cuidado con ella.
—Nicéfora no ha sido, Darragh —repetí con menos amabilidad.
Porque el responsable estaba ahora mismo en aquel salón, disfrutando junto a su padre de su merecida victoria, felicitándose a sí mismo por haber eliminado aquella supuesta competencia que podría haber echado sus planes a perder. Mi dama de compañía había estado equivocada: Darragh solamente había sido una víctima secundaria de los enrevesados planes de Airgetlam.
Darragh apartó la mirada al escuchar mi tono incisivo, pero pude ver una sombra de descontento en el fondo de sus ojos. El silencio se hizo entre los dos en aquel recóndito pasillo del castillo donde había encontrado refugio y él me había encontrado, a pesar de todo.
—Nunca fue mi intención hacerte daño —susurró Darragh con esfuerzo, como si le costara pronunciar aquellas palabras.
Noté un repentino escozor en los ojos al comprenderle, al saber lo que pretendía hacer y por qué había salido en mi búsqueda; pestañeé hasta que la humedad que había notado acumulándose en mis comisuras desapareció y entonces clavé mi vista en la suya.
No me permitiría romperme.
No permitiría que me viera rota, aunque por dentro fuera como si alguien hubiera despedazado cruelmente mi corazón.
—¿Es esto una despedida, Darragh?
Sus ojos grises parecieron volverse de un tono más oscuro cuando su mirada y la mía se encontraron.
—Debo cumplir la promesa que le he hecho, Mab —el dolor aumentó dentro de mi pecho y me empezó a costar el tomar una simple bocanada de aire—. No puedo romper mi compromiso... No puedo hacerlo —un timbre de sufrimiento se le coló en la voz, delatando lo difícil que le estaba resultando afrontar esa situación.
Me destrozó un poco más descubrir hasta qué punto llegaba el compromiso de Darragh, su lealtad. Y aunque mi dama de compañía no lo supiera aún, aunque creyera que habían cambiado a un monstruo por otro, yo estaba segura de que Darragh se convertiría algún día en la persona que Mirvelle necesitaba a su lado.
Le dediqué una mirada confundida, aún con el eco de sus palabras resonando a nuestro alrededor, cuando sus brazos me rodearon repentinamente e inclinó su rostro para que quedara más cerca del mío, provocándome un vuelco en el pecho.
—Darragh —susurré, sin saber muy bien qué estaba haciendo.
Pero él se limitó a cerrar los ojos y apoyar su frente contra la mía. Tras unos segundos de titubeo, hice que mis brazos le rodearan... y luego deseé que el tiempo se detuviera a nuestro alrededor, que aquel abrazo no terminara nunca.
—De haber tenido oportunidad... De habernos dado una oportunidad me hubiera gustado saber hacia dónde nos habría conducido ese camino —me confesó y mis dedos se hundieron en el tejido del jubón que llevaba de manera inconsciente ante el desgarro que estaba sintiendo en mi pecho—. Eres alguien importante para mí, Mab; no importa el tiempo que pase, no importa la distancia que nos separe. Tendrás mi más completa lealtad, ahora y una vez te conviertas en reina de la Corte de Invierno...
Si aquello era nuestra despedida, si aquella noche era mi última oportunidad antes de que nuestros caminos se separaran, tal vez para siempre, había algo que necesitaba saber. La respuesta a una pregunta que llevaba rondando en mi mente mucho tiempo y que había estado ignorando deliberadamente, asustada por confrontar la verdad.
Pegué mi pecho contra el suyo antes de ponerme de puntillas, uniendo nuestros labios en un tímido y vacilante beso. Mi primer beso. Noté la indecisión de Darragh, su sorpresa, antes de que sus brazos me apretaran contra sí con mayor ímpetu y saliera de su absoluta inmovilidad, moviendo sus labios contra los míos con cierta torpeza.
El beso despertó un ligero cosquilleo en mi vientre y lo supe, lo supe mientras entregaba una pequeña parte de mí en aquel pasillo oscuro, levemente iluminado por la luz de la luna y el brillo que emitía mi propio hielo a ese chico que nunca podría pertenecerme. Ese chico que abandonaría la corte en unos días, de la mano de mi dama de compañía para empezar una vida juntos.
Aquel único beso fue la promesa de lo que podría haber sido, de lo que nunca sería.
Cuando nos separamos, con la respiración ligeramente agitada y los ojos brillantes, sentí que el dolor de mi pecho remitía lo suficiente para ser consciente de lo que tenía que hacer en ese momento para permitirnos a ambos avanzar: tenía que soltarle y dejar que siguiera su propio camino. Tenía que dejarle ir aunque la simple idea me destrozara por dentro.
Me sobrepuse al dolor que sentía dentro del pecho, la sensación de que los diminutos trozos de mi corazón eran convertidos en ceniza, para tomar una amplia bocanada de aire y decir:
—Prométeme que cuidarás a Mirvelle... y que tratarás de hacerla feliz por todos los medios posibles.
La mirada de Darragh se suavizó y sus labios formaron una pequeña sonrisa que pretendía enmascarar su propio dolor ante nuestra inminente separación. Nos miramos el uno al otro cuando tomó mi mano por última vez, depositando un beso en la cara interna de mi muñeca.
—Siempre.
* * *
BUENO, BUENO, BUENO. Creo que este capítulo compensa (con creces) el anterior, y no solamente por longitud (que parece un testamento *cae desmayada*)
Pero, por favor, pongámonos serios un segundo y respondamos al siguiente cuestionario:
¿Alguien se esperaba este giro de compromiso? (Yo no. Es mentira, soy la escritora y estaba disfrutando como una niña en una tienda de golosinas sin límite en la tarjeta de crédito)
Darragh y Nicéfora es evidente que se tienen un poco (bastante) de ojeriza el uno al otro, pero ¿creemos que ha sido Nif la que se esconde tras este inesperado engagement o realmente ha sido otra de las triquiñuelas de Airgetlam para tener a Mab solita y sin prometido a la vista?
¿Quién habíais creído que fue el primer beso de nuestra Dama de Invierno? (No vale hacer trampas, pillines)
Fin del cuestionario...
¡Y ANUNCIO DE QUE YA ESTAMOS EN LA ÚLTIMA PARTE DEL LIBRO! Soy consciente del poco sabor del salseo en este arco que hemos dejado atrás, pero lo bueno y mejor siempre viene lo último, ¡como los postres!
¡EN ESTA TERCERA PARTE VEREMOS A CIERTO PRÍNCIPE Y PROMETO QUE VA A HABER MUCHO MUCHO MÁS SALSEO, PALABRITA DEL NIÑO JESÚS!
(Y recordad beber mucho awita, que el calor no perdona como tampoco lo hacen los lectores a los que matan a su personaje favorito)
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