| ❄ | Capítulo trece

Lo sucedido entre Oberón y Airgetlam era mucho más grave que el breve encontronazo que tuvimos hacía dos noches. No sabía exactamente qué es lo que había hecho durante la cacería para que el Caballero de Verano saliera herido, aunque no de heridas importantes, pero sus acciones nos ponían en una tesitura mucho peor: por la mirada que nos estaba lanzando el príncipe desde el otro lado de la explanada, era evidente que estaba al corriente de lo que había sucedido en realidad.

Y que Airgetlam era el responsable.

Quizá creyera, por el modo en que sus ojos estaban clavados en nosotros, que yo misma había tenido algún tipo de participación en lo sucedido. Que yo podría haberle pedido a ese pretencioso de Airgetlam que tomara cartas en el asunto por nuestro problema la noche de Lammas.

El estómago se me retorció al pensar en ello, al pensar que Oberón pudiera creer que la persona que estaba detrás de su ataque durante la cacería era yo; posiblemente a modo de venganza. Puse algo de distancia entre Airgetlam y mi cuerpo, como si aquel gesto pudiera demostrar mi inocencia a ojos del príncipe de Verano.

El susodicho apartó la mirada de nosotros cuando las manos de su madre volvieron a tomar su rostro para evaluar de nuevo las heridas que tenía. La actitud indudablemente orgullosa de Airgetlam hizo que sintiera un ramalazo al recordar el momento del pasillo, aquella parte del noble que no solía mostrar; si no se sentía culpable por haber ido tan lejos, llegando hasta el punto de atacar a un príncipe de otra corte, ¿qué más estaría dispuesto a hacer por alcanzar sus propias metas?

Una ardiente sensación de rabia empezó a extenderse por el interior de mi cuerpo al contemplar de nuevo a Oberón y su rostro malherido. La presencia de Airgetlam todavía a mi lado no hizo más que empeorar aquel fuego que estaba desatándose al pensar en la falta de escrúpulos que había mostrado. Al recordar que no iba a rendirse hasta obtener lo que más ansiaba: mi corona.

—Habéis puesto a nuestra corte en una situación comprometida, lord Airgetlam —logré que mi voz saliera fría y que no dejara entrever lo que me corroía al descubrir otra parte más de aquel muchacho de cara casi angelical—. Si el Caballero de Verano decide hablar no encontraréis mi apoyo.

Todos mis músculos se tensaron al percibir cómo el noble se inclinaba de nuevo en mi dirección y su cálido aliento acariciaba mi lóbulo. Mis alarmas se dispararon dentro de mi cabeza, pero me obligué a mantener mi expresión neutra y a no moverme ni un solo centímetro.

—El príncipe de Verano no hablará —me aseguró en un susurro—: no tiene ni una sola prueba que me inculpe de lo sucedido y vos jamás hablaréis en mi contra.

—Estáis muy seguro de ello —repliqué con más valor del que sentía.

Una risa baja hizo que todo mi vello se erizara.

—Él cree que vos tenéis algo que ver en todo esto —dijo, refiriéndose a Oberón—. Sería muy desagradable que yo no hiciera más que confirmar sus sospechas y que todo el mundo creyera que la Dama de Invierno está dispuesta a romper el tratado de paz que gobierna entre nuestras cortes, mostrando un comportamiento un tanto infantil e impropio de una futura reina...

Apreté los dientes, consciente de la posición delicada en la que me encontraba por haberme dejado llevar a causa de una rabieta infantil por algo que sucedió años atrás, cuando Oberón y yo solamente éramos unos niños.

—¿Os atrevéis a amenazar a vuestra princesa?

Los osados labios de Airgetlam acariciaron mi piel, como si no le importara lo más mínimo que pudieran haber ojos ajenos siguiendo nuestros movimientos y pudieran malinterpretar toda aquella escena. Quizá, en el fondo, era lo que estaba buscando con todo aquello.

—En absoluto, milady —tuvo la desfachatez de emplear un tono fingidamente dolido—. Simplemente os exponía lo que sucederá si vais contra nuestros intereses comunes.

La garganta se me resecó ante la elección de sus últimas palabras.

—¿Y qué intereses comunes son esos, milord?

—La Corte de Invierno.

Pedí a una de mis doncellas que encendiera el fuego mientras me desplomaba sobre uno de los divanes situados frente a la chimenea de mis aposentos, abrazándome a mí misma. La conversación con Airgetlam había estado persiguiéndome desde que fingiera malestar, convenciendo a mis padres para que me relevaran de mis responsabilidades el resto del día; había pecado al pensar que el joven lord sería un rival un poco más complicado de lo normal, jamás se me habría pasado por la mente lo retorcido que podía llegar a ser... y los pocos escrúpulos que tenía.

Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza al rememorar su amenazante susurro cuando insinué que no movería un solo dedo para ayudarle si Oberón decidía compartir con alguien más sus sospechas sobre el supuesto accidente que había tenido en la caza. Un accidente causado por el propio Airgetlam.

Mordí mi labio inferior al recordar la mirada que nos lanzó el Caballero de Verano en la explanada mientras su madre se afanaba, preocupada, por ver hasta dónde alcanzaban las heridas que mostraba su rostro. Airgetlam no había mentido al afirmar que el príncipe tenía la firme convicción de mi implicación en lo sucedido; después de mi pequeña venganza la primera noche que pasamos en la Corte de Otoño, ¿quién no pensaría lo mismo?

Lo que brindaba una baza a Airgetlam, quien había sabido aprovecharla haciéndome aquella insinuación sobre fingir que yo había tenido algún tipo de responsabilidad en el accidente.

Apreté mis brazos mientras el fuego recién prendido de la chimenea empezaba a inundar con su calor el resto de la sala. Que Oberón creyera —erróneamente— que yo tenía relación con el accidente que había provocado Airgetlam no me beneficiaba en absoluto; si algún rumor llegaba a oídos de mis padres... La reina de Invierno había sido implacable conmigo al enterarse de la humillación a la que había sometido al joven príncipe por aquel comentario de años atrás; no dudaría un segundo en tomar por cierta aquella mentira.

No podía permitirme defraudar a mi madre de nuevo, después de las promesas que le había hecho.

Observé el fuego arder en aquel cubículo, intentando encontrar una vía de escape para aquel callejón sin salida. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía liberarme de aquel tenso hilo que parecía unirme a Airgetlam por culpa de sus triquiñuelas?

Un esbozo de idea empezó a tomar forma dentro de mi mente. El joven lord parecía estar muy seguro de su superioridad frente a mí, de haberme logrado cohibir gracias a sus sutiles amenazas; me había esforzado por parecerle una chica aturullada e inofensiva, incluso me había obligado a coquetear con él. Dudaba que Airgetlam hubiera visto mi treta y no me hubiera confundido con una más de las jóvenes con las que solía cruzarse todos los días y que siempre caían rendidas a sus pies por su visible encanto.

Necesitaba encontrar al príncipe de Verano y hablar con él sobre lo sucedido. Tenía que convencerle de mi inocencia para que Airgetlam se viera solo y abandonado si Oberón optaba por tomar represalias. El lord había actuado de manera egoísta, poniendo en una horrible tesitura a la Corte de Invierno por culpa de sus maquinaciones.

Me incorporé como un resorte del diván y aparté mis faldas con una sacudida, dispuesta a lanzarme en la búsqueda del Caballero de Verano antes de que fuera demasiado tarde. Abandoné mis aposentos sin mediar palabra y, tras avanzar unos metros por el pasillo, me detuve en seco; no tenía ni idea de dónde se alojaba la familia real de Verano... y tampoco podía ponerme a preguntar por ahí, pues eso no haría más que crear rumores sobre por qué la Dama de Invierno iba interesándose por uno de los príncipes de la Corte Seelie.

Barajé mis opciones, que eran demasiado limitadas, y dejé que mis pasos me condujeran hacia mi primer destino. Me detuve frente a unas puertas de madera y las golpeé con mis nudillos; pocos segundos después, el tímido rostro de una doncella asomó por un resquicio. Sus ojos se abrieron de par en par al reconocerme, compuse mi mejor sonrisa y dije:

—Decidle a lady Nicéfora que la princesa quiere verla —hice una breve pausa—. Es urgente.

Mi amiga no tardó ni un instante en hacerme pasar después de que su doncella le hiciera llegar mi mensaje. El dormitorio donde había sido cómodamente instalada era de menor tamaño que mis aposentos, pues solamente contaba con una única habitación distribuida en diversas zonas; Nicéfora me esperaba cerca de su propia chimenea, sentada sobre un diván y con una copa humeante entre las manos. Se limitó a enarcar una ceja a modo de silenciosa pregunta antes de dar la orden a su reducido séquito —pues solamente contaba con tres doncellas— de que nos dejaran a solas.

Ocupé uno de los asientos que había frente al suyo y retorcí mis manos con cierto nerviosismo. Nif había demostrado en más de una ocasión ser demasiado hábil a la hora de obtener jugosos cotilleos o información; quizá ella supiera dónde se encontraban los aposentos del príncipe de Verano.

—Te creía indispuesta —fue lo único que comentó cuando nos quedamos ella y yo en el dormitorio.

Alisé la falda de mi vestido, ganando unos segundos antes de responder.

—Necesitaba estar a solas.

Nicéfora asintió. Desde que pasara a formar parte de mi camarilla de damas de compañía, nunca había puesto en duda ni una sola de mis decisiones; tampoco había sentido en aquellos años que llevaba a mi lado que me juzgara.

Nif simplemente me respetaba del mismo modo que hacía yo con ella.

Con el resto de mis damas no sentía esa comodidad que encontraba con Nicéfora. Mirvelle, Nyandra y Geleisth eran dulces y atentas conmigo, pero no me transmitían aquella confianza; había sido una testigo muda de sus cotorreos sobre otras jóvenes de la corte, de sus insidiosos y críticos comentarios. ¿Qué pasaría por sus cabezas cuando tomaba una decisión que no encajaba en sus moldes? Siempre cuidaban mucho sus expresiones cuando estaban en mi presencia, pero no encontraba ningún tipo de conexión entre nosotras. Al contrario de lo que sucedía con Nicéfora.

Quizá por eso Nif había terminado por convirtiéndose en mi mejor amiga. En mi confidente.

Quizá por eso no hubo dudas en mí cuando me lancé a explicarle el aspecto de Oberón tras su regreso de la cacería organizada por el rey de Otoño y la implicación de Airgetlam en aquel supuesto accidente, del modo en que se había burlado abiertamente de lo sucedido y lo poco que le había importado admitir que él era el responsable. Apreté los puños de manera inconsciente cuando le hablé de su amenaza encubierta sobre implicarme a mí en lo sucedido, aprovechando las sospechas que guardaba el príncipe de Verano por nuestro encontronazo durante la noche de Lammas.

Nicéfora se mantuvo recluida en un pensativo silencio mientras yo hablaba. Frunció el ceño cuando escuchó la sucia treta que había empleado Airgetlam para conseguir que guardara silencio respecto a su implicación en el accidente de Oberón y luego dejó escapar un bufido cuando terminé, sintiendo como si parte del peso que había notado anclado en mi pecho se desprendía al compartirlo con mi mejor amiga.

—Si quiero que Airgetlam pierda esa ventaja... necesito hablar con el príncipe —concluí.

Necesitaba convencer a Oberón de mi inocencia. Era el único modo de que Airgetlam quedara solo ante las consecuencias que desencadenaría si el Caballero de Verano optaba por acusarle abiertamente sobre su culpabilidad —y responsabilidad— en el accidente sufrido durante la cacería; sin embargo, también caí en la cuenta de algo más. De algo que podría beneficiarme enormemente de cara al futuro.

Si todo este asunto salía a la luz y el príncipe heredero de la Corte de Verano acusaba a Airgetlam, provocando que nuestra corte saliera perjudicada por sus acciones, su credibilidad y honor quedarían manchados para siempre.

Y eso haría que quedara excluido de la lista de posibles candidatos a convertirse en mi prometido.

Una débil luz de esperanza se encendió en mi interior al ver aquella posibilidad que no había valorado antes. Airgetlam estaba moviéndose por ese mismo motivo: ocupar el otro trono conmigo para luego desplazarme y quedarse así con todo el poder que le brindaría la corona. Pero había encontrado la salida que necesitaba para deshacerme de una vez por todas de aquel joven que había demostrado tener una faceta oculta y un corazón de piedra.

—Eso explica por qué Airgetlam parecía sumamente ufano junto a sus secuaces —comentó Nicéfora en tono reflexivo.

No me costó mucho imaginar al lord mofándose sobre lo sucedido, haciendo correr la historia de boca en boca; ridiculizando al príncipe de Verano, sabiendo que llegaría a sus oídos tarde o temprano. Quizá ese fuera el objetivo de Airgetlam: provocar a Oberón expandiendo lo sucedido en la cacería —la humillación que debía haber sufrido al caer del caballo frente a todos los participantes; frente al anfitrión, el rey de Otoño— para que el príncipe actuara.

Por eso mismo debía hacer algo antes de que fuera demasiado tarde.

—Necesito saber dónde se encuentran los aposentos del Caballero de Verano —le pedí a Nicéfora.

El rostro de mi amiga se mantuvo imperturbable al escuchar mi escandalosa petición, como si el hecho de interesarme por dónde se situaban las habitaciones del príncipe heredero de la Corte de Verano —un joven con quien no parecía unirme nada— fuera de lo más habitual.

—Es arriesgado, Mab —me advirtió, pero no con tono disuasorio.

—Tendré cuidado de que nadie pueda verme —le prometí.

Sabía que Nicéfora se preocupaba por mí, por lo que podría suceder si alguien me veía acudiendo hasta la puerta del dormitorio de Oberón completamente sola, sin ninguna acompañante para velar por mi... virtud.

—No está lejos de esta zona —dijo Nif tras unos instantes en silencio.

Me incliné hacia ella y escuché atentamente mientras mi amiga me explicaba dónde estaban los aposentos del príncipe heredero.

Una vez puse un pie de regreso al pasillo, después de asegurarle a Nicéfora que acudiría de nuevo a su dormitorio para contarle todo lo que había sucedido, me convertí en una sombra. El trayecto, tal y como me había prometido Nif, no era demasiado largo, pero el servicio se convirtió en un pequeño obstáculo; doncellas moviéndose de un lado a otro, mozos que correteaban con visible excitación por la llegada del Torneo y los numerosos séquitos venidos desde todos los territorios de Tír Nag Nóg... Todos ellos trabajaban arduamente para poder brindarnos un servicio que hiciera enorgullecer a sus señores, proyectando una buena imagen de hospitalidad hacia las otras tres.

Procuré pasar desapercibida, sintiendo cómo mi corazón se aceleraba levemente cuando intuía la sombra de alguien acercándose hacia mí, mientras me dirigía hacia el ala de invitados donde el rey de Otoño había decidido instalar a sus vecinos de Verano; la voz de Nicéfora se repitió en mis oídos, dándome las indicaciones pertinentes para encontrar la puerta que pertenecía a Oberón. Me pregunté cómo era capaz de obtener ese tipo de información, y contuve una sonrisa al recordar cómo mi amiga no parecía tener problema con usar su encanto natural.

La sonrisa se esfumó de mis labios cuando me detuve frente a las ornamentadas puertas dobles que, si Nif no se equivocaba, debían conducir a los aposentos privados del príncipe Oberón; volví a notar mi pulso aumentando su ritmo, además de la garganta reseca.

En mi mente vi de nuevo el modo en que nos miró a Airgetlam y a mí después de regresar de la accidentada cacería. El Caballero de Verano no guardaba ni una sola duda sobre mi implicación; seguramente creyera que yo misma lo había ideado todo y que el joven lord había sido un simple —y obediente— ejecutor; un nudo se me formó en la boca del estómago al contemplar las puertas... y lo que había tras ellas. ¿Qué sucedería si no estaba allí? Habían transcurrido un par de horas desde que nos viéramos en los jardines y aquel era el lugar con más posibilidades de encontrarle. Otra pregunta mucho más urgente acudió a mi mente mientras estaba detenida frente a aquellas puertas, aumentando el riesgo de que alguien me descubriera.

¿Qué pasaría si Oberón optaba por no creerme?

Alcé el puño y tomé una bocanada de aire antes de reunir el valor suficiente para tratar de golpear la madera con contundencia, además de una seguridad que no sentía en absoluto. Conté los segundos que pasaron mientras aguardaba a que alguien respondiera a mi llamada, elaborando diversas excusas por si era uno de los mayordomos del príncipe quien abría la puerta; una bola de nervios empezó a agitarse en el fondo de mi estómago al temer que no hubiera nadie.

Ahogué una exclamación cuando una de las hojas se abrió con brusquedad, mostrándome el rostro herido del Caballero de Verano al otro lado. Debido a la corta distancia que nos separaba en aquella ocasión pude contemplar con mayor claridad —y horror— lo que había causado la caída en su rostro; mis ojos se detuvieron de manera inconsciente en un tajo con aspecto de no ser tan superficial como los otros cortes. Me sorprendió que ningún sanador hubiera acudido a atender las heridas del príncipe, usando su magia curativa para hacerlas desaparecer sin dejar una sola cicatriz.

De igual modo que estaba haciendo yo, Oberón tampoco perdió la oportunidad de observarme de pies a cabeza; sus labios se fruncieron en una visible mueca de disgusto al descubrir que era yo quien había aporreado su puerta: era evidente que era una visita non grata.

El príncipe de Verano aferró a la esquina con más fuerza de la necesaria, gesto que no se me pasó por alto y que parecía gritar a los cuatro vientos lo poco que le agradaba verme allí. El momento se volvió indudablemente incómodo mientras nos observábamos el uno al otro...

Hasta que Oberón decidió romper el silencio que se había instalado entre ambos.

—¿No me habéis humillado lo suficiente, Dama de Invierno? —su voz sonó extrañamente fría, en contraste con el fuego que parecía latir en el fondo de sus ojos de color miel—. Estoy sorprendido de ver que no parecéis haber decidido contar en esta ocasión con vuestro perrito faldero...

Mis mejillas se encendieron a causa de la vergüenza que me produjo recordar por qué el Caballero de Verano tenía esa opinión tan baja de mí. Mi mirada se vio de nuevo atraída por las heridas visibles de su rostro, haciendo que me preguntara si la caída no le había provocado otras menos... evidentes.

Me obligué a erguir mi espalda y alzar la barbilla, a pesar de la turbulenta vorágine de sentimientos que se agitaban en mi interior. Oberón entrecerró los ojos con aspecto receloso, haciéndome temer que decidiera cerrar la puerta frente a mis narices y no me brindara una oportunidad para demostrarle que no traía malas intenciones.

Cerré mis manos hasta convertirlas en puños, ordenándome a mí misma a que dijera algo antes de que fuera tarde. Cualquier cosa.

—He venido a disculparme —dije atropelladamente.

Un relámpago de sorpresa y, de nuevo, sospecha cruzó el rostro maltratado del príncipe al escuchar mis balbuceantes —y casi desesperadas— palabras donde trataba de hacerle saber que reconocía mi error al comportarme de aquel modo tan pueril la noche de Lammas.

—Erais prácticamente un niño cuando hicisteis esos comentarios sobre mí —el calor de mis mejillas se extendió al resto de mi cara conforme iba hablando—. No debí haber actuado de ese modo, haciendo esas insinuaciones sobre vos... Debí haber mostrado una actitud mucho más madura.

Oberón no dijo nada al respecto, pero ya no parecía sostener la puerta con tanta fuerza como antes; incluso parecía menos tenso que cuando me había descubierto allí, en el pasillo. Ingenuamente pensé que eso era buena señal, lo que me animó a seguir adelante, dispuesta a hacer cualquier cosa por conseguir que el príncipe heredero de Verano aceptara mis disculpas...

—Quiero que sepáis que no tuve nada que ver con lo sucedido durante la cacería —agregué, con un nudo en la garganta tras haber abordado aquella cuestión en particular.

El Caballero de Verano frunció el ceño cuando mencioné su accidente, confirmando sus sospechas: había sido provocado y no casual. Una sombra cargada de dudas volvió a acecharme, haciendo que me preguntara otra vez si todo aquello serviría para algo... Si conseguiría que me creyera, apartándome del suceso y colocando únicamente a Airgetlam como responsable.

Contuve las ganas de retorcerme las manos al ver que el príncipe continuaba en la puerta, sin pronunciar palabra; limitándose a observarme de aquel modo que no sabía cómo catalogar. ¿Estaba valorando mi disculpa? ¿Habría escuchado la sinceridad con la que había hablado, reconociendo que lo sucedido en Lammas fue producto de una pataleta infantil, no de un comportamiento digno de una futura reina?

¿O creería que todo aquello era un burdo truco por mi parte?

La bola que había sentido revolviéndose en mi estómago pareció doblar su peso... y su velocidad. Si no lograba convencer a Oberón de mi inocencia, Airgetlam podría emplear esa baza en mi contra; un escalofrío se deslizó a lo largo de mi espalda al pensar en sus veladas amenazas. En todo lo que podría perder si no lograba mi propósito de convencer al príncipe de Verano sobre mi inocencia en todo aquel asunto del accidente.

Tenía que deshacerme de Airgetlam.

Tenía que convencer a mi padre de que no era un buen pretendiente.

El silencio volvió a hacer acto de presencia, provocando que la situación continuara estancada... e incómoda, al menos por mi parte. No sabía si mi disculpa sobre lo sucedido en Lammas había servido para algo; tampoco sabía si el príncipe había decidido darme un voto de inocencia.

—¿Aceptáis... aceptáis mis disculpas? —cuando aquel ensordecedor silencio se hizo insoportable, lo rompí de aquel balbuceante modo. Toda la seguridad que había mostrado frente a él durante aquella noche se había desvanecido, dejando en su lugar aquella actitud casi suplicante.

¿Acaso no me habían enseñado que, por el bien de la Corona, en ocasiones había que hacer pequeños sacrificios? Por apartar a Airgetlam del trono estaba dispuesta a humillarme frente al Caballero de Verano.

—¿Eso es todo, Dama de Invierno? —fue la escueta respuesta que recibí por parte de Oberón.

Aturdida por su imprevisible contestación, y sin saber muy bien cómo reaccionar al respecto, lo único que pude hacer fue asentir una sola vez.

Entonces el príncipe heredero cerró la puerta, dando por concluida y zanjada la conversación.

* * *

El Gentleman le decían a Oberón

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