| ❄ | Capítulo quince

El trayecto de regreso se volvió largo y monótono. Mis damas de compañía estaban emocionadas, compartiendo sus diversas experiencias y anécdotas de aquellos días que habíamos pasado en la Corte de Otoño; oí suspirar a Nyandra por uno de los jóvenes a los que parecía haber conocido una de las noches. Mirvelle y Nicéfora rieron por la actitud risueña de la chica ante aquel desconocido.

Al ser consciente de que mi humor no haría más que empeorar las cosas, y sabiendo el daño que podía causar con las palabras que ardían en la punta de mi lengua —el joven noble pronto la habría olvidado, todo lo vivido con ella seguramente había pasado a formar parte de una larga lista de anécdotas que compartir con sus amigos—, opté por morderme la lengua y a fingir que estaba dormida.

Cuando escuché el revuelo que produjo la visión de Oryth en la distancia a mis compañeras de carruaje abrí los ojos y me enderecé en mi asiento. Mi mente no había dejado de agitarse, pasando de la Dama de Otoño a Airgetlam, Kalimac e, incluso, Oberón. Me había prometido a mí misma dejar a un lado lo sucedido en la Corte de Otoño, a relegarlo a un oscuro rincón de mi mente y continuar sola; sin embargo, el gesto del Caballero de Verano, el hecho de que no me brindara ni una sola oportunidad, parecía habérseme clavado más de lo que jamás admitiría.

Molesta por aquella confesión, me dije que el tiempo que pasaría hasta que nos volviéramos a encontrar serviría para cerrar ese pequeño arañazo que parecía haberme causado su abierto rechazo.

—Es agradable volver a estar en casa, ¿verdad? —trató de incluirme en la conversación Nicéfora, quizá advirtiendo mi gesto sombrío. El rumbo que habían seguido mis pensamientos mientras cruzábamos la ciudad y la inmensa mole del palacio quedaba cada vez más cerca.

Miré a través de la ventana del carruaje, contemplando su fachada. Nuestra visita a la Corte de Otoño había supuesto un breve paréntesis en mis obligaciones, haciendo que mis tutorías quedaran en suspenso; estaba feliz de estar de nuevo allí, en la Corte de Invierno, pero un diminuto fragmento de mí parecía reacio a compartir el júbilo de haber dejado atrás todo lo sucedido.

En la Corte de Otoño había tenido que actuar como se esperaba que lo hiciera la Dama de Invierno. Tras mi arrebato contra Oberón y mi desencuentro con su amigo, el príncipe de Primavera, me había obligado a mantener un perfil bajo; a comportarme como la princesa servicial, callada y sumisa que todo el mundo parecía desear que fuera.

Mis tutores me exigirían lo mismo, y empezaba a acusar los primeros síntomas de cansancio. Los enfrentamientos, las continuas visitas al despacho del rey, donde aquellos hombres tan cínicos se encargaban de empujar a mi padre para que me reprendiera por el simple hecho de buscar su reconocimiento; que admitieran que estaba igual de capacitada que un hombre para asumir sus responsabilidades.

Las primeras dudas sobre si mis esfuerzos no habrían sido en vano germinaron en mi interior mientras pasaba la mirada por las hileras de ventanales, casi esperando toparme con la mirada de alguno de ellos, llena de condescendencia.

—Es maravilloso volver a casa —admití a media voz.

Regresar a la rutina hizo que parte de mi lúgubre humor no hiciera más que aumentar, atrapada como me encontraba en mis antiguas y exigentes clases con mis viejos tutores mientras trataba de no asfixiarme en la idea que había empezado a echar raíces dentro de mi mente: rendirme. Abandonar todo por lo que había luchado, intentando abrirme paso en aquel mundo creado por y para hombres.

Permitir que ellos vencieran.

Mi comportamiento en la Corte de Otoño —dejando a un lado la noche de Lammas, que la reina se había forzado a fingir como si nunca hubiera tenido lugar— parecía haber hecho sentir satisfechos a mis padres; tanto el rey como la reina se habían mostrado conformes y no habían emitido queja alguna. Estaba sorprendida de que mi madre no hubiera decidido compartir con mi padre lo sucedido durante aquella primera noche en nuestra corte aliada; ella misma me había exhortado a la mañana siguiente, augurando el terrible destino que le esperaría a nuestro hogar si seguía permitiendo que mi intempestivo comportamiento tomara las riendas.

Sin embargo, el hecho de que la reina hubiera decidido no hablar me hizo sentir cierto alivio: no habría sido capaz de soportar la decepción en la mirada de mi padre, haciendo que lo que llevaba rondando dentro de mi cabeza desde que regresáramos ganara más terreno y poder sobre mí.

Aquella mañana había decidido aceptar acompañar a mi madre en una de sus habituales —e insípidas— reuniones en las que solía socializar con otras mujeres de la corte. Rodeada de mis entusiastas damas de compañía, ocupé un discreto asiento en el fondo de la sala y me dediqué a contemplar desde mi rincón; vi a la reina rodeada por un reducido grupo de afortunadas, gesticulando para acompañar la historia con la que debía estar entreteniéndolas.

Me imaginé en el mismo lugar, relegada a esa responsabilidad: entretener a otras mujeres que habían sido apartadas, sentenciadas a ese maldito segundo lugar; reír con ellas mientras una parte de mí agonizaba al permitir que me silenciaran y alejaban de mi legítima posición. El estómago se me retorció con violencia ante ese tipo de pensamientos; ante la angustia y desazón que trajo consigo verme como mi madre, quien no parecía en absoluto incómoda o disconforme con el papel que tenía que representar.

Apreté las manos sobre mi regazo, notando un ligero entumecimiento extendiéndose por todo mi cuerpo.

Por el rabillo del ojo atisbé la silueta de una de las doncellas que se encargaban de vigilar que todas las presentes no requeríamos de nada y estábamos cómodas, disfrutando de aquel idílico momento para socializar y ponernos al día sobre los últimos cotilleos o rumores que corrían de boca en boca. Giré el cuello en su dirección, reconociendo su presencia, cuando la intuí inclinándose hacia mí; la joven tenía la mirada clavada en algún punto cualquiera, esquivando la mía.

—Alteza, me han pedido que os transmita un mensaje —dijo en un susurro bajo.

Mi espalda se irguió de manera inconsciente al escuchar aquellas palabras. Barrí con mis ojos lo que sucedía a mi alrededor, buscando oídos que pudieran estar más que atentos a saber lo que estaba comunicándome aquella doncella; nadie parecía prestarnos la más mínima atención, quizá por el rincón en el que había decidido refugiarme mientras fingía junto al resto de presentes.

Separé los labios, a la espera de recibir el mensaje.

—La Reina Madre ha pedido veros —una sensación helada se deslizó por mi espalda, erizando todo el vello de mi cuerpo—. Ahora.

Las sienes empezaron a latirme al escuchar la inconfundible orden que se escondía tras esa última palabra. Mi primer —y único— encuentro con la reina Deedra había sido producto de mi desesperación: había alcanzado la edad óptima para empezar a buscar a mi futuro esposo; muchas jóvenes de la corte ya se encontraban comprometidas, si no ya casadas, mientras que yo aún continuaba sin estar atada a nadie. Movida por la necesidad de impedir que el trono de la Corte de Invierno —lo que motivaría a la mayoría de pretendientes— cayera en las manos equivocadas, acudí a la última persona que creí que podría ayudarme.

La Reina Madre.

Ella me prometió ayuda, me prometió interceder ante mi padre para permitirme tener algún tipo de control —por pequeño que fuera— sobre mi futuro. Sin embargo, mi madre descubrió mi visita; la reina Deedra, mientras ella fue la prometida de mi padre, no le puso las cosas en absoluto fáciles. Aquella herida continuaba sin ser capaz de cicatrizar a pesar de los años que habían transcurrido; a pesar de que ahora era ella quien ocupaba su lugar.

Me puse en pie con un ligero tambaleo, como si mis piernas se hubieran convertido en dos bloques de hielo. A pesar del acuerdo que había alcanzado con la Reina Madre, la propia reina de Invierno me había dado la oportunidad de poder participar en la elección de mi ineludible compromiso; apenas había prestado atención a lo acordado, pues ni siquiera le había dedicado un mísero pensamiento... hasta ese preciso instante.

Seguí a la doncella que me había transmitido el mensaje hacia la puerta. Cuando espié por encima del hombro, comprobando que mi huida hubiera pasado desapercibida, me topé con los ojos entrecerrados de mi madre clavados en mí; encontré una sombra de sospecha en el fondo de su mirada, pero no pude hacer nada más que apartar la mía y escabullirme hacia el pasillo.

Una vez allí me permití unos segundos para tomar una gran bocanada de aire que llenara mis pulmones antes de atreverme a dirigir mis pasos en una dirección determinada que me conduciría hasta la solitaria ala desde donde la Reina Madre movía los pocos hilos que le quedaban. Alejé de mi mente aquel instante en que había descubierto los ojos de la reina de Invierno sobre mí y alcé la barbilla mientras me encaminaba en solitario hacia mi incierto encuentro.

Apenas tuve que golpear una sola vez la pesada puerta que conducía a los aposentos privados de la Reina Madre. Una mujer distinta a la que me había recibido aquel día me recibió, como si hubiera sabido desde el principio que era yo; en aquella ocasión no me dejaron en el pasillo, aguardando a que la reina Deedra diera su consentimiento: la doncella se hizo a un lado en actitud sumisa y yo traspasé el umbral, sintiendo cómo el valor que había ido acumulando mientras me dirigía hacia allí empezaba a flaquear nada más poner un pie dentro de aquellas estancias.

Me sorprendió encontrar a la anciana mujer esperándome en aquella antesala, sentada regiamente en una de las butacas y con el cabello cayendo sobre sus hombros como una capa plateada. Su nublada mirada se desvió hacia mí, haciendo que todos mis instintos me gritaran que diera media vuelta y saliera huyendo de aquel lugar; me obligué a dar paso tras paso hasta que me situé a su lado, tensa como la cuerda de un arco.

La Reina Madre esbozó una diminuta sonrisa de complacencia.

—Te han hecho llegar mi mensaje bastante más rápido de lo que esperaba —fue su saludo.

Asentí.

—Abuela —respondí con cautela.

Su gesto menguó de tamaño y me señaló con un movimiento seco de barbilla el asiento que quedaba vacío a su lado. Contemplé unos segundos el hueco antes de aceptarlo, sentándome sobre el borde y con todos los músculos en tensión; obligándome a sostenerle la mirada, sin permitirle ver lo mucho que su simple presencia me intimidaba.

—¿Era tu primer Torneo? —me preguntó, sin preámbulos.

—El primero fuera de la corte —admití.

Nunca me había considerado una acérrima seguidora de ellos, y mi padre siempre me había eximido de mis responsabilidades como princesa cuando era nuestro hogar la anfitriona; gracias a mi corta edad, podía disfrutar de la soledad en las pocas ocasiones en que la Corte de Invierno había tenido que albergar un evento de semejante envergadura e importancia para todas las cortes.

La reina Deedra ladeó la cabeza, estudiándome con atención.

—Las malas lenguas dicen que tuviste un pequeño desencuentro con el primogénito de Rhydderch —la garganta se me estrechó al recordar la humillación a la que sometí a Oberón y que hizo que me granjeara su antipatía, negándome su ayuda cuando más creía necesitarla.

Entrelacé mis dedos, escondiendo el ligero temblor que había empezado a sacudir mis manos. Aquel bochornoso episodio durante Lammas parecía haber sido borrado de la memoria de aquellas personas que habían estado al tanto del mismo; mi propia madre lo había condenado al olvido después de reprenderme y hacerme ver que no podía comportarme de ese modo, que debía mantener a toda costa la paz que reinaba entre nuestras cortes.

Al parecer, la Reina Madre tenía oídos en todas partes y se había hecho eco de lo sucedido. Sin embargo, y al contrario que la esposa de su hijo, ella no parecía contrariada por cómo me había comportado; en sus ojos era capaz de apreciar un inconfundible orgullo y una pizca de perversa diversión.

Me aclaré la garganta, intentando eliminar la obstrucción que impedía que salieran mis palabras.

—Me cobré una deuda del pasado, nada más —me valí de una media verdad para responder.

La sonrisa que antes había curvado los arrugados labios de mi abuela volvió a aparecer, encantada como se encontraba con el rumor —o no tan rumor— que le había llegado sobre nuestra estancia en la Corte de Otoño. Pronto se esfumó al leer en mi expresión lo poco que compartía con ella el sentimiento de orgullo por lo que hice.

—No deberías avergonzarte de lo que hiciste, Mab —dijo a modo de reprimenda, pasando sus uñas por el brazo de su butaca.

Pero lo hacía. No había estado bien, no me había beneficiado en absoluto después de que Airgetlam desvelara sus nada honestas intenciones respecto a su futuro dentro de la Corte de Invierno; traté de morderme la lengua, de contener aquella retahíla de reproches que ardían en mi garganta, sin éxito.

Todo lo que llevaba gestándose en mi interior desde que regresamos explotó delante de ella.

—¿Que no debería avergonzarme? —mi voz subió una octava, aunque no intimidó a mi abuela: casi parecía aburrida por mi repentino estallido—. ¡Dejé que mi orgullo infantil me cegara! Y perdí cualquier oportunidad de encontrar en él a un aliado para deshacerme de Airgetlam...

Ese nombre hizo que la Reina Madre se irguiera con repentino interés, haciendo que su mirada se iluminara. Trastabillé en mi diatriba de cómo aquel error me había hecho quedarme sola frente a la amenaza del hijo de uno de los consejeros de mi padre hacia mi trono. Hacia mi corona.

—Supongo que el joven Airgetlam estaría sumamente molesto por lo sucedido —dijo de manera reflexiva.

Supe que estaba refiriéndose al haber sido sustituido como campeón de la Corte de Invierno sin previo aviso. Una decisión por parte del rey que parecía haberle sacado de sus casillas y que yo había sido una silenciosa testigo —además de sus amigos más cercanos— de cómo había perdido la compostura en uno de los pasillos vacíos del palacio de Eógan, mascullando las promesas que le había hecho mi padre al suyo; asegurándole su lugar dentro del Torneo. Un lugar que aprovecharía para tratar de granjearse el apoyo del monarca de Invierno como pretendiente y futuro prometido de su única hija.

—Debió ser un duro golpe para su orgullo que sus planes de brillar en el Torneo de las Cuatro Cortes como campeón se vieran reducidos a un simple sueño —apostilló la reina Deedra con aparente inocencia, aunque el brillo de su mirada parecía indicar todo lo contrario. Luego chasqueó la lengua con fingida afectación.

Abrí la boca, pero no fui capaz de decir nada porque una extraña sensación empezó a formarse en mi estómago. Nadie había estado al tanto de las intenciones que guardaba el rey de Invierno respecto a quién representaría a nuestra corte en el Torneo, pese a que todos los rumores apuntaban al nombre de Airgetlam; ahora podía afirmar, sin temor a equivocarme, quién se encontraba detrás de los mismos: el propio Airdelam, consejero de mi padre, se había encargado de esparcirlos tras haber creído lograr convencer a su señor de que eligiera a su hijo. Sin embargo, y por algún motivo que a todo el mundo se nos escapaba, mi padre había decidido cambiar de parecer en el último momento, anunciando que el campeón de la Corte de Invierno sería Leann.

Entrecerré los ojos al repasar los hechos y contemplé a la Reina Madre con cierta sospecha, creyendo estar encajando algunas piezas mientras ella permanecía plácidamente sentada en su butaca, tamborileando los dedos sobre la madera de manera casi ausente. Mecánica, quizá.

—Airgetlam iba a ser elegido por mi padre —le confirmé a media voz, temiendo el camino que estaba siguiendo al basarme en simples suposiciones—. Su padre, lord Airdelam, así lo acordó con él...

—Qué terrible decepción para lord Airdelam descubrir que sus planes habían fracasado —canturreó la reina Deedra— y que su oportunidad para estar un poco más cerca de su ambicioso objetivo no existiría.

Aspiré una brusca bocanada de aire.

—Vos lo sabíais —lancé mi acusación, contemplándola desde una nueva perspectiva. Encajando una nueva pieza en aquel rompecabezas—. Sabíais de los planes de lord Airdelam para su hijo.

Ella alzó ambas cejas y luego me dedicó una sonrisa de apreciación, de orgullo ante mi perspicacia.

—Hay pocas cosas que logran escapárseme en este palacio, Mab —reconoció sin pizca de arrepentimiento—. La codicia desmesurada de lord Airdelam, por desgracia, no es una de ellas. Sabía que no debía bajar la guardia con él y mantenerlo estrechamente vigilado; los planes de mi hijo y su esposa por empezar a buscarte un esposo han sido un atrayente cebo para todos aquellos que anhelan ascender y obtener más poder dentro de la corte. No me equivocaba con ese hombre, como tampoco con su hijo.

Apreté mis dedos con fuerza hasta que atisbé cómo los nudillos se me ponían blancos.

—Fuisteis vos.

Todo empezó a cobrar sentido dentro de mi mente, rellenando los huecos que quedaban vacíos. La Reina Madre había estado al tanto de los movimientos de lord Airdelam; ella misma lo había admitido hacía apenas unos instantes.

Y no parecía guardar intenciones de negármelo, a juzgar por la sonrisa que aún retorcía sus labios.

Su inconfundible mano estaba detrás de aquel cambio tan sorpresivo por parte del rey, de aquella sustitución de última hora que había dejado noqueado a lord Airdelam y a su hijo por lo inesperado que había resultado después de haber acordado que sería Airgetlam quien sería el campeón de la Corte de Invierno.

—Sé lo que haría ese joven contigo si se convirtiera en rey, Mab —me dijo la reina Deedra, adoptando un tono serio—. No es la opción adecuada, es una amenaza para el futuro de la corte; para su seguridad.

»No me fue complicado hacer que mi hijo viniera a ver a su pobre madre, alegando el tiempo que había transcurrido desde la última vez que puso un pie en esta zona casi olvidada del palacio; tampoco lo fue hacerle ver la realidad, convencerle de que había mejores opciones para representar a nuestra corte. Opciones que no parecían guardar segundas intenciones —añadió con malicia.

El corazón arrancó a latirme con violencia al empezar a sentir un ramalazo de puro agradecimiento al comprender que ella había tratado de protegerme a su modo; sin embargo, aquel imprevisto no parecía haber disuadido a Airgetlam y a su padre de continuar con sus planes de ver al joven ocupando el trono de la Corte de Invierno.

Sabía que no se rendirían.

Mi cuerpo se sobresaltó al sentir una de las manos de la Reina Madre cubriendo las mías. Bajé la mirada hacia mi regazo, contemplando su piel envejecida y surcada por las venas que sobresalían; aquel contacto, el primero que había entre nosotras, hizo que el temor que había sentido al inicio, después de haber recibido su mensaje, disminuyera en mi interior. Aunque no llegó a desaparecer del todo.

Tras unos segundos observando nuestras manos, logré reunir el valor suficiente para alzar los ojos hasta los suyos, nublados por la edad.

—Te prometí que te brindaría mi ayuda, Mab —me recordó con amabilidad, casi con una pizca de cariño maternal—. Y eso es lo que estoy haciendo.

»Por ti. Por la Corona.

»Por la Corte de Invierno.

* * *

Cuando todo el mundo cree que la Reina Madre es una vieja que ya chochea y cuyos hilos en la corte se han desvanecido:

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