| ❄ | Capítulo nueve

—No te ha quitado la vista de encima en ningún momento —canturreó Nicéfora con una sonrisa que oscilaba entre la picardía y la maldad.

Mis dedos se cerraron con más fuerza alrededor de la copa de plata que sostenía de manera inconsciente al saber que era la diana de su mirada.

Tras la parada obligatoria frente a los reyes de Otoño, donde cruzamos un par de frases de cortesía, mis padres me habían permitido vagar con libertad por el patio, entremezclándome con el resto de invitados. Con Nicéfora a mi lado, nos habíamos dedicado gran parte de la velada a cuchichear y a que ella me pusiera al corriente de los últimos rumores de los que se había hecho eco.

Nuestra diversión quedó en suspenso cuando mis ojos se detuvieron en un grupo un tanto particular. Sus rostros, al principio, me resultaron tan indiferentes como el resto de personas con las que me había tenido que interactuar; sin embargo, dos de ellos hicieron que la sangre de todo mi cuerpo quedara congelada al reconocerlos.

Los años que habían transcurrido sin vernos —pues yo apenas había salido de la Corte de Invierno desde aquel desastroso primer viaje y los Torneos no eran de mi agrado, lo que me hacía evitarlos a toda costa— parecían haberles sentado bastante bien a ambos.

El estómago se me retorció cuando contemplé a Kalimac, siempre con una mueca de desdeñosa superioridad —pues él era el Caballero de Primavera, el futuro rey— plasmada en su expresión, y a su inseparable compañero, Oberón. El Caballero de Verano estaba en la flor de su adolescencia y el tiempo que había pasado junto al ejército, el esfuerzo al que debía haberse visto sometido, se dejaba intuir por el modo en que sus prendas se le ceñían a ciertas partes de su cuerpo.

Además, su cabello castaño estaba mucho más corto que cuando nos conocimos... y su rostro había adquirido una dureza que, supuse, era resultado de una intensa instrucción donde sus privilegios como heredero al trono no tenían ningún tipo de valor.

Como si hubiera intuido mi escrutinio, Oberón desvió la mirada en mi dirección.

Me obligué a mantenérsela, recordando la baja opinión que tenía de mí. Observé, no sin satisfacción, cómo el príncipe de Verano me contemplaba con inusitado asombro, quizá asombrado por el cambio que habían obrado aquellos años en mí; cuando sentí que la cuerda se tensaba demasiado, que había tenido suficiente de aquella silenciosa batalla de miradas, le susurré a Nicéfora que buscáramos otro rincón más tranquilo y rompí el contacto visual.

Desde entonces había podido sentir sus ojos sobre mí, tal y como Nif acababa de confirmarme mientras espiaba a la multitud, fingiendo beber de su copa.

Puede que a mi amiga le emocionara saberme el centro de atención del Caballero de Verano, pero lo único que me producía a mí era un nudo de una extraña emoción en la boca del estómago. Ahora que me había visto, ¿me habría reconocido siquiera? ¿Seguiría pensando lo mismo, creyéndome una niñita...?

Una oleada de alboroto entre los invitados me distrajo de mis propios pensamientos, devolviéndome al presente. Enfoqué al rey de Otoño que, en algún momento de la velada, se había situado frente al poderoso tronco del roble y nos sonreía a todos de manera afable mientras su esposa le respaldaba. Cuando alzó su copa, los murmullos de las conversaciones fueron apagándose hasta que todos nos quedamos en un expectante silencio.

—¡Queridos amigos, me gustaría daros las gracias a todos vosotros por encontraros aquí esta noche, acompañándonos en un momento tan especial para mi corte! —empezó, alzando la voz para que su discurso llegara a cada rincón del patio, a cada persona que había allí—. Lammas es una de las festividades más importantes en la Corte de Otoño. Para nosotros, la llegada de Lammas significa la llegada del cambio —giró su rostro parcialmente hacia el imponente árbol que crecía a sus espaldas, el indiscutible protagonista—. Pero, dejando esto a un lado, existe una pequeña costumbre relacionada con la caída de las hojas del Roble Milenario —en el rostro del rey Eógan mostró una sonrisa divertida—: la gente suele coger una de ellas para ofrecérsela a alguien en quien está interesado... —un pequeño coro de risas se elevó de aquellos cortesanos oriundos de aquel lugar—. Aunque sólo sea para conseguir un baile.

El discurso del monarca finalizó poco después, cuando mencionó que la Ceremonia de Inicio sería a la noche siguiente, en aquel mismo lugar.

La multitud emitió un sonido ahogado cuando una de las hojas del roble se soltó con deliberada lentitud de su peciolo, la parte que la mantenía unida a la rama. El rey Eógan depositó con cuidado la copa en el suelo y alzó ambas manos en dirección a la solitaria hoja; una corriente de aire brotó de sus palmas, haciéndola girar en espiral hasta que sus dedos la sostuvieron.

Con una pomposa floritura, el hombre ofreció la primera hoja a su reina quien, con una sonrisa comedida, la aceptó de buena gana y la prendió en su vestido, en una zona donde todo el mundo pudiera contemplarla sobre el resto de hojas que lo conformaban.

Después, una a una, las viejas hojas del Roble Milenario empezaron a caer como si de lluvia se tratara. Alcé la mirada para ver cómo planeaban desde distintas alturas, cayendo del mismo modo que lo hacían los copos de nieve en mi hogar, arrancando alguna que otra exclamación de deleite por parte del público; el tiempo pareció detenerse mientras las hojas empezaban a cubrir el suelo y los primeros valientes se atrevían a tomar una y ofrecerlas.

Descubrí a mi padre con una hoja en la mano, doblándose por la cintura mientras se la tendía a mi madre. La reina fingió pensarse durante unos instantes su decisión, pero una diminuta sonrisa la delató; me obligué a apartar la mirada, sintiendo de nuevo aquel pellizco en el pecho.

Fue entonces cuando me fijé en que la sonrisa de Nicéfora titubeaba unos segundos antes de que sus ojos se clavaran en los míos con un brillo de alarma. No tardé mucho en comprender a qué se debía aquella reacción por su parte, ya que la inconfundible silueta del Caballero de Verano cubrió mi visión cuando se interpuso frente a mí y el resto de invitados.

Alcé la mirada hacia su rostro, molesta por aquellos visibles centímetros de diferencia.

—Alteza —conseguí pronunciar entre dientes; Nicéfora, todavía situada a mi lado, permanecía muda por el asombro.

Negar el atractivo de Oberón sería una completa estupidez. Sus rasgos redondeados, pertenecientes a la niñez, estaban empezando a desaparecer, permitiendo intuir cierta angulosidad en la línea de la mandíbula o los pómulos; en su desarrollo, el príncipe heredero cada vez se asemejaba más a su padre.

Además, sus ojos castaños me contemplaban con una seguridad apabullante que antes no había estado allí.

El jovencito desgarbado que se ruborizaba por las atenciones que le prodigaba su madre tras reencontrarse después del tiempo que pasó lejos del palacio parecía haber desaparecido, dejando en su lugar a aquel adolescente —que pronto se convertiría en un hombre— que estaba detenido frente a mí... dándole vueltas a una hoja de roble entre los dedos.

—Me temo que no he tenido la ocasión de presentarme y...

La indignación me abrasó por dentro cuando comprendí que no me había reconocido, o que estaba jugando conmigo, fingiendo no saber quién era. Sentí mis mejillas arder mientras notaba la perfecta —y envenenada— réplica en la punta de mi lengua, a la espera de ser disparada como el peor de los dardos.

Ladeé la cabeza y compuse mi mejor, e inocente, sonrisa.

El temor que me había estado agobiando desde que supiera que ese reencuentro iba a producirse se había evaporado de mi interior. Había sido una estúpida por tener ciertos reparos a volver a encontrarme con el príncipe heredero de Verano, creyendo no estar preparada para aquel enfrentamiento; haciéndome dudar de mí misma y de todo lo que había logado en aquel tiempo. Ahora que tenía delante de mí a Oberón, una extraña sensación de aplastante seguridad me embargó, animándome a continuar y dejar que mi lengua afilada aflorara durante unos breves instantes.

Los que necesitaría para aplacar a ese principito Seelie.

—Oh, me temo que ya lo hicieron en el pasado, Alteza —le interrumpí con un tono dulce que hizo que Nicéfora enarcara ambas cejas debido a que nunca solía hablar de ese modo... a excepción de cuando estaba tramando algo.

Contemplé con un ramalazo de perversa diversión a Oberón pestañear, seguramente tratando de ubicarme. ¿Acaso ese necio se había olvidado de mí...? Un torbellino de ira congelada empezó a agitarse en el fondo de mi estómago.

Luego, no tanto para mi deleite, el príncipe esbozó una sonrisa con la que pretendía restarle hierro al asunto e hizo girar la hoja que seguía entre sus dedos de nuevo.

—He estado algo apartado de la vida en la corte estos últimos años... —trató de justificarse, demostrando que no tenía ni idea de quién era.

Obligué a mis comisuras a no perder la sonrisa mientras, por dentro, deseara fulminarle.

—¿Necesitáis algo de ayuda, mi señor? —le ofrecí, batiendo las pestañas coquetamente en su dirección.

Por la expresión que puso, adiviné que estaba agradecido por aquel gesto por mi parte.

Di un paso para que quedáramos más cerca el uno del otro y nadie, a excepción de Nicéfora, pudiera escuchar mis palabras. Aquel acercamiento no pareció incomodarle lo más mínimo, quizá suponiendo que estaba muy interesada por despejarle las dudas sobre mi identidad.

Sonreí y le hice un gesto para que se inclinara hacia mí.

—Permitidme que os refresque la memoria, Caballero de Verano, repitiendo lo que compartisteis con vuestros amigos en aquella modesta fiesta de compromiso de vuestro hermano menor sobre mí —ronroneé con retorcido placer—: según vos, solamente sería una servicial y obediente esposa... En vez de la próxima reina de la Corte de Invierno; aunque, en vuestras propias palabras, si no me falla la memoria..., añadisteis muy seguro que no sería la reina de nada —mostré la sonrisa que reservaba cuando estaba cerca de dar el golpe definitivo e hice una parodia de venia, fingiendo una actitud humilde—. Soy la Dama de Invierno, mi príncipe.

Saboreé la palidez del rostro de Oberón cuando mis palabras surtieron el efecto que yo deseaba: hacerle recordar aquel momento, pese a que habían pasado años. Hacerle saber que lo había escuchado, pese a que no debería haber oído ni una sola palabra de esa conversación privada.

—Decidme, Alteza —proseguí, dispuesta a alargar la mortificación del príncipe de Verano—, ¿habéis cambiado de opinión respecto a mí y por eso habéis decidido acercaros... o simplemente os distraéis con una cara bonita?

Oberón boqueó como un pez fuera del agua, intentando buscar una excusa que pudiera salvarle de aquella humillación a la que estaba sometiéndole. Me crucé de brazos al mismo tiempo que retrocedía hasta mi antigua posición, junto a mi amiga... que continuaba muda.

—Fíjate bien, Nicéfora —comenté con tono desdeñoso—. Va a tener que pulir mucho sus habilidades como diplomático si no desea llevar a su corte a un conflicto de talla internacional por no saber morderse la lengua y dejar pasar la oportunidad de alardear junto a su grupo de amigos.

Un rubor cubrió las mejillas del príncipe mientras yo seguía hostigándole con mis palabras, disfrutando de cada segundo de su silencio.

—No espero una disculpa por vuestra parte, Alteza —le dije al Caballero de Verano—, pero sí os recomendaría que cuidarais de ahora en adelante vuestras palabras... y vuestra opinión: bien saben los elementos que hay oídos en todas partes —agregué con maldad.

Tras aquel golpe de gracia, giré sobre la punta de mis zapatos y di por concluida mi velada. Eché a andar hacia la puerta más cercana, sintiendo un cosquilleo de indudable satisfacción por aquella victoria, que tan dulce era; tardé unos segundos en escuchar los pasos de Nicéfora a mi espalda, pero no me preocupó lo más mínimo: en aquellos instantes, lo único que ocupaba mi mente era mi venganza contra Oberón... y la esperanza de que alguien hubiera visto lo sucedido.

Ya se encargaría Nif de hacer correr los rumores pertinentes, aumentando así la humillación del príncipe.

Tan absorta me encontraba que no vi a la joven que salió de la nada, haciendo que ambas estuviésemos a punto de colisionar. Me fijé vagamente en su cabello caoba, casi a juego con sus ojos de color castaño, y en las ropas que la señalaban como alguien perteneciente a la Corte de Primavera antes de proseguir mi camino hacia mis aposentos, donde podría disfrutar como merecía de mi pequeño triunfo.

* * *

Un aplauso para la breve aparición de viejos personajes *guiño, guiño*

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