| ❄ | Capítulo dieciséis

La culpabilidad me golpeó con contundencia cuando escuché que la Reina Madre había estado vigilando mis espaldas desde las sombras, moviendo sus pocos hilos con el único propósito de alejarme de las garras de aquéllos que suponían una amenaza para lo que queríamos: nuestro hogar. Nuestra corte.

La Reina Madre me observaba con gesto severo, reprendiéndome en silencio por mi falta de perspicacia hasta ese preciso instante, después de que hubiera encajado todas las piezas. Mi madre, tras enterarse de mi primera visita, no había dudado un segundo en exhortarme, dejando ver las pequeñas grietas de su perfecta armadura; la relación entre las dos reinas nunca había sido ideal, sus caracteres y distintas formas de ver la vida les habían empujado en direcciones opuestas.

Por mucho que la reina Méabh hubiera tratado de convencerme de que me mantuviera alejada de su antecesora, una gran parte de mí podía entender a la reina Deedra, el modo en que había actuado; ella había estado en mi mismo lugar en el pasado, había sido la Dama de Invierno y se le había obligado a acatar las órdenes.

Pero mi abuela no se había dejado mangonear sumisamente: haciendo gala de su astucia, había movido los hilos para conseguir lo que se proponía.

Y lo logró, en parte.

—Sé que tu madre se enteró de nuestro primer encuentro —continuó la Reina Madre y su tono cambió a plano—. También estoy al corriente de lo poco conforme que se encontraba y de tu promesa.

La voz de mi madre resonó en mis oídos, advirtiéndome de que no toleraría ningún tipo de complot en la selección de mi futuro prometido. ¿Habría visto en el cambio de campeón la inconfundible huella de la Reina Madre? La reina Méabh jamás aceptaría la ayuda de mi abuela, estaba tan cegada por el daño que le causó mientras duró el compromiso —incluso tiempo después de que finalmente se casara con mi padre y el título de Dama de Invierno pasara a ella—.

Sin embargo, y aunque mi madre no fuera capaz de verlo, tanto ella como la Reina Madre estaban en el mismo bando; perseguían el mismo objetivo: encontrar el pretendiente adecuado para mí. Un joven que no estuviera sediento de ambición, alguien que no me pusiera muchos obstáculos para ocupar mi legítimo lugar y poder llevar las riendas de la corte.

Apreté los labios.

—Mi madre no confiaba del todo en mí —repuse.

Una sonrisa sibilina apareció en el rostro de la reina Deedra.

—Porque no puede evitar ver algo de mí en ti, Mab —contestó con sencillez.

Aquella demoledora verdad hizo que mi estómago diera un vuelco. En mi mente repasé todos mis desencuentros con mi madre, el modo en que ella siempre había intentado convertirme en una imagen a su semejanza; otra pieza pareció encajar en su lugar, brindándome una nueva perspectiva al comportamiento de mi madre. Al modo que reaccionaba cuando mi forma de ser cada vez se perfilaba más, recordándole a una persona que en el pasado le había causado tanto dolor.

—Tiene miedo de verme convertida en... en vos —balbuceé.

La Reina Madre entrecerró los ojos al detectar un timbre de angustia en mi voz.

—¿Acaso es motivo de vergüenza aspirar a convertirte en una mujer que controle su propia vida? —me preguntó con frialdad—. ¿En una mujer que no permita que los hombres impongan su voluntad, siendo relegada a un lado como si fuera un simple objeto?

Una sensación helada se extendió por mi cuerpo al pensar en Airgetlam siendo escogido como mejor opción. Ese malnacido no dudaría un segundo en arrebatarme todo lo que me pertenecía, dejándome a un lado; mi lucha, mis continuos esfuerzos por demostrar mi propio valor, serían en vano y yo tendría que pasarme el resto de mis días sentada en el segundo trono mientras contemplaba a ese usurpador robándome lo que era mío por derecho propio.

Vi que la reina Deedra asentía para sí misma, como si hubiera leído mis pensamientos.

—Nunca te avergüences de ser quien eres, Mab —me recomendó—. Eres fuerte. Inteligente. Astuta. Sabes lo que realmente quieres. No permitas que nadie te convenza de lo contrario; no dejes que nadie te aparte de tu camino.

Deseé que aquellas palabras las pronunciara mi madre, que confiara lo suficiente en mí para saber que todo lo que estaba haciendo era con el único fin de demostrar mis propias aptitudes para que se me permitiera reinar por mí misma, sin necesidad de delegar esa responsabilidad en un extraño.

Pero la reina de Invierno había crecido con la convicción de que las mujeres no éramos suficientes. Que no estábamos preparadas para asumir las mismas cargas que a los hombres; mi madre se encontraba cómoda creyendo aquella mentira que nos habían obligado a repetir casi desde la cuna.

No parecía ser consciente de lo falsa que resultaba aquella creencia a todas las mujeres que comulgaban con aquella idea autoimpuesta, una jaula que nos mantenía atrapadas sin que fuéramos siquiera conscientes.

—Mi madre...

Un relámpago de inconfundible molestia cruzó los ojos acuosos de la Reina Madre al traer a colación a la actual reina de la Corte de Invierno.

—Tu madre es débil —dijo con un atisbo de rencor—. Y siempre ha sido demasiado ingenua.

De nuevo sentí esa imperiosa necesidad de salir en su defensa frente a mi abuela, quien había demostrado no tener un ápice de piedad.

—Fue el dogma que le enseñaron durante toda su vida —rebatí, con todos mis músculos del cuerpo rígidos—. Lo que le inculcaron desde niña, como a muchas otras.

Mi alegato no fue suficiente para la Reina Madre, que compuso una mueca desdeñosa.

—Todas ellas, tu madre incluso, podrían haber optado por abrir los ojos y luchar —repuso—. Yo lo hice... Al igual que tú.

La conversación con la reina Deedra me persiguió después de dejar a la anciana en sus aposentos, con la mirada clavada en el fuego que una de sus doncellas había avivado mientras yo abandonaba la estancia, con el corazón encogido. Mientras hacía el camino inverso, regresando a las zonas más concurridas del palacio, mi cabeza no dejó de asaltarme con la voz de mi abuela, instándome a que no me rindiera.

Que no me convirtiera en una más.

Mordí el interior de mi mejilla mientras imágenes de mi madre se sucedían en mi mente, provocando que sintiera cómo mi corazón se constreñía. ¿Sería cierto que la reina temía que, al brindarme la libertad de permitirme ser como era en realidad, me convirtiera en alguien como la Reina Madre? Comprendía los reparos que guardaba respecto a la reina Deedra por el daño que le causó en aquellos años en que su vida cambió por completo tras ser comprometida con el por aquel entonces príncipe heredero de la Corte de Invierno, pero la Reina Madre había luchado con uñas y dientes por mantener las riendas de su propia vida.

Me sentía atrapada entre ser fiel a mi madre... y seguir los consejos de mi abuela.

—¿Alteza? —una vocecilla me distrajo, sacándome de mis agitados y enrevesados pensamientos.

Mis ojos no tardaron en descubrir a la propietaria: una casi atemorizada doncella me observaba desde una distancia prudencial, con la barbilla temblorosa. Su rostro no me resultó familiar, y parecía más joven incluso que yo; traté de componer una expresión afable, procurando no aterrorizarla más de lo que ya se encontraba.

La doncella se dobló de nuevo en una presurosa reverencia y bajó la mirada al suelo.

—La reina solicita vuestra presencia —anunció con voz trémula.

El vello se me puso de punta, al mismo tiempo que las sospechas crecían en mi interior. Me resultaba demasiado conveniente que mi madre hubiera ordenado que me buscaran después de haber abandonado los aposentos de la Reina Madre; procuré que mi rostro no mostrara ni un ápice de lo que realmente estaba pasando por mi mente en aquellos instantes. ¿Quién de todos los espías con los que contaba la reina de Invierno le habría advertido sobre mi presencia en el ala donde la antigua reina Deedra se encontraba recluida?

Le hice un gesto para que me condujera hacia donde mi madre esperaba, quizá con otra discusión respecto a la repentina cercanía que había nacido entre aquella mujer que le había hecho la vida imposible y su hija... quien cada vez iba pareciéndose más a ella.

Seguí en silencio a la joven, atravesando los concurridos pasillos donde se encontraban socializando algunos invitados de mis padres y los nobles que estaban instalados allí, como las familias de los consejeros del rey.

Dediqué educadas sonrisas mientras mi mente no dejaba de planificar mi encuentro con la reina. Tenía una leve idea de lo que podía esperarme de aquella inesperada reunión, y rezaba a los elementos para que fuera sin la inquisitiva mirada de su camarilla de damas de compañía.

La doncella se detuvo frente a nuestro destino y yo contemplé las puertas delicadamente labradas tras las que me esperaba la reina. Tomé una bocanada de aire, preparándome para lo que me esperaba al otro lado; la joven llamó un par de veces, haciéndose a un lado cuando uno de los mayordomos entreabrió las hojas, permitiéndome el paso.

De todos los escenarios con los que mi mente había fantaseado, jamás habría creído toparme con aquello.

Una emboscada.

Había dado mi palabra de no eludir mis responsabilidades, dejando a mi madre vía libre para que diera comienzo con su tan anhelada búsqueda de pretendientes. El asunto se había precipitado tras nuestra visita a la Corte de Verano, seguramente instigado por los insidiosos comentarios sobre cómo era posible que la Dama de Invierno —la heredera de la corte, una mujer— aún no hubiera sido comprometida.

La reina de la Corte de Invierno me sonrió desde su asiento. Me sentí estúpida por no haberme percatado de lo íntimo que resultaba el saloncito y lo que suponía que mi madre lo hubiera elegido como punto de reunión: junto a ella, ocupando uno de los sofás, se encontraba el motivo por el que se le había ordenado a esa joven doncella que diera conmigo.

—Ah, Mab —dijo la reina, haciéndome un gesto para que me acercara—. ¿Conoces a la condesa Dorcha, de Ymdredd, y a su hijo, lord Alister?

El susodicho deslizó sus ojos castaños sobre mí con brillo inquisitivo. Su madre, por el contrario, esbozó una sonrisita amable; Ymdredd estaba a una generosa distancia de Oryth, lo que parecía delatar las intenciones que guardaban la condesa y su primogénito —pues, si no me fallaban las enseñanzas del maestro Aen, el matrimonio entre el conde y lady Dorcha había sido fructífero, siendo lord Alister el mayor de cuatro hermanos— si habían decidido viajar desde su lejano condado hasta allí.

Estudié al joven lord, con su cabello negro y su tez pálida. Poseía unos rasgos afilados, además de una nariz ligeramente ganchuda; bajo las pesadas prendas de ropa tampoco se adivinaba un cuerpo fortalecido por un constante ejercicio. Nada en Alister me resultó atractivo, más bien anodino.

Sin embargo, no debía juzgarle por la apariencia: Airgetlam me había demostrado que una cara bonita podía esconder al peor y más sediento de los monstruos. Por eso mismo forcé una sonrisa educada y obedecí en silencio a mi madre; les dediqué a la condesa Dorcha y a su hijo un gesto de cabeza a modo de saludo antes de situarme junto a la reina de la Corte de Invierno. Ella parecía pletórica, emocionada con la idea de encontrar un candidato a la altura y poder iniciar los preparativos para hacer el tan ansiado anuncio de mi próximo compromiso.

—Es un honor, Ilustrísimas —dije con tono comedido.

Lord Alister se incorporó de su asiento para doblarse en una protocolaria reverencia, bajando la mirada al suelo.

—Alteza.

Obligué a mis labios a continuar sonriendo, intentando convencerme a mí misma de que aquella emboscada planificada enteramente por la reina era mucho mejor que una nueva discusión con ella por haber acudido a la Reina Madre, quien había empleado su encanto y poder para salvarme de las garras de lord Airgetlam.

—La condesa y su familia se quedarán en Oryth un tiempo, convirtiéndose en nuestros invitados —retomó la palabra mi madre, entrelazando sus manos delicadamente sobre el regazo.

Mi sonrisa titubeó al saber que tenían planeado instalarse un tiempo —unas semanas, quizá al principio— para que el joven lord Alister pudiera tratar de cortejarme. Aquel era un terreno que conocía muy poco, pues siempre había mostrado casi un nulo interés en involucrarme más de lo necesario; aquel joven que me observaba junto a la condesa no se conformaría con un simple flirteo.

Él lo quería todo.

—Será todo un honor teneros aquí, en palacio —sonreí como correspondía, la viva imagen de una princesa servicial y encantadora.

En los ojos de mi madre vi relucir la aprobación, que ayudó a contrarrestar el nudo que tenía en el pecho después de que la Reina Madre afirmara que su nuera veía en mí su propio reflejo. La imagen de la mujer que hizo todo lo que estuvo en su mano para que el compromiso se rompiera, haciéndola sentir desdichada.

—He oído hablar de unos magníficos rosales negros, Majestad —intervino la condesa Dorcha, tratando de llamar la atención de mi madre—. Mi hijo, Alister, adora todo lo relacionado con la botánica...

La sutil sugerencia no pasó desapercibida para la reina, como tampoco para mí. Mantuve una expresión cándida, fingiendo no haber sido consciente de la audaz jugada de la condesa, mientras mi madre esbozaba una amplia sonrisa conspirativa.

—Quizá la princesa podría mostrárselos personalmente —insinuó la reina, lanzándome una elocuente mirada.

Pensé en las palabras de la Reina Madre.

Pensé en mi palabra, la promesa que le hice a mi madre de no eludir por más tiempo el asunto de mi compromiso.

—Será un placer para mí, Su Ilustrísima.

* * *

¿Y este caballero que viene desde el quinto pino...? 

(a propósito de su afición por la botánica)

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