| ❄ | Capítulo cuatro

Nicéfora hundió la mitad superior de su cuerpo en uno de mis armarios mientras yo contenía una sonrisa de diversión. Mis doncellas, que trataban de poner algo de orden tras nuestra tarde allí encerradas, fingían no estar pendientes de la joven y el desastre que podía organizar en un instante... porque ya habían tenido que enfrentarse al torbellino de energía en el que se convertía cuando alguna idea empezaba a formársele en su mente.

Lady Nicéfora, hija del conde Ferroth, había pasado a formar parte de mi pequeña camarilla de damas de compañía... además de convertirse en mi mejor amiga. Mis padres tomaron la decisión poco después de que regresáramos de la Corte de Verano, quizá azuzados por las conversaciones que habían mantenido con los otros invitados respecto a mi posición ya no solo como princesa, sino como futura reina; al principio me resistí a tener a todas aquellas jovencitas a mi alrededor, acompañándome día y noche, siempre que no estuviera ocupada con mis lecciones. Sin embargo, y a pesar de mis súplicas, no pude deshacerme de mis damas de compañía y los años que transcurrieron desde entonces hicieron que al final me acostumbrara a su presencia.

—Dime, Mab, ¿has recibido alguna nota por parte del joven Kelvar? —escuché la voz ahogada de Nicéfora desde el interior del armario.

Puse los ojos en blanco, sabiendo que mi amiga no podía ver ese gesto.

Cuatro noches atrás, durante una de las habituales recepciones que había celebrado mi padre en honor a un compromiso para el que había dado su beneplácito, Nicéfora me había susurrado al oído que «un joven bastante apuesto no había dejado de mirarme en toda la noche»; divertida por el reto que vi en sus ojos, no tardé mucho tiempo en divisar al chico que mi dama me había señalado con discreción a través de la afluencia de nobles allí reunidos.

Nicéfora no había mentido al describirlo como apuesto: alto, de cabello negro y ojos de un azul mucho más oscuros que los míos. El motivo de por qué había llamado su atención no era ningún misterio: era la princesa heredera... y todavía no me habían impuesto ningún pretendiente con el que tendría que comprometerme.

Había empezado a lidiar con ese tipo de atención cuando entré de lleno en la adolescencia y aquellos pequeños cambios de mi cuerpo se hicieron mucho más evidentes... e imposibles de obviar. Sin embargo, la llegada de Nicéfora a mi lado —el hecho de que tuviésemos edades similares y ella hubiese tenido que pasar por lo mismo que yo— hizo que todo aquello se suavizara, volviéndose más soportable.

Mi dama de compañía me susurró al oído de manera insidiosa, pidiéndome algo de diversión en aquella soporífera velada. Y yo, cansada de aguantar la compostura tras horas sonriendo a desconocidos, acepté; Nicéfora me dedicó una sonrisa traviesa cuando mantuve contacto visual con aquel desconocido que me había señalado hasta que el chico pareció reunir el valor suficiente para acercarse a mí.

Después, sin que nadie se percatara, me deslicé de su brazo hacia una de las puertas acristaladas que conducían a los jardines.

—¿Alguna nota? —repetí burlonamente, arrugando la nariz—: Ha estado insistiendo en que nos viéramos de nuevo.

Nicéfora salió del armario, con los brazos vacíos pero con la mirada brillante por la posibilidad de buenos chismorreos.

Ella tampoco había estado sola aquella noche, después de que yo decidiera aceptar la compañía de aquel joven; sin embargo, la velada de Nicéfora resultó ser mucho más divertida que la mía.

Mi nariz se arrugó aún más cuando recordé los patéticos intentos de mi acompañante de arrastrarme a un rincón mucho más privado donde hacer cosas más interesantes que charlar de temas insulsos y aburridos sobre los jardines.

—¿Sólo vas a decirme eso? —me presionó Nicéfora—. Princesa cruel...

Sonreí sin poderlo evitar.

La niña que había sido se esfumó después de que el príncipe heredero —y sus amigos— me abriera los ojos con aquel jarro de agua fría. Desde que mi padre me nombrara futura reina, había intentado de convertirme en la persona que ellos —sus malditos consejeros, que algún día estarían bajo mis órdenes... o las de mi esposo— habían deseado; después de aquel choque con la realidad, decidí que me había cansado de seguir las directrices que aquellos hombres me habían impuesto.

Me había cansado de seguir permitiendo que me trataran de aquel modo tan ruin, justificándose por el hecho de que no hubiera nacido hombre.

Me había cansado de su maldita condescendencia, de que me miraran con lástima por no creer que pudiera estar a su misma altura; por creer que, debido a mi condición de mujer, no sería capaz de sobrellevar mi posición.

Yo era la heredera del rey, era la futura reina de la Corte de Invierno.

Nadie iba a quitarme lo que me pertenecía por derecho.

Eso había supuesto un cambio en mi manera de abordar la situación. Si antes había sido complaciente y callada con mis maestros, soportando cómo me humillaban por el simple hecho de haber nacido mujer, creyéndome débil, ahora mis respuestas cortantes me habían supuesto continuas discusiones y miradas de silencioso reproche por parte de mi padre cuando mis maestros corrían a contárselo, incitando al rey para que tomara medidas en el asunto y tratara de meterme en vereda, convirtiéndome de nuevo en aquella niñita formal y silenciosa que aguantaba los golpes de sus hirientes palabras de menosprecio.

En aquellos años había aprendido, y no solamente las aburridas lecciones a las que era sometida. Había observado con atención a todos aquellos hombres que pertenecían a la corte, que oscilaban alrededor de mi padre con el único propósito de obtener más poder; les había estudiado en silencio, mientras ellos apenas eran conscientes de mi sigilosa presencia, y luego había tomado notas. Las suficientes para conseguir las garras que necesitaba para proteger lo que me pertenecía.

A lo que no estaba dispuesta a renunciar.

—Ya te lo dije todo, Nif —dije, encogiéndome de hombros—. Parecía demasiado entusiasta y yo no tenía ningún interés en... cumplir con sus expectativas de la noche.

Mi amiga dejó escapar una risotada mientras se dejaba caer en uno de los sofás y mis doncellas se apresuraban a encargarse del armario donde Nicéfora había estado indagando hasta que había encontrado algo más interesante.

—Le partirás el corazón —repuso de manera teatral.

Enarqué una ceja, conteniendo una sonrisa.

—Otro más que añadir a la princesa de hielo —ironicé, dejando caer la cabeza hacia un lado.

Nicéfora se apoyó sobre uno de los reposabrazos y vi que la diversión se había esfumado de su rostro, anunciando que el tema que rondaba por su mente era demasiado serio.

—He escuchado a mi madre decir que se han empezado a hacer las primeras... indagaciones respecto a tus posibles candidatos —comenzó, con cautela, mirándome a los ojos.

Me tensé en mi sitio.

La visita que hicimos a la Corte de Verano fue reveladora en varios aspectos, lo que trajo consigo ligeros cambios. Damas de compañía, más horas de lecciones en compañía de mis soporíferos maestros, un mayor interés en mi persona como princesa... Mi madre se volcó aún más en mí, incrementando su vigilancia; aunque no me lo dijo directamente, supe que había delegado parte de su control en mis doncellas. Todo el mundo pareció centrar su atención en mí, en evaluarme.

Y aquel interés se tradujo en que esas responsabilidades que yo prácticamente había esquivado volvieran para atraparme.

Empezando por una lista de posibles candidatos para convertirse en mi prometido.

Masajeé mi cuello, notando una tensión que antes no había y que había aparecido cuando Nif mencionó los rumores que ya corrían por la corte sobre los discretos movimientos que había llevado a cabo mi madre para iniciar su búsqueda.

—Es cierto —fue lo único que dije.

No me encontraba cómoda tocando ese tema en concreto. Las intenciones de la reina habían quedado al descubierto después de que tuviera mi primer sangrado; tal y como había temido, aquel suceso no hizo más que hacer acrecentar los miedos que me habían acompañado desde que era niña y mi cuerpo había empezado a mostrar los primeros cambios. Ahora que había alcanzado la edad fértil, había llegado el momento idóneo para encontrar al que se convertiría en mi futuro esposo... y al que tendría que darle herederos.

Apreté los labios al pensar en esa cuestión.

Nicéfora era consciente de lo mucho que me contrariaba pensar en aquel asunto y ambas habíamos apartado aquel tema de buena gana... hasta ahora, cuando los primeros rumores comenzaban a surgir como brotes en primavera; ella también se encontraba en la misma situación que yo: había alcanzado la edad idónea para comprometerse y sus padres ya estaban tratando de dar con el hombre adecuado con quien desposarla. Aunque Nif bromeara al respecto, intentando imaginar a su futuro prometido, la conocía lo suficiente para saber que, bajo todas aquellas bromas y comentarios pícaros sobre la identidad de ese desconocido, se escondía frustración y rabia por estar encadenada a una decisión que debía pertenecerle a ella.

—Necesitaré toda tu ayuda para espantar a los desafortunados elegidos —comenté en tono perverso.

El rostro de mi amiga se iluminó al pensar en la larga lista de travesuras que ya se encontraba maquinando para cuando llegara el momento.

—¿Debería apiadarme de ellos, Dama de Invierno? —me preguntó con un ronroneo.

Sonreí.

—En absoluto.

Las puertas del comedor se abrieron ante mí. Mis padres ya estaban en la mesa, aguardando mi llegada para que pudiésemos compartir el desayuno antes de que nuestras respectivas responsabilidades nos obligaran a separarnos hasta la siguiente comida; me alivió comprobar que, en aquella ocasión, no contaríamos con ningún comensal adicional, normalmente invitados y delegados de la propia corte... o de otras.

Rodeé la mesa para besar a mi padre y a mi madre en la mejilla antes de ocupar la silla que estaba a la izquierda de la que ocupaba el rey. El servicio ya había dispuesto las fuentes, dejándonos con la única tarea de servirnos la comida en nuestros propios platos; el aroma que desprendían hizo que empezara a ensalivar, ansiosa por dar buena cuenta de lo que ocultaban bajo las campanas plateadas que cubrían los alimentos para que preservaran en calor.

Sin embargo, mi padre parecía encontrarse sumergido en la correspondencia, lo mismo que mi madre. Observé sus respectivas pilas de cartas y contuve una mueca al pensar que yo también me vería en la misma situación en un futuro; al ver que ambos estaban demasiado ocupados con las misivas, tomé la primera fuente que estaba más cerca y descubrí su contenido, volcando una pequeña porción en mi plato.

—La invitación de la Corte de Otoño para el Torneo acaba de llegar —anunció mi padre, con los ojos aún clavados en el papel que tenía entre los dedos—. Es una suerte que haya decidido hacerlo coincidir con Lammas, una de mis festividades favoritas.

Mi madre, atraída por la conversación, dejó a un lado su propia correspondencia. Inclinó la cabeza con elegancia, dedicándole al rey una sonrisa mientras su dedo índice repasaba el borde de su copa vacía.

—¿Por permitirte llevar esa pequeña hoja...? —dejó la frase en el aire.

Mi padre soltó una risa perversa y sus ojos azules relucieron de picardía.

—Sois cruel conmigo, mi reina —replicó.

Me hundí en el asiento mientras observaba el cruce de miradas de ambos. A pesar de los años que habían transcurrido desde que su matrimonio se convirtió en algo más que un simple acuerdo alcanzado por las familias de ambos, el amor que se profesaban el uno al otro no parecía haber menguado, sobreviviendo a los vaticinios que algunos de los miembros de la corte hicieron en su momento, cuando vieron lo poco que parecían gustarse el día que anunciaron su compromiso.

En mi niñez los había mirado, fascinada por el lazo que los unía; ahora lo único que deseaba es que acabara cuanto antes. Si no optaba por abandonar la sala, fingiendo estar escandalizada y arrancándoles a ambos alguna que otra divertida carcajada cómplice.

Me tragué el suspiro de alivio que pugnaba por escapárseme cuando aquel romántico momento se vio finalizado y mi madre sacudió la cabeza, sonriendo para sí misma. La mirada de mi padre se desvió entonces hacia mí, haciéndome temer que me hubiera adelantado demasiado al permitir que el alivio se aposentara en mi cuerpo.

—Se espera que asistas, Mab —dijo y toda la diversión que había mostrado con su reina se esfumó para dejar paso a la seriedad.

—Sabes que detesto el Torneo de las Cuatro Cortes —le recordé.

Había convencido a mi madre para que, a su vez, convenciera a mi padre sobre mi presencia en aquel evento que cada año tenía lugar en cada una de las cortes era demasiado precipitado debido a mi juventud; durante los años pasados había logrado escabullirme de tener que viajar a las otras cortes para ver sus respectivas ediciones, pero no había podido esquivar mi responsabilidad cuando era la Corte de Invierno la anfitriona.

Las cejas de mi padre se fruncieron, adivinando que se acercaba una conversación con muchas probabilidades de terminar en una nueva discusión; algo que se había vuelto rutinario desde que decidí que no iba a seguir callando frente a todos aquellos que me menospreciaban y trataban con condescendencia.

Mi madre me lanzó una mirada de reproche desde su silla, frente a la mía, que yo preferí ignorar deliberadamente.

—Durante estos años he consentido que te quedaras aquí debido a tu juventud —repuso, intentando sonar razonable— y ya no eres una niña, Mab. Tienes unas responsabilidades...

Me erguí en mi asiento, con mis ojos ardiendo a causa de la indignación de que mi padre pudiera estar insinuando eso.

—Unas responsabilidades que sabes que me esfuerzo por cumplir —le interrumpí.

Aunque algunas de ellas siempre terminaran conmigo siendo escoltada al despacho del rey para que mis tutores se quejaran sobre ciertas respuestas que recibían por mi parte cuando me recordaban, siempre con esa maldita condescendencia, como si estuvieran dirigiéndose a una niña pequeña, que todo aquel asunto «era demasiado grande para una mujer», de la que se esperaba que pronto se anunciara su compromiso.

—Mab... —trató de mediar mi madre, intuyendo la discusión antes de lo esperado.

Normalmente estallaba un par de intercambio de frases después, no tan al inicio de lo que prometía ser una conversación complicada.

—Sé que lo haces —me concedió mi padre—. Y a los elementos pongo por testigo de que soy consciente del esfuerzo que pones, pero no puedes negarte a acudir a la Corte de Otoño a causa del Torneo.

Abrí la boca, con mi réplica ardiéndome en la punta de la lengua, cuando mi padre añadió:

—Tampoco puedes seguir escudándote en tu edad, Mab. Los príncipes herederos de las otras cortes han viajado desde niños para presenciar los Torneos porque eso es lo que se esperaba de ellos.

Las mejillas me ardieron cuando pensé en ciertos príncipes herederos.

—Siempre puedes alegar que mi condición de mujer me impide formar parte de ese burdo espectáculo —le ofrecí, cruzándome de brazos—. Estoy segura que muchos de ellos no pondrían ni una sola queja al respecto.

Y sonreirían, pagados de sí mismos, cuando creyeran que aquella ausencia por mi parte —y la excusa para justificarla— no daba más que otro punto a su favor, a lo que pensaban de mí. Una opinión que, después de los años que habían transcurrido, había aprendido a ignorar por completo y a eliminar de mi mente.

El rostro de mi padre fue ensombreciéndose gradualmente a cada palabra que salía de mis labios.

—Eres mi heredera, Mab —la voz le tembló a causa del enfado que estaba embargándole por mi terquedad— y se espera que, como tal, aparezcas durante el Torneo, entendiendo sus entresijos. En el futuro serás tú quien tenga que participar de un modo mucho más activo.

«¿Yo... o mi marido?». La insidiosa pregunta flotó por mi mente, ansiando que la hiciera en voz alta; sin embargo, opté por no hacerlo, sabiendo que eso solamente serviría para caldear aún más el ambiente.

Taladré con la mirada a mi padre, dándole a entender que sus intentos de persuasión no estaban funcionando conmigo. El cansancio fue abriéndose paso en las facciones del rey, haciendo que mi fuerza de voluntad flaqueara al percibir el brillo apagado de sus ojos azules cuando me miró.

Su mano cubrió la mía sobre la mesa, pero yo no la aparté.

—Esto no es nada con lo que te esperará en el futuro —un nudo de culpa se enroscó en mi garganta cuando escuché la fatiga que se adivinaba en su voz—. Cuando ocupes mi lugar, cuando la corona sea tuya, los sacrificios que se te exigirán serán mucho más grandes que decidir sobre tu asistencia al Torneo.

Sus palabras, pese a que no guardaba ninguna intención de herirme con ellas, me golpearon con contundencia tras reparar en que no todo siempre había sido sencillo para mi padre como rey. ¿A cuántas cosas habría tenido que renunciar?

¿Cuántos sacrificios habría hecho por el bien de la corona, de su corte...?

El rostro de mi madre también reflejaba dolorosa comprensión ante las palabras de mi padre, pues ella había estado a su lado durante todo aquel tiempo y había sido su apoyo en aquellas ocasiones.

—Yo...

Me vi interrumpida cuando la puerta del comedor se abrió y uno de nuestros mayordomos cruzó el umbral con gesto solemne. Todas las alarmas saltaron dentro de mi cabeza cuando sus pasos se dirigieron hacia mi silla, haciéndome saber que el motivo de su interrupción tenía algún tipo de relación conmigo; sentí las miradas de mis padres fijas en mí mientras el hombre se inclinaba para informarme a media voz:

—Lord Kelvar os espera en el vestíbulo, Alteza —por unos segundos quise creer que había escuchado mal, que se trataba de un error—. Ha afirmado que no se marchará hasta poder hablar con vos.

Sentí el calor extendiéndose por todo mi rostro a causa de la indignación. Desde aquella noche había recibido multitud de mensajes por su parte, pero yo había optado por ignorarlos todos ellos, creyendo que se daría por vencido cuando entendiera que no tenía ninguna intención de responderle... o de volver a verle; ahora era consciente de mi error, de no haber sabido que lord Kelvar no se daría por vencido tan pronto y que no pararía hasta obtener lo que buscaba.

Apreté los labios, consciente del brillo de reconocimiento que había aparecido en la mirada de mi madre. La reina ya había comenzado con su investigación privada entre los jóvenes de la corte para dar con una lista de candidatos potenciales a lo que necesitaban para mí; era evidente que había reconocido el nombre y sabía a quién pertenecía.

Recé para que su perversa mente no empezara a hacer planes que terminaran en compromiso.

Acaricié la idea de negarme a verle, ordenándole al pobre mayordomo que inventara una excusa, pero aquello solamente sería un aplazamiento, a juzgar por la tenacidad que había mostrado lord Kelvar de presentarse allí con intenciones de esperar el tiempo que hiciera falta hasta obtener su ansiada audiencia conmigo. Con un suspiro de resignación, arrastré la silla para ponerme en pie.

El rostro de mi madre era una máscara inescrutable, lo que me hacía sospechar que estaba dando forma a una nueva de sus tramas, pero no así el de mi padre: él me observaba con un gesto contrito, quizá molesto por no poder finalizar la conversación que estábamos manteniendo sobre mi presencia o no en el Torneo que se llevaría a cabo en la Corte de Otoño.

Un tema en el que decidí transigir después de lo que me había dicho.

—Avisaré a mis damas de compañía sobre nuestro viaje a la Corte de Otoño —le dije, tendiendo una bandera blanca entre los dos—. Disculpadme.

Salí en silencio del comedor, masticando mi propio enfado cuando dejé atrás a mis padres y mis ojos no tardaron en dar con lord Kelvar, quien se entretenía admirando algunos de los tapices que colgaban sobre las paredes de piedra; el mayordomo pronto se disculpó, brindándome la oportunidad perfecta de solucionar aquel problema sin la incómoda presencia de carabinas que controlaran todo al milímetro.

Mis labios se curvaron en una media sonrisa.

—Lord Kelvar —le llamé, intentando emplear un tono entre sorprendido y complacido por tenerle allí.

El aludido apartó la mirada del tapiz que mostraba un enorme guiverno —el escudo de mi familia— con las alas extendidas sobre un páramo helado cuando me escuchó. Su atractivo rostro estuvo a punto de sonrojarse de satisfacción al ver que sus intentos habían logrado su propósito, pero se dobló por la cintura y bajó la cabeza, impidiéndome ver su expresión; dejé escapar una risilla, como si aquel gesto me produjera algún tipo de pícara diversión, y apoyé mi mejilla sobre la palma de mi mano, fingiendo estar profundamente satisfecha de encontrarle en el castillo tras haber estado ignorando los mensajes con los que había estado acribillándome día sí y día también desde aquella noche.

—Alteza —lord Kelvar hizo que mi título se deslizara entre sus labios de una forma susurrante y algo ronca que estuvo cerca de hacerme reír a carcajadas. Sus ojos azules me estudiaron con detenimiento desde los pies a la cabeza—. Habéis resultado ser de lo más escurridiza.

Una risa coqueta brotó de mi garganta, sonando particularmente convincente.

—Tengo una agenda llena de responsabilidades a las que debo atender, milord —repuse en el mismo tono que mi risa—. Lamento no haber contado con el tiempo suficiente para daros una respuesta.

Lord Kelvar esbozó una sonrisa cómplice, tendiéndome el brazo en una silenciosa invitación. Entrelacé nuestros brazos y dejé que el joven me condujera hacia las puertas que daban a los jardines traseros; una de las doncellas se apresuró a proporcionarme una pesada capa que pudiera protegerme del frío que nos esperaba en el exterior.

Me arrebujé en ella cuando cruzamos el umbral y la fina capa de nieve que cubría el suelo crujió bajo la suela de nuestras botas. Lord Kelvar parecía demasiado ufano por tenerme colgada de su brazo, atento a las personas que también habían optado por dar un paseo por aquella zona y que no dudarían un instante en hacer correr la voz sobre lo que habían visto.

Contuve un suspiro al ver cómo nuestros pasos se dirigían hacia los rosales, concurrida por todos aquellos que disfrutaban viendo aquellas exóticas flores de color negro que solamente crecían en la Corte de Invierno.

Dejé transcurrir unos instantes más en silencio antes de zanjar aquella situación de una vez por todas, cortando de raíz cualquier pretensión que lord Kelvar pudiera guardar sobre nosotros para el futuro.

—Espero no haberos hecho sufrir mucho al no responder vuestros mensajes —comenté en tono casual, observándolo de reojo.

Le vi sonreír y permití que colocara su mano sobre la que yo tenía apoyada en su antebrazo. Aquel contacto no me produjo más que una ligera molestia y unas urgentes ganas de sacudírmelo de encima, pero estaba dispuesta a cumplir con mi papel de afligida princesa antes de dar mi golpe de gracia.

—En absoluto, Alteza —respondió lord Kelvar, con un deje de soberbia—: sabía que tarde o temprano conseguiría una respuesta por vuestra parte.

Sonriendo internamente, hice que nos detuviéramos y me moví hasta que quedamos frente a frente. Consciente de que no estábamos solos, alcé los brazos para deslizar mis palmas por la capa que cubría a lord Kelvar, provocando que su mirada se oscureciera y su cuerpo se acercara al mío de manera inconsciente, deseoso de... más; ladeé mi cabeza y dije a pocos centímetros de sus labios:

—Decidme, lord Kelvar... ¿Lady Veienna, lady Moira y lady Tiella han respondido también a vuestros ansiosos mensajes? —el cuerpo del muchacho se puso rígido y el deseo que había visto empañar su mirada ante la expectativa de que ocurriera algo más entre nosotros se disipó, dejando en su lugar un brillo alarmado—. ¿O debería preguntaros por lady Eithne con quien, según he escuchado, tuvisteis más que un par de ardientes besos en un rincón oscuro?

Sin soltar las solapas de su capa, retrocedí lo suficiente para contemplar su expresión horrorizada; la silenciosa confirmación que necesitaba para saber que estaba en lo cierto, y que la información que apuntaba que la inocente lady Eithne no había dudado un segundo en entregarse a él no era un simple y malicioso rumor que pusiera en entredicho su honra. Mordí mi labio inferior para evitar soltar una carcajada y sacudí la cabeza de un lado a otro.

—Milord, mentiría si dijera que no estoy decepcionada con vos —dije con un afectado tono de circunstancias—. Creo que lo mejor para ambos sea dar por concluido en este preciso instante cualquier tipo de relación que hubiera podido surgir.

Mudo, dejé a lord Kelvar en aquel lugar, a la vista de todos los que paseaban por el jardín, mascando su propia vergüenza tras haber sido puesto en evidencia.

Deshice el corto trayecto que habíamos hecho desde los terrenos traseros del castillo hasta el vestíbulo, incapaz de seguir ocultando por más tiempo mi propia satisfacción, que se manifestó en forma de amplia sonrisa.

Cumplido aquel punto, sólo me quedaba otro pequeño asunto pendiente: preparar mi equipaje.

* * *

Friendly reminder: en este libro es posible que hayan grandes saltos en el tiempo, como ha sucedido aquí.

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