Capítulo 8
—No deberías haberla traído. ¿En qué demonios estabas pensando? ¿Desde cuándo somos niñeras?
—¿Y qué pretendías que hiciese? La vi caer al agua: iba a morir congelada.
—¿Y qué? ¡Ese es su maldito problema, no el nuestro!
Silencio.
De los cuatro hermanos, dos eran los que se mostraban en contra de su decisión: el pequeño y la mediana. Ellos jamás aceptarían un cambio; estaban demasiado aferrados a las viejas costumbres para ello. A veces le sorprendía que fuesen de la misma sangre.
El tercero, sin embargo, se mantenía al margen, tan callado como de costumbre. A veces se preguntaba qué le pasaría por la cabeza en momentos como aquellos. Lo más probable era que apoyase a su hermana melliza y a su hermano menor, pero nunca se sabía. De los cuatro, él era el más impredecible.
—No sabéis lo que estáis diciendo. Habláis como auténticos neuróticos. ¿Desde cuándo nos comportamos como salvajes? No iba a dejarla morir: al menos no ante mis ojos. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Pasar de largo? ¿Fingir que no la había visto?
—¿Acaso crees que ella lo habría hecho por ti? Maldita sea, cada día eres más estúpido—insistió el pequeño, fuera de sí—. O la sacas tú o la saco yo: decide.
Más silencio.
Volvió a mirar a su tercer hermano, a la espera de un poco de ayuda. Fuera una poderosa ventisca de hielo había vuelto a teñir el paisaje de blanco.
—Aquí nadie va a sacar a nadie a ningún sitio —exclamó con severidad, autoritario, zanjando así la discusión—. Soy el hermano mayor así que en ausencia de nuestro padre yo tomo las decisiones.
—¿Qué tú qué? —El pequeño ya estaba tan fuera de sí que gritaba. Sospechaba que no tardaría demasiado en empezar a golpear cuanto le rodeaba por lo que cuanto antes abandonase el salón, mejor—. ¡¡Tú no me das órdenes!! ¡Ni tú ni...!
—Vamos, vamos... —intervino la mujer, apoyando la mano derecha sobre el hombro de su hermano menor—. Calma, no vamos a ponernos a discutir por una estupidez, ¿no os parece? Somos cuatro: lleguemos a un acuerdo. Nosotros estamos a favor de echarla, tú en contra así que él decide... —Se volvió hacia el cuarto, que aún no había roto su silencio—. ¿Tú qué dices? ¿Se queda o se va?
Todos fijaron la vista en el cuarto hermano, el mediano. Él no solía intervenir en aquel tipo de discusiones: los veía insultarse, gritarse e, incluso, empujarse y golpearse, pero nunca interfería. No le gustaba. Además, allí todos eran adultos por lo que su intervención en sus estúpidas peleas no tenía sentido.
A no ser que lo ordenase su padre, claro.
Dejó escapar un suspiro, aburrido. Asistía a tantas discusiones a lo largo del día que resultaba realmente complicado concentrarse con tantos gritos.
—¿Si respondo os callaréis?
Todos asintieron a la vez, al unísono, ansiosos por saber su decisión. Aunque se considerasen muy distintos entre sí, los tres eran un calco. De hecho, los cuatro lo eran.
—Que decida padre, que para algo vuelve esta noche —finalizó—. Y ahora callaros de una maldita vez: no os lo voy a volver a advertir.
Todo quedó en silencio. Los cuatro hermanos intercambiaron miradas llenas de reproche y desafío, sobre todo el pequeño, pero ninguno de ellos se atrevió a romper el trato que habían cerrado con el mediano. Si querían que participase, tenían que cumplir con sus reglas. Eso era sagrado... Claro que, aquel día, aquella regla perdió rápidamente valor cuando, antes incluso de que pudiesen llegar a concentrarse en sus quehaceres, la voz del pequeño volvió a resonar con fuerza en la sala.
—Oh, vamos, maldita sea, ¡sé perfectamente que estás despierta! ¡Deja de fingir de una vez! ¿A quién demonios pretendes...?
Ana abrió los ojos. Hacía rato que había despertado, pero no se había atrevido a abrirlos, intimidada por la cantidad de voces que la rodeaban. Resultaba extraño pasar de la soledad en la que se había visto envuelta en las últimas jornadas a estar en una sala llena de gente que no cesaba de hablar y discutir. No obstante, no tenía sentido seguir manteniendo aquel subterfugio. No ahora que ya la habían descubierto.
Lo primero que vio al abrir los ojos fue la sencilla lámpara que colgaba del techo de madera. Inmediatamente después, vino el resto: muebles, cuadros, objetos, libros, caras... Ana se encontraba en mitad de lo que parecía ser una sala de paredes y techos de madera, tumbada sobre un diván. El lugar era cálido gracias a la calefacción central que mantenía la temperatura en todo el edificio, pero también, sobre todo, por la chimenea. Hacía años que no veía ni sentía una chimenea natural. Y es que, aunque las artificiales hacían una magnífica imitación y ofrecían un calor bastante reconfortante, la sensación era diferente. De hecho, todo allí era diferente. Hacía mucho que no veía una chimenea natural, sí, pero no era lo único distinto en aquella sala. Ana tampoco estaba acostumbrada a ver paredes de madera, suelos con pieles en vez de alfombras o cabezas de venados colgando a modo de trofeo en vez de esculturas. Todo aquello pertenecía a otra era; a otra realidad...
—Orwayn, tráele un vaso de agua—dijo de repente otra voz, captando la atención de Ana—. O un té. Algo caliente mejor... No tenemos café, pero...
—¿Y por qué demonios le iba a traer yo algo? ¿Tengo pinta de sirviente acaso? Que te den, ve tú.
Se trataba de dos hombres jóvenes. El primero de ellos era algo mayor, de unos treinta y pocos, alto y esbelto; ojos azules y barba... le conocía. Ana no recordaba su nombre, pero sabía que lo había conocido en el transbordador. De hecho, aquel tipo había sido la única persona con la que se había atrevido a hablar durante el transcurso del viaje por el paso... El otro, en cambio, era bastante más joven, de no más de veinte años, alto, fuerte y ancho de espaldas. Entre ellos había mucho parecido físico, pero también diferencias. El mayor tenía los ojos azules y el cabello rubio oscuro, el pequeño, grises y castaño claro. Por lo demás, en el fondo, parecían dos versiones del mismo hombre.
—¿Pero qué te pasa? —De pie a escasos metros de donde se encontraba Ana, el mayor miraba fijamente al pequeño, con perplejidad. El comportamiento de su hermano parecía tenerle anonadado—. ¡Ha tenido un accidente!
—¿Accidente? —Sacudió la cabeza con vehemencia desde la puerta, puro nervio. Todo su ser desprendía una cantidad de energía tremenda—. ¡Venga ya! ¡Solo se ha dado un maldito baño! ¿¡Acaso ves que le falte un brazo o una pierna!? ¡Si quiere agua que la coja ella, no te jod...!
—La traeré yo... —interrumpió una tercera voz procedente del otro extremo de la sala—. Pero por favor, dejad de gritar de una vez.
La tercera en discordia era una hermosa mujer de la misma edad de Ana aproximadamente, de estatura media. Sus ojos, al igual que los de su hermano mayor, eran azules, aunque tenía el cabello más claro. Ella también guardaba mucho parecido con los otros dos hombres, el suficiente para imaginar que eran familia, pero no tanto como con el cuarto miembro. Este, para sorpresa de Ana, parecía ser la versión masculina de su hermana.
Ana observó a la mujer salir de la sala, aún aturdida por los acontecimientos. Lo último que recordaba era el frío glacial en los pulmones al adentrarse el agua en su garganta, la sensación de ingravidez y la terrible oscuridad del lago congelado. Nada más. Ana no recordaba ni voces ni movimientos; ni un posible salvamento ni una posible ayuda. Sus recuerdos acababan allí, en el agua, y en el fondo lo agradecía. Con imaginar lo que había pasado tenía más que suficiente.
—Perdónale, no sabe comportarse —exclamó el mayor de los cuatro, acuclillándose a su lado.
A la luz amarillenta del acogedor comedor, su rostro resultaba sorprendentemente amistoso, mucho más de lo que jamás habría podido llegar a imaginar. El de su hermano pequeño, sin embargo, evidenciaba el rechazo que su mera presencia allí despertaba en él.
Resultaba complicado apartar la vista de aquellos peligrosos y amenazantes ojos grises.
—¿Te encuentras bien? ¿Te duele algo?
—No... —respondió con suavidad, sintiendo como, poco a poco, su mente empezaba a encontrar su lugar.
Ana se incorporó con la ayuda del extraño. Se encontraba en un acogedor salón de madera cuyo sencillo mobiliario les ofrecía cuanto necesitaban: una mesa para comer, mesas de calidad media tirando a baja, un aparador con dibujos que parecían fotografías, un armario cerrado y, repartidas por toda la sala, estanterías llenas de libros. Disponían también de una pantalla de reproducción, aunque era diminuta y antigua y tenía aspecto de estar averiada, unas cuantas plantas repartidas por las ventanas y una cristalera con reproducciones de armas de caza.
La mujer no tardó en llegar con un vaso con té amargo que Ana aceptó de inmediato, agradecida. Dio un largo sorbo y, sintiendo de nuevo el calor adentrarse en sus entrañas, volvió la vista hacia la chimenea. A su lado, sentado sobre el alfeizar de la ventana, el cuarto hermano, el que había sentenciado la conversación, limpiaba con un trapo lo que parecía ser una especie de lente.
—Tómatelo todo, te irá bien —exclamó la chica. Le dedicó una breve y fría sonrisa a Larkin y tomó asiento en otro de los sillones, adoptando la postura de loto—. Mi hermano te ha sacado de un lago: al parecer pasaba por la zona cuando se rompió el hielo y caíste. ¿Recuerdas algo?
Ana no respondió. Sorbió un poco más de té, casi tan incómoda como asustada ante tantas miradas, y negó suavemente. Lo último que recordaba relacionado con aquel hombre era la conversación del transbordador, nada más.
—Ya veo... Bueno, casi que mejor. Has tenido suerte de no morir congelada: es lo más común en este tipo de casos. ¿Por qué acampaste ahí? ¿Acaso no viste que era un lago?
—Porque es estúpida, ¿por qué si no? —exclamó el pequeño, Orwayn, jocoso—. Incluso un ciego habría visto que...
—¿Qué tal si te callas de una vez? —El mayor de los cuatro volvió la mirada hacia Ana, tratando de quitarle hierro al comentario—. No se lo tengas en cuenta; es como un animalito salvaje. Lo tenemos aquí solo porque mi padre insiste, si por mí fuera ya lo habría enviado a otro continente de una patada en el culo. Ignóralo, es lo que intentamos hacer todos.
Orwayn refunfuñó algo por lo bajo, disgustado, reivindicando su posición una vez más, pero finalmente se dio por vencido. Recorrió el salón hasta la pared contigua y, cruzando los brazos sobre el amplio pecho, pues de los tres él era el más fornido, apoyó la espalda, quedando así frente a Ana, intimidante.
—Que graciosillo eres, Veryn —se jactó Orwayn, con la mirada fija en Ana—. Un auténtico payaso.
—Lo que te decía, ignóralo. —El hombre le dedicó una amplia sonrisa—. Ella es Veressa, aquel de allí, el que finge que no está mirando, es Armin, y el que no se calla Orwayn. Son mis hermanos pequeños. Yo soy Veryn Dewinter; encantado.
Ana asintió a modo de saludo. Tan solo Veryn la miraba con algo de amabilidad, contento por su presencia; el resto, sobre todo la mujer y el pequeño, se mostraban ariscos e incómodos ante la situación. Incluso el mediano, fingiendo estar al margen, parecía tenso con su presencia.
Se preguntó si ya la habría reconocido. Tratándose de gente joven era de suponer que la hubiesen visto decenas de veces en los noticieros, asistiendo a celebraciones y torneos. Obviamente la Ana que aparecía en la pantalla era mucho más glamurosa gracias al maquillaje, los peinados y la ropa, pero en el fondo era la misma por lo que, al final, era cuestión de tiempo que la reconociesen...
Si es que no lo habían hecho ya, claro.
—Ahora es cuando tú debes presentarte, chica —intervino Veressa con brusquedad—. Te hemos salvado la vida: dinos al menos tu nombre, ¿no?
Ana lanzó una rápida mirada a su alrededor. Todos la miraban. Alguno lo hacía con más interés que otros, pero era evidente que aguardaban la respuesta. ¿Significaría aquello que en realidad no la sabían?
Decidió tomar las riendas de la situación. Si ahora dudaba la descubrirían por lo que no podía fallar. Era su momento de ponerse a sí misma a prueba.
—Daniela —dijo al fin, rescatando del recuerdo el nombre de su abuela materna—. Daniela Marsh.
—¿Y de dónde eres, Daniela? No tienes pinta de ser de por aquí —insistió Veressa—. Has cruzado el paso, ¿verdad?
Ana asintió. De no haberse encontrado con Veryn anteriormente en el paso posiblemente habría inventado otra historia sobre sus orígenes, pero teniendo en cuenta las circunstancias prefirió no arriesgar.
—Sí, lo crucé hace un par de días. Soy de Corona de Sighrith.
La reacción no se hizo esperar. Los tres hermanos intercambiaron una rápida mirada llena de significado, conteniendo una carcajada. Incluso ella que nunca había dejado su continente sabía lo que opinaba el resto de ciudadanos del planeta sobre la gente de Sighrith. Lo sabía perfectamente... y entendía el porqué. Si bien era cierto que se podía encontrar gente de clase media en su tierra, su capacidad económica no era comparable a los de cualquier otra clase media del planeta. Ni muchísimo menos. En Sighrith había riqueza, mucha riqueza, y todos lo sabían.
—Se te nota —intervino Orwayn—. La gente como tú apestáis a dinero y estupidez. ¿Qué pasa? ¿En tu continente no hay lagos congelados, o qué? Capaces sois de haber aclimatado toda la isla.
Empezó a reír a carcajadas, acompañado por su hermana. A Ana le ofendía aquella actitud. Hasta entonces nadie se había atrevido a reírse jamás de ella. Larkin siempre había sido respetada y admirada por todos, y así creía que sería siempre. Y no por su posición, claro. Ana sabía que la corona imponía. No obstante, siempre le había gustado creer que la gente la respetaba por su forma de ser... Que les gustaba y disfrutaban de su compañía. ¿Cómo era posible, entonces, que aquel par de necios la tratasen de aquel modo?
Dio otro sorbo a la taza. Nunca había sentido tantas ganas de golpear a nadie como en aquel entonces. Tenían suerte de que Vladimir no estuviese por la zona, de lo contrario se lo habría hecho pagar muy caro.
—No suelo acampar —dijo al fin dirigiéndose únicamente a Veryn, ignorando las carcajadas—. La verdad es que no me di cuenta; llovía mucho, estaba congelada y cansada. Sé que debo acampar bajo los árboles para estar más resguardada, pero la tienda era demasiado grande así que decidí alejarme unos metros.
—Ya me imagino —admitió el hombre, comprensivo—. Debes ir con cuidado, aquí el suelo es traicionero. Hay muchísimos ríos y lagos congelados por todas partes por lo que es relativamente fácil meterse en problemas si no eres cuidadoso. Quizás deberías pensar en la posibilidad de cambiar de tipo de mapa. Los físicos están muy bien, pero solo cuando el terreno no varía. Para esta zona es mejor que utilices los virtuales. Hay sistemas de medición y registro actualizándose cada hora para que los viajeros no se encuentren con este tipo de sorpresas.
Ana dio un sorbo a su taza. Aunque sabía que tenía razón, que iría mucho más segura con un mapa virtual que le indicase continuamente todos los accidentes geográficos que la rodeaban, no podía arriesgarse. Para poder usarlo primero tendría que acceder al servidor del servicio y registrarse, tal y como estipulaba la ley, y eso era algo que no podía permitirse.
—Imagino que tendré que cambiar de mapa, sí... Gracias por el consejo. De hecho, gracias por todo. Me alegra saber que mi viaje no acaba tan pronto.
—No hay de qué —Veryn le guiñó el ojo—. Me encanta rescatar damiselas en apuros.
—Seguro que a Cat le encanta escuchar eso... —murmuró Veressa por lo bajo, con malicia. La joven se puso en pie, aburrida de la conversación, e hizo un ademán de cabeza hacia sus dos hermanos menores—. En fin, tenemos demasiadas cosas que hacer como para seguir perdiendo el tiempo con esto. Te quedas haciendo de niñera, Veryn, pero solo hasta que llegue padre, ¿de acuerdo? Un trato es un trato.
Aunque poco conforme, Veryn asintió con la cabeza. No le gustaba la idea de que quizás tuviese que irse tan pronto, y mucho menos después de lo que acababa de suceder, pero entendía la posición de sus hermanos. Tenían que ser precavidos. A pesar de todo, el mayor de los Dewinter confiaba en el criterio de su padre. Con un poco de suerte, quizás, lograría hacerle entrar en razón...
Orwayn y Veressa abandonaron la sala rápidamente, intercambiando jocosos comentarios por lo bajo. Entre ellos había gran complicidad, aunque por el tono sarcástico que empleaban y el carácter demostrado era de suponer que, en otras circunstancias, el uno podía convertirse en el blanco de las bromas y los ataques del otro con relativa facilidad. Aquella jornada, sin embargo, Ana sería el objetivo de ambos por lo que otros posibles enfrentamientos no tendrían cabida.
Armin tardó algo más en salir. El hombre bajó del alféizar de la ventana con tranquilidad, sujetando firmemente con la mano izquierda el objeto que hasta entonces había estado limpiando, y se detuvo frente a los sillones, aparentemente indiferente. Intercambió una breve pero significativa mirada con su hermano, como si pudiesen comunicarse a base de simple contacto visual, y, no sin antes lanzarle un rápido vistazo a Ana, abandonó la sala, dejando tras de sí una inquietante sensación de vacío.
Ya a solas, Veryn apoyó la espalda sobre el respaldo del sofá y lanzó un suspiro, repentinamente agotado.
—¿Daniela? —exclamó de repente, logrando con aquella simple palabra estremecer a Ana—. Oh, vamos... Tienes suerte de que mis hermanos estén totalmente desconectados de la realidad del planeta, de lo contrario te habrían reconocido al instante, Alteza.
—Entonces... —Ana dio otro sorbo más a la taza, logrando así ganar unos cuantos segundos más—. Sabes quién soy.
—Sé quién eres, sí. Por supuesto que lo sé. ¿Acaso hay alguien en el planeta, sin contar a mis hermanos, claro, que no lo sepa? —Veryn sacudió la cabeza—. En el paso, cuando me viste, estaba mirando al caballo, no a ti. Tu cara me resultaba familiar, pero te confundí con alguien... Es por ello que, cuando nos vimos en el transbordador, dije lo que dije. Soy normal, no suelo decir estupideces como aquella normalmente, te lo aseguro —Ensanchó la sonrisa—. Era una clave.
—¿Te refieres a aquello del viento? —Ana alzó ambas cejas, rememorando la escena. Esbozó una sonrisa—. Fue algo extraño, desde luego... pero no te voy a engañar: creí que intentabas impresionarme.
—Imagino que es a lo que estás acostumbrada.
Se hizo el silencio. Ana se sentía algo desconcertada por el giro de los acontecimientos, pero, en lo más profundo de su alma, se alegraba de que al fin alguien la reconociese. Hasta entonces había estado vagando de un lugar a otro, sin saber exactamente lo que hacía, al filo del precipicio. Ahora, sin embargo, las cosas cambiaban. Ana al fin había sido descubierta y, aunque cabía la posibilidad de que fuese entregada, se sentía tranquila. Aquel hombre lograba transmitirle la serenidad que a lo largo de todos aquellos días había ido perdiendo...
—¿Me vas a entregar? Imagino que has visto los noticieros.
—No sabría qué decirte. Hasta que no vi que te buscaban no comprendí que eras tú... pero en cuanto apareció tu imagen en la pantalla lo comprendí de inmediato.
—No me encontraste por casualidad, ¿verdad?
Se encogió de hombros.
—Llevaba unas horas siguiéndote. No me costó demasiado seguirte el rastro, la verdad. No diré que apestas, tal y como ha dicho mi hermano, pero sí es cierto que no sabes esconder tu rastro, y eso es un problema. O al menos para ti lo es, claro. Tarde o temprano iban a encontrarte.
—No sé demasiado sobre el tema.
Veryn asintió con lentitud, visiblemente pensativo. La situación no era fácil, y mucho menos ahora que al fin habían puesto las cartas sobre la mesa. Lanzó un rápido vistazo al reloj digital que colgaba en la pared lateral, encima de la chimenea.
—¿Vas a entregarme? —insistió Ana. Empezaba a sentirse extrañamente agotada, como si todo el cansancio acumulado hubiese caído sobre ella de repente—. Imagino que habrán puesto algún tipo de recompensa, o algo así. No he podido ver demasiado.
—Algo he oído. No sé exactamente cuánto, pero la suma es importante. El Rey debe estar preocupado... Y no es para menos. No sé qué te habrá empujado a hacer lo que has hecho, pero vaya, no es demasiado normal, y más siendo quién eres. Me parece increíble que aún no te hayan reconocido. En el fondo era cuestión de tiempo.
El Rey... La mención de su padre logró despertar en ella de nuevo el nerviosismo y la rabia que la había arrastrado hasta allí. Ana rememoró lo vivido en la Sala del Té nuevamente, el salto a través de la ventana y la huida en plena noche. Recordó las palabras de su hermano y sus acciones... lo recordó absolutamente todo y, de inmediato, entendió que estaba perdiendo el tiempo. Su lugar no era aquel... ni muchísimo menos. No podía seguir ni un instante más allí. Así pues, dejó la taza sobre la mesa e intentó incorporarse, sintiendo como el tiempo se le escapaba de las manos. Aquel hombre había logrado engañarla momentáneamente. Había sido listo, muy listo, pero ella lo era más...
O al menos eso era lo que había querido creer.
Ayudándose del brazo del sillón, Ana logró ponerse en pie con dificultad. Más allá del agotamiento y el sueño, la mujer sentía una extraña presión en la cabeza que apenas le permitía pensar con claridad. Además, sentía las rodillas flojas y las piernas debilitadas. Las formas a su alrededor se diluían, y los colores...
—Tengo que irme de aquí.
—Creo que será mejor que te sientes —recomendó Veryn poniéndose también en pie. Trató de sujetar a la mujer por el hombro, pero esta se apartó bruscamente, dando un paso atrás—. No estás en condiciones de ir a ningún sitio. Además, y te lo he dicho, primero tiene que llegar mi pad... ¡Cuidado!
Ana perdió el equilibrio al retroceder un paso más. Giró sobre sí misma como una peonza, dibujándose así una larga línea de colores a lo largo y ancho de todo su campo visual, y deambuló unos cuantos pasos más.
Veryn se apresuró a seguirla con rapidez. Sus pasos sonaban como truenos en mitad de una tormenta.
—Eh, vamos, estás cansada; necesitas dormir unas horas. Te irá bien, te lo aseguro. Cuando te despiertes estarás mucho más calmada. ¿Qué tal si te llevo a la sala que te hemos preparado?
—¡No te atrevas a ponerme una mano encima! —gritó sintiendo el peso de su propio cuerpo precipitarse al suelo, como si se tratase de una muñeca de trapo. Se llevó la mano al pecho. El corazón había empezado a disminuir alarmantemente el ritmo—. ¿Qué demonios me habéis hecho?
—Tranquila, mujer... —Dewinter se agachó a su lado—. No vamos a hacerte nada, te lo aseguro. Aquí estás a salvo. Ahora tan solo descansa, a veces es necesario tomarse un tiempo para pensar. Yo lo hago a veces, y...
Ya había caído la tarde cuando despertó. Ana abrió primero un ojo, después el otro, cuidadosa, y miró a su alrededor, algo aturdida. Fuese lo que fuese que le habían dado para que se durmiese había sido fuerte... pero al menos no parecía haberle dejado secuela alguna. Ana se concentró en lo acaecido hasta entonces y, rápidamente, todos los recuerdos acudieron a su memoria. Veryn y sus hermanos, la taza de té, el lago congelado... y su nombre.
Aquel hombre conocía su identidad.
Ana se cubrió el rostro con las manos, sintiendo el pánico crecer en su interior por segundos, y se obligó a sí misma a calmarse. Más que nunca, necesitaba pensar con claridad.
—Vamos Ana, reacciona...—susurró—, cualquiera en su pleno juicio te entregaría... ¿Cuánto dinero habrán ofrecido? ¿Miles? ¿Millones? —Sacudió suavemente la cabeza—. Tienes que salir de aquí antes de que sea demasiado tarde... vamos, ¡reacciona!
Ana se incorporó. Se encontraba en una oscura estancia no muy grande, tumbada en una dura cama de sábanas ásperas y extraño olor plástico. A su alrededor no había demasiado mobiliario, apenas un armario de madera lleno de pertrechos y una mesa con sus respectivas sillas, por lo que imaginó que, posiblemente, se tratase de una celda para invitados. Después de todo, aquello era una familia: tenían que tener estancias para invitados.
O al menos eso quería pensar.
Ana se destapó y bajó de la cama con suavidad, tratando de ser lo más silenciosa posible. Deambuló sobre la gruesa alfombra de pelo blanco que cubría todo el suelo hasta la puerta y trató de abrirla sin éxito. Alguien la había cerrado por fuera. Seguidamente, consciente de las circunstancias, apoyó la oreja sobre la madera, asegurándose así de que no había nadie más por la zona, y buscó por toda la estancia sus pertenencias.
Obviamente, no había ni rastro. Ni estaban en el armario, ni debajo de la cama. Allí no había rastro de sus cosas, y lo que era aún peor, de nada útil, solo ropa de cama, piezas de mobiliario tapadas y cajas y más cajas llenas de libros y material de oficina.
—Vas listo si te crees que no puedo irme sin mis cosas, amigo —murmuró nuevamente.
Avanzó hasta alcanzar la ventana y miró más allá del cristal. Aunque no se encontraba en una planta baja, la altura hasta el suelo no era demasiado alta. ¿Cinco metros? ¿Seis? Después del salto a la desesperada en el castillo, aquello no la asustaba. De hecho, ni tan siquiera se planteaba la posibilidad de que la asustase. No tenía tiempo para ello. Así pues, Ana abrió la ventana y, sintiendo el viento gélido azotarle la cara, se subió al alféizar. Solo entonces se dio cuenta de que iba descalza.
Alzó la vista y contempló las impresionantes vistas. Ante ella, sumiéndose en el ocaso, el cielo rojizo mostraba un infinito e imponente bosque de pinos blancos en cuyo interior varios ríos congelados serpenteaban, dibujando hermosas cenefas.
Se preguntó cuándo habría dejado de llover. Lo último que recordaba respecto al tiempo y el paisaje era la lluvia gélida y sus rayos, los árboles nevados y la nieve fangosa bajo los pies. Ahora, por suerte, el cielo estaba despejado y apenas había aire: un día más que favorable para una huida clandestina.
Tomó asiento en el alfeizar y empezó a descolgarse por la pared. El muro era de piedra por lo que, poco a poco, Ana fue apoyando pies y manos en las junturas hasta lograr realizar un descenso relativamente seguro. Resultaba sorprendente lo que una persona desesperada era capaz de hacer. El maestro estaría muy orgulloso de ella. Una vez descendidos los primeros metros, la mujer lanzó un rápido vistazo al suelo, asegurándose así de que no encontraría sorpresas, solo nieve, y se lanzó. Rodó torpemente por la nieve, empapándose las ropas, y se incorporó. Desde la ventana no había podido verlo, pues no tenía ángulo de visión, pero se encontraba junto a una imponente y moderna granja en cuyo lateral izquierdo había unas amplias cuadras con terreno cercado.
Ana se agazapó, pegándose todo lo posible al muro, y empezó a correr hacia las cuadras. Incluso desde la lejanía podía escuchar el relinchar de los equinos. Recorrió a gran velocidad la distancia que la separaba de la estructura de madera y piedra, sintiendo las plantas de los pies arder del frío, y no se detuvo hasta encontrar una ventana a medio cerrar. La joven se aferró al marco con ambas manos, se impulsó para saltar y, apoyando el vientre sobre el alféizar, cruzó al otro lado con relativa facilidad. Una vez dentro de las enormes cuadras, rodeada de caballos y pisando paja en vez de nieve, volvió a agazaparse y empezó a moverse con rapidez.
No parecía haber nadie.
No tardó en descubrir que todos los animales allí presentes eran tan puros como Tir. Su imponente anatomía, sus miradas llenas de determinación y fortaleza y el brillo de su pelo así lo evidenciaban. Además, no había ni rastro de los habituales quirófanos para las intervenciones quirúrgicas. Allí únicamente había armarios llenos de herramientas, montones de paja, bebederos y, perfectamente ordenados, centenares de sacos de comida.
Tir debía haber salido de alguna granja como aquella.
Dejándose llevar por el instinto, Ana fue deambulando de un lado a otro por los distintos pasillos que conformaban la cuadra hasta alcanzar al fin el cajón donde se hallaba Tir. En comparación al resto de caballos, el suyo era algo más pequeño y tenía peor aspecto, seguramente por el viaje, o quizás por la alimentación, pero la fuerza y valor de su mirada era innegable. Tir era un gran caballo, seguramente el mejor que existía, y no iba a dejarle atrás. Aquel viaje no tenía sentido sin él.
El caballo empezó a relinchar, feliz ante la visita de su dueña.
—Yo también me alegro de verte, Tir —exclamó tras depositar un beso en su hocico. Ana se subió a la barandilla para acariciar la cabeza del animal—. ¿Estás bien? ¿Te han hecho algo? Como te hayan puesto la mano encima...
—No le hemos hecho nada —dijo de repente una voz tras ella, surgida de la nada—. Al menos nada que le perjudique.
Ana giró sobre sí misma con rapidez, sobresaltada. Al otro lado del corredor, sentado en uno de los bancos y vestido con ropajes oscuros, el hermano más callado de Veryn la observaba con fríos y duros ojos azules. Larkin no recordaba su nombre, pues todos le habían sonado muy exóticos, pero sí que era el más parecido a la mujer. De hecho, el parecido era tal que probablemente fuesen mellizos.
—Lo hemos lavado, tratado y alimentado. El pobre animal sufría de hipotermia, y eso que no se había caído a ningún lago. De haber seguido en esas condiciones habría acabado muriendo: no está equipado para viajar. Eres una irresponsable.
Ana parpadeó un par de veces, con perplejidad, sintiendo como aquellas palabras dibujaban una profunda herida en su corazón, y volvió la vista hacia el animal. Aunque le doliese enormemente aquel ataque, pues Ana quería a Tir por encima de todo, era evidente que nunca había tenido tan mal aspecto como hasta entonces.
Volvió a acariciarle el lomo, haciendo serios esfuerzos para no romper a llorar. De haber sabido que el viaje podría hacerle daño jamás lo habría llevado con ella.
—¿Está enfermo?
—¿Enfermo? —El hombre sacudió la cabeza con desdén—. Tienes mucha suerte de que siga con vida: se nota que es fuerte.
Ana apoyó el rostro sobre la crin del animal y cerró los ojos, incapaz de contener más las lágrimas. Si bien su propia seguridad no había sido algo que hubiese tenido muy en mente al emprender aquel viaje, la de Tir era algo totalmente distinta.
Después de todo lo que había visto y perdido a lo largo de aquellos días, Ana no habría podido soportar que le hubiese pasado algo por su culpa.
—Lo siento, Tir.
—Siéntelo menos y pon soluciones —insistió el hombre, con brusquedad. Se acercó varios pasos—: sé lo que pretendes, y te aseguro que no lo voy a permitir. Si lo que quieres es irte, adelante, hazlo, pero hazlo a pie: el caballo no sale de aquí. Ahora que al fin lo hemos recuperado te aseguro que no voy a permitir que te lo lleves, Daniela, o cómo demonios te llames. Tir nos pertenece.
—¿Recuperar?
El animal relinchó alegremente al sentir las manos del joven acariciarle el hocico. Hacía muchísimos años desde la última vez que lo había visto, y desde entonces habían ocurrido muchas cosas, pero el rostro del joven seguía grabado en la memoria del corcel. Y al igual que le pasaba a él, le sucedía a Ana. Hasta entonces no se había dado cuenta de ello, pues apenas había tenido tiempo incluso para pensarlo, pero ahora que veía a uno de los hermanos tan de cerca entendía el por qué Veryn le había resultado tan familiar.
—Tir nació aquí: era de mi hermano. No sé cómo demonios habrá llegado a tus manos, aunque siendo conocida de Veryn puedo imaginarlo, pero hace ya bastantes años que tuvo que entregarlo a la familia Real como regalo al hijo del Rey. Es sorprendente que haya regresado: nunca imaginamos que fuese posible, pero sé que era uno de los sueños de mi hermano. Adoraba a este caballo.
—Entiendo el porqué: Tir es único —admitió con una mezcla de orgullo y vergüenza reflejada en el semblante—. Lo que no entiendo es que, si tanto lo quería, ¿por qué lo entregó? ¿No podríais haber elegido otro?
—Así lo decidió mi padre. El Rey exigía que fuese el mejor de nuestros ejemplares, y él obedeció. Posiblemente podría haber elegido a otro, el Rey no lo habría notado, pero mi padre aprovechó la ocasión para cortar el vínculo entre mi hermano y Tir. —El hombre dio un par de palmadas al animal en el lomo a modo de despedida y se alejó unos pasos—. Los caballos son nuestro negocio: no podemos ni debemos encariñarnos de ellos más de lo necesario. Es un error.
Ana le siguió con la mirada hasta el banco, lugar donde volvió a tomar asiento y retomó la pieza que anteriormente había estado limpiando en el salón. A diferencia de Veryn, a aquel Dewinter no parecía preocuparle lo más mínimo la intención de Ana de escapar. Ana suponía que era debido a que, tal y como había dicho el mayor, ninguno conocía su identidad real, aunque sospechaba que la aparente indiferencia que este había mostrado hasta entonces era la auténtica respuesta. Por cómo se comportaba, aquel hombre parecía tener cosas bastante más importantes en las que pensar que en ella.
Sintiéndose nuevamente agotada, Ana se dejó caer en el suelo, a los pies del cajón de Tir. El interior de la cuadra era relativamente cálido, pero tenía los pies tan congelados de haber estado caminando por la nieve que estaba totalmente destemplada.
Empezaba a arrepentirse de haber salido por la ventana.
—Creía que te ibas.
Ana alzó la vista. Nuevamente, tal y como le había visto hacer anteriormente, Dewinter limpiaba la lente con delicadeza.
—No puedo irme sin él.
—Entonces ponte cómoda: no pienso devolvértelo.
Larkin asintió suavemente, con tristeza, decepcionada consigo misma. Comprendía plenamente sus razones. No obstante, sin Tir no podía ir a ningún lado. Sin Tir, sin ropa y, en general, sin sus cosas. Después de todo: ¿dónde iba a ir sin el mapa?
Ocultó el rostro contra las piernas para que no la viese llorar. Por fin, después de tantas jornadas de viaje aguantando y sobreponiéndose a base de fuerza de voluntad, Ana había llegado a su límite.
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