Capítulo 6

El interior del transbordador era cálido y agradable. Las luces del almacén eran tenues, lo suficientemente suaves como para que Ana pasara desapercibida.

La mayoría de los viajeros había dejado sus monturas en los almacenes situados en la planta inferior y habían subido a los salones de viaje para disfrutar del servicio de cafetería y de los puntos de conexión. Según decían, las instalaciones del transbordador bien valían las cuarenta coronas que costaba el viaje. El café era exquisito, la comida deliciosa y el ambiente, en general, satisfactorio.

Acostumbrada a los lujos, Ana tuvo la tentación de subir y tomarse algo caliente con lo que entrar en calor. El almacén principal era un lugar sencillo y agradable en el que la temperatura era lo suficientemente cálida como para olvidar el gélido tiempo del exterior, pero no disponía de ningún tipo de comodidad. Dividido en centenares de parcelas, la sala disponía únicamente de los cajones necesarios para el descanso y alimento de los animales. Los abrevaderos se llenaban solos, había paja en el suelo para que durmieran y, en general, el hedor y el ambiente era perfecto para ellos. Sin embargo, para los jinetes, aquel lugar no disponía de ningún tipo de comodidad. Ni había butacas en las que sentarse ni zonas de recreo gracias a las cuales poder conectarse a la red general. No. Allí no había absolutamente nada excepto una máquina expendedora de bebidas calientes y, en cada diminuto establo, un banco de madera donde sentarse.

Ana fue una de las primeras en usar la máquina expendedora. Utilizando para ello parte del dinero que Jean le había dejado, la joven sacó una taza de té humeante, tomó asiento en su banco y, durante al menos quince minutos, cerró los ojos, dejándose así vencer por el agotamiento. Más allá de los gruesos muros, el transbordador atravesaba velozmente los cuatro mil kilómetros que separaban un extremo del paso del otro.



—Imaginaba que tarde o temprano vendría, Alteza.

Había caído ya la noche cuando, al abrir la puerta, Jean Dubois descubrió a Larkin bajo el umbral de la puerta. Le había parecido escuchar el timbre, pero al no ver nadie a través del sistema de grabación de vigilancia del jardín había optado por acercarse a la mirilla y comprobar si realmente no había nadie fuera.

—¿Jean Dubois?

Algo sorprendido ante la duda, Jean no respondió, simplemente optó por invitarle a pasar al recibidor. Hacía años que no se veían, más de los que a él le hubiese gustado, pero la duda en la mirada de ojos oscuros de su antiguo Praetor le desconcertaba. ¿Sería posible que, después de todo, se hubiese olvidado de él? Jean sabía que la gente de su categoría estaba muy ocupada, que tenían muchas preocupaciones y deberes, pero aquello le parecía excesivo.

Se preguntó si tanto habría cambiado su aspecto. Hacía tiempo que había perdido el espléndido estado físico que siempre le había acompañado, pero por lo demás seguía igual. No vestía el uniforme ni llevaba el pelo tan corto... de hecho, incluso, tampoco iba tan bien afeitado como de costumbre y había adelgazado bastante, pero dudaba que aquello fuese suficiente como para no reconocerle.

—Hace unas horas recibí la visita de un grupo de agentes —empezó Jean, adelantándose a la pregunta—. Me han explicado lo ocurrido. Lo lamento.

—Mi hermana desapareció ayer por la noche. Tuvimos una pequeña discusión y decidió irse —explicó con brevedad, con la mirada fija en los ojos de Dubois—. Por lo que tengo entendido son amigos íntimos por lo que no le sorprenderá que le diga que Ana es una mujer con un carácter muy fuerte.

Jean asintió con lentitud, incómodo. Sus inquietantes ojos reflejaban tal indiferencia que resultaba complicado no sentirse despreciado. Era como si, más que hablar con una persona, estuviese hablando con un androide; con un ser inanimado no merecedor del más mínimo respeto.

Apretó los puños, impotente. Empezaba a comprender a lo que tanto Ana como sus viejos compañeros se habían referido con lo del cambio de actitud de Larkin.

—No me sorprende, no.

—Por lo que sabemos, cogió uno de los caballos y salió despavorida del castillo. Fue tan rápida que ni tan siquiera nos dio tiempo a seguirla. Para cuando quisimos salir a buscarla ya había desaparecido del mapa.

—Eso me han dicho.

—Pero tenemos indicios de que se dirigió hacia aquí. —Elspeth cruzó los brazos sobre el pecho—. De hecho, estamos casi convencidos de que pasó por aquí. Hay varias cámaras de seguridad de los alrededores en cuyas grabaciones aparece... E imagino que, si ha pasado por aquí, ha sido para visitarle. —El Príncipe dibujó una sonrisa sarcástica—. Por muy temperamental que sea mi hermana no es estúpida precisamente. Sabe que las noches son gélidas y apenas lleva equipo por lo que, una de dos, o ha pasado por aquí y le ha proporcionado lo necesario para viajar o a estas alturas ha muerto por congelación. —Dejó escapar un suspiro—. ¿Qué opina, Jean? ¿Mi hermana está muerta?

Dubois volvió la vista atrás momentáneamente, hacia la puerta que daba al salón, incómodo. Los ojos del Príncipe se clavaban en los suyos como dardos envenenados, aparentemente capaces de poder adentrarse en su mente y comprobar qué guardaba en su interior.

Era innegable que algo iba mal. Aparte del cambio evidente en la tonalidad de los ojos, muchos eran los detalles que evidenciaban que Elspeth era ahora un hombre totalmente distinto. Su mirada ahora era inquisitiva, peligrosa, inquietante, mientras que su tono de voz era muy distante, prácticamente artificial, como el de un androide. Apenas quedaba ya rastro alguno de empatía en él, ni tampoco amabilidad, ni diplomacia. Sus andares habían cambiado, al igual que su sonrisa y su mirada. Incluso la tonalidad de su piel era distinta. Resultaba inquietante el mero hecho de pensarlo, pero era como si, en realidad, el hombre que tuviese ante sus ojos fuese una especie de réplica mal hecha del príncipe.

Dubois retrocedió un paso torpemente, ayudado únicamente de una muleta. Ahora se arrepentía de no haber cogido la otra.

—Alteza, como ya les he dicho anteriormente a los guardias, Ana no ha pasado por aquí. Solo sé de ella lo que ustedes mismos me han dicho y lo que se empieza a decir en los noticieros: que ha desaparecido. Por lo demás, no sé nada, se lo aseguro.

—Ya... Pues es una lástima. Verá, Dubois, no me gusta el comportamiento que está teniendo Ana. Siempre he sido un hombre paciente, usted bien lo sabe, no crea que me he olvidado de nuestros años juntos a bordo de la "Castigo de Hielo", pero esa jovencita está logrando sacar lo peor de mí. Imagino que es debido a que me preocupa lo que pueda pasarle... —Dejó escapar un suspiro—. Aunque a veces creo que es su egoísmo y egocentrismo lo que más me saca de quicio. Esa mujer solo piensa en sí misma. No le importa lo más mínimo lo que su huida puede provocar en la débil salud de nuestro padre, y eso me preocupa. Me preocupa mucho... pero bueno, no quiero molestarle más. Pensé que, quizás, había intentado ocultar su paso por aquí en un intento de protegerla. Conozco a Ana lo suficiente como para saber que habrá intentado manipularle... No obstante, veo que estaba equivocado, porque estoy equivocado, ¿verdad? Ella no ha pasado por aquí.

Jean le sostuvo la mirada, obligándose a sí mismo a mantener los labios sellados, hasta que Elspeth finalmente asintió. Era evidente que este sabía que Ana había pasado por allí, pero no parecía tener la intención de seguir insistiendo. Después de todo, si no había hablado hasta ese momento, no iba a hacerlo ahora. Jean había prometido guardar el secreto y no estaba dispuesto a faltar a su palabra ni por el futuro Rey. Su amistad con Larkin iba mucho más allá de ese tipo de lealtades. No obstante, no le culpaba por haberlo intentado. Él, en su lugar, seguramente habría hecho lo mismo.

—No ha pasado, no. Lo lamento, Alteza.

—Yo también lo lamento. En fin, quizás más adelante pueda pasarme en otra ocasión para charlar. Sé que sigue sin encontrar un implante adecuado. El sistema nervioso lo rechaza, imagino.

Elspeth señaló la muleta con el mentón. En su rostro la expresión seguía desbordando indiferencia, pero aparentemente había algo más de calidez en su voz. No en exceso, pero sí lo suficiente como para que, por un instante, Jean se sintiese algo más aliviado. El accidente de la pierna era su punto débil.

—Sí —respondió sin poder ocultar la tristeza que aquel tema despertaba en él—. He probado ya muchos, pero no ha habido suerte. Ahora van a probar con una nueva aleación metálica traída directamente desde el Sistema Solar. Al parecer, puede que con este nuevo material haya algo más de suerte. Ya lo han probado en varios otros pacientes y los resultados han sido bastante buenos.

—Ya veo... No le aseguran nada, como de costumbre. Pruebas, pruebas y más pruebas, pero nunca sacan nada concluyente. Los científicos de hoy en día son pura basura, amigo, se lo digo por experiencia... ¿Sabe? Conozco a alguien que puede ayudarle. De hecho, creo que puede solucionar su problema fácilmente... si quiere, claro. Es muy bueno, un auténtico maestro, y de confianza, que eso es importante en estos casos. ¿Qué le parece?

Antes de que pudiese llegar a responder, los ojos de Jean empezaron a brillar, emocionado. El hombre se llevó la mano libre a la boca, tratando así de ocultar sus sentimientos, pero la mezcla de emociones le traicionó. Hacía ya demasiado tiempo que luchaba contra aquel mal sin ningún resultado positivo como para no empezar a tener dudas y temores al respecto.

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Oh, vamos, tranquilo. —Elspeth ensanchó nuevamente la sonrisa, con frialdad—. No se ponga así, todo irá bien. ¿Qué le parece si me acompaña al castillo? Mientras el equipo de búsqueda sigue trabajando en la desaparición de mi hermana, nosotros podríamos tratar el tema con más tranquilidad. Mi científico...

—Corona de Sophie —interrumpió Jean de repente, avergonzado, pero convencido de lo que hacía. Aunque al principio Ana se enfadaría con él cuando lo descubriese, lo entendería. Eran amigos: tenía que entenderlo—. Se dirige a Corona de Sophie, Alteza. Sé que debería haberlo dicho antes, pero... pero... le juré que...

Los ojos de Elspeth relampaguearon por un instante, como los de un cazador al caer sobre su presa. El príncipe tomó nota mental del destino de su hermana y, asintiendo suavemente con la cabeza, le quitó hierro al asunto.

Apoyó la mano sobre el hombro derecho de Jean y se lo estrechó con suavidad, amistoso.

—No tiene que darme explicaciones, amigo. Conozco a mi hermana lo suficiente como para saber que ella está detrás de todo esto... así que no se preocupe. Lo que acaba de hacer es importante para mí... muy importante. Vamos, recoja sus cosas, nos vamos para el castillo. La invitación sigue en pie.

Dubois asintió, agradecido, y rápidamente empezó a cojear hacia el salón. Más allá del nerviosismo que aquella traición despertaba en él, el sentimiento que más se imponía en el bellum era la emoción. El joven estaba emocionado, esperanzado ante la gran oportunidad que el príncipe le brindaba, y no quería desperdiciarla bajo ningún concepto. Después de todo, Elspeth tenía razón al decir que Ana tenía demasiado carácter. Aquella fuga no dejaba de ser un capricho más de los suyos...

Además, Elspeth era su hermano: ¿cómo iba a ocultarle aquella información? Quizás hubiese cambiado, sí, pero después de aquel ofrecimiento, ¿cómo seguir mintiéndole?

Antes incluso de que pudiese llegar a pensar en la respuesta, un disparo silenció los pensamientos de Dubois. Elspeth acababa de presionar el gatillo de su arma. La misma arma que, años atrás, le había salvado en tantas ocasiones.

De haberlo visto, jamás habría creído lo que acababa de suceder.

El proyectil le atravesó el cráneo desde la nuca a la frente, llevándose por delante la vida del joven, y en apenas unos segundos dio al traste con todas sus esperanzas y sueños. El cuerpo se derrumbó como una torre de cartas, y tal y como había empezado, todo acabó, rápido y en silencio.

—Corona de Sophie: Larkin se dirige hacia allí. Cierra el paso —dijo de repente Elspeth, con su terminal de comunicaciones ya activa pegada al oído—. Y avisa al Capitán: los necesito activos ya.

—Echaba de menos el aire frío en la cara. Quizás no te lo creas, pero a pesar de haber visitado decenas de planetas, Sighrith sigue siendo mi favorito. Esta tierra no tiene igual, Ana. Es un lugar mágico.

—Un lugar helado diría yo —respondió Larkin con tristeza, congelada hasta los huesos. Jamás había temblado tanto como aquella noche—. No me creo que no haya sitios mejores. Me estás mintiendo para que no siga tus pasos y abandone el planeta yo también, ¿verdad?

Elspeth le sonrió con afecto. Aquella noche se encontraban en el mirador de uno de los navíos de la flota real, surcando las aguas heladas de las costas cercanas al castillo bajo la luz de la luna. El viento soplaba con fuerza a su alrededor, pero había algo ante ellos que impedía que les alcanzase. Ana sospechaba que era una barrera térmica, aunque desconocía quien podía haberla traído hasta allí. El barco estaba vacío a excepción de su hermano y ella y ninguno de los dos había traído dicha tecnología consigo.

—¿Quién te dice que lo haya abandonado? Puede que lleve una temporada fuera, pero eso no significa que no vaya a volver. Este lugar es mi hogar... Y el tuyo también, aunque no te guste. Y no, no te miento. Quizás haya lugares mejores a ojos de otros, pero para mí este no tiene igual. Confío en que llegará el día en el que aprendas a quererlo tanto como lo quiero yo, hermana.

—Hasta entonces vigila que no me escape, Elspeth, porque si lo consigo te aseguro que no voy a volver.

—Oh, vamos, eso no me preocupa. En tu naturaleza está el escapar una y otra vez, hermana. Forma parte de tu instinto. Por suerte, siempre vuelves a casa: a tu hogar. —Elspeth se volvió hacia su hermana y le rodeó los hombros con el brazo—. ¿Cómo ibas a protegerlo, sino? Aunque yo sea el heredero sobre el papel, este planeta es de los dos, hermana: es tu deber cuidar de él, no lo olvides.

Ana le miró de reojo, dubitativa, pero no respondió. Su hermano estaba en uno de aquellos momentos de reflexión en los que era mejor no molestarle ni interrumpirle por lo que permaneció en silencio, disfrutando de las gélidas vistas.

En lo más profundo de su ser, aunque se odiase por ello, Ana sabía que su hermano tenía razón: amaba aquel planeta. Amaba sus infinitas estepas blancas, sus lagos congelados y sus místicos y fascinantes habitantes. Amaba cuanto le rodeaba, y sabía que nunca lo abandonaría. Su lugar estaba allí, a su lado, acompañándole en los silencios y salvándolo de la soledad.

Recordándole cuál era su lugar.

—La próxima vez no tardaré tanto en volver, te lo aseguro.

—Eso espero. Últimamente pasas demasiado tiempo fuera... ¿Sabes? Al final va a ser a ti a quien se le va a olvidar que Sighrith nos pertenece.

—¿Tú crees? Exageras.

—Para nada, Elspeth. A este paso acabarás olvidándote de nosotros, lo veo.

El hombre dudó por un instante, sorprendido por la respuesta, pero finalmente asintió. Tomó la mano derecha de su hermana con suavidad y, como en otras tantas ocasiones había hecho, besó el dorso, reverente.

Ana sabía lo que aquel gesto significaba.

—Entonces hagamos una cosa: si llega el día en el que lo olvido, cosa que dudo por cierto, jura que te encargarás de recordármelo. Jura que te encargarás de que cumpla con lo que una vez prometí.

—Sabes que jurar esto me cierra todas las puertas, ¿verdad? ¿Quién te dice que no quiero ser yo la futura Reina del planeta?

Elspeth sonrió. Aunque llegase el día en el que faltase y no hubiese otro varón en la línea de sangre para ocupar el trono, ella jamás podría heredarlo. Así había sido dictaminado siglos atrás debido a los actos cometidos por su fundadora y, muy a su pesar, así seguiría siendo durante muchos años.

Sighrith, irónicamente, jamás volvería a ser gobernado por una mujer, y ambos lo sabían. Siempre lo habían sabido.

—Júralo, Ana —insistió—. Dame este capricho, anda. Me voy en apenas unas horas... Hazlo por tu querido hermano.

—Que conste que te vas porque quieres.

—Vamos, Ana...

—De acuerdo, de acuerdo... ¿Pero solo porque te vas, de acuerdo? —Ana se llevó la mano al pecho con el dorso cara al corazón y endureció la expresión, ceremonial—. Juro ante los ojos de la Suprema, señora todopoderosa del Reino, que pase lo que pase me encargaré de que cumplas con tu promesa de proteger y reinar con justicia nuestro planeta... Pase lo que pase: llueva fuego o nieven rayos. Lo juro. —Le guiñó el ojo—. ¿Contento?

Elspeth sonrió agradecido, orgulloso, y la abrazó. O al menos hizo el amago. Ana vio los brazos de su hermano rodear los suyos, pero antes de que llegase a tocarla toda la escena se esfumó. La joven abrió los ojos lentamente, surgiendo así del letargo, y en lugar de las aguas heladas vio las finas paredes divisorias que separaban las parcelas que conformaban el almacén del transbordador, silenciosos viajeros adormilados, caballos y cajas apiladas.

Nada más. Ni Elspeth estaba allí, ni nunca había estado. Muy a su pesar, simplemente se había quedado dormida.

Lentamente, sintiendo el agotamiento engarrotar sus músculos, la mujer se puso en pie. Pasó por encima del murete ayudándose de ambas manos para impulsarse y, una vez fuera del emplazamiento donde Tir descansaba silenciosamente cubierto por la manta térmica que Jean les había proporcionado, paseó por el almacén hasta alcanzar los ventanales laterales. De los pocos pasajeros que habían decidido permanecer en la cubierta inferior junto con sus pertenencias tan solo había unos cuantos despiertos. El resto, envuelto en sus gruesos ropajes de piel, dormían con un ojo abierto, siempre alerta.

Ya frente a los solitarios ventanales, Ana se aseguró de que no hubiese nadie en los alrededores para quitarse la capucha y abrirse ligeramente el abrigo, acalorada por la cantidad de ropa con la que cargaba. Seguidamente, sintiendo los recuerdos aflorar en su mente, fijó la mirada en la ventana. Más allá del grueso cristal, las olas heladas golpeaban con furia el vehículo, incapaces de dejar en él más que simples manchas de humedad.

Comprobó el crono. Según sus cálculos, no podían quedar más que unos minutos para llegar a destino. ¿Diez? ¿Quince?

—Hay algo en el viento —dijo de repente una voz a su lado, surgida de la nada—. Es prácticamente imperceptible, apenas un susurro, pero en el silencio se puede escuchar. ¿Lo oyes?

Durante un breve instante, Ana creyó seguir soñando. Las vistas que tenía ante sus ojos eran prácticamente iguales a las que había visto en lo alto del barco, agua y hielo, y la voz que le hablaba era sorprendentemente parecida a la de su hermano... Pero no era él.

Y no se equivocaba.

Al volver la vista atrás Ana descubrió que no estaba sola. A su lado había un hombre joven, algo mayor que ella, de unos treinta o treinta y tres años, alto y atlético. Su rostro denotaba cierta nobleza en los rasgos, aunque sus ropajes y la barba de varios días con la que ocultaba parte de la sonrisa evidenciaban que se trataba de un simple viajero; un viajero de hermosos ojos azules y cabello rubio oscuro cuyo rostro le resultaba ligeramente familiar, pero un viajero, al fin y al cabo.

Ana se apresuró a volver la vista al frente, repentinamente tensa. El hombre miraba a la ventana con aire melancólico, aparentemente abstraído del mundo, como si sus palabras, en realidad, no hubiesen sido dirigidas a nadie en concreto, pero Ana sabía que se dirigía a ella.

—Yo no oigo nada —respondió Ana en apenas un susurro, consciente de que aquel encuentro no era casual—. ¿No te lo estarás imaginando?

—Podría ser, no lo descarto, aunque lo dudo. Más bien creo que el problema lo tienes tú: puede que tengas la mente demasiado ocupada como para escucharlo... Y es una auténtica lástima. No se cruza el paso cada día.

—Ya, claro... —Sacudió la cabeza, divertida ante la situación. Sin lugar a dudas, aquellas eran las palabras más inquietantes que jamás le habían dedicado para romper el hielo—. Te he visto antes, mientras esperaba el transbordador. Me estabas mirando fijamente.

—¿De veras? —El hombre sonrió a su lado, sin apartar la vista del frente, aparentemente divertido ante la apreciación—. Y yo que pensaba que eras tú la que me estabas mirando a mí.

—¿Yo?

Ana se retiró, consciente de que seguir con aquella conversación podría a comportarle problemas. Por el momento el hombre no parecía haberla reconocido, o al menos era lo que quería aparentar, pero dudaba que el golpe de suerte que la había llevado hasta allí pudiese alargarse indefinidamente.

Se caló la capucha, dispuesta a alejarse.

—Eh, espera un momento —exclamó el extraño al ver sus intenciones. Se volvió hacia ella, sin avanzar un paso, y señaló el interior del almacén con el mentón, evitando continuamente el contacto visual—. En realidad, estaba mirando a tu montura. Imagino que ya lo sabes, pero no es un ejemplar cualquiera. Solo quería saber de dónde lo habías sacado. Mi familia se dedica a la cría de caballos y...

—Lo compré hace años —interrumpió con brusquedad, alejándose un par de pasos más—. Lo vendían en un mercado. Bueno...

—¿En qué mercado? —insistió, dando un paso al frente—. ¿Quién te lo vendió?

—No lo recuerdo bien; hace ya unos años, pero diría que fue un vendedor ambulante.

—¿Un vendedor ambulante? ¿En un mercado? —El hombre cruzó los brazos—. Imposible. Las licencias en los mercados fueron asignadas hace años. De hecho, es prácticamente imposible conseguir una hoy en día. ¿De qué mercado estamos hablando?

Ana le lanzó una mirada fugaz, sintiendo el nerviosismo crecer en su interior. En cualquier otro momento habría asegurado que las preguntas eran cuestiones cualesquiera a través de las cuales el viajero quería conversar con ella. Seguramente se sentiría solo, o aburrido, o ambas cosas, y ella era tan buena opción como cualquier otra persona para distraerse un rato. Así pues, no le habría dado importancia. Ana se habría detenido a hablar con él, encantada de conocer a un viajero de buen ver. Sin embargo, en aquel entonces, consumida por las dudas y las inseguridades, Ana creyó ver algo más allá de las preguntas. La mujer sospechaba que aquel hombre había reconocido su caballo, y por muy retorcido y absurdo que pareciese, tenía la sensación de que también conocía su identidad.

De hecho, Ana estaba tan convencida de que aquel hombre sabía quién era ella que ni tan siquiera respondió. La joven se cerró el abrigo, sintiendo el nerviosismo crecer más y más en su interior, provocándole incluso que le empezasen a temblar las piernas, y se apresuró a regresar junto a Tir, dejando tras de sí al viajero con la palabra en la boca. Saltó el murete, se agachó tras este y, hundiéndose ya en la oscuridad del reducto, se escondió una vez más del mundo.

Tan pronto llegasen a puerto unos minutos después y se instalaran las rampas de descenso, la joven sería de las primeras en salir, atormentada por el miedo a ser reconocida, dispuesta a perderse por el continente sin mirar atrás.

—Maldito idiota... ¿Por qué demonios todo el mundo en este maldito continente es tan metomentodo, Tir?



Empezaba ya a amanecer cuando el transbordador alcanzó el otro extremo del paso. Los megáfonos de a bordo avisaron a los viajeros de la inminente llegada y, en apenas doce minutos, todos descendieron ya preparados para iniciar el viaje. Ante ellos, a lo largo de casi diez kilómetros más, el paso se mostraba como una gélida carretera helada en cuyo final, recortado contra la niebla matinal, aguardaba el más grande de todos los continentes: Corona de Enoc.

Ana fue una de las primeras en adentrarse en las lejanas y exóticas tierras del este. Tras el rato de descanso a bordo del trasbordador, Tir volvía a estar más fortalecido que nunca y en apenas unos minutos recorrió todo el paso, dejando atrás al grupo principal. Pasaron los túneles de seguridad con rapidez, pasando el salvoconducto por el lector de la pantalla de la consola de control, y pronto, muy pronto, antes incluso de lo que había calculado, alcanzaron al fin su objetivo.

—¿Estarás contento, eh? ¿Quién te iba a decir a ti que ibas a volver a casa?

El paisaje blanco y montañoso de la región era impresionante. Ana estaba acostumbrada a los bosques de pinos y a los senderos montañosos de su continente; a los pequeños lagos congelados a los que acudían a patinar, a las planicies peladas y a las aldeas perdidas entre los árboles. Incluso estaba acostumbrada a ver playas congeladas cuya arena hacía años que había quedado enterrada bajo la nieve. Ana no la visitaba demasiado, pero de vez en cuando iba a pasear. Sin embargo, por mucho que hubiese visto en Corona de Sighrith, Enoc era un lugar totalmente distinto. Allí las montañas tenían unas dimensiones monstruosas que ni tan siquiera habría podido imaginar en sueños, los bosques eran auténticos océanos de árboles sin final aparente, y las playas, las hermosas e inquietantes playas, laderas de hielo infinitas.

Resultaba complicado no sentirse diminuto en aquel extenso lugar. Ana sabía que aquel era el continente más extenso y despoblado de todos, pero incluso así la estremecedora cantidad de kilómetros que según los paneles indicativos separaban las distintas ciudades no dejaba de sorprenderla. ¿Cómo era posible que el pueblo más cercano, Nithela, estuviese a más de cien kilómetros?

Poco a poco, el entusiasmo y fortaleza que había logrado llevarla hasta allí empezó a apagarse. La temperatura era baja, muy baja, y se estaba empezando a levantar una fuerte corriente de aire. Probablemente, nevaría. Quizás no todo el día, pero sí lo suficiente para congelarse.

Ana se preguntó si, después de todo, no estaría cometiendo el mayor error de su vida.

Antes de que el miedo pudiese apoderarse de ella, la joven cabalgó hasta el refugio que había construido junto al paso, a apenas un par de kilómetros, en busca de un desayuno caliente frente al cual poder replantearse el viaje. Dejó a Tir en las cocheras del establecimiento, asegurándose de su bienestar a cambio de una suculenta propina que no dejó precisamente indiferente al dueño, y entró en el edificio principal a través de un pequeño túnel climatizador.

—Bienvenida al refugio el "Paso del Este", señorita —la saludó un androide tras atravesar las puertas del lugar—. Tome su bandeja y llénela con cuanto desee; al final del pasillo encontrará la caja. Que tenga un buen día.

Obediente, Ana aceptó la bandeja de vidrio duro que le entregaba el androide y se adelantó unos pasos hasta el inicio de lo que parecía ser un larguísimo mostrador. Repartidos a lo largo de este y aderezados como si se tratase de auténticos cocineros, una veintena de androides aguardaba con cacerolas, bandejas y sartenes repletas de comida caliente que iban sirviendo en platos hondos a petición de los comensales.

Animada por el agradable olor que desprendía la comida, Ana decidió imitar a los pocos viajeros que había ante ella y fue eligiendo los platos que mejor aspecto tenían. La mayoría de ellos estaban llenos de extraños manjares de los que jamás había oído hablar, pero desprendían un aroma tan delicioso que decidió ir probando los que más le llamaban la atención. Añadió un par de botellas de agua reciclada de tamaño mediano, una lata de zumo de uvas con únicamente un 5% de fruta natural y una bolsa de frutos secos cuyo precio era alarmantemente alto. Pagó al androide de aspecto inquietante que había al final del mostrador con varios de los billetes que Jean le había dado y se adentró en el inmenso comedor que aguardaba con las luces bajas y la temperatura alta más allá de unas puertas corredizas. Un lugar cualquiera, vulgar, sin encanto alguno, sucio y, hasta cierto punto, infecto, pero más que suficiente para lo que ella necesitaba.

—Perfecto.

Ana buscó asiento en una de las esquinas, de cara a la pared, y empezó a comer con ansia, hambrienta. El resto de viajeros no tardaría demasiado en llegar al refugio por lo que era mejor comer e irse lo antes posible. Además, el viaje prometía ser largo por lo que cuanto antes partiese, antes llegaría.

—Veamos qué escondes, Enoc... —murmuró mientras sacaba y extendía el mapa sobre la mesa—. Mucho bosque y montaña, pero poca ciudad... Perfecto.

El mapa mostraba el continente como una enorme extensión natural en el que la presencia humana era mínima. En el centro y en la zona sur había mayor concentración de ciudades y localizaciones habitables, muy baja en comparación con su continente, pero más que suficiente para ella. Lamentablemente, en la parte norte, donde ella se encontraba, apenas había núcleos urbanos.

Lentamente, resiguiendo los caminos con la punta del dedo índice, Ana fue analizando el mapa en busca de posibles alternativas. A pesar de no tener familiares ni amigos en la zona, sí disponía de unos cuantos contactos muy allegados a su padre con los que podía contar. Vasallos, amigos de la infancia, viejos camaradas de la flota ya retirados, antiguos miembros del servicio...

Decenas de nombres acudieron de inmediato a su mente. Ana recordó las largas veladas en el castillo ante enormes mesas repletas de exquisitos platos y los mejores vinos, los conciertos privados en la torre de invitados y las conversaciones hasta altas horas de la madrugada. Recordó también las cacerías, los viajes en barco y los torneos de lucha en el patio; las visitas al teatro, los espectáculos de los circos ambulantes y las fiestas en salones llenos de obras de arte. Por aquel entonces ella era una niña, pero los rostros de aquellos hombres y mujeres que tan feliz habían logrado hacer a su padre habían quedado grabados para siempre en su retina. No todos, desde luego. Muchos de ellos habían pasado por sus vidas sin dejar rastro alguno, únicamente unas horas de diversión. Otros, sin embargo, habían logrado ganarse su amistad y cariño gracias a su eterna lealtad. Y no eran muchos, desde luego. Ana recordaba muchos nombres y muchas caras, pero únicamente recordaba ambas cosas de unos pocos. Los pocos auténticos amigos de la familia.

Larkin se tomó unos segundos para recordar las localizaciones de dichas personas y las apuntó en el lateral del mapa con la pluma que había cogido prestada del almacén de Jean. La mayoría de los amigos de su padre vivían en la Corona de Sighrith, de Manni y de Ulrik, pero había uno que, por suerte, no se encontraba demasiado lejos. Ana subrayó su nombre un par de veces, sintiendo crecer una extraña sensación de inseguridad en lo más profundo de su ser, y buscó en el mapa su ciudad.

Hacía tanto tiempo que no le veía que incluso le avergonzaba acudir a él de aquel modo, y más después de lo ocurrido, pero no tenía otra alternativa. Ana necesitaba ayuda, y sabía que aquel hombre se la podría proporcionar.

Claro que el viaje no iba a ser fácil...

—¿Qué son diez mil kilómetros? —se dijo a sí misma con sarcasmo tras realizar el cálculo, abrumada.

Ana lanzó un último vistazo al mapa, obligándose a mantener las formas y no romper a reír de pura desesperación, y se preparó para el viaje. Guardó los restos de comida y de bebida que le quedaban en la mochila y en los bolsillos del abrigo y se encaminó a la salida. No muy lejos de allí, el grupo principal de viajeros procedentes del paso ya se divisaban en la lejanía.

Era cuestión de minutos que llegasen.

—Vamos Tir, el camino es largo —exclamó al ver a su fiel compañero.

Algo adormecido, pero preparado para el viaje, Tir la esperaba en el establo, con los ojos llenos de vida. Ana acudió a su encuentro y en apenas un par de minutos salieron del establo, guiados por una pequeña brújula magnética propiedad de los Dubois. De momento no sabía utilizarla, pues el maestro nunca le había explicado su funcionamiento, pero confiaba en que durante el viaje aprendería a manejarla. Hasta entonces se guiaría únicamente por los carteles y el instinto.

—Más le vale que esté en casa cuando llegue, doctor Cerberus... Vengo de demasiado lejos como para encontrarme una puerta cerrada.

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