Capítulo 5

Hacía horas que esperaba aquella llamada. Desde que la viese escapar ante sus ojos la noche anterior, Elspeth esperaba con ansiedad recibir noticias suyas. Buenas o malas, viva o muerta, aquello no importaba. Lo importante era saber dónde estaba y, por encima de todo, traerla de vuelta antes de que pudiese causarles aún más problemas de los que ya había provocado. Había sido un error menospreciarla: Ana había desarrollado notablemente el ingenio. Por desgracia para ella y suerte para él, Sighrith no era el mejor entorno para una huida en aquellas condiciones. Si realmente había logrado sobrevivir a aquella noche, cosa que dudaba, no tardaría demasiado en caer en sus redes...

O al menos eso quería pensar.

Elspeth no esperó al segundo tono para responder. El Príncipe aceptó la llamada y, rápidamente, girando con brusquedad sobre sí mismo para poder centrar la vista en el hermoso paisaje matinal que le aguardaba más allá del cristal, como si necesitase alimentarse de los rayos del frío sol de Sighrith, alzó la mirada al cielo.

Los rayos de luz hacían refulgir con más fuerza que nunca sus ojos negros.

—¿Y bien?

Elspeth escuchó en silencio la respuesta, visiblemente decepcionado, y cortó la comunicación sin tan siquiera despedirse. Inmediatamente después, con la furia grabada en los ojos, se volvió hacia las ocho sombrías figuras que permanecían diseminadas por los sillones de la última planta de la torre de invitados. Desde que llegasen hacía ya un par de días atrás, apenas se habían movido. Los recién llegados permanecían tranquilos al margen de cuanto les rodeaba, sumidos en sus pensamientos, y no intervenían en apenas nada, tal y como cabía esperar de ellos. Tal y como el Capitán había prometido, no iban a causar problemas. Después de todo, fuera de su hábitat, los Ocho Pasajeros solían permanecer en letargo hasta ser convocados.

—Por tu cara veo que no te han dado buenas noticias —exclamó Bastian Rosseau desde el otro extremo de la sala. Mientras que sus hombres permanecían sentados en los sillones, él estaba en pie frente a una mesa llena de mapas del castillo, tomando notas y haciendo cálculos desde hacía horas—. ¿No la han encontrado?

—El capitán de la guardia, Starkoff, ha enviado varias patrullas a buscarla por los alrededores, pero no hay ni rastro de ella. Parece que ha pasado la noche en casa de un conocido, pero este lo niega.

—¿Y qué vas a hacer? —El Capitán cruzó los brazos sobre el pecho—. No deberías dejarla ir sin más después de lo que vio anoche. Aunque seguramente nadie la vaya a creer, siempre hay alguna excepción... y las excepciones suelen ser peligrosas: lo sabes.

Elspeth asintió levemente con la cabeza, irritado. Aquella inesperada situación le molestaba enormemente, aunque tampoco estaba dispuesto a perder la cabeza por ello. Ana podía llegar a complicarles las cosas, sí, pero no lo suficiente como para dar al traste con el plan. Después de todo, ¿durante cuánto tiempo más podía sobrevivir? ¿Un día? ¿Dos? O la temperatura acababa con ella, o alguien la reconocería y la traería de regreso, por lo que no tenían de qué preocuparse. En el fondo, la joven era un problema temporal. Nada serio. No obstante, incluso siendo así, era un problema del que quería deshacerse cuanto antes.

—Me encargaré personalmente del tema; no te preocupes. ¿Lo has encontrado ya?

Rosseau invitó a Elspeth a que se acercase con un ligero ademán de cabeza. Sobre los mapas que este le había proporcionado había realizado varias anotaciones, cálculos y marcas, aunque de momento necesitaba unas cuantas horas más para seguir estudiando el área.

—El lugar óptimo es la Sala de Audiencias. Tal y como ya te he comentado, cumple con todos los parámetros y los requisitos necesarios, no obstante...

—No quiero que uses ese salón —respondió Elspeth con severidad—. Ya te lo he dicho. Lo quiero para mí: me pertenece.

—Y para ti será, tranquilo —le tranquilizó Bastian—. Hay más lugares. Quizás estos no sean tan adecuados como esa sala, pero voy a trabajar en ello. Eso sí, tardaré aún unas horas. Asegúrate de que se mantenga el secreto, de lo contrario ya sabes lo que pasará.

Elspeth asintió. Sabía perfectamente qué ocurriría en caso de que más ojos de los necesarios viesen lo que había ocurrido la noche anterior y no lo quería bajo ningún concepto. Aunque de un modo totalmente distinto, Larkin seguía atado en espíritu a aquel lugar y sus habitantes y no deseaba que sufriesen ningún mal.

Al menos no más del necesario.

—Avísame cuando sepas algo.

—¿La has encontrado?

Vladimir Starkoff acababa de cruzar las puertas de la Sala de Lectura cuando, surgida prácticamente de la nada, Justine Everhood se abalanzó sobre él. La mujer le cogió por las muñecas con fuerza, con la desesperación grabada en la mirada, y la arrastró hasta el fondo de la sala, lugar donde, pensativo, se encontraba el maestro Mihail Donovan.

Por sus caras, era evidente que ninguno de los dos había logrado conciliar el sueño en toda la noche. Claro que, en el fondo, no era de extrañar. Desde que saltase la noticia de la fuga nocturna de la Princesa, ningún habitante del castillo había logrado liberarse del miedo y las dudas que aquel acto había despertado en ellos.

—Me temo que no, Justine —respondió Vladimir tras desabrocharse el cuello del abrigo—. Ha desaparecido. Creemos que ha pasado por la torre de Dubois, pero no hay nada confirmado. No ha querido soltar prenda.

—¡Oblígale a que hable! —insistió la mujer con vehemencia—. ¿Le has amenazado? ¡Esa pobre niña puede morir congelada!

—Justine, no pierda la cabeza, mujer —intervino el profesor con tranquilidad—. Ana estará bien, téngalo por seguro. La niña no es tan tonta como parece.

La mujer protestó ante el comentario, pero ninguno de los dos varones prestó atención alguna a sus palabras. Todos estaban nerviosos y preocupados por lo que era importante mantener la calma. Ni era la primera vez que Ana escapaba en plena noche ni, seguramente, sería la última. La princesa era una mujer con un carácter demasiado temperamental. No obstante, incluso sabiéndolo, no podían confiarse. Ciertamente, Ana no era estúpida, pero el tiempo de Sighrith era traicionero por lo que tenían que darse prisa en encontrarla. En el planeta tanto los accidentes como los descuidos podían llegar a ser mortales.

—¿Alguno ha podido hablar ya con el Rey?

—Sigue encerrado en la Sala del Té —se excusó Everhood—. Intenté hablar con él hace un par de horas: disculparme por haber permitido que esto ocurriese, pero...

—¿Excusarse? —Mihail puso los ojos en blanco—. Es su ayudante, Justine, no su niñera. Esto no ha sido culpa suya, téngalo por seguro.

—Coincido con el maestro, Justine. No ha sido culpa tuya...

Pero sí que había un culpable. Vladimir Starkoff era consciente de que no tenía derecho alguno a expresar sus pensamientos en voz alta, pero no podía evitar que según qué ideas rondasen su mente. Después de todo, era cierto que Ana era una mujer de carácter complicado, pero no estúpida. Su fuga venía motivada por algo y era evidente quien estaba detrás de todo.

Antes de que el cansancio y sus propios juicios de valores le nublasen la mente, Vladimir comprobó su terminal de contacto para asegurarse que no había habido ningún intento de conexión. Hacía horas que había decidido subir el volumen al máximo, pero incluso así no podía evitar tener que consultarla de vez en cuando para asegurarse de que la princesa no había intentado llamarle. Vladimir era consciente de que probablemente no lo haría; que antes de contactar con él lo haría con Justine o con el propio Donovan, pero no perdía la esperanza de recibir noticias de ella de un modo u otro.

Ana tenía que aparecer.

—No hace falta que pregunte, imagino. No sabéis nada nuevo.

—Es imposible llegar al Rey —sentenció Donovan—. No hay forma.

—¿Y qué pasa con el príncipe?

Justine y Mihail intercambiaron una fugaz mirada suficientemente significativa como para que Vladimir sacase sus propias conclusiones. Elspeth, haciendo gala de su nueva e inquietante personalidad, no se había puesto en contacto con ninguno de los dos. Simple y llanamente había permanecido en su torre, rodeado de los suyos, a la espera.

Vladimir suspiró con amargura. En lo más profundo de su ser, imaginaba que algo así sucedería. Elspeth había regresado cambiado, era obvio, y dentro de aquel cambio no había paciencia suficiente para enfrentarse a una hermana con el carácter de Ana. Aquello formaba parte de su antigua personalidad, de su antiguo yo. El nuevo Elspeth Larkin, heredero al trono, tenía cosas demasiado importantes en las que pensar como para molestarse en nimiedades de aquel calibre.

El guardia se preguntó qué pensaría el Rey al respecto.

—Voy a intentar hablar con Su Majestad —decidió—. Dependiendo del éxito que tenga haré una cosa u otra, pero mi objetivo está claro: voy a encontrar a la chica. ¿Cuento con que me mantendréis informado de cualquier cambio o noticia?

Justine y Mihail asintieron, aunque ambos dudaban de poder ser útiles en la investigación. Mientras que la primera se sentía totalmente desbordada por los acontecimientos, el segundo tenía su propia teoría al respecto. Y es que, si no se equivocaba al suponer que la princesa se había quedado con el mapa que el propio Elspeth le había pedido, era muy probable que no la encontrasen a no ser que ella así lo desease. Después de todo, si realmente Ana podía moverse por cualquier lugar sin ser detectada, ¿qué opciones tenían de encontrarla?

Y lo que era aún más importante: si realmente no quería ser localizada, ¿quiénes eran ellos para decidir lo contrario? A diferencia del resto, Mihail confiaba plenamente en el criterio de la joven.

—¿Cree que le van a dejar entrar a ver el Rey? —murmuró Justine unos segundos después de que Vladimir dejase la sala—. Parece convencido.

—No —respondió el profesor con sencillez—. Lo ha ordenado el príncipe, y nadie en su sano juicio le desobedece, Justine. Ahora solo queda esperar. Si me disculpa...



Con el rostro oculto bajo la gruesa capucha de su abrigo térmico, Ana observaba en silencio las largas colas que se formaban para acceder al paso del norte. Siendo una niña, el maestro le había explicado el funcionamiento de dichos pasos fronterizos, pero incluso visualizándolos en imágenes y en grabaciones jamás se había hecho a la idea del tamaño real. En su mente, estos podían prolongarse a lo largo de metros y metros. En la realidad, sin embargo, los pasos eran kilométricas carreteras que, construidas sobre los océanos, unían continentes.

El paso al que se encaminaba no era el más largo. Estaba compuesto por una lengua de asfalto de casi diez kilómetros al final de la cual había un transbordador ultrasónico gracias al cual en apenas dos horas se recorrían los más de tres mil kilómetros que separaban un continente de otros. Una vez al otro lado, tan solo cinco o seis kilómetros separaban al viajero de su destino. También existía la posibilidad de hacer todo el viaje a través de los pasos de piedra, los cuales se extendían a lo largo de los casi cuatro mil kilómetros, aunque no era la opción más popular. Normalmente, siempre y cuando su carga no se lo imposibilitase, los viajeros empleaban el transbordador, y eso era lo que ella pretendía hacer.

En completa tensión, Ana recorrió la distancia que le quedaba a los accesos al paso tirando de las riendas de Tir. A su alrededor, formando distintos núcleos, todo tipo de viajeros aguardaban su turno para obtener el salvoconducto de viaje. Algunos, los más adinerados, viajaban en raxor, otros en motocicletas, incluso había algún que otro camión, pero la mayoría, al igual que ella, iban sobre sus monturas genéticamente alteradas. Quizás no era la opción más rápida ni segura, pero sí la más popular del planeta. Los caballos de Corona de Enoc eran mundialmente conocidos. Además, eran relativamente asequibles por lo que era el medio de transporte más común.

Ana buscó con la mirada los androides de seguridad que custodiaban los accesos al paso y se encaminó hacia las filas más lejanas. Ante ella, diseminadas por todos los accesos a la lengua blanca de tierra que era el paso, centenares de columnas de control aguardaban a los viajeros con las máquinas de registro a pleno rendimiento. El proceso de registro y obtención del salvoconducto no era especialmente complicado, al menos para aquellos que lo conocían, pero de vez en cuando los técnicos tenían que acudir a socorrer a los viajeros más novatos. Al parecer, la información requerida no siempre era detectada. A pesar de ello, el movimiento de gente era muy fluido.

Ana eligió una cola para monturas equinas. Según los números identificativos de las columnas se trataba de la setecientos treinta y cuatro, aunque sospechaba que no era del todo correcto. A ambos lados había más de mil columnas por lo que la nomenclatura no debía adecuarse del todo a la realidad. De todos modos, tampoco importaba demasiado. La joven extrajo del bolsillo interior de la chaqueta la hoja donde había anotado todas las claves de acceso del paso y las memorizó. La cola avanzaba relativamente rápido por lo que no tardaría demasiado en llegar su turno.

—Bonita montura —dijo alguien tras ella—. Cada vez logran hacerlas parecer más reales, es increíble.

Un anciano de larga cabellera pelirroja ya entrecana le sonrió al volverse. Al igual que Ana, el hombre iba solo acompañado por su hermosa montura, un equino de enormes dimensiones de color caoba.

—Es de Enoc, ¿verdad? Se le nota en la mirada.

Ana asintió. Ella no sabía demasiado sobre caballos, pues el maestro nunca había profundizado demasiado en la materia, pero sí conocía los orígenes de Tir. También sabía que era inaudito ver a un animal sin modificar, por lo que debía ser precavida. Incluso el anciano más amable podía llegar a convertirse en una amenaza si no era cuidadosa.

—Sí. Es un buen ejemplar —admitió—. No es especialmente rápido, pero tiene una gran resistencia. Además, es muy inteligente.

—Perfecto para viajar. No es tu primera vez por el paso entonces, imagino.

La fila avanzó varios metros. Bajo la cada vez más intensa luz de los focos que iluminaban los accesos al paso, centenares de personas aguardaban pacientemente su turno. La mayoría de los viajeros eran varones de edades adultas comprendidas entre los treinta y los cuarenta, aunque también había bastantes ancianos. De vez en cuando también se podían ver niños perdidos entre las decenas de capas de ropa que les protegían del frío, pero era menos común. Las familias, aunque muy ruidosas y llamativas, no eran demasiado habituales por el paso del norte.

—Ya lo he cruzado varias veces. De hecho, estaba en Corona de Sighrith de paso.

—Como la mayoría —intervino otro de los viajeros. Tras el anciano, otro varón de unos cincuenta años con oscura barba castaña le guiñó el ojo—. Estas tierras no están hechas para los nómadas.

—Ni que lo digas.

Ana aprovechó la intervención del hombre para volver a concentrarse en el frente. Delante de ella había un grupo de hombres y mujeres de edades de mediana edad que no cesaban de bromear y reír. Al parecer, regresaban a sus casas tras un largo viaje por el Continente Rey.

—Voy a echar de menos ver tanta gente junta —comentaba una de las chicas, risueña—. Las estepas están bien, pero no es comparable a esto. ¿Sabéis? Empiezo a plantearme seriamente lo del traslado...

—Pues vas a tener que vender mucho hierro para mantenerte, Maissa —respondió uno de sus acompañantes, irónico—. Mucho, mucho.

—Son tierras de ricos, Maissa —insistió otro—. Ni te aceptarían ni te comprarían. Además, ¿cómo demonios ibas a vivir con tanto ruido? Tanta gente, tantos raxor, tantas luces de neón... Maldita sea, es una locura. Yo ni tan siquiera me lo planteo...

Siguieron avanzando. Poco a poco, con la caída de la tarde, las luces de los focos iban aumentando de potencia, logrando así que la temperatura fuese soportable a pesar del frío. En dos horas, o quizás tres, cuando el sol cayese, empezarían a pasarlo realmente mal como siguiesen en las colas.

Aprovechó la espera para curiosear entre los presentes. A lo largo de su vida Ana había conocido a mucha gente, pero estos siempre habían formado parte de las altas esferas. Se había mezclado con hijos de mercaderes, nobles y diplomáticos de toda índole; gente con dinero y los mejores modales. Allí, sin embargo, había una clara representación de los extractos más bajos de la sociedad: nómadas, pordioseros, buscavidas, comerciantes, vividores, viajeros... Ana no podía diferenciarlos entre sí con claridad, pues en el fondo eran mucho más parecidos entre sí de lo que jamás habría imaginado, pero por la calidad de sus ropas y sus monturas imaginaba cuál era su nivel económico. Algunos eran sorprendentemente pobres, prácticamente vagabundos, mientras que otros se acercaban a la clase media-alta gracias a sus ropas térmicas y calzado de alta calidad. Incluso, de vez en cuando, se veía a algunos viajeros con monturas dignas de pertenecer a las más altas esferas. No obstante, su aspecto general y modales les delataban.

—Jovencita.

Ana miraba a un par de niños pertenecientes a una de las pocas familias que había en una de las colas más cercanas cuando el anciano pelirrojo llamó su atención. Tras casi dos horas de espera, el viajero parecía haber entablado la suficientemente buena amistad con el hombre de la barba como para plantearse atravesar el paso juntos.

—¿Qué hay de ti? ¿Vas a atravesarlo a pie? ¿O coges el transbordador? Se está formando un grupo para que nadie vaya en solitario. Stuard y yo vamos a unirnos a ellos: ¿tú que vas a hacer?

Doscientos metros más atrás, el grupo de nómadas del que el anciano hablaba estaba empezando a organizarse. En su mayoría eran viajeros de aspecto pobre y desaliñado a los que el tiempo no parecía apremiar, aunque también había algún que otro aventurero joven que probablemente volvía de viaje. Todos parecían sorprendentemente animados y entusiasmados, cosa que Ana no parecía entender. Pudiendo realizar el traslado en apenas unos minutos, ¿por qué soportar tantísimos días de viaje pasando frío y penurias?

La simple idea le parecía descabellada.

—Cojo el transbordador —respondió con cierta sorpresa—. ¿Ustedes no?

La cola adelantó unos cuantos metros más. Cincuenta personas por delante, un grupo de veinte viajeros acababan de conseguir su salvoconducto y se encaminaban ya hacia los túneles de control para acceder al paso.

Sorprendentemente, ellos también se encaminaban hacia los accesos a la ruta a pie.

—Demasiado caro para mí —se quejó el tal Stuard, el hombre de la barba—. Además, vale la pena. Por lo que me contó mi hermano las vistas son espectaculares. Lástima que el hielo esté empezando a romperse.

—¿No te animas? —insistió el anciano—. Se hace en menos de diez días.

—No, gracias. Tengo algo de prisa.

Media hora después Ana logró acceder al fin a la máquina de registros. Introdujo cuidadosamente las claves de acceso que aparecían en el mapa proporcionado por el profesor, siempre atenta y vigilando que nadie observase sus movimientos, y aguardó en silencio a que el sistema preparase su salvoconducto. Pocos segundos después, la rejilla de extracción le proporcionó una tarjeta de registro con el nombre y el resto de datos cifrados. Ana guardó el documento, cogió de nuevo las riendas de Tir y, no sin antes despedirse del anciano y Stuard con un ligero ademán de cabeza, se encaminó a los túneles de control.

—Vamos Tir, ahora viene la parte interesante...

Ana se ajustó aún más la capucha, sintiendo como el nerviosismo, poco a poco, volvía a aflorar. Situados por todo el perímetro, decenas de vigilantes humanos y sus respectivos acompañantes mecánicos vigilaban la zona. En la mayoría de casos únicamente permanecían estáticos, vigilando con sus gafas de visión nocturna y el arma enfundada, como meras estatuas de piedra. Eran, a simple vista, una amenaza controlable. Sin embargo, de vez en cuando alguna luz de alarma saltaba y entraban en acción. Los guardias acudían al encuentro de los viajeros cuyas tarjetas identificativas hacían saltar las alarmas y los retenían para, posteriormente, ser identificados y, en caso necesario, detenidos.

Larkin confiaba en que no tendría problemas. En teoría, su salvoconducto no debería activar las alarmas; la información procesada había sido previamente autorizada para que el dueño de dicho pase no tuviese problemas a la hora del reconocimiento. Así pues, si todo iba bien, debería cruzar el túnel sin problemas...

Tirando suavemente de las riendas de Tir, Ana se encaminó a uno de los túneles de registro que había situados en la zona de acceso al transbordador. Al final de esta, un par de guardias permanecían en silencio, a la espera. Ana les dedicó una mirada fugaz, sintiendo el nerviosismo crecer en su interior.

Poniéndose en lo peor, Ana se preguntó si, en caso de reconocerla, la dejarían pasar.

—¡Hola!

El grito de la niña le hizo volver la vista atrás. Recién llegados de la zona de las columnas, una pequeña familia compuesta por los padres y un par de niños, uno adolescente y la otra de apenas tres años, se situó tras ella. Por su aspecto era de suponer que eran turistas, aunque la cantidad de equipaje que llevaban en las alforjas desentonaba un poco.

Quizás, pensó Ana mientras le dedicaba una sonrisa a la niña, se estaban mudando.

—¿Cómo te llamas?

—Thaïs, no molestes a la señorita —advirtió la madre, una mujer de aspecto desaliñado de alrededor de cuarenta años—. Disculpe, señorita.

—No importa.

Ana volvió la vista hacia la cola de la derecha, tratando de evadirse un poco. Pronto le tocaría cruzar el túnel y no quería mostrarse nerviosa ni insegura. Lanzó un rápido vistazo a los primeros miembros de la cola, sin demasiado interés, y siguió mirándolos sin prestar atención hasta alcanzar un grupo de tres jóvenes de su edad. Uno de ellos le guiñó el ojo al cruzarse sus miradas por lo que Ana prefirió volver la vista al frente. Avanzó un par de pasos, situándose nuevamente en su lugar tras el viajero de delante, y volvió a mirar a los jóvenes. Por su aspecto ajado y desastrado debía tratarse de tres aventureros sin destino aparente.

—Eh, guapa, ¿te vienes al paso con nosotros?

Divertida ante el atrevimiento Larkin le lanzó un beso a modo de respuesta. Aunque el atravesar el paso a pie cada vez era más tentador, seguía con las ideas muy claras al respecto. Los chicos respondieron lanzándole algún que otro beso y piropo, pero pronto llegó su turno de acceso al túnel, por lo que no tardó en perderles la pista. Ana se despidió de ellos con la mano y, sin perder el ritmo de su cola, siguió curioseando entre los presentes. Tras el grupo de chicos había cuatro ancianos viajeros, un par de parejas de amigos que no cesaban de reír y otras tantas personas de aspecto cualquiera que no lograron captar su atención. Ana se volvió entonces hacia la otra fila, la de la izquierda, y repitió el proceso.

—Gil, ¿quieres dejar de una vez los auriculares? Vamos a entrar ya al túnel —decía la mujer detrás de él, dirigiéndose al hijo adolescente.

—Aún queda, mamá.

—Hazme caso.

Larkin volvió la vista atrás. Por el modo en el que la ignoraba era evidente que el niño no iba a hacer caso a su madre. Fuese lo que fuese que estuviese viendo le tenía fascinado.

—Silver, dile algo a tu hijo —pidió la mujer a su marido, molesta—. No obedece.

—Gil, haz caso a tu madre.

—Pero papá —protestó el muchacho—, que es el noticiero. Es una edición especial... Dicen que ha pasado algo en el castillo.

El hombre puso los ojos en blanco, visiblemente molesto. Le arrebató los auriculares de un brusco tirón y los guardó en el interior de una de las bolsas, inquieto. Al parecer, al cabeza de familia le enervaban aquel tipo de disputas familiares.

—Se acabó: apaga eso de una maldita vez, punto.

Un escalofrío recorrió la espalda de Ana al escuchar las palabras del niño. Permaneció unos segundos con la mirada perdida por un instante, sintiendo el miedo crecer en su interior, convencida de que aquella noticia estaba directamente relacionada con ella, y no reaccionó hasta que, transcurrido casi medio minuto, se dio cuenta de que el niño la miraba fijamente. Ana volvió la vista al frente entonces, atemorizada ante la posibilidad de que la hubiese reconocido, y no volvió a mirar atrás hasta alcanzar el túnel.

Larkin aguardó su turno pacientemente, sintiendo la mirada del guardia fija en ella. Las lentes de visión nocturna impedían que pudiese verle los ojos, pero ella se sentía observada. De hecho, Ana se sentía observada por todos cuanto le rodeaban. Ahora que parecía que por fin las noticias empezaban a filtrarse, la joven sabía que no tardaría en convertirse en el blanco de todas las miradas. Todos querrían saber dónde se encontraba y por qué había huido, y para ello primero tendrían que encontrarla.

Así pues, costase lo que costase, tenía que alejarse... y tenía que hacerlo ya. Claro que... ¿Qué noticias se estaban filtrando? ¿Habría salido a la luz lo que su hermano había hecho? ¿Habría caído la guardia sobre él? Conociendo a Vladimir, seguramente habría tomado cartas en el asunto... Pero en caso de ser así, ¿realmente había hecho bien escapando? ¿Acaso no debería haberse quedado para enfrentarse a los acontecimientos?

Todos sus miembros empezaron a temblar al imaginar la respuesta. Ciertamente podría haberlo intentado; podría haber intentado hacer frente a su hermano... Pero viendo lo que había hecho con su padre: ¿no habría sido firmar su propia sentencia de muerte?

Tan pronto los viajeros que había ante ella cruzaron el túnel, Ana se adentró, al borde del ataque de histeria. Hasta entonces había logrado mantener sus emociones y pensamientos a raya, pero llegados a aquel punto empezaban a desbordarla. Larkin necesitaba escapar lo más lejos y rápido posible de allí, pero también saber qué estaba pasando.

Y necesitaba aire. Mucho aire.

Sin apenas ser consciente de lo que hacía, pues a cada segundo que pasaba más y más ideas despertaban en su mente, Ana apoyó el salvoconducto de paso sobre la pantalla digital. Para cumplir con el proceso habitual debería haber pasado también el proceso de identificación a través de la lectura dactilar y ocular, pero dados los permisos especiales de sus claves no fue necesario. El sistema leyó y procesó las líneas de información codificadas en el salvoconducto y, rápidamente, las barreras de control se abrieron. Ana tiró de las riendas de Tir con fuerza, apremiándolo, transmitiéndole así sin querer su nerviosismo, y ambos atravesaron el túnel, accediendo por fin a la entrada del paso.

Una vez fuera, ya con el anochecer amenazando con caer impunemente sobre ellos, montó sobre Tir y, juntos, iniciaron el largo y gélido camino que se abría ante ellos como una infinita y amplísima carretera de hielo. No muy lejos de allí, centenares de personas aguardaban ya la inminente llegada del transbordador que les llevaría al otro extremo del paso.

—Tranquilo... —murmuraba al caballo, aunque en realidad a quien trataba de calmar era a su propio espíritu—. Todo va a ir bien. Todo va a ir bien...

Galoparon durante los seis kilómetros que les separaba de la zona de carga y descarga, seguidos por otros tantos jinetes. Cada cien metros una torre de iluminación bañaba de luz azulada el anochecer del paso, delimitándolo con luces de neón. Tal y como habían mencionado los viajeros de la cola, partes del océano se iban congelando con la caída de la temperatura, pero aún se podía oír el lejano rugido de las olas. Muy probablemente, la propia estructura del paso generase la congelación de las aguas. Sea como fuese, no era algo que importase demasiado a la joven. Ana sabía que no debía alejarse del centro del paso, y así hacía.

Varios minutos después, alcanzada ya la zona de carga, Ana detuvo a Tir a varios metros del grupo principal de viajeros y desmontó. La temperatura había descendido lo suficiente como para dibujar nubes de vaho con cada respiración, pero por suerte la ropa térmica la ayudaba a mantener el calor corporal. A pesar de ello, a los pocos minutos de espera empezó a sentir el frío trepar por las plantas de sus pies. La mujer volvió entonces la mirada a su alrededor, en busca de algún refugio, y se encaminó a las terminales techadas que había en el lateral oriental. Allí, diseminados a lo largo de todo el murete protector que cubría la zona y concentrados en los puntos de conexión, centenares de viajeros consultaban los puntos de información.

Alejándose el máximo posible de las agrupaciones de gente, Ana encontró refugio en uno de los laterales, lejos del alcance de la torre de iluminación. En lo más profundo de su ser deseaba acercarse a una de las torres de conexión e informarse de lo que estaba sucediendo en el castillo, pero le preocupaba el acercarse tanto al resto de viajeros. Muy probablemente nadie la reconociese, pues dudaba que su rostro fuese especialmente conocido entre la gente de las castas más bajas, pero prefería no arriesgarse. Lo mejor era esperar.

Así pues, aprovechándose de la oscuridad de la zona, la joven apoyó la espalda en el murete y cerró los ojos durante un par de minutos. Hacía horas que se sentía agotada, pero no había tenido tiempo para descansar. Una vez atravesase el paso, si todo iba bien, buscaría un lugar en el que pasar la noche. Quizás una posada, un hotel, un buen lugar en el que instalar la tienda de campaña...

—No deberías quedarte dormida —dijo de repente una voz, logrando traerla de vuelta justo cuando ya rozaba el sueño con la punta de los dedos—. El transbordador está al llegar.

Ana abrió los ojos, sobresaltada. El hombre que la había avisado era uno de los viajeros que, al igual que ella, había decidido buscar cobijo junto al murete. Ahora que al fin la noche empezaba a caer, los grados iban bajando dramáticamente.

El hombre le ofreció un cigarrillo. Apenas se le veían los ojos, pues llevaba todo el rostro cubierto con un pasamontaña, pero por su mirada Ana supo que se trataba de un hombre de edad adulta.

—No, gracias, no fumo.

—Cógelo —le ordenó en tono cortante—. Te ayudará a entrar en calor. No sé qué demonios os explicarán en esas estúpidas academias a las que ahora os llevan vuestros padres, pero fumar no mata: que se te congelen los pulmones por estar a ocho grados bajo cero, sí.

Obediente, Ana aceptó el cigarrillo y disfrutó del calor que de este emanaba. No era la primera vez que fumaba, ni muchísimo menos. Entre otras cosas, fumar a escondidas era una de las actividades clandestinas que más les gustaban a los jovencitos de buena familia que pretendían sentirse especiales durante unas horas. Para su sorpresa, sin embargo, aquella fue la primera vez en la que realmente disfrutó al hacerlo.

—Gracias.

—No hay de qué. Hace un rato que te vi en la cola de los túneles; destacas como una hoguera en plena noche, querida. No sé exactamente qué habrás hecho, pero te recomiendo que disimules un poco el nerviosismo. —El hombre señaló al frente con el mentón—. Hay unos cuantos que no te quitan el ojo de encima, y eso, siendo una chiquilla joven que viaja sola, no es bueno. Sabes a lo que me refiero, ¿verdad?

Ana le mantuvo la mirada durante unos segundos, ofendida, molesta por la osadía, dispuesta incluso a reprenderle por su atrevimiento, pero finalmente, tras pensar con un poco de frialdad, asintió con la cabeza. A pesar de dolerle en el orgullo el comentario, aceptaba la crítica, puesto que, en el fondo, sabía que tenía razón. Si lo que realmente pretendía era pasar desapercibida, tenía que vigilar aquellos detalles.

Tenía que mejorar.

—Sí, lo sé.

—Entonces ten cuidado.

El hombre asintió con la cabeza a modo despedida y se alejó, dejando tras de sí una estela de humo. Poco a poco, la gente empezaba ya a acercarse a la zona de carga y descarga, a la espera de la inminente llegada del trasbordador. Ana hizo ademán de incorporarse también, pero algo la detuvo. Tal y como el hombre le había advertido, había varias personas que la estaban mirando. Algunos lo hacían con curiosidad, seguramente porque se trataba de alguien joven que viajaba sola. Otros lo hacían con indiferencia, sin interés alguno. Sin embargo, había alguien que la miraba de otro modo. Alguien cuyos ojos azules denotaban un interés y una sorpresa preocupantes.

Alguien que, muy probablemente, la había reconocido.

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