Capítulo 4

—Tienes que darme una explicación, Ana. Puedo entender que no quieras decirme qué ha pasado, pero al menos...

—Creía que aquí me libraría de las preguntas.

Hacía ya casi veinte minutos que, tras horas de viaje, Ana había llegado a su destino. Durante el trayecto había pensado mucho sobre a dónde debía ir. Como hija del Rey, Ana contaba con centenares de contactos por todo el continente. A lo largo de su vida había conocido a muchas personas en las que podía confiar. Muchos de ellos únicamente se ofrecían por interés, desde luego, pero entraba dentro de lo que cabía esperar. Ana necesitaba el apoyo de un amigo, la confianza y la ayuda de alguien muy concreto.

Claro que era inevitable que hiciese preguntas, claro.

—Ana...

Sentada frente a la chimenea holográfica y con una humeante taza de té entre las manos, Larkin contemplaba en silencio las llamas de nitrógeno danzar sobre la madera. Se encontraba en un gran y elegante salón de reuniones en el lateral del cual había una pequeña mesa de té con unas butacas. Diseminadas por todas las paredes había centenares de fotos que el dueño había tomado a lo largo de toda su vida. Durante los primeros años, paisajísticas. A partir de los treinta, sin embargo, el estilo había adoptado un enfoque humanístico y social realmente conmovedor.

Las de los últimos tres años, por el contrario, eran totalmente críticas.

—No tardaré en irme, tranquilo. Tan solo necesitaba entrar en calor.

—¿A dónde se supone que vas a ir? ¿Al castillo? Podría acompañarte.

—¿Al castillo? —Ana esbozó una sonrisa triste—. No, no voy a volver al castillo.

—Oh, vamos, explícame que ha pasado. ¿Es por el regreso de tu hermano? Creía que...

No acabó la frase. El hombre se dejó caer pesadamente en una de las butacas, justo delante de Ana, y centró la mirada también en la chimenea. Sobre esta había una repisa en la que tenía enmarcada una fotografía con varios de sus antiguos compañeros, siete bellator uniformados con los colores del planeta.

—Quiero ayudarte, te lo aseguro, pero no me lo estás poniendo nada fácil.

—Ya me estás ayudando, Jean —respondió Larkin—. Con dejarme estar aquí unas horas es más que suficiente.

—Quizás para ti, pero para mí no. Somos amigos, Ana.

Ana conocía a Jean Dubois desde hacía muchos años, aunque no habían entablado verdadera amistad hasta hacía cinco. Durante todo aquel periodo, el hombre había formado parte del equipo de su hermano. Jean era uno de los bellator que lo acompañaba por toda la galaxia y, durante mucho tiempo, había sido uno de los más cercanos. Sin embargo, cinco años atrás un accidente había apartado a Dubois del servicio. Con tan solo treinta años, el bellum había perdido la pierna derecha durante un ataque terrorista. Siguiendo el protocolo, el miembro perdido fue sustituido por uno biomecánico. Dubois no era ni el primero ni sería el único bellum que sufría una amputación. Desafortunadamente, el desenlace solía ser distinto. Mientras que la mayoría de cuerpos aceptaban el nuevo miembro, Jean lo rechazó por completo, quedando así incapacitado para el servicio. A partir de entonces, Dubois había sido enviado de regreso a su planeta hasta el momento en el que dieran con un implante que su cuerpo no rechazase. Lamentablemente, aún no lo habían dado con él.

Su relación se había estrechado a partir del accidente. Dubois había regresado al planeta muy afectado y Ana, a petición expresa de su hermano, había decidido tenderle la mano. La soledad de Dubois, pues no tenía familia alguna, despertaba cierta lástima en los Larkin. Así pues, a partir de entonces, la joven le había ido a visitar como mínimo una vez al mes, logrando así que se fortaleciese enormemente su relación hasta convertirse en grandes amigos.

—Precisamente porque somos amigos no quiero comprometerte, Jean. —Ana dio un largo sorbo a su taza y la dejó sobre la mesa, aún humeante. Después de tantas horas expuesta al gélido ambiente de Sighrith le estaba costando entrar en calor—. Como ya he dicho, no tardaré demasiado en irme... pero antes necesito tu ayuda en algo.

Ana se incorporó y se acercó a la pared. Allí había un gran mapa planetario. Larkin lo descolgó con cuidado, sorprendida por el peso del marco, lo llevó hasta una de las mesas de reuniones y pidió a Dubois que se acercase con un ligero ademán de cabeza.

—Oh, vamos... —exclamó este mientras se ponía en pie.

A pesar de que su cuerpo rechazase los implantes biomecánicos, Jean no se había rendido. El antiguo bellum había decidido comprar un sencillo implante mecánico de metal y madera gracias al cual había logrado recuperar parte de movilidad. Todo un reto. Por el momento dependía de muletas, pues el implante era totalmente rígido, pero confiaba en lograr aprender a dominarlo antes de que acabase el año.

Lentamente y con movimientos bruscos, Jean acudió a la mesa.

—¿Qué pretendes?

—Me dijiste que tú eras de Corona de Sofie, ¿me equivoco?

El hombre asintió. El cabello rubio le había empezado a encanecer en los últimos tiempos. Jean se consolaba diciendo que aquel cambio de tono le aportaba masculinidad, pues desde siempre había tenido rasgos algo afeminados, y no se equivocaba. Después de la barba y el corte de pelo militar, las canas eran el detalle que le faltaba para convertirse en un hombre lo suficientemente masculino como para resultar apuesto.

—Sí. No es un continente especialmente poblado, pero hay varios núcleos importantes. Yo soy de la ciudad de Nantes. ¿La conoces?

—No, pero voy a conocerlo. Necesito ir a un lugar poco habitado donde pueda pasar desapercibida.

Jean le lanzó una breve pero significativa mirada llena de duda, deseoso de poder seguir preguntando, finalmente asintió. Si después de casi media hora no había respondido a ninguna de sus preguntas, dudaba mucho que fuese a hacerlo ahora.

Apoyó el dedo índice sobre la isla central alrededor de la cual se encontraban los seis islotes que conformaban la Corona de Sofie y asintió.

—¿Sabes cómo ir? Hay un paso en el sur que comunica Corona de Sighrith con la isla Magnia de Sofie. Una vez lo atravieses, tan solo tienes que recorrer la isla hasta el paso que da a la Menor... Son muchísimos kilómetros de viaje, pero no tiene pérdida. Si lo que quieres es esconderte, no hay mejor lugar que ese... Sin contar Corona de Enoc, claro. Pero...

Ana cruzó los brazos sobre el pecho, pensativa. Aunque nunca había viajado a Corona de Sofie sabía que para acceder al paso tendría que cruzar toda la Corona de Sighrith. Si bien era cierto que su continente no era demasiado grande, al menos no en comparación con Enoc, cruzarlo entero de norte a sur iba a ser complicado... No obstante, ¿qué otra cosa podía hacer? El paso a Enoc estaba relativamente cerca, a tan solo unos cincuenta kilómetros, pero le preocupaba perderse por aquel enorme continente abandonado.

—Me preocupas, Ana —advirtió Jean—. No es la primera vez que llegas enfadada con el mundo. De hecho, es algo bastante común en ti. ¿Sabes? Para ser tan joven tienes bastante mal carácter y una facilidad para salir corriendo que asusta. Preocupas a tu padre, y mucho, te lo aseguro. Pero creo que es precisamente por él por lo que nunca llegas a irte definitivamente. Te quedas aquí unos días, gritando, maldiciendo, solucionando todos los problemas del universo y, al final, se te pasa. Coges tus cosas y vuelves. Siempre pienso que es como si necesitases desconectar, y lo entiendo. Creo que, en tu situación, yo haría lo mismo. No debe ser fácil ser quién eres—Jean hizo un alto—. Y todo eso está muy bien dentro de lo que cabe, pero... —Sacudió suavemente la cabeza—. Pero esta vez es diferente, ¿verdad?

Ana frunció el ceño. Pensado fríamente, su comportamiento nunca había sido especialmente ejemplar. Desde niña siempre había tenido un carácter fuerte y explosivo que, aunque había intentado dominar, había sido superior a ella. Ana era, muy a su pesar, una mujer consentida a la que le costaba aceptar que no le diesen la razón. A veces intentaba dominar su genio, pero era incapaz. No obstante, tal y como Jean había podido percibir, aquella vez era distinto.

No. Aquella vez su visita era totalmente distinta y, tal y como Jean sospechaba, no era para quedarse unos días. Ana tenía que alejarse lo más rápido posible de la Corona de Sighrith.

—Tengo que contactar con mi abuelo —confesó, con la mirada fija en el mapa—. Ha pasado algo, y...

—Puedes contactar con él desde aquí si quieres. —Se apresuró a responder Jean, servicial—. No me importa, lo sabes. Tengo el sistema de comunicación preparado para conexiones extra-planetarias. Hace tiempo que no lo uso, pero tiene que funcionar. Pedí que me lo instalaran cuando dejé la tropa, ¿recuerdas? Vamos, úsalo si quieres... pero déjate de viajes extraños. Es peligroso.

Ana sonrió levemente, agradecida. En la mirada de Jean se percibía la preocupación que despertaba en él el viaje del que hablaba Larkin. Sighrith era un planeta peligroso en el que las condiciones atmosféricas jugaban en contra de sus ciudadanos por lo que los traslados tenían que ser realizados con precaución.

—Te lo agradezco, pero...

—No me lo agradezcas: úsalo y punto —insistió—. Con mi identificación probablemente no responderá a la conexión, pero si usas la tuya no lo dudará.

La mujer negó con la cabeza rápidamente, consciente del peligro que aquello comportaría. Utilizar su sistema y evitar seguir viajando era una opción muy atractiva, pero sabía que no podía permitírselo. No mientras los satélites pudiesen triangular su posición en tan solo un segundo una vez hubiese empleado su identificación.

Ana se preguntó cuánto tardarían en anunciar públicamente su desaparición.

—No quiero que me encuentren —respondió con sencillez—. Y si uso mi identificación me podrán rastrear.

—Y cuando cruces los pasos también, lo sabes. Es imposible viajar sin ser localizado... —Jean apoyó la mano sobre el hombro de la joven y lo apretó con suavidad, a modo paternal—. Vamos, Ana, no sé qué habrá pasado, pero lo que propones es una locura. ¿Qué tal si te sientas y lo piensas tranquilamente? Te darás cuenta de que no tiene sentido. Además, he oído rumores de que Elspeth ha vuelto... ¿Por qué no te olvidas de discusiones y vuelves al castillo con él? No sé qué te habrá dicho para enfadarte tanto, pero tu hermano te quiere, y tú a él.

Por un instante, Ana dudó. Empezaba a estar muy cansada y todo lo ocurrido la noche anterior comenzaba a resultarle demasiado extraño como para ser real. Era como sí, en el fondo, todo hubiese sido producto de una pesadilla... Elspeth jamás haría algo así, su hermano quería y respetaba demasiado a su padre como para ponerle la mano encima. Los quería demasiado a los dos como para hacerles daño...

Ana apartó la silla y se sentó, sintiendo el agotamiento cada vez más presente. Le dolía la pierna sobre la que había caído, los músculos y la cabeza.

Apretó los puños con fuerza, sintiendo la rabia y la impotencia crecer en lo más profundo de su alma. Aunque le gustaría poder engañarse a sí misma fingiendo que no había visto lo ocurrido, la realidad era la que era. Ana había presenciado con sus propios ojos el asesinato y, por mucho que ahora la asustase y costase aceptarlo, tenía que actuar en consecuencia antes de que fuese demasiado tarde.

—Tengo que avisar al rex —insistió—. Pero no será desde aquí. Puedo viajar sin ser vista, pero si ahora utilizo tu sistema de comunicación y empleo para ello mi identificación no servirá de nada haber llegado hasta aquí.

—Ana...

—¡Para de una maldita vez! ¡Voy a ir te guste o no así que ayúdame o cállate, pero deja de molestar! ¡Esto es serio!

Se hizo el silencio en la sala. Ana maldijo por lo bajo, sintiendo el dolor de cabeza crecer por segundos, y se apartó de la mesa, furibunda. Jean, por su parte, no pudo más que dejarse caer en una silla y observar con sorpresa su reacción

En aquel entonces, sin embargo, su pérdida de nervios evidenciaba que no estaba presenciando una simple rabieta de niña consentida.

—Ha pasado algo grave —comprendió al fin—. Algo muy, muy grave, ¿verdad?

—Elspeth ha cambiado.

Jean frunció el ceño. No era la primera vez que escuchaba aquellas mismas palabras, aunque en boca de otro. La princesa no era la única que había percibido el cambio del mayor de los Larkin, aunque sí la que más alarmada se había mostrado al respecto.

—Andreas me lo dijo hace unos meses. ¿Te acuerdas de él? Era la mano derecha de Cedrik. Desde que la pierna me obligase a dejarlo he mantenido el contacto con ellos a través de Andreas... Siempre fuimos buenos amigos. Durante los primeros años todo fue bastante bien; hablábamos cada mes y todo parecía seguir en orden. Las misiones cada vez eran más arriesgadas y peligrosas, pero todos se mantenían unidos y, juntos, lograban superarlas. Andreas y el resto admiraban y respetaban mucho a tu hermano, lo sabes.

—Andreas ya no trabaja para mi hermano —respondió Ana con brusquedad—. Ni él ni Cedrik; Elspeth ha cambiado de compañeros y de nave.

El hombre asintió, pensativo. Si bien no le había dado demasiada importancia al tema cuando Andreas se lo había explicado, ahora comprendía que había algo más allá de lo que su buen amigo había definido como un "desentendimiento".

Jean decidió profundizar en el tema. Extrajo del interior del cajón de uno de los armarios un pequeño terminal portátil que solía utilizar a título personal y lo depositó sobre la mesa. Seguidamente, tras activarlo y aguardar a que el sistema operativo se encendiese, accedió directamente a la bandeja de entrada del correo electrónico. Desde que dejase el ejército hacía ya cinco años, Jean había ido guardando absolutamente todos los mensajes que había ido intercambiando con sus antiguas camaradas.

—Algo me habían contado, aunque no sé demasiado al respecto. Andreas no quiso profundizar, pero...

Tras invitar a Ana a tomar asiento a su lado, Jean accedió a la carpeta de Andreas y empezó a examinar todos los mensajes que tenía guardados. Desde que se conociesen siendo unos críos, Andreas y Jean habían formado un perfecto tándem que tan solo el accidente había logrado dar al traste.

—Hace un año me habló de un lugar un tanto extraño al que iban a enviarles. ¿Cómo se llamaba...? ¿Ariangard?

—Creo que sí; mi hermano también me lo dijo.

Confirmó el nombre del sector. A continuación, accedió a la red intraplanetaria y activó la herramienta de navegación y rastro. Sobre Ariangard no aparecía demasiada información, pero sí la suficiente para que ambos supiesen que el sistema en cuestión había sido recientemente descubierto.

—Tras asignarles la misión, la "Castigo de Hielo" desapareció durante una temporada. Aquella parte de la galaxia no había sido aún civilizada por lo que no había forma alguna de comunicarse con el Reino. No obstante, al menos una vez al mes regresaban a un punto seguro y transmitían. Andreas aprovechaba entonces para mandarme saludos. Nunca escribía demasiado, pues según comentaba no tenía demasiado tiempo, pero me pedía que informase a su familia de que estaba bien.

—Yo tampoco tenía mucho contacto con Elspeth. Nos escribíamos de vez en cuando, pero mucho menos de lo que a mí me hubiese gustado.

—Y no te mentía —admitió Jean—. No sé cuánto sabes de las flotas, pero te puedo decir que nuestra situación era un tanto distinta a la del resto. Cuando entran al servicio, todos los bellator pasan una temporada conectados a un sistema de reinserción social.

—¿Cómo los delincuentes?

Ana parpadeó con cierta perplejidad. Hasta donde ella sabía, aquel sistema era una herramienta que se utilizaba en la Tierra para que los delincuentes pudiesen ser reinsertados tras borrar sus memorias y establecer en ella los preceptos, normativas y leyes impuestas por el Reino. Según se decía, el sistema permitía dar una segunda oportunidad a los convictos, aunque no siempre tenía buenos resultados. Raro era el día en el que no saltaba la noticia de que algún hombre o mujer había muerto durante el proceso.

—Quizás no sea el mismo programa. Algo parecido. Se borra las mentes de los soldados para que únicamente sirvan a la causa. —Jean se encogió de hombros—. Se podría decir que eliminan todos sus recuerdos, lazos familiares y amistades para que nada ni nadie pueda influenciarles. Gracias a ello, los bellator se convierten en soldados casi perfectos que únicamente viven por y para el Reino. —Le dedicó una leve sonrisa—. Es por ello que están tan valorados. No todo el mundo está dispuesto a sacrificar todo por Lightling.

Larkin asintió, pensativa. Tiempo atrás había conocido a un grupo de bellator entre los que había hecho muy buenas amistades. Todos se habían mostrado educados y correctos, sinceros y cercanos, agradables, divertidos, astutos, ocurrentes... incluso, al menos en un caso en concreto, muy seductores. Ana les había visto como iguales, hombres y mujeres que luchaban por el Reino, pero personas normales después de todo. ¿Cómo imaginar entonces que habían sido poco menos que programados para cumplir con su misión?

Sacudió suavemente la cabeza, confusa. Ana estaba prácticamente convencida de que ni Elspeth ni los suyos habían recibido aquel tratamiento.

—La cuestión es que, aunque nosotros pertenecíamos a la flota de Salem, nunca fuimos sometidos al tratamiento de reinserción social. Éramos... —Jean se cruzó de brazos, en busca del término más correcto—. Como decirlo... Se podría decir que éramos una división especial. A bordo de la "Baba Yaga", por ejemplo, la nave insignia de Salem, todos habían sido reinsertados. Nosotros, sin embargo, éramos una excepción.

—¿Y eso por qué?

—Bueno, tu abuelo tuvo bastante que ver en ello. Varias de las empresas que financian a Salem se encuentran en el sector Scatha por lo que, sin el apoyo del rex planetario, el futuro de la flota quedaba bastante en duda.

—Ya veo... Fue cosa de mi abuelo entonces.

Jean asintió con orgullo. Si bien era cierto que ya habían pasado cinco años desde que dijese adiós a la flota, un tiempo más que suficiente para que los recuerdos fuesen esfumándose, Jean no había olvidado absolutamente nada. El antiguo bellum se aferraba a ellos con dientes y uñas, y recordaba hasta el último de los detalles: los viajes, las armas, los uniformes, las celdas, las expresiones de sus compañeros al anunciarse una nueva misión...

Se le llenaban los ojos de lágrimas de tan solo pensar en los viejos tiempos.

—Exacto —confirmó Jean—. El rex se aseguró de que ni a su nieto ni a ninguno de sus hombres los pudiesen manipular por lo que desde Salem decidieron apartarnos de su buque insignia y nos dieron el mando de la "Castigo de Hielo". Nos convertimos en los "niños consentidos". Es por ello que ninguno nos excedíamos demasiado con las comunicaciones externas, y muchísimo menos él. No estaba bien visto. Además, no éramos estúpidos; sabíamos que las comunicaciones estaban siendo controladas por lo que preferíamos ser cautos. —Se encogió de hombros—. La cuestión es que, tal y como te decía, Andreas me comentó hace un año que se dirigían hacia el sector Ariangard. Nunca me quiso explicar demasiado al respecto, pero sí que es cierto que al tercer o cuarto mes me comentó que estaban empezando a notar algo distinto en Elspeth. Imagino que ya lo sabes, pero además de ser un hombre brillante, tu hermano siempre fue muy protector con los suyos. Para él, nosotros éramos su familia, y nos cuidaba como tal. Sin embargo, desde que se adentrasen en Ariangard algo en él fue cambiando, y ese instinto de protección se fue perdiendo. Al parecer, Elspeth empezaba a mostrarse más osado y atrevido de lo deseado. Llevaba a los suyos a lugares peligrosos y nada ni nadie parecía lograr hacerle cambiar de opinión. Andreas decía que era como si hubiese algo en aquel sistema que le atrajese, como una especie de imán... Y no era el único que lo pensaba.

Ana asintió con lentitud, pensativa.

—¿Y qué más te decía?

—Bueno, como ya te digo no me decía demasiado al respecto, pero era evidente por sus mensajes que estaban viviendo una situación de tensión. Elspeth les estaba obligando a hacer cosas que no querían.

—¿Y es por ello que se separaron?

Jean asintió levemente, con la mirada fija en los archivos guardados. Hacía ya varias semanas que no sabía nada de Andreas. Tantas que, por un instante, se preguntó a qué se debería el retraso. Quizás, en el que debía ser su nuevo destino, la "Baba Yaga", no le permitiesen escribir tanto, pensó, pero tenía sus dudas al respecto.

—Creo que sí. Al parecer tu hermano encontró nuevos compañeros y tras unas cuantas semanas de convivencia empezó a dar de lado al resto. Yo diría que Andreas y el resto se sintieron marginados. No dijo mucho al respecto, pero fue la sensación que me dio. Cuando lo leí me pareció un poco extraño.

—¿Te hablaron mal de mi hermano?

—No le dejaron demasiado bien, desde luego, pero al parecer él tampoco se quedó corto. Antes de abandonar la nave les tachó de cobardes. Como comprenderás, en situaciones de tensión es bastante común que se den este tipo de enfrentamientos. Yo mismo he discutido mil veces con mis compañeros. No obstante, el hecho de que tu hermano abandonase la nave es bastante extraño.

—Oye, Jean...

Antes de que pudiese decir nada, el hombre se puso en pie y cojeó hasta uno de los armarios. Abrió uno de los cajones y extrajo de su interior una pequeña caja de madera. En su interior había un fajo de billetes, un arma y una llave metálica.

—Voy a respetar el que no me quieras decir nada —explicó Jean. Sin molestarse en esperar a su respuesta, los depositó sobre la mesa, a su alcance—. Me gustaría ayudarte, te lo aseguro, y dado que has acudido a mí, voy a darte lo que creo que yo necesitaría en tu lugar. Coge dinero, tendrás que comprar comida y medicinas, o lo que necesites, así que finge ser una persona normal cuando lo hagas. Si lo que quieres es pasar desapercibida no lo lograrás si sigues comportándote como una niñata consentida.

Ana alzó ambas cejas a modo de advertencia, tal y como habría hecho en cualquier otra ocasión, pero no dijo nada. Si realmente iba a tener que empezar a pasar desapercibida aquel era un buen momento para empezar a practicar. Hasta donde ella sabía la gente de clase baja era vulgar y maleducada por lo que podría poner en práctica todo lo que había aprendido en los libros y los films.

—El arma es un medio de defensa, no de ataque. Úsala solo en caso de auténtica necesidad. Quizás no lo sepas, pero incluso para ti es un delito matar a alguien.

Larkin cogió el arma y la sopesó. La de su hermano pesaba un poco menos y era más cómoda, más femenina. Se adaptaba perfectamente a la mano, como si estuviese hecha a medida. Aquella, sin embargo, era pesada y ruda... Perfecta para cumplir con su cometido.

—Habrá veces en las que con enseñarla tendrás más que suficiente.

—¿La gente la usa por la calle normalmente?

—Existen asaltadores de caminos y atracadores. Gente sin escrúpulos que en cuanto vean a una chica joven y sola tendrán malas intenciones. Se les reconoce a leguas, ya lo verás. En caso de que alguno de esos tipos se te acerque, úsala.

Tras enseñarle los pasos básicos para armar, cargar y disparar, Jean le puso el seguro y la dejó de nuevo sobre la mesa, junto al dinero. A continuación, casi de modo reverencial, cogió la llave y se la ofreció.

—Es la llave que abre el taller de mi padre. Está en la parte trasera, ya lo sabes. Hace mucho tiempo que no entro... De hecho, desde que desapareció hace ya doce años. Ese perro se largó sin decir nada. Sea como fuere, recuerdo que tenía todo tipo de artilugios: seguro que encuentras algo útil. Un saco de dormir térmico, ropa de abrigo, una cuerda... no sé. —Se encogió de hombros—. Hay de todo. También encontrarás algo para proteger a Tir y comida en lata. Coge lo que necesites, pero piensa con cabeza. Si lo que quieres es moverte rápido deberías llevar el mínimo peso posible. Aprovecha el amanecer.

Ana cogió la llave y la guardó en el bolsillo de la chaqueta. A continuación, lo abrazó con fuerza. A pesar de haber planeado que aquella visita fuera breve, Larkin sabía que le iba a costar horrores despedirse de él. Y no solo porque le apreciase. Jean simbolizaba su vida en el castillo, la paz y la tranquilidad. Despedirse de todo aquello era decir adiós al pasado, a su hermano y a su padre, y eso era complicado.

—Van a venir a por ti, ¿verdad? —preguntó en apenas un susurro mientras la estrechaba contra sí, como la hermana que nunca había llegado a tener.

—Puede... pero te aseguro que no he hecho nada.

—Te creo. No diré nada.



Media hora después, con la mochila y las nuevas alforjas de Tir cargadas, Ana se alejó de la lejana y silenciosa torre de los Dubois. En apenas unos minutos empezaría a amanecer.

—Tir, nos vamos —anunció mientras acariciaba la crin del animal—. Esto ya no es seguro para nosotros... Pero tranquilo, el abuelo lo solucionará. —Ana extrajo el mapa y lo extendió sobre el lomo del animal. Las indicaciones de Jean le iban a ser muy útiles para viajar a Corona de Sofie... Larkin revisó las distintas opciones y volvió a guardarlo—. Ojalá me equivoque, pero si mi hermano decide seguirme, tarde o temprano descubrirá que hemos estado aquí. Interrogarán a Jean y, posiblemente, este les diga hacia dónde nos dirigimos. Quizás no fácilmente, pero sí bajo presión. Así pues nos vamos al norte, amigo. —Tiró suavemente de las riendas y se pusieron en camino. Ante ellos, recortado contra los primeros rayos del amanecer, el paisaje blanco de los infinitos bosques nevados se alzaba, imponente—. Tú vienes de allí, ¿verdad? De Corona de Enoc. Entonces seguro que te sentirás como en casa...

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