Capítulo 3
Había fuertes rachas de aire. Aquel era un lugar ventoso, siempre lo había sido, pero nunca tanto como en aquel entonces. Los caballos apenas podían avanzar.
Aquella noche no nevaba. La temperatura era baja, como de costumbre, pero apenas la notaba. Tenía demasiadas cosas en mente como para fijarse en un detalle tan insignificante como el viento, la cantidad de lunas que iluminaban el cielo o la vestimenta de su hermano.
—Padre se va a enfadar cuando se entere de que has llegado —comentó Ana alegremente, en lo alto de su corcel, bajo el resguardo de uno de los toldos del edificio principal de la granja.
No estaban demasiado lejos del castillo. A pesar de que este se viese recortado en el horizonte, en realidad estaba a apenas diez minutos.
—Padre lo entenderá —respondió Elspeth con sencillez, sin perder la sonrisa.
Había algo extraño en Elspeth. Ana no era capaz de identificar el qué, pues solo se centraba en analizar su conducta, la cual, por cierto, no había variado un ápice del recuerdo que ella albergaba de su hermano. Alegre, cercano, confidente, astuto. Elspeth seguía igual que en su memoria. No obstante, su físico sí había cambiado. El joven Príncipe volvía a tener veinte años, aunque ella no parecía advertirlo.
Al igual que muchos otros detalles, aquel no tenía la suficiente importancia para ella como para detectarlo.
—Sabe perfectamente que eres mi debilidad, Ana. Además, he tardado demasiado en volver... ¿Qué menos podía hacer?
—Cierto, te has retrasado. ¿Ha pasado algo?
De repente, Elspeth ya no estaba sobre el lomo de Tir, sino que era ella quien lo montaba. Su hermano estaba de pie junto a su propio corcel, un enorme semental gris lleno de modificaciones, y la miraba con fijeza. Había inquietud en sus ojos.
—Han pasado muchas cosas, Ana. Muchas. Debes...
Dejó la frase sin acabar. De repente, como si hubiese escuchado algo, Elspeth volvió la vista atrás y enmudeció. Allí ya no había ni viento ni nieve; tampoco un toldo que les protegiese, ni sus monturas. Estaban en la Sala de Audiencias junto a su padre, que sentado en el centro de la estancia escuchaba atentamente a unas sombrías figuras de rostro emborronado. A la cabeza del grupo, con una pluma roja en el sombrero, había un hombre cuyo rostro iba cambiando continuamente.
Confusa por el repentino cambio de escenario, Ana volvió la mirada hacia su hermano. Elspeth miraba fijamente a las figuras recién llegadas, con desconfianza, alerta. Había algo en ellos que no le gustaba.
—¿Quiénes son? ¿Los conoces? —preguntó Ana. La joven apoyó la mano sobre la de su hermano, la cual, para su sorpresa, ahora contenía fuertemente sujeta un arma automática—. ¡Elspeth...!
—No te acerques a ellos —respondió este en apenas un susurro—. Son peligrosos. Tienes que irte. —Elspeth volvió la mirada hacia ella—. Ana, escúchame... debes...
El Príncipe siguió moviendo los labios, visiblemente preocupado, seguramente transmitiéndole algún mensaje importante, pero no hubo sonido alguno. Su voz se había apagado, y por mucho que siguiese hablando, ella no podía escucharle.
Ana no escuchaba a nadie salvo el intenso latido de su propio corazón.
Se llevó la mano al pecho. Los latidos estaban empezando a aumentar de tono con tanta fuerza que en apenas unos segundos se volvió totalmente atronador. Ana se cubrió las orejas y, sintiendo pinchazos en la cabeza, volvió la vista hacia su padre.
Él podría ayudarla.
Ana intentó acudir a su lado, pero con cada paso que daba, más se alejaba del trono. Era como si, bajo sus pies, los metros se multiplicaran.
Intentó llamarle. La Princesa gritó su nombre en varias ocasiones, primero con nerviosismo, después con desesperación, pero su padre ni tan siquiera la miró. El monarca estaba demasiado ocupado escuchando a aquellas figuras sombrías...
Y no era el único. Su hermano ahora también las escuchaba...
No, no las escuchaba. ¡En realidad era su hermano el que hablaba! ¡Él era el portavoz de los recién llegados! Pero no era él quien hablaba: eran sus labios los que se movían, pero en realidad los confusos pensamientos que transmitía, no le pertenecían...
Ana abrió los ojos de repente, con un grito en la boca. La joven se incorporó con brusquedad, con el rostro cubierto de sudor, y volvió la vista a su alrededor. Cortinas negras, mobiliario blanco, suelo a cuadros, lámpara de cristal...
Tardó unos segundos en reconocer su propio dormitorio. Las sábanas le pesaban sobre las piernas, aunque no tanto como la túnica que se había puesto para dormir. Se sentía incómoda... Además, hacía frío. Aunque se había despertado acalorada, el viento que entraba por la ventana era gélido.
Ana se bajó de la cama y cerró la ventana con brusquedad, activando con el golpe a los androides voladores que solían ayudarla a vestirse. Se apartó el cabello enmarañado de la cara, aún confusa, y buscó por la sala a su hermano.
—¿Elspeth?
Rápidamente, sintiendo la soledad caer sobre ella como un jarrón de agua, Ana avanzó hasta su cómoda y abrió el primer cajón. Oculta entre las distintas cajas donde almacenaba sus joyas tenía una pistola que, varios años atrás, le había conseguido su hermano. Ana la extrajo con rapidez, sin dejar de mirar a su alrededor, y la empuñó con ambas manos. En realidad, ni sabía cómo quitar el seguro ni como introducir el cargador, pero le hacía sentir más segura.
A su alrededor, salvo los dos androides voladores, todo permanecía quieto y en silencio, sumido en la oscuridad casi total de la celda.
Ana permaneció unos segundos en completa tensión, apuntando de un lado a otro, hasta que al fin logró comprender que acababa de despertar de un sueño. Regresó a la cama, mucho más deshecha de lo habitual, y descubrió que en la almohada había un par de manchas de sangre. Apenas unas gotas.
—¿Pero qué...?
Guiada por el instinto, Ana se miró en uno de los espejos y comprobó que tenía manchas de sangre seca en la nariz. Entró en el aseo para limpiarse y, aún con el arma en mano, salió de nuevo a la celda, en busca del timbre.
Presionó el botón de llamada.
Había algo en todo cuanto le rodeaba que no lograba entender. La celda, su ropa, la ventana abierta, el sueño... O lo que fuese que acababa de vivir, claro. Jamás había tenido un sueño tan real como aquel.
—Justine, ven de inmediato.
—Alteza, debería calmarse. Eso no es un juguete precisamente...
A pesar de la insistencia de Justine de que dejase el arma, Ana no soltó la pistola en ningún momento. Estaba asustada, inquieta, y tan solo el peso del metal en las manos lograba darle la seguridad que necesitaba para mantenerse cauta.
—¿Qué demonios hago aquí? ¿Dónde está mi padre?
Sentada a los pies de la cama, Ana no hacía más que intentar unir las piezas que conformaban los últimos recuerdos. Aunque le costase admitirlo, entendía que lo que había vivido era un sueño. Había sido muy real, desde luego. Lo que había sucedido antes, sin embargo, era algo de lo que no estaba demasiado segura. Después de todo, ¿acaso no había pedido que la llevasen con su padre tras la visita de la torre? ¿Qué había pasado a continuación? ¿Había llegado a verle?
Fuese cual fuese la respuesta, Ana era incapaz de recordar nada de lo ocurrido.
—Justine, ¿cómo he llegado aquí?
—Alteza, es muy tarde.
—¿Vas a responder alguna de mis preguntas?
La sirvienta apartó la mirada, inquieta. Si bien la presencia de la pistola la había sobresaltado, por su reacción era de suponer que ya de por sí había acudido a la sala preocupada. De hecho, su conducta errática lo evidenciaba. Justine iba y venía de un lado a otro cabizbaja, frotándose las manos, balbuceando por lo bajo. De vez en cuando se asomaba por la ventana para echar un fugaz vistazo a la torre, pero no dedicaba más de un par de segundos. Además, apenas era capaz de responder a sus preguntas. Tal era su concentración en lo que fuera que estuviese pensando que, por primera vez, las dudas de la princesa no parecían tener importancia para ella.
—Si no vas a responder voy a tener que pedirte que te vayas, Justine —advirtió Ana—. Y sabes lo que eso significa...
No era una amenaza de despido real, al menos Ana no se lo planteaba seriamente por el momento, pero dado que Justine no lo sabía, se aprovechaba de ello. A lo largo de todos aquellos años, Larkin había ido descubriendo los puntos débiles de los habitantes del castillo.
Justine se detuvo en seco, alzó la mirada hacia su señora y, por un instante, enmudeció. Ana nunca la había visto tan inquieta.
—¿Mi Señora...?
—Respóndeme, Justine —insistió con severidad—. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Dónde está mi padre?
—Su Majestad el Rey está cenando con el Príncipe, Ana. Llevan varias horas encerrados en uno de los salones y no desean ser molestados bajo ningún concepto.
Ana asintió. Por la hora que era, pasada la media noche, supuso que la cena no alargaría mucho más, así que aún tenía una oportunidad de hablar con su padre antes de que se acostase.
—¿Y cómo he llegado? Recuerdo que le pedí a Vladimir que me llevase con mi padre, pero nada más. A partir de ahí todo está en blanco.
Justine negó suavemente con la cabeza, contrariada. Tomó asiento a los pies de la cama, junto a ella, y le tomó la mano libre entre las suyas, de modo maternal. Por el modo en el que la miraba era evidente que estaba preocupada.
—Ana... No se asuste por lo que voy a decir, pero me temo que no llegó a hablar con Vladimir. En realidad, hace unas horas la encontraron en el patio —confesó a media voz—. Parece ser que resbaló y se golpeó en la cabeza. No es nada serio, al menos según el criterio de los médicos del castillo, pero nos ha dado un buen susto. Ha tenido suerte de que...
Larkin parpadeó con incredulidad. De todas las respuestas posibles, aquella era la que menos esperaba escuchar. Apartó su mano de la de Justine, decepcionada, molesta, y se puso en pie, empuñando el arma.
—Me estás mintiendo —interrumpió con brusquedad—. ¡Me estás mintiendo!
—¡Jamás me atrevería! —respondió la mujer con rapidez, incorporándose ella también—. Yo no lo vi, mi señora, pero es lo que me dijeron. Al parecer el Capitán Rosseau fue quien la encontró y la trajo...
—¿El Capitán Rosseau?
Un mal presentimiento se apoderó de Ana al escuchar aquel nombre. La joven volvió la mirada hacia su doncella, creyendo entender el porqué de su inquietud, y asintió para sí misma con lentitud. Poco a poco, todo empezaba a tener sentido.
—Gracias, Justine. Puedes retirarte.
—No le miento, Alteza —insistió la sirvienta, preocupada—. Sé que resulta extraño, pero es lo que dijeron. Yo no estaba delante para verlo, pero el Capitán...
—¿Dónde está Vladimir?
—Con su padre, Alteza. Creímos... —Justine volvió la mirada al suelo, avergonzada por lo que estaba a punto de confesar—. No nos culpe por ello, Majestad. Sabemos que el Príncipe es una buena persona, pero ha vuelto tan cambiado que, entre todos, decidimos que su padre no acudiese solo a la cena... No es que creamos que pueda pasar nada, pero...
—Tranquila, hicisteis bien.
Justine se acercó a la ventana para comprobar el estado del patio y de la torre. Después de lo que había sucedido con Ana, la sirvienta no podía evitar mirar una y otra vez, temerosa de que pudiese volver a pasársele por alto algo tan grave. Obviamente Ana no iba a volver a resbalar y caer en la nieve, pues ya estaba sana y salva en su celda, pero incluso así la mujer no podía evitar que sus temores la arrastrasen hasta la ventana una y otra vez.
—Siento lo que ha pasado, Alteza —confesó en apenas un susurro—. Debí estar más atenta. Le juro que no voy a poder perdonármelo nunca...
—Oh, vamos —Ana acudió a la ventana, a su lado, y le cogió el antebrazo—. Ya soy adulta, Justine. Dentro de poco cumpliré veintiséis años: ¿realmente crees que necesito a alguien que me vigile? —Sacudió la cabeza con suavidad—. No tienes nada que perdonarte... ha sido un accidente. Si es que realmente lo ha sido, claro. Sabes... —Larkin soltó el brazo de la mujer y se dirigió a su armario, decidida—. Estoy casi convencida de que lo que te han contado es falso. No me he caído.
—¿Alteza...?
Ana sacó un par de prendas oscuras del armario y empezó a desvestirse. Desconocía qué iba a suceder a partir de aquel momento, pero estaba convencida de que, fuese lo que fuese, le haría frente mejor vestida con otras ropas que no fuesen una túnica de cama.
—Mi hermano ha vuelto cambiado, Justine. Sus pensamientos y planes de futuro... incluso me atrevo a decir que me asustan, y más después de lo que ha sucedido. Tengo un mal presentimiento.
Se enfundó unos pantalones negros y una camisa blanca de mangas anchas. A continuación, ya con la ayuda de su sirvienta, se calzó unas las botas de nieve, se abotonó la cazadora de cuero negro que solía llevar cuando salía a cabalgar y guardó la pistola en un bolsillo.
Cogió aire. En lo más profundo de su ser, las palabras que su hermano le había susurrado en el sueño se repetían una y otra vez: son peligrosos.
—¿Realmente cree que es necesario, Alteza? ¿Qué pasará si se le dispara por error?
—En realidad no sé ni cómo funciona, Justine —confesó con cierta ironía—. No te preocupes, no pasará nada. Simplemente quiero hablar con mi hermano.
—Entonces no se la lleve, Alteza. Insisto, si quiere podemos pedir a algún miembro de la guardia que la acompañe, pero déjela aquí. Al fin y al cabo, extraño o no, son hermanos.
Ana dudó por un instante, presionada por la intensidad de la mirada de la sirvienta, hasta que finalmente decidió obedecer. En el fondo Justine tenía razón: aquello era sacar las cosas de quicio. Simplemente iba a dialogar... o al menos esa era su intención. Lo que pasase después ya no era culpa suya.
Así pues, Ana dejó el arma sobre la cómoda, al alcance de cualquiera, y salió de la sala con paso firme y decidido camino al salón.
Los pasillos estaban vacíos. Normalmente, y más durante cenas de aquel calibre, estos estaban llenos de sirvientes, mayordomos y camareros. La mujer abrió la gran puerta de madera que daba acceso a la sala y, durante unos instantes, intentó vislumbrar algo en la oscuridad.
No tardó demasiado en comprender que llegaba tarde.
Decepcionada, Ana rehízo el camino hasta alcanzar la escalera que daba a las celdas de los guardias. Ascendió los escalones de dos en dos, apoyándose en la pared para no perder el equilibrio, y no se detuvo hasta alcanzado el tercer piso y dar con la puerta de la celda de Vladimir Starkoff, el jefe de la guardia.
Golpeó un par de veces con el puño cerrado antes de recibir respuesta.
—Ya va —escuchó decir al guardia desde dentro.
El sonido de sus pasos sobre el suelo de madera precedió a su aparición. Aún con parte del uniforme puesto, pero las botas quitadas, Starkoff surgió bajo el umbral de la puerta. Por su aspecto era de suponer que había llegado hacía relativamente poco. Hasta donde Ana sabía, Vladimir padecía de insomnio por lo que era posible que llevase horas dando vueltas en la celda.
Sorprendido ante su presencia, el guardia tardó unos segundos en responder; un tiempo más que suficiente para que Larkin aprovechara para ser ella quien iniciase la conversación.
—¿Dónde está mi padre? He visto que la reunión ha acabado relativamente pronto: ¿ha pasado algo?
—Se encuentra junto a su hermano en la Sala del Té, Alteza —respondió con rapidez—. La cena finalizó hace aproximadamente una hora por lo que imagino que siguen allí. ¿Ha sucedido algo?
Ana dudó por un instante. Su objetivo principal era encontrar a su padre y advertirle de todo lo que su hermano le había confesado anteriormente; avisarle de los oscuros pensamientos que rodeaban a Elspeth y los suyos. No obstante, la joven no podía olvidar lo que había sucedido aquella noche.
—Oye Vladimir, antes...
—¿Sí?
El hombre cruzó los brazos sobre el pecho, atento. Sus ojos verdes denotaban la misma atención con la que siempre la miraba y escuchaba: total y absoluta. Junto a Justine y el Profesor, aquel hombre era el que, probablemente, más quería y protegía a la Princesa, y así se lo hacía saber cada vez que se encontraban.
Sus ojos lo decían todo.
—Tú nunca me mentirías, ¿verdad?
—Jamás, Alteza —respondió con seguridad, decidido—. Sabe que puede confiar plenamente en mí, tanto usted como su padre y su hermano; todos.
—Lo sé. Dime entonces una cosa: antes, cuando hemos hablado, cuando te he pedido que me llevases con mi padre...
La expresión del guardia era tan significativa que no hacía falta que la acabase. Ni se habían visto, ni habían hablado. Nada de aquello había sucedido.
Cerró los puños con fuerza. ¿En qué momento había empezado a soñar?
—No importa —finalizó bruscamente, impidiendo así que Starkoff interviniera—. ¿Ha pasado algo durante la cena? ¿Ha ido todo bien?
—Todo bien, Alteza —respondió con brevedad, preocupado—. Su hermano parecía algo distraído, pero nada más. Pero sobre eso que me decía antes... ¿A qué se refiere?
Ana sacudió la cabeza y retrocedió, dispuesta a irse, pero antes de poder dar un paso el jefe de la guardia la atrapó de la muñeca, con rapidez, tal y como siempre había hecho en las ocasiones en las que la había detenido en plena fuga nocturna. Aquel hombre, al igual que el Profesor Donovan, parecía tener un sexto sentido para localizarla.
—Alteza, ¿qué sucede? —insistió—. ¿Está bien? Parece un tanto confusa. ¿Hay algo que le preocupe? Quizás pueda ayudarla.
Dedicó unos segundos a mirarle la mano. Vladimir la sujetaba pero no ejercía fuerza. Sus dedos se habían cerrado formando una especie de grillete, pero en ningún momento le hacía daño. Al contrario.
Se obligó a sí misma a sonreír. A pesar de formar parte de su servicio y, por lo tanto, estar bajo sus órdenes, no le parecía justo despertar tantas dudas y preocupación entre los suyos. Al menos no tan pronto.
—No es nada —dijo al fin, tratando de sonar lo más convincente posible—. Es solo que imagino que me hubiese gustado poder asistir a esa cena... nada más. Siento haberte molestado.
—Espero que no le siente mal el atrevimiento, pero dudo mucho que haya venido hasta aquí solo por eso, Alteza —respondió Vladimir con sencillez. Soltó la mano de la joven y le dedicó una leve sonrisa, tratando de mostrarse lo más cercano posible—. Nos conocemos hace ya muchos años y me conozco esa mirada. Intuyo que el cambio de su hermano la inquieta.
—Veo que me conoces bien.
—La entiendo; a mí también me inquieta. —Cruzó los brazos sobre el pecho—. Es por ello que he decidido asistir a la cena junto a su padre. El Príncipe ha cambiado, pero no creo que haya sido para mal. A veces es necesaria una sobredosis de realidad para comprender el mundo en el que vivimos, Alteza. Pero no se preocupe por él, es algo temporal. En cuanto se relaje volverá a ser el mismo de siempre, estoy convencido.
Ana asintió, algo más aliviada por sus palabras, y se retiró de regreso al ala central del edificio. Si bien apreciaba y valoraba las palabras de Vladimir, la joven necesitaba comprobar con sus propios ojos que su padre estaba bien.
La Sala del Té no se encontraba demasiado lejos de la Sala de Audiencias. Situada en la segunda planta del castillo, orientada al norte y con las paredes teñidas de verde desde su creación, la Sala del Té era una pequeña y acogedora estancia a donde el Rey solía llevar a los invitados más privilegiados. En sus sillones habían estado sentados todo tipo de eminencias planetarias. Ana también la había visitado en alguna ocasión, aunque hacía ya mucho de la última. Siendo una niña, su padre la había llevado allí para explicarle alguna anécdota relacionada con su madre, pero poco más. Aquel lugar estaba reservado para los adultos y, cuando llegase el día, para su hermano.
Uno a uno, Ana fue ascendiendo los doce escalones dorados que daban a la sala. Su padre había ordenado que cada uno de ellos fuese decorado ostentosamente con todo tipo de joyas preciosas, empleando en cada uno distintas tonalidades. Una vez en lo alto de la escalera avanzó a través de un estrecho y corto pasillo en cuyo lateral izquierdo había dos ventanas y se detuvo frente a la puerta.
Procedente del otro extremo se percibía un intenso olor a té verde.
Ana se inclinó y apoyó la oreja sobre la puerta, a la espera de poder captar algo. Sin embargo, no hubo sonido alguno.
Era como si no hubiese nadie.
Inquieta ante tanto silencio, Ana apoyó la mano sobre el picaporte y, lentamente, tratando de generar el mínimo ruido posible, fue bajándolo hasta abrir la puerta. Después, empleando para ello una diminuta rendija, miró al interior.
Su hermano estaba en la sala junto a su padre. Ambos estaban muy juntos, de pie el uno frente al otro y parecían tener las manos cogidas. Se miraban con fijeza, uno desafiante, el otro suplicante, y forcejeaban. Elspeth llevaba algo brillante entre manos; una espada corta, o un cuchillo, mientras que el Rey no tenía defensa alguna.
Ana quedó paralizada ante la visión. La mujer intentó reaccionar, entrar y detener el enfrentamiento antes de que fuese tarde, pero las piernas no le reaccionaron. Tenía la garganta seca, los músculos agarrotados y la mente totalmente aturdida. Parecía prisionera de su propio cuerpo.
—¡Padre...!
El final se precipitó dramáticamente. Guiado por la voz de su hija, el Rey volvió la mirada momentáneamente hacia la puerta, perdiendo por un instante la concentración. Sus miradas se encontraron y por un brevísimo instante de pánico, hubo una conexión. Lamentablemente esta fue muy corta. Elspeth aprovechó el momento para eludir su defensa y, dibujando un rápido pero potente tajo, el metal mordió la garganta con voracidad una única vez. No fue necesario más. Lenard se sacudió, sorprendido. Se llevó las manos hacia la garganta cercenada y, prácticamente a cámara lenta, fue cayendo al suelo ante la aterrada mirada de su hija. El cuerpo quedó inerte sobre su propio charco de sangre.
Se hizo el absoluto silencio.
—Ana, entra.
La puerta se abrió lentamente ante sus ojos, guiada por hilos invisibles. Ana se incorporó, con el rostro descompuesto, y alzó la mirada hacia Elspeth. Este, con el arma homicida llena de sangre entre sus manos, la observaba con aquellos inquietantes ojos negros que anteriormente le había mostrado.
Ana estaba en shock. Su cuerpo absorbía la información que la rodeaba y la transformaba en estímulos, pero su mente no los reconocía. Larkin estaba presente en cuerpo, pero no en mente. No era dueña de sus emociones ni de sus pensamientos, al igual que tampoco de la voz que el instinto de supervivencia acababa de crear para susurrarle órdenes al oído. Ahora era una simple residente en un armazón de carne y huesos que no estaba dispuesto a dejarse vencer tan fácilmente.
Dio un paso atrás. El rostro de su hermano variaba rápidamente por segundos, enfriándose y modificándose hasta adoptar una expresión neutra, de indiferencia. Más que un hombre, parecía un autómata que alguien dominaba a su gusto.
El asesino alzó la mano.
—Ana... —exclamó, pero al igual que sus ojos, la voz ya no le pertenecía—. No te lo voy a repetir. Entra y cierra.
El sonido de unos pasos al final de las escaleras le hizo comprender que no iba a poder salir de allí fácilmente. Ana volvió la mirada fugazmente atrás y volvió a retroceder. Uno de los hombres de su hermano avanzaba hacia ella, con un cuchillo curvo entre las manos.
Al parecer aquello no había hecho más que empezar.
—¡He dicho que entres!
—No sabes lo que has hecho, Elspeth —murmuró ella como respuesta, demasiado asustada incluso como para echarse a llorar—. Padre...
—¿Qué pretendes? Te estás comportando como una auténtica lunática: entra de una maldita vez. ¿Es que no ves que no hay otra opción?
Escuchó el sonido de los pasos al ascender la escalera. En escasos segundos, el hombre la alcanzaría...
Tenía que salir de allí.
Ana lanzó una fugaz mirada a la ventana. Estaba en un segundo piso, una altura más que considerable con la que, seguramente, acabaría herida, pero no muerta. El salto era asequible... O al menos eso quería pensar. No tuvo demasiado tiempo para planteárselo. Ana dio media vuelta, se cubrió la cara con las manos y, pidiendo ayuda a la suerte, se lanzó contra la ventana.
Un lacerante latigazo de dolor le recorrió la pierna derecha al estrellarse contra la nieve que cubría el suelo del patio. Con la caída varios de los cristales se le habían clavado en los muslos, manos y cara, pero no había tiempo para pensar en ello. Ana se incorporó con lentitud y miró a su alrededor. El castillo seguía apagado, sin luz, sin vida, pero pronto despertaría. Era cuestión de minutos... o puede que segundos. Así pues, tenía que darse prisa. Ahora que su padre ya no estaba, el poder recaía sobre su hermano por lo que era prioritario escapar.
La gran pregunta era, ¿cómo?
Ana ya se estaba arrastrando hacia los establos. Desconocía qué iba a ser de ella, de su futuro o del futuro del castillo. No sabía absolutamente nada a excepción de que tenía que salir de allí, y creía saber cómo. Larkin se arrastró por la nieve a gran velocidad, empleando las manos y las rodillas para ello, y no se detuvo hasta, recorrido medio patio, toparse con algo. Ana tiró con fuerza del extremo de la prenda, sintiendo que el destino se lo había dejado allí a propósito al reconocerlo y, tras varios segundos de esfuerzo, logró extraer al fin de entre la nieve su abrigo anteriormente perdido.
Aquello significaba algo, se dijo convencida.
Ana buscó en los bolsillos hasta dar con el mapa que el profesor le había encomendado, se lo guardó en la cinturilla del pantalón y, algo más alentada, reinició su marcha hacia los establos.
A su alrededor, el castillo empezó a despertar. Pasos, luces encendidas, voces, gritos, órdenes...
Armándose de valor, la joven plantó ambas manos en el suelo y se obligó a sí misma a levantarse. La pierna le dolía horrores, tanto que era probable que se hubiese roto algo, pero dadas las circunstancias no tenía tiempo para quejas. Ana cojeó hasta el establo y no se detuvo hasta alcanzar el cajón donde Tir la aguardaba visiblemente agitado. Abrió la portezuela sacando las cadenas y el candado siempre abierto que la sujetaban.
—Tenemos que irnos, Tir. Tenemos...
—¿Alteza?
Un grito de puro pánico escapó de la garganta de la mujer al escuchar la voz. Ana giró sobre sí misma, con la mano en el pecho, a la altura del corazón, y durante unos instantes no fue capaz de reaccionar. Ante ella, adormilado, se encontraba Stan, el mozo de cuadras.
Sorprendido ante su presencia a aquellas horas, el joven no supo qué decir. Simplemente permaneció en silencio observándola durante unos segundos, tratando de comprender qué sucedía, hasta que vio la mancha de sangre que se estaba formando en el suelo.
—¡Alteza! ¿Qué le ha pasado? —Hizo ademán de acercarse, pero Ana se lo impidió alzando la mano—. Pero Alt...
—Pon la silla y la cabezada, ¡rápido!
Stan enmudeció, superado por los acontecimientos, incapaz de apartar la mirada del charco de sangre, pero finalmente, al escuchar los gritos que procedían del castillo, reaccionó. Sacó el equipo del caballo del almacén y, en apenas unos minutos, se la colocó. Ayudó a Ana a subir al lomo del animal y le dejó espacio de maniobra.
Varios hombres armados atravesaban ya el patio en dirección al establo.
—¿Qué ha pasado? —gritó el mozo antes de que esta se perdiera en la noche.
—Vete —respondió Ana con brevedad, sintiendo el dolor de la pierna cada vez más punzante—. Hazme caso, Stan. Vete cuanto antes.
La sombra de varios de los seguidores de Elspeth ya caía sobre el establo cuando Ana atravesó sus puertas a gran velocidad. La mujer se agachó sobre el lomo del animal, escuchando tras de sí detonaciones de armas automáticas, pero no alzó la cabeza hasta que atravesaron las puertas.
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