Capítulo 28

Era la primera vez que veía las estrellas. Para el resto de tripulantes, todos extraños cuyo único interés parecía residir en las armas que tenían entre manos, la visión del espacio era tan común que ninguno de ellos se acercaba a las escotillas. Ana, por el contrario, no era capaz de alejarse de ellas. Aquellas impresionantes y excitantes vistas eran lo más hermoso que había presenciado jamás y deseaba grabarlo para siempre en su memoria. Además, le gustaba el silencio, era muy relajante. Y era precisamente eso, relax y tranquilidad, lo que en aquel entonces necesitaba. Después de tantas semanas de dudas, sufrimiento y miedo, había llegado el momento de sentarse, cerrar los ojos y dejar la mente en blanco.

Presentía el final más cerca que nunca.

—Alteza —exclamó Airis Blake, sacándola así de su ensimismamiento. Al parecer, la maestra y varios de sus hombres habían sido los elegidos para realizar el intercambio—. Haremos contacto en menos de tres horas: nos están esperando.

—¿Estará mi abuelo en persona?

—Es probable, aunque no en la zona de desembarque. Por seguridad la dejaremos en una de las cubiertas de desembarco: a partir de ahí tendrá que adentrarse en solitario a través de uno de los túneles de acceso. Al final de este, tras pasar varios controles, imagino, encontrará al rex.

Ana asintió. Comprendía las medidas de seguridad perfectamente, aunque temía hacer el viaje en solitario. Después de tantas jornadas acostumbrada a la compañía de otros, la soledad la abrumaba. Por suerte, todo acabaría pronto. Volvió a centrar la mirada en la oscuridad infinita del espacio y dejó que el suave brillo de las estrellas la acunara. Atrás quedaba el castillo, su padre, su hermano, sus hombres y Tir, su querido y noble Tir. Le entristecía no haberse podido despedir de él, pero confiaba en que lo cuidarían bien. A pesar de todo, aquellos hombres parecían ser capaces de cuidar animales. Además, allí hacia dónde se dirigía, él no tenía cabida por lo que, al menos de momento, sus caminos tendrían que separarse...

Lo bueno de viajar sin apenas pertenencias personales era que, a la hora de hacer la maleta, no había mucho que guardar. Armas, munición, alguna que otra prenda de ropa, dinero y poco más. En cuanto necesitase algo lo compraría, pero únicamente si era realmente vital. Por el momento no disponía de demasiado efectivo así que tendría que ser cuidadoso con el dinero. Además, por lo que tenía entendido los viajes se pagaban caros, por lo que tendría que empezar a controlar el gasto. Si lo que quería era llegar lejos, tendría que tener cuidado.

Una vez llena la bolsa, Armin la cerró y la depositó junto a la silla donde reposaba su fusil. Una de las chicas de la División había aceptado por un módico precio llevarle a la estación orbital del planeta Epona antes de encaminarse a Titánica, por lo que, con un poco de suerte, en menos de una semana estaría ya de camino a cualquiera que fuese su destino.

Comprobó el cargador de su pistola antes de enfundarla. A continuación, cogió la mochila, se la cargó a la espalda y añadió el fusil. El trayecto hasta el hangar sería algo complicado y lento por culpa de las muletas, pero aquella mujer necesitaba el dinero por lo que le esperaría tardase lo que tardase. Era una apuesta segura. Cogió las muletas y se encaminó hacia la puerta. No le gustaba tener que irse así, sin despedirse de nadie, pero tampoco le habían dejado muchas otras opciones. Era ahora o nunca.

Armin cruzó la sala con rapidez, cargado e incómodo por el peso, pero muy seguro de sí mismo, y, a punto de alcanzar la puerta, se detuvo al escuchar pasos acercándose procedentes del pasillo. Pocos segundos después, antes de que tuviese tiempo a reaccionar, la puerta se abrió y Veryn entró en la sala con una diminuta terminal portátil entre las manos. En la pantalla de esta se encontraban los tan esperados resultados sobre su estado.

—Eh, Arm... ¿Armin?

La expresión de Veryn se ensombreció al ver a su hermano equipado para partir de inmediato. El hombre cerró la puerta de un golpe, sintiendo como la rabia empezaba a despertar en él, y clavó la mirada en Armin.

Se obligó a sí mismo a mantener la calma.

—No —exclamó con sencillez, a modo de advertencia—. No vas a hacerme ahora esto, Armin, te aseguro que no. Suelta ahora mismo la mochila.

Armin le mantuvo la mirada durante unos segundos, reticente, rebelde. A él no le asustaba lo más mínimo el Conde. Ni él ni nadie; no a aquellas alturas.

Ni respondió ni dejó la mochila.

—No es una broma, hermano —advirtió Veryn—. O la sueltas ahora mismo, o...

—¿O qué? —respondió Armin—. ¿Me vas a obligar? Inténtalo si tienes huevos.

—Te estás volviendo loco.

—No, Veryn. El único loco aquí eres tú si realmente crees que vas a poder cortarme el paso. He tomado una decisión, y...

No le dejó terminar la frase. El hermano mayor se abalanzó sobre él y le empujó con fuerza, haciéndole perder el equilibrio. Armin, armado únicamente con las muletas, intentó mantenerse en pie ayudándose de estas, pero el golpe le había desequilibrado demasiado. Tras tres pasos en falso, acabó cayendo pesadamente al suelo, sobre la mochila y el arma.

Soltó un grito al clavarse el metal en la espalda.

—¡Serás...!

Furibundo, Armin desenfundó la pistola e intentó alzarla contra su hermano. Este, consciente de que en su estado de nervios no dudaría en disparar, apartó el cañón de un golpe justo cuando su hermano apretaba el gatillo. La bala salió disparada muy cerca de su cara, a escasos centímetros, y se clavó en la pared. Veryn le desarmó entonces de un puñetazo en la cara y un segundo en el estómago. Armin se encogió sobre sí mismo, sin oxígeno en los pulmones, y empezó a jadear en busca de aire. En cualquier otro momento el combate se habría alargado mucho más; los dos hermanos habrían intercambiado golpe tras golpe sin cesar hasta que, al final, un error por parte de alguno de los dos diese la victoria al otro. En aquel entonces, sin embargo, no hubo posibilidad de revancha. Armin quedó tendido en el suelo, desarmado y sin aire, bajo la atenta mirada de Veryn, el cual, tras incorporarse, desenfundó su pistola a modo de advertencia.

Recogió su terminal del suelo. No recordaba cuando se le había caído, pero la pantalla estaba rota. Chasqueó la lengua con desdén.

—¿Cuándo vas a dejar de comportarte como un lunático, Armin? —preguntó Veryn con tristeza—. Sé que no estás en tu mejor momento, pero...

—Cállate —respondió su hermano desde el suelo. La sangre corría por sus labios—. No sabes de lo que hablas.

—Por supuesto que lo sé, ¿acaso piensas que eres el único que ha intentado abandonar el barco? —Sonrió sin humor—. Ya sea un castigo o un regalo, estás aquí para siempre, hermano. Tú, yo y todos.

Le dio unos segundos para relajarse. Armin estaba muy nervioso, y no era para menos. Además del gran fracaso que para él significaba la rendición de Ana, la pérdida de la pierna y la posible infección viral le atormentaban enormemente. Dewinter se sentía débil y frustrado, impotente, y las noticias que hora tras hora iba descubriendo no le ayudaban precisamente.

Jamás debería haber vuelto a Sighrith.

—¿Mejor?

—Al infierno contigo, Veryn.

—Eso es un sí.

El mayor le tendió la mano para ayudarle a incorporarse. Una vez en pie, le ayudó a desprenderse del fusil y de la mochila a cambio de las muletas.

—Siempre sospeché que incluso tenías peor carácter que Orwayn, pero eso de dispararme ha sido un poco excesivo, ¿no crees? —Veryn se agachó para recoger la pistola de su hermano. La cogió del suelo y se la guardó en la cintura del pantalón—. Vamos, no me mires así, yo no tengo la culpa de que padre sea como es.

—Oh, venga...

—Sé que estás mal, Armin. Lo veo en tu cara. Todo esto ha sido un desastre, lo sé. Lo de tu pierna, el virus, la invasión del planeta, Anders metiendo las narices donde nadie le llama, Veressa insoportable, lo de la granja, Ana... Lo sé, y lo siento, te lo aseguro, pero hay que ver el lado bueno de las cosas.

—¿Sí? ¿Cuál?

Veryn le mostró la pantalla partida de la terminal. En aquel entonces no aparecía nada, pero segundos atrás, antes de la caída, había contenido información realmente importante.

—Tus resultados.

—¿Mis resultados?

—Estás bien, hermano —se apresuró a decir Veryn antes de que el nerviosismo pudiese volver a enfrentarles—. Tus análisis están bien... Al parecer, Ana logró hacerte el torniquete correctamente. Veressa quería decírtelo, pero le dije que te dejase un poco de espacio, ya sabes lo protectora que es contigo. Ahora está con Cat preparando las cosas para el viaje; partiremos en breve.

Armin asintió con lentitud, tratando de asimilar la buena noticia. A lo largo de todos aquellos días, desde que Vessa le confesara sus temores, el joven había estado tan seguro de que estaba infectado que a aquellas alturas ni tan siquiera se planteaba la posibilidad de lo contrario. Había estado demasiado convencido de ello.

Dejó escapar un largo suspiro, profundamente aliviado. La pierna no la recuperaría, eso seguro, pero saber que estaba sano era algo muy a tener en cuenta.

—¿Más tranquilo? Te aseguro que no eres el único que suspira aliviado. Orwayn y yo estábamos empezando a volvernos locos con el tema. Incluso padre...

—Necesito alejarme de todo esto, Veryn —interrumpió de repente—. De Veressa, de Anders, de ti, de todos. No estoy hecho para estar teniendo que preocuparme por mi familia: no es lo que quiero ni necesito. Me siento encerrado.

—Como una bestia enjaulada, sí, lo sé. Tú no eres como nosotros, hace tiempo que soy consciente de ello.

—Entonces deja que me vaya. No hablo de abandonar Mandrágora: nunca lo haría. Sabes para quién es mi lealtad. No obstante, la División...

—El maestro Gorren quiere hablar contigo. Padre quería presentártelo antes, pero desapareciste. Ese hombre no es como nosotros. Hablé un rato antes con él, tras la reunión, y creo que puede interesarte lo que tiene que decir... busca un guardaespaldas.

Armin negó con la cabeza. Sabía lo que aquel hombre pretendía hacer, y no le interesaba. Dewinter ya había participado lo suficiente en aquella enloquecida misión como para seguir peleando por un planeta que, en el fondo, no le importaba lo más mínimo.

—No me interesa; no quiero trabajar en grupo. Estoy cansado de depender de otros, Veryn. No va conmigo.

—Gorren trabaja solo, Armin. Helstrom tiene un grupo, sí, pero Gorren va solo. Lo único que necesita es un guardaespaldas, nada más. —Apoyó la mano sobre su hombro—. Si lo que quieres es hacer algo grande para Mandrágora, y sé que así es, este es tu momento.



Encontró al maestro Gorren cómodamente sentado en una de los salones, disfrutando de una copa junto con su compañero Alexius Helstrom. Ambos hombres parecían tranquilos, relajados, mientras que a su alrededor el resto de agentes de la División iban y venían a la carrera, preparándose para el inminente despegue. Según sus cálculos, en menos de tres horas la isla quedaría totalmente desierta.

Helstrom fue el primero en levantarse al ver llegar a Armin. Seguidamente, aún con la copa en la mano, se incorporó también el maestro Gorren. Ambos eran hombres altos, aproximadamente de su estatura, Alexius algo más bajo, pero igual de imponente. El paso del tiempo había demacrado notablemente sus rostros, surcándolos de arrugas y cicatrices, pero aún no había apagado el brillo entusiasta de su mirada. Para aquellos hombres la pérdida de Sighrith no significaba nada. Ni siquiera conocían el planeta. El haber localizado al fin a Rosseau, sin embargo, era algo digno de celebración.

Armin se acercó hasta ellos con la ayuda de las muletas. Sabía de antemano cuáles serían las respuestas a sus preguntas y a sus ofertas, pero incluso así no quería ser descortés. Como nuevos maestros de la División les debía lealtad y obediencia, aunque fuese por poco tiempo.

Les estrechó la mano.

—Nos moríamos de ganas de conocerte, Armin Dewinter —exclamó Philip Gorren tras realizar las pertinentes presentaciones. Le invitó a tomar asiento junto a ellos—. ¿Una copa?

—¿Qué se celebra? —respondió este—. ¿Qué tenemos que abandonar Sighrith como ratas? ¿O que hemos perdido el planeta?

—Lamento que nuestra actitud pueda hacerte creer que lo ocurrido no nos importa —puntualizó Helstrom con cierta incomodidad—. Todo lo ocurrido en el planeta es una auténtica catástrofe. No obstante, dentro de la tragedia, no nos queda otra alternativa que aferrarnos a lo único bueno que todo esto ha causado.

—¿Y eso es...?

—Que al fin hemos encontrado el rastro de Rosseau. —Gorren sacó del interior de uno de los muebles una copa más para Armin, la llenó y se la entregó—. ¡Por el inicio de una nueva etapa, las nuevas amistades y, qué demonios, por el trabajo bien hecho!

Alzaron las copas y brindaron. Armin se mojó los labios, pero no llegó a beber. Él, a diferencia de los dos maestros recién llegados, no tenía nada que celebrar. El haberse quitado de encima la incertidumbre sobre su estado de salud y la infección era algo muy positivo, desde luego, pero teniendo en cuenta todo lo demás, al joven le parecía insultante brindar por ello.

—Desde luego es innegable que tu padre tiene buen gusto —exclamó Gorren tras darle un largo sorbo a la copa—. Desde que le conozco, siempre se rodea de lo mejor.

—¿Se conocen hace tiempo?

—Hace mucho —admitió el maestro. El hombre apoyó la espalda en el respaldo de la butaca—. Aunque es la primera vez que pisamos Sighrith, nos conocemos hace ya casi treinta años. En otros tiempos, tu padre y tu madre se movían por otros sectores, ¿lo sabías? Yo les conocí en Marte. ¿Y tú, Alexius?

—En una de las lunas de Egglatur —respondió Helstrom—. Tu madre era una mujer excelente; lamenté mucho su pérdida.

—Todos lamentamos enormemente la muere de Ylva y todo lo que ello comportó —admitió Gorren—. Desde entonces no había vuelto a ver a tu padre... ni a ninguno de tus hermanos. La última vez que te vi eras un enano de poco más de un metro.

Armin guardó silencio. A pesar de tener muy buena memoria, no recordaba a ninguno de aquellos dos hombres. Obviamente, aquello no significaba nada. A lo largo de su vida había conocido a miles de personas, pero le resultaba extraño no haber vuelto a oír nada de boca de su padre sobre aquel peculiar dúo.

—Pero veo que has crecido hasta convertirte en todo un hombretón —prosiguió Gorren—. ¿Cuántos años tienes? ¿Veinte? ¿Veinticinco? No soy demasiado bueno con las edades.

—Veintisiete.

—¿Ya? —Gorren sacudió la cabeza—. Ha pasado más tiempo del que creía.

—El tiempo vuela cuando se está ocupado —le secundó Helstrom—. Durante todos estos años hemos ido de un sector a otro, sirviendo a los intereses de Mandrágora, pero también siguiendo la pista de Rosseau. Tanto la historia de Philip como la mía está vinculada directamente a la de ese hombre, de ahí nuestra llegada a Sighrith.

Armin asintió. Tras escuchar lo que habían comentado en la reunión, el joven lo imaginaba.

—Nuestro objetivo es darle caza. Ahora que al fin sabemos dónde se encuentra, vamos a acabar con él —prosiguió Helstrom—. Pero para ello antes debemos saber cómo. Rosseau no es un hombre cualquiera, imagino que eres consciente de ello. De hecho, ni tan siquiera estoy seguro de que se le pueda considerar un hombre. Hace mucho tiempo que no posee un cuerpo físico propio.

—Antes tenemos que prepararnos para ello, pero nuestra idea es viajar hasta el sector Ariangard, hasta la guarida de ese perro, y descubrir a qué nos enfrentamos —añadió Gorren—. Una vez sepamos qué es, encontraremos la forma de vencerlo... y para ello te necesitamos. Perdí a mi guardaespaldas hace unos meses en un tiroteo. Desde entonces he conocido a muchos candidatos, pero ninguno me ha convencido. Tú, sin embargo, cumples con todos los requisitos.

Una leve sonrisa se dibujó en los labios de Armin. Una sonrisa sarcástica, irónica, falsa. Aquella petición no le hacía sentir mejor, como seguramente les sucedería a muchos otros. En otros tiempos, el ser reclamado por un maestro había sido su objetivo en la vida. Los agentes ansiaban poder participar activamente en la organización, y cuánto más cerca estaban de los altos cargos, más importantes eran sus misiones. En aquel entonces, sin embargo, la petición carecía de interés para él. Armin seguía con las ideas claras respecto a su futuro.

—Creo saber el porqué de tanto interés en mí, y les diré que están equivocados —respondió tras dejar la copa, prácticamente intacta, sobre la mesa—. Yo no maté a ese Pasajero vuestro. Me enfrenté a él, pero no pude vencerle. Al contrario, fue él quien estuvo a punto de matarme a mí.

Los dos maestros intercambiaron una mirada cómplice. Lejos de mostrarse decepcionados o sorprendidos por la revelación, su expresión no cambió en lo más mínimo. Aquellos hombres estaban tan interesados en él como al principio, y así seguirían hasta el final.

—Lo sospechábamos —exclamó Gorren dando así respuesta a su pregunta muda—. Aunque no eres demasiado expresivo, tus ojos revelan muchos secretos, Armin. Durante la reunión, cuando salió el tema, ambos nos dimos cuenta de ello. Por suerte, no es ese detalle lo que despierta mi interés en ti.

—Aunque, para ser sinceros, yo sí siento curiosidad por lo ocurrido —apuntó Helstrom—. Si no fuiste tú, ¿quién acabó con el Pasajero? ¿Acaso escapó?

Armin se encogió de hombros. No recordaba bien lo que había sucedido, pues en aquel entonces la herida de la pierna le impedía pensar con claridad, pero sabía perfectamente quien había apretado el gatillo.

Volvió la mirada hacia su copa.

—Larkin lo mató.

—¿Larkin? —respondió Helstrom con sorpresa—. ¿Elspeth Larkin? ¿Qué hacía él allí?

Antes de que pudiesen empezar a teorizar al respecto, Armin aportó un poco más de luz.

—Ana Larkin —reveló con decisión, contundente—. Fue Ana quien disparó, no Elspeth. Ella acabó con él. Desconozco cómo, si fue una casualidad o premeditado, pero lo hizo. Yo estaba delante: lo vi.

Ambos quedaron en silencio, perplejos por la sorprendente confesión. Aunque horas atrás el destino de la joven había ocupado momentáneamente sus pensamientos, a aquellas alturas ambos la habían borrado por completo de su memoria. Las princesas y las mujeres bien posicionadas como ella, lamentablemente, solían morir en aquel tipo de circunstancias. A nadie le gustaba demasiado, pero era algo que sucedía. El Reino era así. No obstante, aquella revelación variaba notablemente la imagen que ambos tenían sobre la joven.

Helstrom fue el primero en romper el silencio.

—¿Estás seguro? Esa chica... en fin, no parecía nada fuera de lo común, y los Pasajeros son seres muy complejos.

—Puede que lo lograse por pura casualidad —argumentó Gorren volviendo a llenarse la copa—. Ese tipo de cosas pasan. Además, no olvidemos que es la hija de Anelli; puede que haya heredado su buena puntería.

—La cuestión no es tener puntería o no: es saber en qué punto exacto disparar. —Helstrom negó con la cabeza, visiblemente inquieto—. Puede ser casualidad, desde luego, pero resulta increíble. Después de tanto tiempo estudiándolos y combatiéndolos, me parece increíble que haya sido una chica cualquiera la que al final haya logrado acabar con uno. Es... en fin, no sé ni qué decir. Me deja sin palabras.

—En realidad, Ana no es una cualquiera —dijo Armin de repente, pensativo—. A veces hace cosas extrañas: yo lo he visto con mis propios ojos.

—¿Qué tipo de cosas extrañas? —preguntó Helstrom con interés—. ¿A qué te refieres?

Sin saber exactamente por qué, Armin decidió explicarles lo ocurrido en la mansión de Cerberus. Durante mucho tiempo lo allí vivido le había atormentado, pues era plenamente consciente de que su teoría no tenía sentido alguno, pero finalmente había acabado por olvidarlo. Ahora, sin embargo, sumándolo a otros tantos detalles inquietantes, el misterio de lo allí ocurrido volvía a preocuparle.

Le escucharon sin interrumpir, interesados, aunque con distintas expresiones. Mientras que Gorren parecía interesado simplemente en la fantasía de la historia, como si de un cuento se tratase, Helstrom se mostraba intrigado ante lo que aquellos acontecimientos significaban. Era evidente que para él no se trataba de una simple casualidad.

Finalizada la historia, los tres dieron un sorbo a sus copas, sedientos. La narración de lo ocurrido no dejaba a nadie indiferente.

—Vaya, una chica misteriosa desde luego —comentó Gorren con cierta diversión—. Su madre también lo era. Y, visto lo visto, su hermano tampoco se queda atrás.

—Veryn descubrió que, por lo visto, ese tal Cerberus había estado experimentando con ellos —explicó Armin—. No sé exactamente para qué ni por qué, pero puede que esté relacionado.

—Es muy probable... —Helstrom sacudió la cabeza—. Lástima que hayan partido ya, me hubiese gustado poder hablar con ella un rato. Parece interesante... ¿Anders lo sabía? ¿Cómo es posible que la dejase ir sabiendo todo eso? —Cruzó los brazos sobre el pecho, molesto—. No tiene ningún sentido.

Armin apartó la mirada. Ni Veryn ni él le habían dicho nada al respecto a su padre por temor de que lo ocurrido con el Pasajero les pudiese dejar en ridículo. Ninguno de los dos sabía exactamente qué estaba pasando con la joven y, aunque todo apuntaba a que no se trataba de una cualquiera, temían que su secreto pudiese conllevarles demasiados problemas a todos, incluida ella. Obviamente, de haber sabido que aquello habría dado algo más de tiempo a Ana entre los suyos, Armin probablemente se lo habría replanteado. Por desgracia, había sido demasiado egoísta al pensar solo en su propio bienestar como para planteárselo. Además, Helstrom tenía razón, era demasiado tarde...

Gorren entrecerró los ojos, adquiriendo una expresión suspicaz. Tal y como ya le había advertido minutos atrás, su mirada le delataba.

—No le dijiste nada al bueno de Anders, ¿eh? —El hombre dejó escapar una carcajada—. Dime una cosa, Armin. ¿No lo hiciste porque te daba vergüenza admitir que una chica te había salvado el pellejo o porque temías que eso la convirtiese en un espécimen digno de estudio? He de admitir que, sea cual sea la respuesta, yo habría hecho lo mismo, pero siento curiosidad.

Molesto ante el comentario, Dewinter no respondió. Apartó la mirada hacia el corredor, lugar por el que los agentes seguían yendo y viniendo sin cesar, y aguardó a que pasaran unos segundos. No le gustaba aquel tema.

Comprobó su crono. Empezaba a hacerse tarde.

—Maestro, decía que quería que le acompañase a Ariangard —dijo al fin, rompiendo el silencio reinante—. Agradezco su oferta, pero me temo que la declino. No tengo interés alguno en participar en esa misión.

Los dos maestros intercambiaron una mirada llena de perplejidad.

—Pues deberías —respondió Gorren, sorprendido por la negativa—. Si lo que quieres es sobrevivir a esa infección, es lo más sensato. De lo contrario, muy a mi pesar, me temo que no durarás mucho más. ¿Acaso quieres convertirte en un esclavo más de ese monstruo?

—Muchacho, es lo mejor —le secundó Helstrom—. Va a ser complicado, pero no te queda otra alternativa. Si trabajamos juntos...

—Los análisis dicen que estoy limpio —interrumpió Armin—, así que no hay infección alguna que combatir.

La noticia logró dejarles sin respuesta. Los dos maestros volvieron a mirarse, confusos ante el sorprendente giro de los acontecimientos, pero finalmente asintieron. Gorren llenó las copas.

—Eso es una buena noticia, desde luego —admitió Helstrom—. Muy buena noticia. Me alegro por ti.

—Motivo más que de sobra para brindar, ¿no crees? —Gorren ensanchó la sonrisa—. Parece que tu amiguita no solo te ha salvado la vida una vez, al final. Ni más ni menos que dos... —Golpeó suavemente su copa contra la de sus compañeros y le dio un sorbo—. Desde luego es una lástima que haya tomado esa decisión. Imagino que el nerviosismo y la desesperación han sido los causantes. A veces las personas tomamos decisiones erróneas. —Volvió la mirada hacia Helstrom—. ¿Cuántas veces me he equivocado a lo largo de mi vida, Alexius?

—¿Millones? —El hombre sonrió con amabilidad, sincero. Mientras que las expresiones y palabras de Gorren destilaban malicia, Helstrom parecía todo bondad—. Aunque he de admitir que yo también. Es algo común en las personas... Por suerte ahí has estado tú siempre para devolverme al buen camino.

—Igual que tú a mí. —Su compañero le dio otro sorbo a la copa—. Quizás seas aún algo joven para saberlo, Armin, pero a veces es necesario salvar a las personas de sí mismas.

Dewinter sonrió sin humor, molesto ante la lección. Aunque aquellos dos hombres intentasen hacerle sentir como un niño, hacía ya mucho tiempo que había dejado de serlo. Demasiado. Además, sabía perfectamente lo que intentaban hacer. Gorren trataba de manipularlo a costa de Ana, y eso era algo que no le gustaba lo más mínimo.

—¿A qué viene tanto interés en mí? —preguntó, molesto—. Estoy convencido de que hay miles de agentes dispuestos a morir por usted: pruebe con ellos. Yo mismo podría presentarle a varios candidatos.

—Creo que no me has entendido bien, Armin. —Gorren sonrió—. No he venido a por un agente cualquiera dispuesto a morir por mí: he venido a por el mejor, y según tu padre, ese eres tú, así que no pienso irme sin que aceptes mi oferta.

Armin abrió ampliamente los ojos, perplejo ante la respuesta. Conociendo a su padre, todo apuntaba a que Gorren estaba intentando manipularlo de nuevo, pero incluso así se sentía muy halagado. Nunca antes nadie había insistido tanto en contar con sus servicios.

—Maestro, me temo que se equivoca conmigo. Yo no...

—Hagamos un trato —interrumpió Gorren—. Es probable que tu amiguita siga con vida a estas alturas; he hablado con su rex y ese hombre no se va a atrever a hacerlo con sus propias manos. Te sorprendería saber lo mucho que le horrorizaba el hecho de que la enviásemos a su bastión: la prefería ya muerta. Así pues, hasta que decida entregarla al Reino, pasarán unas horas. Eso significa que disponemos de tiempo. ¿Estás conmigo, Alexius?

El maestro asintió.

—Disponemos de tiempo, sí. Además, mi nave es mucho más rápida que la lanzadera en la que la llevan. Creo que, si el joven accede, podría haber una oportunidad.

—¿Una oportunidad para qué? —preguntó Armin, poniéndose ya en pie, tenso. Sacudió la cabeza—. Ya ha tomado su decisión.

—Cómo ya te he dicho anteriormente, a veces, a las personas hay que salvarlas de sí mismas... —Gorren dejó la copa en la mesa y se puso en pie también—. Ven conmigo; dame una oportunidad. Sé que podemos entendernos; que podemos complementarnos. No tengo un equipo del que cuidar: solo seremos tú y yo. Aunque nuestros caminos acaben cruzándose... —Señaló a Helstrom con el mentón—. Recorremos el sendero por separado. Sé que te importa este planeta; de lo contrario no intentarías escapar con tanto ahínco... Y sé que te preocupa esa chica. A ti y a tus hermanos. —Le tendió la mano—. Así pues, tú decides.



Ana observó a la nave partir en silencio desde detrás de la cristalera.

Tras atravesar la solitaria pasarela que unía la nave con los accesos al hangar, la joven había cruzado una puerta tras la cual se encontraba el área de control. Allí, al final de una amplia y sombría sala apenas iluminada, un conjunto de ocho guardias con el rostro oculto tras cascos morados la aguardaban con las armas preparadas para disparar. Como si no la conocieran; como si fuese una terrorista.

Tal y como había imaginado.

Más allá del control, había un largo túnel de cristal flotante al final del cual aguardaban los accesos a las primeras estructuras en forma de aros concéntricos que conformaban el bastión de su abuelo. Allí, según había podido saber gracias a Airis, la estarían esperando.

Antes de encaminarse al control, Ana se tomó unos segundos para contemplar el interior del hangar. Al final de este, al otro lado de un poderoso escudo protector invisible, el universo permanecía en silencio, tranquilo, calmado. Como si todo fuese bien.

Ana cerró los ojos, respiró hondo y dejó que los últimos resquicios de la paz que la había acompañado hasta allí se esfumasen. Había llegado el momento de la verdad.

Giró sobre sí misma con determinación y se encaminó hacia la patrulla que custodiaba el arco de acceso al túnel. En otros tiempos, el estar siendo encañonada por ocho hombres la habría asustado; ahora, en cambio, no le importaba. Ana también iba armada, por lo que si querían pelea, no dudaría en dársela.

Uno de ellos se adelantó, cerrándole así el paso. En la mano derecha tenía un detector de metales con el que pretendía asegurarse de que no iba armada. Resultaba irónico pensar lo mucho que había cambiado en aquellas semanas. Meses atrás, aquella escena le habría resultado absurda. Ella jamás llevaría un arma. Ahora, sin embargo, lo entendía perfectamente. Las princesas no iban armadas; las terroristas sí.

—Por favor, entrégueme todas las armas que lleve encima —ordenó el hombre en tono neutro—. Tanto armas blancas como de fuego: no puede atravesar el arco con ellas encima.

Ana dudó por un instante, preguntándose si debería aclararle quién daba allí las órdenes, pero finalmente obedeció. No tenía ganas de discusiones ni enfrentamientos: simplemente tenía ganas de encontrarse con su abuelo y olvidar de una vez por todas aquella pesadilla.

Desenfundó la pistola que Orwayn le había regalado, la cual había llegado de nuevo a sus manos horas atrás, durante el viaje, y alzó los brazos para que el guardia pudiese realizar el registro. Una vez completado, Ana se encaminó al arco y, bajo la atenta mirada de los guardias, lo atravesó. Ya en el túnel, una puerta se cerró tras ella lateralmente.

Ana cerró los ojos por un instante, tratando de mantener a raya el nerviosismo que, segundo a segundo, iba creciendo en su interior, y volvió a coger aire. El pasadizo era amplio y hermoso, todo enmoquetado de verde y con mamparos que dejaban ver el exterior en lugar de paredes. Ana empezó a caminar, primero lentamente y luego a mayor ritmo, sintiéndose como si flotara en mitad del universo.

Le gustaban aquellas vistas; de haber sabido lo que le aguardaba ahí fuera, en el espacio, habría intentado conocerlo más.

Se preguntó si alguna vez le darían la oportunidad de hacerlo.

Ocho minutos después, Ana alcanzó las puertas que daban acceso al primer arco. Se detuvo frente a estas, alzó la mirada hacia el pequeño globo de vigilancia que levitaba sobre el marco y aguardó un instante. Creía saber quién la observaba desde el otro lado.

Inmediatamente después, las puertas se abrieron lateralmente.

Elios Larkin la esperaba al otro lado de la puerta, a unos cincuenta metros de distancia, rodeado de medio centenar de guardias que, con el rostro cubierto tras sus cascos violetas, la apuntaban con sus armas. Sorprendida ante el frío recibimiento, Ana se detuvo bajo el umbral de la puerta. Se encontraba ante un gran recibidor al final del cual, tanto en el muro derecho como en el izquierdo, había varios túneles que comunicaban las distintas estancias. Allí los muros ya eran sólidos, de piedra revestida de terciopelo rojo y decorados con cuadros y tapices, aunque de vez en cuando se podía ver algún ventanal a través del cual entraba la poderosa luz de las estrellas.

Lentamente, tras echar un rápido vistazo a las armas que la apuntaban, Ana alzó la vista hacia su abuelo. A lo largo de todos aquellos años apenas había envejecido; Elios seguía siendo el mismo hombre cuya expresión nunca revelaba lo que realmente estaba pensando. A simple vista parecía que el tiempo no pasaba para él, aunque por mucho que intentase disimularlo, los años empezaba a hacer mella en su interior.

Hizo ademán de dar un paso al frente, pero el sonido de todos los seguros de las armas al desactivarse la detuvo. Ana entrecerró los ojos, cautelosa.

—¿Abuelo?

Elios Larkin le mantuvo la mirada, frío, distante: gélido. En él ya no había rastro alguno de reconocimiento. Decepcionada, pues en el fondo de su corazón la sorpresa ya no tenía cabida, Ana negó ligeramente con la cabeza.

—Abuelo, diles que bajen las armas.

No hubo respuesta. El rex, altivo, le mantuvo la mirada, pero no dio orden alguna. Al contrario. Uno de cada dos guardias hincó la rodilla en el suelo, preparado para el inminente ataque.

Profundamente ofendida, Ana no pudo reprimir su decepción.

—¡Bajad las armas! —ordenó—. ¡Soy la hija de Lenard Larkin, el Rey de Sighrith! ¿¡Qué demonios creéis que estáis haciendo!?

Sus gritos resonaron a lo largo y ancho de la sala sin respuesta alguna. Elios le mantuvo la mirada durante unos segundos más, notando como el nerviosismo de su nieta iba incrementándose a cada segundo que pasaba.

Finalmente decidió romper su silencio.

—Lo lamento, Ana, pero no es posible —dijo con determinación. Su voz sonó como un poderoso estruendo en la sala—. Conoces las normas: sabes que no puedo dejarte pasar.

—Eso no es cierto: tú puedes hacer lo que quieras. Este es tu bastión, de nadie más. Únicamente tú decides sus normas.

—Ana...

—¡No puedes hacerlo! —insistió Ana a voz en grito—. Soy tu nieta: sangre de tu sangre. ¡No puedes darme la espalda!

—Tú me has obligado a hacerlo. —Elios apoyó la mano sobre la empuñadura de la espada ceremonial que cargaba a la cintura—. Sabías que, si volvías, me vería obligado a hacerlo... y a pesar de ello no lo has dudado. —Rabioso, apretó el pomo del arma, en forma de cabeza de halcón, y alzó la mano con el dedo índice señalándola, acusador—. ¡Tú has provocado esta situación! ¡Yo no quería hacerlo, pero me has obligado!

Ana enmudeció por un instante, desconcertada. No esperaba escuchar aquellas palabras... ni aquel recibimiento. Sabía que podía suceder, pero confiaba en que, de algún modo, todo se solucionaría; que su abuelo le abriría las puertas y fingiría que no había sucedido nada.

Esperaba que actuase como ella habría hecho en su posición.

Por desgracia, se equivocaba.

Apretó los puños. Armin tenía razón: no se podía confiar en nadie. Ni en Mandrágora, ni en el Reino, ni en la familia: en absolutamente nadie. Ana había empezado aquel viaje totalmente sola, y así lo acabaría.

Volvió la mirada hacia el suelo. Semanas atrás las lágrimas habrían intentado resbalar por sus mejillas; ahora, sin embargo, ni tan siquiera hacían el amago. Ana no sentía tristeza ni miedo, solo odio. Odio por todo cuanto la rodeaba, por haber confiado en falsas esperanzas y por no haber escuchado los consejos a tiempo.

Odio por sí misma por haber sido demasiado orgullosa para comprender que el universo no era tal y como se lo habían enseñado.

Cerró los ojos.

—Dime al menos que no serás tan cobarde de dejarlo en manos de otro —exclamó. Ana volvió a abrir los ojos y clavó la mirada en Elios—. Dime que al menos tú dispararás, y no tus hombres. Merezco algo más que un puñado de idiotas armados, ¿no crees?

—Por mucho que me pongas contra las cuerdas no vas a conseguirlo, Ana. No pienso mancharme las manos con la sangre de los míos. —El hombre negó con la cabeza—. No podría soportarlo.

—¿Qué pretendes entonces? ¿Vas a entregarme al Reino? —Ana sacudió la cabeza—. ¡Intentaron matar a Elspeth! ¡Ese maldito Reino tuyo le tendió una trampa, y...!

—¡No digas ni una palabra más! ¡Tu hermano no es culpable de tu cobardía!

—¿Cobardía?

Ana parpadeó con perplejidad.

—¿Qué quieres decir con cobardía? ¡¿Dónde ves cobardía en mí?! ¿Por haber vuelto? ¿¡Por no haberme dejado asesinar por el enemigo!? ¿¡Por no haber huido!? —Sacudió la cabeza—. Tú lo ves cómo cobardía: yo lo veía como mi única salvación. Creía que tú, mi abuelo, me aceptarías... que lucharías por mí... Pero veo que me equivocaba. No sabes cuánto empiezo a entender a mi hermano.

—No le metas a él en esto.

Ana alzó las cejas, sorprendida, pero rápidamente comprendió lo que sucedía. Su abuelo aún no era consciente de lo que estaba pasando en Sighrith. No sabía nada sobre el asesinato de su hijo, ni de la traición de su nieto. La invasión seguía perfectamente enmascarada tras el magistral truco de Rosseau...

Y así seguiría hasta el final. Si él no quería cogerle la mano, ella no se la iba a tender.

—El Parente Eliaster Varnes está de camino; llegará en menos de dos horas. Hasta entonces deberás esperar; él será el encargado de decidir tu destino. —Dio un paso atrás—. Lo lamento, Ana, aquí ya no hay sitio para ti. No deberías haber vuelto.

Elios Larkin se retiró en silencio, sin volver la vista atrás en ningún momento. Si había lástima o arrepentimiento en sus acciones o decisiones, Ana nunca lo sabría. Su abuelo simplemente se alejó hasta entrar en uno de los corredores y desaparecer así para siempre de su vista y de su vida.

Ana retrocedió unos pasos, con la mirada aún fija en los cañones de los fusiles, y no se detuvo hasta que, atravesado el umbral de la entrada, la puerta se cerró ante sus ojos. Volvió la vista atrás, avanzó unos cuantos metros más hacia el interior del pasadizo acristalado, y desvió la mirada hacia el exterior. El silencio no tardó en volver a envolverla, aunque de un modo totalmente distinto. Ya no había ni paz ni tranquilidad en él; ahora tan solo había soledad y frustración: rabia y odio.

Empezó a saborear la sed de venganza. Probablemente Elspeth se hubiese equivocado en las formas, pero no en su objetivo. Su hermano estaba en lo cierto: el Reino no iba a detenerse hasta acabar con ellos... ni ella hasta acabar con lo que él había empezado.

Apretó los puños con fuerza, sintiendo que la ira se iba abriendo paso en su interior. Ana empezó a caminar en dirección al hangar, pero acabó corriendo. Recorrió la distancia que la separaba de las puertas a gran velocidad, ya con las venas latiendo enloquecidas en su frente, y no se detuvo hasta alcanzarlas. Frenó ante ellas, a la espera de que se abriesen, pero ante su inmovilismo empezó a golpearlas con los puños.

—¡¡Abridme!! —ordenó a voz en grito—. ¡¡Abridme ahora mismo!!

No hubo respuesta. Ana siguió golpeando sin cesar durante unos segundos más, desesperada, hasta que, finalmente, se detuvo y apoyó la oreja sobre la superficie fría del metal. Procedente del otro lado no se oía absolutamente nada...

El grosor de la puerta impedía poder escuchar lo que sucedía al otro lado, pero rápidamente, antes incluso de que pudiese llegar a apartarse, algo golpeó con fuerza el metal. Ana retrocedió, desconcertada, y mantuvo la mirada fija en su superficie, a la espera. La anchura de la puerta apenas dejaba traspasar el sonido, pero creía oír golpes, gritos, incluso disparos...

Unos segundos después, todo volvió a quedar en silencio. Ana retrocedió un paso, sintiendo una extraña sensación de peligro advertirle de que algo grave estaba a punto de suceder, pero no se alejó. La mujer aguardó firmemente en pie ante la entrada hasta que, minutos después, las puertas volvieron a abrirse. Al otro lado de esta, varios cuerpos uniformados de violeta yacían en el suelo, sobre el gran charco carmesí que su sangre estaba formando. Y en mitad de todos ellos, rodeado por varios hombres y mujeres cuyos rostros jamás olvidaría y con una pistola en las manos, había alguien. Alguien cuyo rostro le resultaba vagamente familiar, aunque no lograba recordar de qué.

Alguien que le tendió la mano.

—Vámonos —exclamó Helstrom con decisión.

—¿Quién eres?

—Alguien que te puede dar una segunda oportunidad si así lo deseas. —Le dedicó una breve pero cálida sonrisa—. Dime, Ana Larkin: ¿la quieres?

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