Capítulo 24
—¿Entiendes entonces por qué no te puedes ir? —Veressa mantenía los brazos cruzados sobre el pecho con gesto defensivo, como si las palabras que su propia boca pronunciaba la asustasen—. Si realmente te has infectado tenemos que encontrar un antídoto; algo con lo que frenarlo antes de que sea demasiado tarde.
—Si realmente existe ese antídoto, allá donde vaya lo encontraré. —Armin volvió la vista hacia el bosque, pensativo—. Sé que no te gusta, pero no es algo discutible, Vessa. Llevo demasiado tiempo en la División Azul: necesito irme antes de que sea demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde para qué?
Un siseo lejano captó la atención de ambos. Veressa y Armin volvieron la vista hacia la torre de comunicaciones y, en lo alto, vieron como las enormes antenas que la coronaban empezaban a moverse, posicionándose así para poder mandar la señal a las coordenadas adecuadas.
Orwayn debía haber llegado a su destino.
—Sabes perfectamente para qué.
—¡Venga ya! Sé que padre no tiene un trato fácil precisamente, pero de ahí a irte por su culpa...
—Aquí hay demasiados miembros del clan para mi gusto, Vessa —interrumpió con rotundidad—. Cuando no es Anders, es Veryn, y, sino aún peor, es Orwayn. Ellos siempre están entrometiéndose en absolutamente todo: es como si...
—¡Te están protegiendo! Vamos Armin, todos somos plenamente conscientes de que tú serás el sustituto de padre el día de mañana... el jefe del clan. ¿Tanto te cuesta entender que solo intentamos protegerte? —sacudió la cabeza—. No me incluyes para no hacerme daño, pero sé perfectamente que yo también te molesto, no soy estúpida. Si por ti fuera te alejarías de todos nosotros para siempre.
Armin no respondió. Apoyado contra el capó del coche con ambas muletas descansando junto a su cadera, el hombre no hacía más que examinar el bosque con ojos ciegos. Su mente, muy a su pesar, divagaba. Era por cosas como aquellas por las que necesitaba irse: para ahorrarse aquel tipo de situaciones incómodas a las que no estaba acostumbrado a enfrentarse. ¿A qué se debía aquel interrogatorio? ¿Acaso no había sido claro desde un principio? Armin quería a Veressa, era su hermana preferida, y no lo disimulaba lo más mínimo; no obstante, no la consideraba una buena compañera. Mientras que ella era una persona emocional cuyo equilibrio mental dependía mucho de su estado anímico, él era un témpano al que nada lograba inquietar. El secreto estaba, por supuesto, en evitar establecer lazos afectivos que pudiesen llegar a perturbarlo, pero eso era algo que no solía compartir con nadie. Por alguna extraña razón que jamás llegaría a comprender, los hombres y las mujeres del Reino dependían demasiado los unos de los otros, por lo que era mejor ocultar la indiferencia que, en la mayoría de los casos, todos ellos despertaban en él.
—Cuando empiezas a hablar no hay quien te calle, eh.
—¡Armin! ¡¡Demonios...!! —Veressa se plantó frente a él. Sus ojos brillaban furibundos—. Dime la verdad... ¡Y dímela mirándome a la cara! ¿Tan poco te importamos?
Puso los ojos en blanco. De todas las preguntas incómodas que se le podían formular, aquella era una de las peores. Maldijo por lo bajo. De haber estado a miles de kilómetros de distancia de Sighrith no habría tenido que sufrir aquel trance.
—¿En serio vas a hacer un drama de todo esto? Sabías desde el principio que no me gustaba esta situación. Por separado somos mucho mejores que unidos, Vessa, y lo sabes.
—No has respondido.
—Por el bien de todos, hermana, no voy a responder.
Aquella última respuesta logró que Veressa enrojeciera aún más. La mujer apretó los puños con fuerza, seguramente ansiosa por estamparle uno en la cara, y se alejó unos pasos, enfadada, molesta: afectada. A diferencia de él, la única fémina de los Dewinter había intentado mantener unida a su familia desde que tenía uso de razón. Y durante bastantes años lo había conseguido: el único que se había alejado más había sido Veryn, pero tras unos años de desaparición había acabado regresando con los suyos a la División Azul. Lamentablemente, el tiempo iba pasando y los caracteres de sus hermanos se iban extremando de tal modo que rara era la ocasión en la que lograban reunirse todos y no acababan discutiendo.
Si al menos Anders la hubiese ayudado...
Dio la vuelta al 4x4 hasta quedar apoyada en su carrocería, de cara al océano. Le preocupaba lo que estaba sucediendo. Si Armin decidía abandonarles ahora, ¿cuánto tardaría en seguir sus pasos Orwayn? ¿Y Veryn? Veressa no era estúpida: sabía que el mayor de los hermanos había vuelto tanto por su presión como por la de Cat. Pero aquello no duraría eternamente, desde luego. Armin abriría la veda y, a partir de ese punto, el clan se vería afectado.
Se preguntó qué opinaría su padre al respecto. Veressa solía dejarle aparte en aquel tipo de temas. Anders tenía cosas mucho más importantes de las que ocuparse que de sus hijos, por lo que intentaba no entrometerle en los problemas internos del clan. Lamentablemente, llegados a aquel punto, sospechaba que su apoyo le sería muy útil.
Miró de reojo a su hermano. Armin se enfadaría muchísimo, estaba convencida, pero no le había dejado otra alternativa.
—¿Me dejarás al menos que te haga un análisis de sangre antes de irte?
Veressa aguardó unos segundos la respuesta, inquieta, temerosa de que, de algún modo, su hermano hubiese descubierto sus intenciones. De todos, él era el más astuto e inteligente... el más observador. Sin embargo, en aquel entonces, Armin estaba demasiado concentrado en el bosque como para percibir absolutamente nada.
—¿Arm...?
—¡Cállate! —ordenó en apenas un susurro tenso. Alzó la mano pidiendo silencio. Poco a poco, sus ojos iban abriéndose más y más—. ¿No los oyes...? Maldita sea. —Cogió las muletas y se apresuró a cojear hasta el otro extremo del vehículo—. No estamos solos. ¡Escóndete!
El primer disparo alcanzó el cristal del conductor un segundo antes de que Armin alcanzase su objetivo. El hombre se lanzó sobre su hermana con rapidez, consciente de que tras el primero vendrían otros más, y la tiró al suelo. Acto seguido, decenas de siluetas armadas surgieron de entre los árboles.
En apenas unos segundos se inició una atroz tormenta de fuego.
—¿¡Qué está pasando!?
—Disparos —sentenció Elspeth con sencillez—. El viaje llega a su fin, hermana. Tanto para ellos como para ti.
Ana volvió la vista atrás. La linde del bosque no estaba demasiado lejos. Si corría con todas sus fuerzas, quizás lograse alcanzarlo en menos de cinco minutos...
Antes incluso de que la evidencia de que varios guardias armados la vigilaban de cerca le quitase el pensamiento de la cabeza, Ana empezó a correr. Su intento de fuga no duró demasiado, pues de entre los árboles surgió un guardia que no dudó en bloquearle el paso, pero sirvió para que, consciente al fin de la situación, empezase a gritar con todas sus fuerzas.
—Cállate —exigió el guardia.
Le tapó la boca con la mano e, inmovilizándole los brazos tras la espalda con la otra, la llevó de regreso junto a Elspeth, el cual no se había movido del sitio. La empujó con fuerza contra él, como si se deshiciese de basura. Ana apoyó uno de las botas en una placa de hielo, perdió el equilibrio y cayó estrepitosamente a sus pies.
Se apresuró a apartarse.
—Ana. —Elspeth se acuclilló para quedar a su altura—. ¿Vas a dejar ya de hacer el estúpido? Te has divertido mucho a lo largo de todos estos días, pero el juego acaba aquí.
La mujer intentó levantarse, pero el mismo guardia que la había arrastrado de vuelta se lo impidió empujándola firmemente hacia abajo por los hombros. A continuación, le dio un golpe brusco en la espalda con el cañón del arma, a modo de advertencia.
—La próxima vez que intentes alguna tontería no seré tan amable —advirtió con severidad.
Ana lanzó una mirada fulminante al guardia, rabiosa ante el comentario, pero lo único que consiguió fue que este respondiera con un golpe seco de culata en el pómulo. La mujer se llevó la mano a la cara, sintiendo como una contundente nube de dolor empezaba a palpitar en ella, y cerró los ojos.
No tardó más que unos instantes en sentir la sangre mancharle las manos.
—Basta, Ana —advirtió Elspeth poniéndose en pie de nuevo—. Te aseguro que no voy a frenarle. —Extendió los brazos, señalando así a todos los guardias armados que les rodeaban—. Ni a él ni a ninguno de los otros.
Ana alzó la mirada hacia su hermano, dolida. Desde el suelo, tanto él como el resto de guardias parecían peligrosos gigantes cuyas miradas teñidas de sombras carecían de calidez humana. Gigantes capaces de acabar con ella de un pisotón... o de un disparo.
Apartó la mirada. A pesar de intentar resistirse, Ana no tardó en empezar a sentirse empequeñecida.
—No entiendo como lo permites... —murmuró en apenas un susurro. La sangre corría ya por su pómulo abiertamente, dibujando ríos rojos por su cuello—. Si quieres matarme, hazlo, pero no dejes que me hagan daño. Yo no lo permitiría.
—Te mereces eso y mucho más —respondió Elspeth con brusquedad—. Tu berrinche me está provocando muchos dolores de cabeza, hermana. ¿Sabes cuánto hace que te busco? ¡Semanas! El mismo día en el que te fuiste empecé a seguirte. No espero que lo entiendas, ni tampoco que comprendas lo que me has hecho sufrir, pero tenías que saberlo.
Más disparos. Ana volvió la mirada atrás, hacia el bosque, pero no dijo nada. Desconocía qué estaba pasando más allá de los árboles, pero podía imaginarlo. Orwayn en la torre, Armin y Veressa solos y guardias armados cayendo sobre ellos por doquier.
El desenlace no podía ser bueno.
Apretó los dientes. Dudaba mucho que su presencia hubiese cambiado nada, pero si al menos hubiese podido estar con ellos...
—No los mates, Elspeth —dijo al fin. Alzó la mirada hacia su hermano—. Ellos no tienen la culpa de nada: yo les obligué a...
—Te haré un favor, hermanita, y te sacaré de tu engaño. —Sacudió la cabeza—. Esos chicos tan amables con los que viajabas y a los que crees a tu servicio en realidad son miembros de Mandrágora. —Prácticamente escupió la palabra—. Mandrágora: ¿recuerdas quiénes son? Sí, lo sabes... Sabes perfectamente quienes son, todo el maldito Reino lo sabe, pero no lo que nos han hecho. Pero tranquila, te abriré los ojos.
—¿Mandrágora...? ¿De qué demonios hablas?
—Sabes perfectamente de lo que hablo, Ana. Eres lista: en el fondo lo debías sospechar desde el principio. Todos ellos, los Dewinter, el clan entero, forman parte de Mandrágora... de la M.A.M.B.A. Azul para ser más exactos. ¿Te suena?
Las palabras se le atravesaron en la garganta. Ana parpadeó un par de veces, incrédula, y volvió a mirar atrás. El intercambio de disparos continuaba...
Un escalofrío le recorrió toda la espalda. En su mente, todo empezaba a tener sentido. La explicación de Veryn sobre la organización para la que trabajaban había sido clara y concisa, como si la tuviese preparada, pero poco realista. En aquel entonces ni tan siquiera se lo había planteado, pues estaba demasiado agotada y asustada como para hacerlo, pero ahora que lo pensaba con algo de frialdad, tenía sentido. Veryn le había mentido, y todos sus hermanos le habían apoyado. Habían creado a su alrededor una historia con fuerza y aparente sentido para alguien que no supiese nada sobre el Reino para poder engañarla y manipularla: hacer con ella lo que quisieran. Obviamente, de ahí sus habilidades, su interés en ella y la necesidad imperiosa de acabar el viaje.
Una a una, las piezas iban encajando dolorosamente en su cerebro.
—Por eso estabas tan convencido de que iba a abandonar el planeta... —murmuró por lo bajo, sintiendo como varias lágrimas de decepción empezaban a aflorar a sus ojos.
De ahí sus faltas de respeto, su poca educación y, en varias ocasiones, su desprecio. Aquellos hombres no creían en el Reino; lo odiaban y lo combatían, y junto con él a todos los miembros que lo componían. Las flotas, los Parentes, los Praetores, los Rex...
Y a las princesas como ella, por supuesto.
—No estás mintiendo, ¿verdad?
—No.
Unas ganas tremendas de romper a llorar y reír a la vez se apoderaron de ella. Ana sintió que la cabeza le empezaba a hervir llena de ideas, de recuerdos y de vivencias, y durante unos segundos quedó en silencio, muda. Si abría la boca las emociones se desbordarían por lo que era preferible no decir nada.
Cerró los ojos y los puños con fuerza y se obligó a sí misma a serenarse. Demasiadas armas le apuntaban directamente a la cabeza como para no intentarlo.
—¿Qué le has hecho a papá? Lo vi en esa rueda de prensa... ¿Está realmente vivo?
Ya no quedaba ninguna luneta entera; los cristales de las del lateral izquierdo se encontraban diseminados por el interior del vehículo; los del derecho, sobre sus cabezas y a su alrededor. Los disparos las habían reducido a astillas. De hecho, todo el lateral del 4x4 estaba destrozado. Las balas habían hecho un gran trabajo. Por suerte, el material blindado del que estaba hecho impedía que lo atravesaran, por lo que el 4x4 estaba resultando ser una cobertura perfecta.
Armin estaba cansado. Su condición de herido dificultaba notablemente su capacidad de respuesta, y eso le estaba enervando. Por suerte, sus reflejos y su vista seguían siendo los mismos de antes por lo que únicamente necesitaba asomarse unas décimas de segundo para, acto seguido, acertar a cinco blancos distintos. Desde niño había tenido aquella capacidad: una vez las visionaba, aunque fuese durante un segundo, las imágenes se grababan en su retina con todo detalle. Según decían, aquella capacidad era conocida como memoria eidética, aunque Armin dudaba compartirla con muchos otros. Su nivel de detalle era estremecedor.
A su lado, Veressa colaboraba activamente disparando sin cesar a todos los blancos cercanos que lograban superar su perímetro defensivo. A diferencia de él, especializado en los blancos lejanos, ella era una auténtica experta en disparos a corta distancia y en movimiento. Personalmente, Armin consideraba aquella práctica demasiado arriesgada para poder llegar a ser realmente útil en sus circunstancias, pero admiraba su capacidad. Lamentablemente, una vez la zona más cercana quedaba limpia de enemigos, la mujer malgastaba munición tratando de abatir a los blancos más lejanos.
—¿¡De dónde demonios han salido!? ¿Nos seguían?
Una ráfaga de disparos hizo que ambos hermanos se agacharan rápidamente. De vez en cuando lograban arrancar chispas al metal, aunque únicamente lo rozaban.
—Deben ser los hombres de Elspeth —respondió Armin en apenas un susurro. El sudor caía a raudales por su cara cansada. Mientras que ella se levantaba y agachaba con gracilidad, para él cada movimiento era un auténtico suplicio—. Ellos debieron bloquear la señal.
—¿Crees que tendrán a Ana?
Veressa aguardó a que dos impactos más volaran por los aires el retrovisor para incorporarse y descargar cuatro disparos. Seguidamente, tras lanzar un rápido vistazo hacia la torre de comunicaciones, volvió a agacharse. La situación no era demasiado buena: a simple vista había al menos ocho o nueve guardias disparando en las cercanías del bosque. La mayoría de ellos había encontrado cobertura tras los troncos de mayor tamaño, aunque había también alguno que aprovechaba los arbustos. A aquellos blancos era difícil acertarles: eran rápidos y estaban muy lejos. Los realmente fáciles, aquellos que habían decidido adentrarse en terreno abierto para intentar rodear a los Dewinter, ahora yacían en el suelo, inmóviles. El problema, llegados a aquel punto, era eliminarlos a tiempo antes de que se les acabara la munición.
—Estoy convencido de ello. Puede que su objetivo sea matarnos, pero lo dudo. En el fondo únicamente intentan retrasarnos.
Armin apoyó las manos en las muletas y se impulsó para echar un rápido vistazo al campo de batalla. Mientras que Veressa únicamente veía a los hombres ocultos en las primeras líneas, él podía ver y oír a los que se encontraban más adentro, a la espera.
El bosque entero parecía estar lleno de guardias.
—Padre nos matará como no la traigamos. Estábamos tan cerca...
—Y seguimos estándolo; no pienso dejar que se la lleven tan fácilmente. —Armin le dedicó una fugaz mirada—. Da un rodeo: necesito que entres en el bosque y la encuentres.
—¿Qué dé un rodeo? —Veressa parpadeó con incredulidad—. ¿De qué demonios estás hablando?
—¡Haz lo que te digo! Te cubriré las espaldas. Baja hasta la playa, da un rodeo hasta la torre de comunicaciones y métete en el bosque. Deben tener algún medio de transporte preparado.
Uno de los disparos atravesó limpiamente las dos ventanas rotas, perdiéndose así en el horizonte tras pasar muy cerca de sus cabezas. Veressa se encogió sobre sí misma, agachándose un par de centímetros más. Armin, en cambio, ni se inmutó.
—No voy a dejarte aquí solo.
—Orwayn estará al caer. Además, sé cuidarme solo. —Volvió la mirada hacia el océano—. Tú misma lo has dicho: padre espera que le llevemos a Larkin.
—¡Pero...!
Armin cerró los ojos. Era precisamente por aquel tipo de cosas por las que necesitaba escapar cuanto antes de allí. Comprendía la preocupación de su hermana, pero eso no era excusa para no cumplir con su misión. Después de todo, ¿acaso no había jurado lealtad a Mandrágora? ¿Acaso no había jurado dar su vida por la Organización si era necesario? Lo había hecho; él había estado presente aquel día, por lo que las dudas no tenían cabida. Ya fuese su vida la que estuviese en juego, la de su hermano o la de toda la civilización humana: nada importaba más que cumplir con su objetivo.
—¡Veressa! —exclamó con vehemencia—. Te han asignado una misión: ¡cúmplela!
La mujer separó los labios, dispuesta a protestar, pero finalmente no dijo nada. Muy a su pesar, no le quedaba otra opción que entrar en razón. Además, la mirada de Armin no dejaba muchas otras alternativas.
—Nunca me perdonaría que te pasara algo, lo sabes, ¿verdad?
—Déjate de rollos y encuentra a esa chica. Más tarde ya habrá tiempo para tonterías.
Armin la observó en silencio mientras se alejaba. Primero se encaminó hacia la playa, dejando atrás el tiroteo y el 4x4. Después, convirtiéndose ya en una veloz sombra, empezó a correr hacia la torre de comunicaciones. Con un poco de suerte, encontraría el transporte antes de que se pusieran en marcha y lograría ponerle un localizador. Quizás, incluso, conseguiría ver a Ana durante unos segundos, pero dudaba mucho que pudiese traerla de vuelta. Aunque le molestase tener que admitirlo, Elspeth, si es que realmente era él quien estaba detrás de aquel ataque, les había ganado la partida.
No obstante, las cosas no iban a quedar así. Ni muchísimo menos.
—No era él —admitió Elspeth con cierta incomodidad—. Sí era su cuerpo, pero no lo domina él. Tú viste el día en el que el Rey murió. No obstante, aún no se ha hecho público. Lo que le necesito.
—¿Qué quieres decir con que no lo domina él? —El recuerdo de lo ocurrido en las Lagunas Sanguinas acudió a su mente. Si bien en aquel entonces había llegado a tener ciertas dudas sobre la identidad de su perseguidor, aquella confesión aportaba mucha luz—. Maldita sea, Elspeth. No era Vladimir, ¿verdad? Era su cuerpo, pero no su mente.
El príncipe endureció la expresión ante la acusación. Lo ocurrido con Vladimir y con el resto de los Pasajeros no era algo de lo que se enorgulleciera precisamente. Rosseau necesitaba cuerpos y él se los había proporcionado. Claro que Vladimir no había entrado inicialmente dentro de los elegidos para ser sacrificados... A decir verdad, Elspeth había confiado en que el jefe de la guardia le apoyaría. Lamentablemente, Vladimir no solo le había dado la espalda, sino que había intentado confabular contra él, y eso era algo que no había podido permitir. No obstante, incluso viéndose obligado a tener que hacerlo, Elspeth seguía profundamente dolido por su traición.
Jamás olvidaría la mirada de decepción que le había dedicado segundos antes de morir.
—Si no te hubieses ido nada de esto habría pasado, Ana —le reprochó—. ¡Si no te hubieses comportado como una auténtica idiota las cosas habrían sido mucho más fáciles! Gran parte del personal del castillo me miraba con odio por tu culpa: creían que te había hecho algo... que te había obligado a irte.
—¿Y acaso no fue así? —Ana intentó incorporarse, pero la sombra del guardia cerniéndose sobre ella le hizo cambiar de opinión—. Aún no me has dicho por qué lo hiciste, Elspeth... ni tampoco qué son esas cosas que han ocupado los cuerpos de padre y de Vladimir... —Alzó la vista hacia los guardias—. ¡Y muy probablemente de todos cuantos nos rodean! Está Rosseau detrás de todo esto, ¿verdad?
—Alteza —interrumpió uno de los guardias—. Deberíamos movernos. Este lugar no es seguro. Además...
Elspeth volvió la vista atrás, hacia el guardia que se había atrevido a interrumpir la conversación, y le mantuvo la mirada durante unos instantes. Tenía razón; aquel no era el mejor lugar en el que hablar. El castillo era mucho más seguro; incluso la propia nave. No obstante, las cosas no eran tan sencillas. Larkin tenía que confesarle todo y tenía que hacerlo ahora, en aquel lugar... antes de que fuese demasiado tarde.
Asintió para sí mismo, acabando de ordenar sus pensamientos. Ahora que Rosseau no estaba por la zona, el joven parecía ser más dueño que nunca de sus propias decisiones.
—Cierto —admitió—. Leffren, Ajax, Leocard, vosotros quedaos aquí: el resto volved a la nave y preparadla para partir. Dadme tan solo unos minutos.
Los guardias se miraron entre sí, sorprendidos, pero no dijeron nada. Únicamente el que estaba tras Ana, Leocard, se atrevió a intervenir.
—Alteza, no es buena idea quedarse ni un minuto más aquí. Puedo inmovilizarla.
—¿Acaso no me habéis oído? —respondió Elspeth alzando el tono de voz—. ¡Vamos! ¡En marcha!
Tardaron unos segundos en reaccionar, pues a sus mentes les costaba asimilar lo que estaban escuchando, pero finalmente obedecieron. Los guardias lanzaron un último vistazo a Ana y al príncipe, confusos, y se adentraron en el bosque en dirección sur. Poco después, siguiendo también las órdenes de Elspeth, el cual parecía muy decidido a tener algo más de intimidad con Ana, Leffren, Ajax y Leocard se alejaron para vigilar el perímetro. Estos, casi tan desconcertados ante su petición como Ana, dudaron qué hacer, conscientes de los posibles peligros que aquello podía comportar, pero finalmente obedecieron. Aunque no les gustase la idea, el príncipe estaba al mando por lo que tenían que cumplir con sus órdenes.
Unos segundos después, ya a solas, Elspeth desenfundó su pistola y apuntó a Ana a modo de advertencia.
—Un paso en falso y esto se acaba aquí, ¿queda claro? Vamos, levántate.
Con la mirada fija en el cañón del arma, Ana se incorporó. El haber pasado tanto rato sentada en el suelo había provocado que se le hubiese empapado el pantalón, pero aún no era consciente de ello. Tampoco de cómo la fiebre le hacía brillar los ojos y la piel, ahora enrojecida, ni de que los disparos procedentes de la zona de la playa habían parado súbitamente. Ana estaba tan concentrada en su hermano y en su extraño comportamiento que no era consciente de absolutamente nada.
—¿Vas armada?
—No.
—Tienes mala cara, ¿estás enfermando?
—Algo así.
—Veo que tienes marcas: estáis usando mascarillas, ¿verdad?
Ana prefirió no responder.
—No digas nada si no quieres: es evidente. Si no las hubieseis llevado a estas alturas seríais más obedientes que un perro. Por cierto, ¿lo oyes? Silencio... A estas alturas tus secuestradores deben estar muertos.
Nuevamente no respondió. La traición de aquellos malditos bastardos era algo demasiado trágico y doloroso como para poder permitirse pensar en ello. Más tarde, cuando tuviese tiempo, lo haría, les maldeciría y odiaría hasta el último de sus días, pero hasta entonces se obligaría a sí misma a mantener sus pensamientos concentrados en lo que realmente importaba en aquel momento.
—¿Qué has traído al planeta, Elspeth? Esa neblina negra, el comportamiento de los ciudadanos... incluso tú. ¿Qué está pasando? Es cosa de Rosseau, ¿verdad?
—Encontré a Rosseau hace unos meses, abandonado a su suerte en un planeta desconocido. Es una historia larga, pero basta con decir que sabía quién era y el destino que el Reino y nuestro padre nos había reservado... Ana, ¿sabías que descendemos de un linaje manchado? Nuestra sangre está corrupta, sucia, y eso es algo que el Reino jamás nos perdonará...
—¿Sangre corrupta? —Ana parpadeó con incredulidad—. ¿Pero de qué demonios estás hablando, Elspeth?
Armin sentía que las fuerzas estaban a punto ya de abandonarle cuando, al fin, varios disparos procedentes del interior del propio bosque acabaron con cinco de los ocho guardias que aún le atacaban. El hombre se asomó por última vez, grabando en su mente la posición exacta de los desconcertados guardias a los que, de repente, les empezaban a atacar desde la retaguardia, y preparó su fusil. Acto seguido, tres disparos acabaron con la amenaza.
Agotado, Armin se dejó caer al suelo, con el arma ya suelta entre sus manos. Desconocía la identidad de la mano amiga que le había ayudado, pero imaginaba, por la velocidad de los disparos y la virulencia de estos, que debía tratarse de Orwayn. Además, en caso de haber sido su hermana, esta habría acudido a su encuentro para asegurarse de que estaba bien, por lo que descartaba tal posibilidad.
Orwayn...
Cerró los ojos y dejó escapar un largo suspiro. Ahora que él entraba en la ecuación, Armin quedaba relegado a un segundo plano. Entre Veressa y él podrían traer a Ana de vuelta... Eran capaces de ello, y mucho más. O al menos en teoría, claro. Era innegable que a Orwayn le encantaban los tiroteos; desde que era un niño su padre le había enseñado a apreciar y disfrutar de la sangre por encima de todo lo demás, por lo que era de suponer que, mientras hubiese enemigos por la zona, él les daría caza uno a uno... Por suerte, Veressa tenía más cabeza que él. La mujer era rápida y audaz como pocas, todo un portento físico, aunque demasiado emocional. La preocupación por el bienestar de los suyos acostumbraba a nublar sus pensamientos, y tras dejar atrás a un hermano malherido, era de suponer que no estaría plenamente concentrada.
Se tomó unos segundos para descansar. A pesar de que debería confiar en sus hermanos, el comportamiento errático de estos le preocupaba. La teoría les señalaba como dos de los agentes más diestros de toda la Azul, al igual que el resto de miembros del clan, pero lo cierto era que, en la práctica, eran dos bombas a punto de estallar. Unas bombas que, de ser dirigidas, podían llegar a ser muy efectivas, pero que en aquella situación, perdidas y sin alguien que les marcase el camino a seguir, únicamente harían ruido.
Se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. A cualquier otra persona le podría costar entender lo que estaba a punto de hacer, pero a él no. A Armin le parecía tan lógico y normal que ni tan siquiera se planteó los peligros de que alguien en su estado se expusiera de aquel modo. Simplemente cogió el arma, se la colgó a las espaldas y, ya con las muletas en las manos, se puso en pie. El bosque, en el fondo, no estaba tan lejos...
—¿De dónde demonios sacas toda esa historia, Elspeth?
Tras finalizar su relato sobre los inesperados orígenes de ambos, el príncipe había dado unos segundos de reflexión a su hermana. Unos segundos en los que las ideas le habían hervido en el cerebro, haciéndole sentir todo tipo de emociones contradictorias a cada segundo que pasaba. Ana había sentido odio y orgullo, desprecio y admiración, furia y amor. Había sentido absolutamente todo salvo comprensión hacia su hermano. Si la historia era cierta, y por el modo en el que la había revelado todo parecía indicar que así era, le dejaba en una situación complicada, desde luego, pero no lo suficiente como para hacer lo que había hecho. Después de todo, ¿qué culpa tenía su padre de que el Reino hubiese puesto sus ojos en ellos?
—El profesor me la explicó antes de cambiar de fase.
—¿Cambiar de fase? —Ana alzó las cejas—. ¿¡Está muerto!?
—No, simplemente ha cambiado de fase, como la mayor parte del planeta. Ahora sus mentes sirven al bien común, Ana. ¿Conoces el funcionamiento de una colmena? Todos sus miembros colaboran por una misma causa, bajo las órdenes de su Reina. Ahora Sighrith es como una gran colmena, y yo soy su...
—¿Su Rey? —Ana parpadeó con incredulidad—. ¿Crees dominar las mentes de todo el planeta, Elspeth? ¡¡Pero si incluso tus guardias discuten tus órdenes!! ¿Acaso no lo ves?
No muy lejos de allí, un único disparo resonó a lo largo y ancho de todo el bosque. Ana volvió la vista atrás, sorprendida por su cercanía, pero rápidamente volvió la vista al frente. Ante ella, con la mirada fija en sus ojos, Elspeth la observaba con una expresión extraña en la cara.
—Rosseau y yo tenemos un acuerdo.
—¿Qué clase de acuerdo?
—Ambos tenemos el mismo objetivo: me va a ayudar a cumplirlo.
—¿Y cuál es ese maldito objetivo? ¡Ya has matado a nuestro padre! ¿De quién más quieres vengarte ahora, Elspeth?
Los ojos del príncipe se iluminaron al escuchar la pregunta.
—Del Reino, Ana. El Reino lleva años vigilándonos: desde que nacimos han tenido sus ojos puestos en nosotros, esperando a que cometiésemos el más mínimo fallo para hacernos desaparecer. Cerberus intentó convertirnos en herramientas útiles para ellos: en seres programados y diseñados para obedecer y servir a la Suprema... pero falló, y ahora nos consideran demasiado peligrosos como para dejarnos libres. ¿Cuánto tiempo más crees que iban a permitirnos seguir con vida? La única barrera que les frenaba era nuestro padre.
—Y ahora tú has destruido esa barrera.
—¿Qué puedo decir? ¡Nos engañó! Se lo merecía... Además, él no iba a apoyarnos. Él siempre fue demasiado cobarde como para enfrentarse al Reino. Yo, en cambio, no tengo miedo alguno. Tengo un aliado fuerte, un planeta a mi servicio... y motivos más que suficientes para devolverles el golpe. ¿Por qué no hacerlo?
Elspeth dio un paso al frente, apoyó la mano sobre el hombro de su hermana y lo apretó con suavidad. Sus ojos, ahora ya completamente azules, brillaban con una virulencia enfermiza que Ana nunca había visto anteriormente. Su hermano parecía haber sido consumido plenamente por su deseo de venganza, y nada ni nadie parecía poder hacerle cambiar de opinión.
—Este es el primero de miles de mundos que vamos a unir a la causa, Ana. Gracias a Rosseau voy a extender la plaga del odio contra el Reino. Pagarán por todo lo que nos han hecho... van a lamentar el día en el que decidieron ponernos la mano encima, hermana. Te lo juro.
De los ojos de Ana empezaron a caer lágrimas al sentir que la tristeza se apoderaba de ella. Elspeth, su querido y amado Elspeth, había vuelto. Lo tenía ante sus ojos, consumido por el odio y la venganza, profundamente herido, pero más decidido que nunca a vengarse. Su hermano había recuperado la vitalidad y fortaleza que siempre le había caracterizado, y estaba dispuesto a devorar el universo entero con tal de conseguir su objetivo.
Alzó la mano hasta la suya y la presionó con fuerza. Ahora que volvían a estar juntos, le entristecía saber que sus posiciones eran más opuestas que nunca. Elspeth perseguía un sueño que, ya fuese lógico o no, Ana no compartía. Ella simplemente deseaba vivir en paz, lejos de conflictos, tranquila, feliz como había hecho hasta ahora. Él, en cambio, buscaba la guerra... una guerra que únicamente podía tener un final.
Comprendió entonces el motivo por el cual había pedido a los guardias que se alejasen.
—No has venido a llevarme contigo, ¿verdad? —murmuró en apenas un susurro—. Esto es una despedida, ¿verdad, Elspeth?
—El profesor me hizo jurar que te dejaría en paz, y yo siempre cumplo con mi palabra. —Estrechó suavemente su mano—. Sé que no me entiendes, tú no has visto lo mismo que yo; solo espero que no me odies eternamente. En el fondo, esto lo hago por los dos.
Ana no respondió. Simplemente asintió con la cabeza, besó su mejilla y se alejó unos pasos, consciente de que probablemente aquella sería la última vez que vería a su hermano.
—Encuentra la manera de escapar del planeta, pero hazlo sola. Mandrágora no te va a poner las cosas fáciles, pero tú eres más lista. En Corona de...
Elspeth no acabó la frase. Un disparo resonó en el bosque, y en su pecho, a la altura del corazón, surgió una flor de sangre. El príncipe se llevó las manos a la herida, sorprendido, confuso, y volvió la vista al frente. Inmediatamente después, con una palabra a medio acabar en la boca, se derrumbó ante sus ojos.
Leffren y Ajax acudieron de inmediato a su encuentro, con las armas ya preparadas para disparar a Ana, la cual, inmóvil, parecía estar en shock, pero dos nuevos disparos los derribaron antes de que pudiesen llegar a disparar. La mujer volvió la vista atrás, temblorosa, con el rostro salpicado de su propia sangre y la de su hermano, y contempló con los ojos nublados la figura que, entre los árboles, había disparado. No muy lejos de allí, con el arma aún caliente, Armin barrió la zona con la mirada, a la espera de que apareciesen más enemigos.
—¡Escóndete! —le ordenó a voz en grito—. Puede que quede alguno.
Ana no respondió. Le mantuvo la mirada durante unos instantes, herida y decepcionada, y se volvió hacia Elspeth. Este aún respiraba. Ana desconocía hasta cuando, pero por la localización del disparo, era cuestión de segundos de que la abandonase definitivamente.
—¡Ana! —insistió Armin—. ¡Maldita sea, Ana! ¡Muévete!
Apretó los puños con fuerza, sintiendo como la rabia empezaba a crecer en su interior. Horas atrás habría estado agradecida eternamente por aquel rescate; a aquellas alturas, sin embargo, no podía sentir más que rencor y odio hacia él y el resto de los suyos.
Apretó los dientes. Tenía suerte de que no estuviese armada.
—¡Me has engañado! —respondió a voz en grito—. ¡Perteneces a Mandrágora!
La acusación logró hacer enmudecer a Armin. El hombre apartó la mirada, quizás avergonzado, y bajó el arma. De todas las respuestas posibles, aquella era la que menos esperaba escuchar.
Larkin retrocedió unos pasos.
—Me has fallado. Yo confiaba en ti.
—Ana...
No respondió. Ana lanzó un último vistazo al suelo, al cuerpo de Elspeth, al cual poco a poco la vida se le apagaba, y empezó a correr. Necesitaba escapar.
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