Capítulo 22

Ana aún tenía el sonido de los disparos grabados en la memoria cuando, cinco horas después, decidieron parar para pasar la noche en un pequeño refugio abandonado oculto en el corazón de un valle.

Las últimas tres jornadas de viaje no habían sido fáciles. Turnándose cada ocho horas, Veressa y Orwayn habían conducido el todoterreno negro del segundo a través de todo tipo de paisajes: desde las profundidades de los bosques helados hasta escarpados caminos que ascendían más allá de las nubes. La idea inicial había sido la de moverse a través de las carreteras secundarias, esquivando siempre las principales y sus patrullas. Lamentablemente, no habían tardado demasiado en cambiar de planes. Tras un primer encuentro con una de dichas patrullas cinco horas después de iniciar el viaje, Orwayn había optado por adentrarse en las profundidades del continente. A partir de entonces, los encuentros habían ido multiplicándose, complicando así un viaje que, de haber sido otras las circunstancias, probablemente ya estaría llegando a su final. Por suerte, por el momento habían logrado salir indemnes de todos los enfrentamientos por lo que el ánimo no decaía. Orwayn seguía molesto con el mundo, irradiando odio por cada uno de los costados, Veressa preocupada por la salud de su hermano y Armin, el pobre de Armin, farfullando palabras sin sentido durante la mayor parte del viaje a causa de la fiebre.

Durante las pocas horas que había compartido viaje con él, Ana había podido comprobar que el estado del mediano de los Dewinter no era precisamente bueno. A pesar de los cuidados de Veressa, la cual apenas dormía para poder estar atendiéndole en todo momento, el estado de salud de Armin iba empeorando día a día. El por qué no era del todo claro, pues según aseguraba la joven, la herida había sido cauterizada a tiempo y el paciente estaba tomando los medicamentos necesarios para soportar el dolor. No obstante, incluso así, las horas de fiebre alta cada vez eran más, su palidez más extrema y su degradación física más evidente.

En varias ocasiones Ana había tenido la sensación de que, más que dormido, el joven había muerto, aunque en ningún momento se había atrevido a decirlo abiertamente. Simplemente apoyaba la mano disimuladamente sobre su muñeca, presionaba los dedos con firmeza y aguardaba en completo silencio a que el débil latido de su corazón respondiese a su llamada...

Y siempre lo hacía.

Alrededor del herido y de su estado de salud había una especie de tabú que ella, por supuesto, no iba a romper. No valía la pena. Bastante tensión se respiraba en el ambiente con los incesantes ataques por parte de las patrullas y de los propios ciudadanos como para añadir más con algo que, en el fondo, no valía la pena. El destino de Armin, en el fondo, ya no dependía de ellos.



Ana no cenó aquella noche. Mientras que los dos hermanos disfrutaban de una comida precocinada a base de carne de ciervo y cereales envasados con agua reciclada, ella se retiró a la silenciosa sala de recreo. El refugio no era demasiado grande, pero en aquel entonces, totalmente vacío, a Ana le daba la sensación de ser enorme. El edificio constaba de tres plantas. La primera disponía de un gran salón comunal donde se servían las comidas, una cocina, un garaje y la sala de recreo. En la segunda y en la tercera planta estaban los aseos, las duchas y las celdas. En algún rincón de la tercera planta también había una despensa y un pequeño almacén según indicaban los mapas, pero Ana no había logrado dar con ellos. Imaginaba que se encontraban tras las puertas cerradas que había localizado en el ala oeste, pero no estaba segura. La iluminación era tan escasa y los corredores tan silenciosos y sombríos que no se atrevía a explorar toda la estructura sola.

Decidió dar un paseo por la sala comunal mientras el resto acababa de cenar. Los dos hermanos habían decidido turnarse para hacer guardias sin tenerla a ella en cuenta. Ana no había dicho nada al respecto; estaba cansada y agradecía poder dormir toda la noche. No obstante, incluso así, no podía evitar plantearse si, en el fondo, no la habrían metido en la misma categoría que a Armin. Obviamente ella no disponía de las facultades combativas que aquellos dos habían demostrado horas atrás, cuando sin necesidad de mayor apoyo que ellos mismos habían hecho frente a las distintas amenazas que les habían aguardado en el camino. Era evidente que el Gobierno les había entrenado bien, y Ana daba las gracias por ello. Sin embargo, ella tampoco se quedaba atrás. Después de todo, ¿acaso no había sido ella la encargada de acabar con Vladimir?

Tras un buen rato de paseo sin ton ni son por la sala de recreo, donde solo encontró unos cuantos volúmenes sin interés alguno y una mesa de cartas carcomida por el tiempo y el abandono, decidió subir al segundo piso y tumbarse en una de las literas. Ana se dejó caer sobre el polvoriento colchón, cerró los ojos y se quedó completamente dormida.

Un par de horas después el estruendo de un potente ruido la despertó. Ana se incorporó en la cama, aturdida por el brusco despertar, y buscó con la mirada la causa del sonido. Más allá de la ventana, granizaba con más fuerza de la que jamás había visto.

—Se van a romper las ventanas —dijo en voz alta, sin dirigirse a nadie en concreto aunque con la confianza de que alguien respondiese. En el castillo, por muy sola que creyera estar, siempre había decenas de personas rodeándola. Allí, en cambio, todo era diferente: nadie respondió—. Genial.

Se bajó de la cama con la sensación de haber dormido diez horas. Sacó de su mochila el pequeño foco de luz que Orwayn le había proporcionado un par de días antes y lo encendió. El polvo se acumulaba sobre las sábanas acartonadas que cubrían el resto de colchones, sobre las alfombras deshilachadas y los muebles envejecidos. Aquel frío lugar de paredes blancas y techos infinitos en el que únicamente el granizo rompía el silencio reinante le parecía el más abandonado del mundo.

Se cargó la mochila a las espaldas y se dirigió a la salida. La planta estaba compuesta por ocho salas iguales a la que había elegido para descansar, en cuyo interior no quedaban más que las estructuras ancladas al suelo y las paredes. Los ladrones hacía ya muchos años que habían decidido llevarse el resto: cuadros, mesas, sillas... En aquel lugar ya no quedaba prácticamente nada salvo los recuerdos grabados en sus paredes en forma de dedicatorias e inscripciones.

Ana atravesó el largo pasadizo con paso rápido, sintiendo la oscuridad cernirse sobre ella en forma de garras de dedos infinitos. Guio sus pasos hasta las amplias y empinadas escaleras de madera que unían los tres pisos y descendió hasta el salón donde horas atrás había dejado a los Dewinter.

Incluso tratándose de ellos, Ana necesitaba comprobar que no estaba totalmente sola.

Se detuvo bajo el umbral de la puerta. De pie junto a una de las ventanas, contemplando seguramente el imponente valle donde se encontraban, Orwayn disfrutaba de la compañía de una botella de lo que parecía ser licor de cereza.

—¿De dónde la has sacado? —preguntó Ana sin llegar a adentrarse en la sala. No muy lejos de allí, junto a un saco de dormir y una manta térmica tirada en el suelo que hacía funciones de alfombra, se encontraban las pertenencias del pequeño de los Dewinter: su mochila, sus armas y sus botas—. ¿Has encontrado la despensa?

—¿Despensa? —El joven ni tan siquiera se molestó en volver la vista atrás. Alzó la botella y le dio un largo sorbo—. ¿A ti qué te parece? —Sacudió la cabeza con desdén—. Este lugar es repugnante. Vessa decía que era un buen sitio para esconderse, y no se equivocaba. ¿Quién demonios va a venir a este maldito agujero? Tendremos suerte si el granizo no destroza las ventanas.

Orwayn acompañó al último comentario con un segundo trago a la botella. Aquel licor no era ni de cerca el que más le gustaba, pero al menos servía para mantenerle caliente. Además, le ayudaría a descansar durante las horas de guardia de su hermana. Después de tanto tiempo al volante y tantos enfrentamientos empezaba a notar los primeros síntomas de agotamiento.

Le ofreció la botella.

—Dale un trago; no logrará que se te quite esa cara de idiota consentida que tienes, pero al menos te hará entrar en calor.

—Qué amable.

Ana aceptó la oferta. Cruzó la sala con paso firme hasta alcanzar la ventana y la botella. No sabía cuándo había empezado a sucederle, pero el frío ya no le causaba tantos estragos como al principio del viaje. Seguía siendo molesto, desde luego, pero no más que el cansancio o el sueño.

Sospechaba que empezaba a acostumbrarse a él.

Volvió la mirada hacia la ventana y dio un sorbo a la botella. La cosecha no era especialmente buena, pero al menos resultaba efectivo para entrar en calor.

No tardó en devolvérsela.

—A ti sí que te iba a cambiar la cara si probases el licor de lima que teníamos en el castillo —comentó tranquilamente mientras contemplaba el granizo caer. De seguir así muchas horas, acabarían enterrados vivos bajo toneladas de hielo—. En mi vida he probado nada mejor. Mi padre nunca quería compartirlo con mi hermano y conmigo; decía que no sabíamos apreciarlo. No obstante, sabíamos dónde guardaba las botellas y, de vez en cuando, durante las visitas de Elspeth al castillo, nos agenciábamos una. Creo que se las traían del planeta Carfax: ¿lo conoces?

—Lo conozco. —Orwayn dio otro sorbo—. No es un buen lugar en el que vivir, desde luego, pero mejor que este sí.

—¿No te gusta el frío?

—¿A alguien en su sano juicio le gusta? —Sacudió la cabeza—. Es una auténtica mierda. Por suerte, no nos queda demasiado aquí. En cuanto salgas de esta bola de hielo y conozcas un planeta en condiciones, con temperaturas soportables, te darás cuenta de la cantidad de tiempo que has perdido en este infierno.

Ana le miró de reojo, sorprendida por la contundencia con la que aseguraba que iban a dejar el planeta. A pesar de que no se encontraba en su mejor momento, Larkin no se planteaba abandonar Sighrith. Quizás sí temporalmente, pero únicamente para encontrarse con su abuelo. Una vez que le explicase todo lo sucedido y el rex interviniese el gobierno de Elspeth, ella volvería.

La idea de conocer otro planeta le resultaba inconcebible.

—En realidad me gusta este infierno —sentenció con seguridad, sincera. Orwayn jamás podría entenderlo, pero no le importaba. Ana tenía demasiados motivos para amar aquel planeta como para molestarse en explicárselos a alguien al que, en el fondo, no le importaban—. Por cierto, ¿dónde está la despensa?

—Pues no te acostumbres demasiado: calculo que, como muy tarde, mañana por la noche llegaremos al paso de Mimir. Varios de los hombres de mi padre nos estarán esperando.

Ana hizo un alto para rememorar los distintos enfrentamientos en los que se habían visto envueltos en los últimos días. En la mayoría de los casos habían sido patrullas las que les habían intentado cerrar el paso. Hombres y mujeres armados y preparados cuyas órdenes eran claras: secuestrar a Larkin y llevarla de regreso al castillo. No obstante, también había habido casos en los que habían sido ciudadanos normales y corrientes los que habían decidido intentar detenerles con todo tipo de armas.

El mero hecho de recordar el vacío de sus miradas logró estremecerla. Tal y como los Dewinter habían insinuado, aquellos hombres ya no eran dueños de su propia consciencia.

—Antes dijiste que ya no podíamos confiar en ningún ciudadano de Sighrith, ¿por qué iban a ser ellos diferentes?

—Porque ni son de Sighrith, ni sirven a tu hermano —respondió con sencillez—. La despensa está arriba, en la tercera planta. Ala oeste al fondo. Encontrarás la puerta en el suelo, junto con su cerradura. La muy zorra no quería abrirse. —Acabó la botella de un largo sorbo y la estrelló contra la pared contigua, rompiéndose el cristal en mil pedazos. Se secó los labios con el dorso de la mano—. Si encuentras algo bueno acuérdate de mí, Larks.

Ana ascendió los peldaños de dos en dos, sintiendo de nuevo la oscuridad cernirse sobre ella. Con cada paso la madera crujía bajo sus pies, quebrando así el intenso silencio que se vivía en el interior del refugio; por suerte, Ana ya no se sentía tan abandonada. La breve visita a Orwayn le había servido para recuperar fuerzas.

El tercer piso estaba tan silencioso como el segundo, aunque algo más iluminado. Procedente del interior de una de las grandes celdas comunales surgía un suave brillo azulado. Ana se detuvo durante un segundo en la puerta para comprobar el interior. Tal y como había imaginado, mientras que Armin dormía plácidamente en una de las camas, Veressa hablaba en susurros con alguien a través de su holotransmisor.

Decidió no molestarla. Por el modo en el que hablaba y en el que se curvaba su cuerpo era evidente que estaba nerviosa por lo que era mejor no intervenir. Si algo había aprendido sobre ella a lo largo de todos aquellos días era que Veressa no era una mujer a la que fuese conveniente presionar. Así pues, Ana siguió adelante, internándose con cada paso en el pasillo principal que cruzaba de este a oeste la planta. Avanzó en silencio, ayudándose del pequeño haz de luz que dibujaba su foco en el suelo para no tropezar, y no se detuvo hasta alcanzar la entrada a la despensa. Tal y como había asegurado Orwayn, la puerta y su respectivo cerrojo estaban en el suelo. Ana alzó el foco hacia el interior de la estancia y comprobó su interior detenidamente.

No tardó en asomar una amplia sonrisa a su rostro.

La despensa disponía de todo tipo de alimentos enlatados y congelados gracias a los cuales poder disfrutar de un auténtico banquete. La mayoría de ellos llevaban ya mucho tiempo allí almacenados, a la espera de ser consumidos, pero estaban aún en fecha gracias a los conservantes artificiales. Hasta el viaje, Ana nunca había probado aquel tipo de comida. En el castillo todos los alimentos eran frescos y de excelente calidad. Su padre así lo había ordenado, y nunca se había faltado a su palabra. De hecho, tal era su exigencia respecto a aquel tema que había creado una ley por la cual todos los puntos de restauración estaban obligados a comercializar comida fresca. Según había podido saber Ana, pues aquella ley existía desde bastante antes de que ella naciese, los comerciantes no se habían mostrado muy satisfechos con su imposición, pero con el tiempo se habían acostumbrado. Además, existían ciertas ayudas económicas para mitigar las posibles pérdidas por lo que, en el fondo, aunque el cambio había sido estricto, habían logrado sacarle bastante rendimiento.

Durante aquellos días de viaje Ana había decidido probarla. Obviamente, la calidad y el sabor no eran el mismo, pero tal había sido su hambre y desesperación que ni tan siquiera había notado la diferencia. Además, en muchas ocasiones ni tan siquiera había sido consciente de ello. Larkin tenía en demasiadas cosas en las que pensar y por las que preocuparse como para centrarse en aquel detalle. No obstante, ahora que la tenía ante sus ojos, perfectamente preparada y guardada en sus respectivos embalajes, sentía auténtica curiosidad.

Se acercó a uno de los estantes metálicos en cuyas distintas baldas estaban almacenados los diferentes alimentos y cogió una caja de cartón amarilla. En su interior, cerrada a presión, había una gran lata de color gris en cuya tapa se indicaba el contenido: delicias de pescado y verduras confitadas. Abrió la lata con la ayuda de las uñas y los dientes, ilusionada, y vertió el contenido sobre una mesa. Muy a su pesar, no era lo que esperaba encontrar.

—Parecen premios de caballo —murmuró por lo bajo. Cogió un par de aros, uno verde y otro amarillo, y se lo acercó a la nariz. Su olor, aunque aceptable, distaba mucho de lo que había imaginado—. Buaj.

Decidió comprobar un par de productos más, pero el resultado fue el mismo o peor por lo que, finalmente, pasados quince minutos, ya con el estómago revuelto y la convicción de que jamás volvería a cometer una estupidez como aquella, se dio por vencida. Que gran razón había tenido su padre al prohibir aquel tipo de comida. Ana se encaminó hacia el botellero, el cual se encontraba al final de la despensa, se agachó frente a este y empezó a examinar los posibles candidatos de aquella noche.

Orwayn no era el único que necesitaba un buen trago.

Eligió un par de botellas de licor, uno de fresas para ella y otro de limón para él, y se encaminó de regreso al pasadizo. No muy lejos de allí, unos cuantos metros por delante, ahora ya sumida en la oscuridad total, la celda comunitaria donde descansaban Veressa y Armin estaba en completo silencio.

Decidió acercarse a comprobar sus ánimos. Pocos minutos antes la única fémina de los Dewinter parecía bastante nerviosa por lo que quizás un trago no le iría mal del todo. Además, era una buena oportunidad para acercar posturas. Ahora que el viaje llegaba a su final, Ana no quería perder la ocasión de poder agradecerle toda la ayuda brindada.

Se detuvo bajo el umbral de la puerta y alzó el haz de luz hacia el interior de la sala. Repartidos a lo largo y ancho de toda la estancia, decenas de literas permanecían tal y como las habían dejado por última vez: acartonadas, sucias y abandonadas. En algunas, al igual que pasaba en el piso de abajo, había sábanas y mantas, pero estas estaban tan raídas que era preferible no tocarlas ni usarlas. En el resto, los colchones estaban desnudos.

Ana no tardó demasiado en localizar a Armin y Veressa. El primero seguía donde le había visto anteriormente, plácidamente dormido, tranquilo, con los músculos faciales visiblemente relajados. Aquella parada le estaba sentando bastante bien. Ella, por el contrario, seguía tan tensa como antes, solo que con un arma entre manos apuntándole directamente a la cabeza en vez del holocomunicador.

Alzó la mano con la que cargaba las botellas a modo de rendición.

—Soy yo —murmuró Ana—. No dispares.

Veressa se tomó unos segundos para bajar el arma. Recorrió la distancia que las separaba con pasos rápidos y gráciles, elegantes, y se detuvo bajo el umbral de la puerta. Una vez cara a cara, bajó el arma para comprobar las botellas.

—¿En serio? —exclamó alzando ambas cejas. Cogió la de limón y la agitó con suavidad, quizás esperando ver algún tipo de reacción—. Esto es cosa de Orwayn, ¿me equivoco?

Se encogió de hombros. Acusarle directamente no era algo que acostumbrase a hacer, pero en aquel caso todo apestaba demasiado a Orwayn como para negarlo.

—¿Desde cuándo le encubres? —Arqueó las cejas, sorprendida—. Imagino que eres consciente de que, de haber podido, te habría abandonado en mitad de la montaña para que murieses congelada.

—Seguramente.

—¿Y entiendes que si la persona que está de guardia está borracha las posibilidades de que sea útil caen en picado?

Ana apartó la mirada, molesta. No se había detenido en la celda comunitaria para que la regañasen como a una niña de diez años precisamente.

—Díselo a él: yo estoy en el grupo de los lisiados —respondió a la defensiva—. Mi opinión no cuenta.

—¿Y aún te extraña? —Veressa sacudió al cabeza, con el rostro contraído en una fiera mueca de enfado—. Estaría bien que de vez en cuando alguien se parase a pensar un poco las cosas antes de hacerlas. Estoy cansada de tanto inepto... Aparta —Prácticamente la empujó para poder salir al corredor, botella en mano—. Ese estúpido de Orwayn me va a oír. Tú quédate aquí, si pasa algo grita, ¿de acuerdo? Nada de heroicidades: con que a mi hermano le falte una pierna hay más que suficiente.

Ana esperó a que Veressa desapareciese en la oscuridad del pasillo y sus pasos resonasen al descender las escaleras para murmurar un par de insultos. Incluso en aquella distancia era muy probable que la joven la hubiese oído, pero no creía que fuese a volver. Dewinter quería descargar todo su enfado y nerviosismo con alguien, y ahora que había elegido ya a su víctima, no iba a volver hasta que no hubiese cumplido con su misión.

En el fondo, no eran tan distintas.

Decidió entrar en la celda comunal. Recorrió la estancia con pasos rápidos y silenciosos, tratando así de no despertar a Armin, y tomó asiento en el suelo, a los pies de su cama. A lo largo de aquellos días de viaje Ana había regresado una y otra vez a la última conversación que habían mantenido, aquella que no había acabado precisamente bien. Armin no había sido demasiado agradable con ella, y no le faltaba motivo. Teniendo en cuenta el estado en el que se encontraba, no era para menos. De hecho, Ana echaba de menos que le gritase e insultase un poco. En el fondo se lo habría merecido. Lamentablemente, el joven apenas había despertado a lo largo de aquellos días. De vez en cuando había balbuceado algo, pero nada comprensible. Al parecer, la fiebre le había tenido totalmente noqueado.

Intentó sacar el corcho de la botella con las manos y los dientes, pero ante la falta de éxito decidió romper el cuello de cristal contra las firmes patas de una de las literas. Recogió los restos con cuidado de no romperse, se apartó hasta una de las esquinas y los depositó allí, fuera de su alcance. Una vez ya de regreso, cogió uno de los vasos que utilizaba Veressa para poner los medicamentos de Armin y lo llenó de licor.

Dio un sorbo. La calidad de la bebida dejaba mucho que desear, pero entraba muy bien. Además, servía para quitarse el mal sabor de la comida congelada que había probado antes por lo que valía la pena el sacrificio.

Apoyó la espalda y la cabeza contra los pies de la cama y cerró los ojos. El sonido de los disparos y el hedor de la sangre no tardaron demasiado en acudir a su memoria...

—A mí también me iría bien un trago.

Ana dio un respingo al oír la voz. Volvió la vista atrás, desconcertada, y alzó el foco. Tumbado en la cama, pálido y ojeroso, pero con los ojos abiertos, Armin la observaba con fijeza, ahora incómodo por la luz.

Se apresuró a apartarla.

—No sabía que estuvieses despierto —respondió Ana poniéndose en pie—. ¿Cuánto rato llevas así?

—El suficiente. —El hombre sacó el brazo de bajo la manta con la que su hermana le había tapado y lo extendió hacia Ana—. Vamos, me has robado mi vaso: ¿qué menos que darme un trago? Tengo la garganta seca.

—¿Y mezclar toda la medicación que te están dando con alcohol? —Ana cogió la botella de agua reciclada que tenía sobre la mesa, junto al vaso, y desenroscó el tapón—. Me temo que no, Armin. Tu hermana me mataría si lo hiciese.

—El agua está contaminada; lleva demasiado tiempo embotellada. Si no quieres matarme por deshidratación dame un trago.

Dio un trago a la botella para comprobar que, por supuesto, estaba mintiendo. La calidad del agua no era demasiado buena, y mucho menos después de tanto tiempo embotellada, pero era aceptable. De hecho, se podría decir incluso que era mejor que el licor. Así pues, no tenía excusa. Ana se bebió el contenido del vaso de un trago, lo enjuagó con agua reciclada y, ya limpio, lo rellenó con agua y se lo ofreció.

—No soy tan estúpida cómo crees: sé perfectamente que el alcohol deshidrata.

—Ya, claro. —Armin finalmente aceptó el vaso y le dio un buen sorbo: tenía la garganta totalmente seca. Después de tantas horas fingiendo estar dormido, necesitaba un poco de agua—. ¿Ni tan siquiera vas a dejar que lo pruebe?

Ana respondió dándole un cuidadoso trago a la botella. Aunque en cualquier otra circunstancia le habría encantado poder compartirla con él o con cualquier otra persona, aquella noche la fiesta iba a ser privada.

—¿Hace cuánto que estás despierto?

—El suficiente para haberte oído pasar. ¿Qué hay al final del pasillo? ¿Algún tipo de almacén? ¿Una bodega?

—Una despensa.

—Ya... ¿Y dónde estamos?

Consciente de la desorientación del herido, Ana decidió relatarle todo lo ocurrido hasta entonces desde la llegada a las Lagunas Sanguinas. Muchos de los acontecimientos narrados Armin ya los conocía: los había vivido durante los momentos de semiinconsciencia o, directamente, los había supuesto. No obstante, no era lo mismo imaginarlos que tener la certeza de haberlos vivido.

Ana le explicó también aquello que más le preocupaba: los piquetes que se habían ido encontrando a lo largo de los últimos días. En la mayoría de los casos habían sido adultos armados con pistolas sencillas o herramientas de trabajo los que habían intentado frenarles. Cruzaban sus raxor en la carretera, se ocultaban tras los árboles y esperaban su llegada para asaltarles, como si les hubiesen estado siguiendo la pista. En otros casos, sin embargo, también había habido niños involucrados, detalle que, mucho más que el resto, la había dejado marcada.

—No parecen dueños de sí mismos —explicó Ana a un Armin que, en contra de lo esperado, no se mostraba nada sorprendido—. Todos actuaban de una forma extraña, artificial. Si no fuese porque sangraban, diría que eran autómatas.

—Bueno, quizás lo fuesen. No del modo en el que tú los conoces, pero puede que ya no sean plenamente dueños de sí mismos. —Armin se incorporó—. Puede que esté relacionado con esa sustancia negra que cubre el cielo. Cat pidió que nos pusiésemos las máscaras respiratorias: puede que haya algún tipo de toxina en el aire que cause esos efectos. Si lo piensas fríamente, en el fondo, tendría sentido. Recuerdo que dijiste que tu hermano había matado al Rey: si realmente estaba muerto, ¿cómo pudo hacer la rueda de prensa? —Negó con la cabeza—. Puede que tu hermano esté utilizando algún tipo de control mental para hacer y deshacer a su gusto.

—¿Y por qué iba a hacer Elspeth algo así, voluntariamente? — Ana dio otro sorbo a su botella rota—. No tiene sentido... Además, si realmente están manipulando a la gente, quizás lo estén usando también con él, ¿no crees? Rosseau tiene que estar detrás: ha sido aparecer él en escena, y...

—Bastian Rosseau —interrumpió Armin, pensativo—. Es un personaje que me inquieta, desde luego. Antes, mientras tú te paseabas y saqueabas la despensa, Veressa estuvo hablando con Schnider. —Hizo una pausa—. ¿Sabes de quién te hablo?

Asintió con la cabeza. La amiga, novia, amante, pareja o lo que fuese de Veryn, pues nadie parecía saber con seguridad cuál era su estatus, estaba en boca de todos. Ana imaginaba que, al tratarse de una familia muy cerrada, la aparición de una persona externa les preocupaba. Obviamente no la iban a considerar una amenaza real, o al menos eso quería pensar, pero se andaban con pies de plomo con ella.

—La amiga de Veryn.

—La misma. Pues bien, estuvieron hablando hace un rato. Al parecer, Veryn y ella han capturado a varios de los antiguos compañeros de tu hermano. Mi padre quiere interrogarles sobre el viaje a Ariangard. Por lo que he podido oír, las sospechas sobre lo que está ocurriendo en tu planeta empiezan a cernirse sobre el Capitán Rosseau. —Armin le tendió el vaso para que volviese a llenarlo de agua—. Tengo la sensación de que tu hermano no era plenamente consciente de lo que hacía al abrirle las puertas a Rosseau y los suyos.

Ana asintió con la cabeza, pensativa. Pensar que Elspeth estaba siendo manipulado era mucho mejor que pensar que había asesinado a su propio padre y traicionado a su familia voluntariamente, fuesen cuales fuesen sus planes. No obstante, no era realista. Aunque le hubiese gustado poder creer que alguien estaba manipulando a su hermano para hacer todo aquello, Ana había podido ver el brillo de sus ojos mientras cortaba la garganta del Rey, y sabía que allí no había trampa alguna. Elspeth sabía lo que estaba haciendo.

Fuera como fuese, nadie tenía por qué saberlo. Aquel secreto, como otros tantos, no debía salir del seno familiar.

—Conozco a todos los bellator que iban con mi hermano. Si son ellos, hablarán conmigo, estoy segura.

Ana rellenó el vaso de agua y se lo devolvió. Armin le dio un trago y, ya algo más tranquilo, volvió a acomodarse en la cama. Incluso sintiéndose bastante mejor que el resto de días, la fiebre seguía sin abandonarle definitivamente.

—Por cierto, ¿por qué finges estar dormido? ¿Estás harto de los cuidados de Veressa?

—A los lisiados, como tú dices, se nos oculta información. —Entrecerró los ojos—. Tanto Orwayn como Vessa están escondiéndome cosas: lo noto en el modo que se comportan, pero hasta que no esté recuperado no van a compartirlas conmigo por lo que tengo que tomar ciertas medidas. —Se encogió de hombros—. Cosas de lisiados.

Una sonrisa llena de diversión afloró en los labios de Ana al escuchar la ironía con la que pronunciaba la palabra clave. Armin debía haberla escuchado anteriormente, cuando hablaba con Veressa.

—Si lo que pretendes es hacerme sentir mal llegas tarde. El otro día cubriste el cupo de los próximos ocho años.

Armin la miró de reojo, pensativo, tratando de recordar lo ocurrido durante aquel momento de rabia en el que ella se había convertido en su objetivo por el mero hecho de estar cerca de él. Ciertamente, no había sido demasiado cordial ni agradable; la impotencia y la fiebre le habían nublado la mente. No obstante, no había dicho nada de lo que realmente pudiese arrepentirse.

—Veo que lo que dije caló hondo.

—No estoy acostumbrada a que me menosprecien.

—Pues deberías; el Reino es bastante más cruel de lo que te han enseñado —reflexionó Armin—. Y aunque aquí seas importante, alguien respetado y querido, en el resto del universo no serás absolutamente nada. Cuanto antes lo sepas, mejor.

—Si lo dices porque crees que voy a dejar Sighrith, te equivocas. Tu hermano dijo antes lo mismo, que me preparase para conocer nuevos horizontes, pero ya te lo digo de antemano: no pienso irme. Este es mi planeta.

Aquella última frase captó la atención de Armin, el cual, de repente, volvió a incorporarse y endureció la expresión. Había intentado evitar aquella conversación hasta entonces, pues consideraba que, en el fondo, no era cosa suya; que para cuando se tuviese que tomar la decisión e informarla, él ya llevaría mucho tiempo fuera del planeta, pero dadas las circunstancias comprendió que era mejor aclararlo cuanto antes.

No podía seguir eternamente engañada.

—Harás lo que creamos más conveniente —dijo en tono cortante—. Ahora eres nuestra responsabilidad, y si las cosas se están complicando tanto como creo, lo más probable es que tengas que dejar Sighrith para siempre.

—¿Dejarlo? No digas tonterías, Armin. —Ana sacudió la cabeza—. Una vez que mi abuelo elimine a Rosseau las cosas volverán a ser como antes. ¡Encontrará la forma de recuperar el planeta!

—¿Ah, sí? ¿Y quién te asegura que, cuando elimine a Rosseau, si es que lo consigue, los ciudadanos van a volver a comportarse con normalidad? —Armin apretó los labios—. Además, ¿realmente crees que, después de lo que ha hecho Elspeth, tú, su hermana, ibas a poder volver a pisar este planeta impunemente? —Chasqueó la lengua—. El Reino nunca te lo permitiría. ¿Acaso no eres consciente de dónde estás? La Suprema solo necesitaba una excusa para intervenir en Sighrith: ahora se la habéis dado.

Ana se puso en pie, furibunda, sintiendo como el pulso empezaba a latirle con fuerza en las sienes. Clavó la mirada en Armin, el cual la miraba con fijeza desde la cama, desafiante, y apretó los puños con fuerza. Aún no era consciente de ello, pero la bebida empezaba a trastocar sus emociones.

—¡Eso no es cierto! ¡Estás mintiendo! —exclamó a voz en grito—. ¡Mi abuelo intervendrá y parará los pies a Elspeth y Rosseau antes de que sea demasiado tarde! ¡Sighrith volverá a ser la que era antes!

—¿Y si ya es demasiado tarde? —insistió Armin—. ¿Y si tu abuelo no pudiese hacerlo solo? ¡Es posible que todo el planeta se ponga del lado de tu hermano! ¿Qué demonios iba a hacer entonces? ¿Invadirlo? —Negó con la cabeza—. Además, ¿quién crees que tomaría el poder en caso de recuperarlo? ¿Tú? ¡El Reino nunca lo permitiría! Una mujer gobernando Sighrith... ¿Acaso te has vuelto loca? Métetelo en la cabeza de una vez, Ana: tienes que abandonar el planeta.

Casi tan enfadada como desconcertada por la seguridad con la que le hablaba, Ana retrocedió. Hubiese esperado aquellas palabras de Orwayn o de Veressa; ellos, en el fondo, simplemente cumplían órdenes y no les importaba lo más mínimo lo que Ana pensase al respecto. Apenas habían tenido relación como para llegar a tener el más mínimo vínculo. Con Armin, sin embargo, era distinto. Después de lo que habían vivido juntos en la residencia de Cerberus y en las Lagunas Sanguinas, a Ana le costaba creer que pudiese estar hablándole de aquella forma.

Claro que, pensándolo fríamente, no era la primera vez...

Se obligó a sí misma a mantenerse serena. Aunque hasta entonces se hubiese negado a admitirlo, había empezado el viaje sola y lo acabaría del mismo modo. Poco importaba la gente que la rodease: en el fondo, sus únicos aliados y amigos estaban en el castillo.

—No sabes lo que dices —finalizó Ana, consciente de que, en caso de responder, la discusión podría alargarse eternamente—. ¿Sabes? Me caías mejor cuando apenas me hablabas.

—Aunque no lo entiendas ahora, en el fondo te estoy haciendo un favor.

—No lo entiendo, no.

—Ana...

—Te diré lo mismo que me dijiste tú hace unos días: guárdate tus favores. No quiero nada tuyo. —Volvió la vista hacia la puerta. Lejos de allí, seguramente aún en el primer tramo de escalones de la escalera, los pasos de Veressa resonaban con extrema nitidez en su mente, como si estuviese a su lado—. Tu hermana ya sube: que te aguante ella, si es que es capaz.

Ana salió de la estancia con paso firme, decidida a no volver a entrar en aquella celda bajo ningún concepto. Armin había logrado ofenderla, darle dónde más le dolía, y no pensaba permitírselo. No después de haberle perdonado la salida de tono del otro día.

Se encaminó hacia el piso inferior y se encerró en la celda donde horas atrás se había quedado dormida. Apagó su foco, sacó la pistola de Orwayn del interior de su mochila y, equipada con el arma en una mano y la botella en la otra, se sentó en la cama más cercana a la ventana, sumiéndose en la oscuridad. Fuera, el granizo seguía cayendo con fiereza, borrando el paisaje de su vista.

Dio otro sorbo a la botella. Aquella noche no había cabida para reflexiones ni dudas. Ana no quería pensar; simple y llanamente quería que las horas pasaran lo antes posible y, de una vez por todas, acabar con aquel maldito viaje.

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