Capítulo 20

—Así que al final has despertado... Je, no esperaba menos de ti, Armin: cabezota hasta el último de tus días.

—No vas a deshacerte de mí tan pronto, Orwayn. El camino aún es largo y tengo una misión que cumplir, ¿recuerdas?

—Lo recuerdo, sí.

Orwayn cerró la puerta de la celda. A pesar de la insistencia de Veressa, la cual deseaba poder participar y dar así su opinión, los dos hermanos habían optado por mantener aquella conversación en solitario, de hombre a hombre. En cualquier otra circunstancia la presencia de su hermana no habría sido un impedimento. Al contrario, en el caso de los Dewinter el género no importaba. Además, Veressa era una mujer inteligente, seguramente la más inteligente de todos, cuya opinión valoraban y tenían en cuenta. No obstante, teniendo en cuenta las circunstancias, preferían mantenerla fuera, vigilando a Ana.

—No puedes dejarme fuera de esto: Veryn me encomendó la misión a mí, no a ti.

Orwayn apoyó la espalda contra la puerta y se cruzó de brazos. Aquella no era la primera vez que veía a su hermano malherido. No era muy común, pero los Dewinter estaban acostumbrados a aquellas situaciones...

Aunque aquella vez era diferente. Si bien era cierto que las heridas de bala y algunas roturas podían llegar a ser muy alarmantes, ninguna de ellas era comparable a la escena que tenía ante sus ojos. Orwayn imaginaba que todo se debía a que aquel tipo de heridas se podían tapar. Los vendajes lograban hacer auténticos milagros. Lamentablemente, en aquel entonces, no había vendaje alguno que pudiese hacer nada por disimular la evidencia.

Apartó la mirada disimuladamente del muñón vendado que ahora ocupaba el lugar de la pierna y la alzó hasta su rostro. Armin no tenía precisamente buen aspecto; al contrario, su rostro enfermizo evidenciaba que ardía de fiebre, pero al menos le servía de distracción para no pensar en qué habría bajo el vendaje.

—Te estoy hablando, Orwayn —insistió Armin ante la falta de respuesta por parte de su hermano menor. Este parecía tan fascinado con su penoso estado que ni tan siquiera le estaba escuchando—. No puedes dejarme atrás.

—Ya sé que me estás hablando, ¿pero qué quieres que haga? —El muchacho se encogió de hombros—. En tu estado eres un lastre: nos ralentizarías.

—¿¡Qué soy qué!?

—Un lastre, Armin. Un estorbo. —Orwayn cruzó la sala y tomó asiento a su lado, en la cama. Visto de cerca, su hermano tenía muchísima peor cara de lo que había creído en un inicio: tez cetrina, ojos enrojecidos, párpados amoratados, pómulos hundidos...—. No te lo tomes a mal, pero sabes perfectamente que te han dejado fuera de juego.

Armin cerró los ojos y suspiró profundamente. Aún no era plenamente consciente de lo que le había pasado, pues la fiebre no le dejaba pensar con claridad, pero sabía que, en cierto modo, Orwayn tenía razón. Ni estaba en su mejor momento, ni seguramente lograría volver a estarlo jamás. La pérdida de la pierna, muy a su pesar, era un problema serio, y más ahora que la herida estaba totalmente abierta. Por suerte, aquel era un problema con solución, desde luego; buscaría y encontraría el mejor implante para sustituirla. Nunca sería lo mismo, pero aquello era mejor que nada. Hasta entonces, su ausencia era un problema.

—No estoy muerto.

—No sé qué decirte, Armin: tu cara no dice lo mismo. No soy un experto en la materia, pero diría que estás ardiendo de fiebre. Además, es evidente que te han inyectado algún calmante de caballo que, tarde o temprano, desaparecerá. ¿Qué harás entonces? —Sacudió la cabeza—. Además, ¿qué más te da? En el fondo no querías saber nada de todo esto. ¿Por qué no te recuperas, coges tus cosas y te largas del planeta, tal y como planeabas? —Se cruzó de brazos—. Sé que estabas pensando en dejarnos en la estacada: te sientes un prisionero del clan, ¿verdad? Aguantar a padre al mando no es fácil, lo sé: es demasiado exigente.

No pudo reprimir una carcajada. Tal y como Orwayn había descubierto, había estado pensando en irse. Hacía ya casi dos años que se lo planteaba, pero no había sido hasta los últimos meses en los que lo había hecho seriamente. Trabajar para la División Azul de la M.A.M.B.A. con su padre al mando no era fácil, desde luego, pero tampoco tan complicado como el pequeño quería creer. Aunque a algunos les costase creerlo, a Armin no le importaba obedecer las órdenes de Anders Dewinter. Al contrario, de todos los maestros que conocía, él era de los mejores. Obviamente, su trabajo no era precisamente el más indicado para hacerle feliz, pertenecer a Mandrágora comportaba aquel tipo de cosas, sin embargo, incluso así, sabía que aquel no era el camino correcto para él. Quizás sí lo fuese para Veressa y para Orwayn, los cuales, siguiendo de cerca los pasos de su padre, eran felices cumpliendo con las órdenes a rajatabla. Para él, sin embargo, no lo era. Su camino se hallaba lejos de la División Azul, de Sighrith y del sector Scatha, y, por lo tanto, también lejos del clan.

Negó ligeramente con la cabeza. A pesar de no haber ocultado sus intenciones en ningún momento, Armin no esperaba que el menor de sus hermanos hubiese estado al corriente. Veryn quizás sí, pues de todos era el más astuto con diferencia, pero no el resto.

Se preguntó si Veressa, su querida melliza, sabría también algo al respecto.

—Si realmente crees que lo que me preocupa es el nivel de exigencia de padre estás muy equivocado, Orwayn. En el fondo, eso es lo de menos.

—¿Pero me equivoco? —insistió el joven—. Pretendes irte, ¿verdad?

Armin se encogió de hombros. Ni había negado la evidencia hasta entonces, ni iba a hacerlo ahora. No tenía sentido.

—Quizás.

—Ya... ¿Ves? A esto me refería. ¿Qué importa ya la misión? Tu objetivo está muy lejos de todo esto. Recupérate, coge tus cosas, y...

—Te guste o no esta va a ser mi última misión bajo las órdenes de la Azul, Orwayn, así que no insistas. Sigo dentro. Una vez acabe con mi cometido, podrás ocupar mi lugar si es lo quieres, pero no intentes apartarme, porque no te lo voy a permitir. —Armin lanzó una fugaz mirada al muñón y negó con la cabeza—. Necesito algo con lo que apoyarme; algo que me sirva de muleta. Tú conduces, yo vigilo.

Armin intentó ponerse en pie sin éxito por lo que Orwayn decidió ayudarle. El joven se puso en pie, pasó el brazo de su hermano por encima de sus hombros y le ayudó a acercarse a la mesa sobre la cual se encontraban sus pertenencias, incluidas las armas. Armin trató de guardar en el interior de la bolsa todos los objetos, pero la debilidad que le acompañaría a lo largo de las siguientes semanas le hizo perder el equilibrio.

Orwayn tuvo que cogerlo prácticamente en volandas.

—Armin... —Se cargó a su hermano a las espaldas, como si de un saco se tratase, y le llevó de regreso a la cama, lugar donde lo depositó sin demasiado cuidado—. ¿Es que no lo ves? En tu estado no...

—Hagamos un trato —interrumpió de repente Armin, alzando el tono de voz—. Sabes perfectamente que puedo facilitarte las cosas dentro de la Azul; estoy bien posicionado. Además, hay unos cuantos tipos que me deben un favor. Si me ayudas, yo podría ayudarte a ti.

—¿Pero a qué demonios viene tanta insistencia? —Orwayn abrió los brazos, confuso—. ¿¡Es que no ves que no es un maldito juego!? ¡Mírate!

Armin se puso en pie ayudándose del cabezal de la cama.

—¿¡Quieres llegar lejos en la División o no!? —respondió en tono cortante, empezando a sentir el peso de la fiebre sobre los párpados—. Cierra la maldita boca y prepara el transporte, de lo contrario te juro por nuestra sangre que me encargaré de que en menos de veinticuatro horas te hayan expulsado. Tú eliges.



Media hora después, el sonido de la puerta al abrirse captó la atención de las dos mujeres, las cuales, la una junto a la otra, habían estado esperando hasta entonces en completo silencio junto al raxor. Durante todo aquel rato Ana había estado preguntándose una y otra vez qué estaría sucediendo en la celda; Veressa, en cambio, simplemente había estado escuchando, y por la expresión que había adoptado, era de suponer que no le había gustado lo que había oído.

Se encaminó a la parte trasera del raxor, pasó la mano sobre el detector y abrió la puerta del maletero. Empezó a sacar bolsas.

—Ayúdame, hay que cambiar de vehículo.

—¿Por qué? —Ana acudió a su encuentro, obediente, para ayudarla a apilar las bolsas sobre la nieve—. ¿Qué pasa?

—Han llegado a un acuerdo. ¿Ves aquel todoterreno negro de allí?

Ana asintió. Además de haberlo visto aparcado a lo largo de toda aquella mañana cada vez que se asomaba, la joven lo había visto anteriormente en la granja.

—Sí, es el de Orwayn, ¿verdad? Ya lo había visto.

—Sí, es suyo. Lleva las bolsas allí: cambiamos de transporte. Al parecer vamos todos.

—¿Todos?

El sonido de la puerta al abrirse captó la atención de Ana. La mujer volvió la vista hacia la celda y de su interior vio salir a los dos hermanos. Armin se apoyaba en su hermano y en su única pierna para avanzar, y aunque lo hacía con visibles dificultades, parecía decidido a llegar a cuál fuese su destino por sí mismo. Orwayn, a su lado, sujetándole firmemente por debajo de los hombros para que no resbalase ni tropezase, no parecía demasiado convencido.

Se encaminaron hacia los vehículos.

—Vessa, recoge mis cosas y trae mi bolsa y la tuya —ordenó Armin con firmeza, tratando de disimular el mareo causado por la fiebre—. Seguiremos con ellos.

La mujer asintió, rodeó al dúo y se encaminó hacia la celda. Su semblante evidenciaba que la decisión tomada no era de su agrado: Veressa era plenamente consciente del crítico estado de salud en el que se encontraba su hermano y no deseaba arriesgarse. No obstante, acataba la decisión que los dos hombres habían tomado, puesto que, en el fondo, entendía sus motivos. Muy probablemente, de verse en su lugar, ella habría hecho lo mismo. Ana, sin embargo, no parecía tan convencida.

Esperó a que Veressa entrase en la celda para acercarse a ellos. Fijó la mirada en el rostro de Orwayn, evitando así el contacto visual tanto con la pierna como con los ojos febriles de Armin, y se detuvo ante ellos, bloqueándoles el paso.

Se cruzó de brazos.

—¿Es una broma?

—O te quitas de en medio o te quito yo, tú decides —respondió Orwayn son sencillez—. Por cierto, ¿no te han dicho que muevas las bolsas? Se van a acabar mojando.

Ana hizo ademán de protestar, pero Armin lo impidió con un simple gesto con la cabeza. No era el mejor momento ni lugar para discutir. Además, aunque el pequeño no lo admitiese, su hermano mediano pesaba lo suficiente como para intentar acortar el máximo posible el viaje. Así pues, visiblemente incómoda ante la situación pero cumpliendo órdenes a rajatabla, Ana recogió las bolsas del suelo y se encaminó hacia el todoterreno.

Orwayn abrió las puertas traseras y ayudó a su hermano a entrar. Una vez dentro, volvió a cerrarlas y se encaminó al maletero. Apoyó la palma de la mano sobre su superficie, en la parte lateral derecha, y al instante el portón se abrió con un suave siseo gaseoso.

Prácticamente le arrancó las bolsas y mochilas de las manos.

—No te quejes —advirtió tras meter el último macuto. Apoyó la mano en el lateral del portón, al lado de la aleta, y este se cerró automáticamente—. Los dos sabemos que es lo que querías, se te nota en la cara. Échale un ojo, ahora vengo.

Ana le siguió con la mirada durante el camino de regreso a la celda. Era innegable que, en el fondo de su ser, se alegraba de no seguir el viaje en solitario con Orwayn. A pesar de haber logrado llegar a un acuerdo anteriormente, entre ambos seguía habiendo demasiada distancia como para poder llegar a sentirse cómodos con la compañía del otro. Con Armin y Veressa, sin embargo, las cosas eran diferentes. Ya fuese por las horas que habían compartido de viaje, o quizás porque sus caracteres fuesen más compatibles, lo cierto era que Ana se sentía a gusto con ellos, y se alegraba del cambio de planes. Realmente le preocupaba que aquella decisión pudiese afectar aún más al pésimo estado de salud del herido, pero confiaba en su buen hacer. Si Dewinter había decidido seguir el viaje era porque podía hacerlo, estaba convencida de ello.

Se acercó a la parte trasera del vehículo y abrió la puerta. En su interior, tumbado a lo largo de todo el amplio banco, Armin permanecía con los ojos cerrados, aparentemente dormido.

Un escalofrío recorrió la espalda de Ana al ver la pernera del pantalón vacía. No era la primera vez que veía algo así, desde luego, pero dudaba llegar a acostumbrarse nunca.

—Me alegro de verte —susurró, intentando no perturbar la calma que se respiraba en el interior del vehículo—. Quería entrar a visitarte, pero tu hermana me dijo que mejor no lo hiciera, que necesitabas descansar.

—Y no se equivocaba; después de tantas noches sin dormir empezaba a tener un poco de sueño —respondió él con sencillez, sin variar un ápice la postura. Ni tan siquiera abrió los ojos—. Me ha ido bien.

Ana asintió, sin saber exactamente qué decir. La situación no era cómoda, pero podía comprender que, quizás, no tuviese muchas ganas de relacionarse con ella. Le gustase o no, en el fondo, ella era la culpable de lo sucedido.

Apartó la mirada, repentinamente angustiada. Hasta entonces había logrado reprimir el malestar que todo lo vivido aquella noche le causaba. Ana había estado demasiado concentrada preguntándose qué iba a ser de su compañero como para pensar en nada más. No obstante, en aquel entonces, con aquella triste visión ante sus ojos, era inevitable sentir culpabilidad.

Apretó los puños. Volvía a tener ganas de llorar.

—Siento lo que ha pasado —dijo al fin, obligándose a sí misma a reprimir las lágrimas. Ya había derramado demasiadas en los últimos tiempos como para seguir haciéndolo. Ana tenía que cambiar, tenía que endurecer su carácter, y tenía que hacerlo ya—. Te aseguro que de haber sabido lo que iba a pasar no habría salido en plena noche. Creo que no era consciente del peligro real. No va a volver a suceder, tienes mi palabra. Me portaré bien.

Armin abrió primero un ojo, y a continuación el otro. La observó durante unos segundos en silencio, con los ojos brillantes ardiendo de fiebre, y asintió.

—¿Te hizo algo?

—¿Quién?

—Esa cosa... tu amigo. El guardia de tu castillo. —Armin se incorporó ligeramente—. ¿Te hizo daño?

—Oh, no. —Ana sacudió la cabeza—. Me llevé unos cuantos golpes, pero nada serio. Ni tan siquiera los noto. Nada serio, te lo aseguro. Quería que le acompañase; que volviese al castillo con él.

Armin asintió con lentitud, pensativo.

—Me lo suponía: te quieren viva. Eso es bueno, podemos aprovecharlo. Díselo a Orwayn: la próxima vez que nos encuentren será él quien tendrá que cuidar de ti. Dudo mucho que yo pueda hacer nada.

—Tú ya has hecho demasiado —se apresuró a decir—. No sé qué sería de mí a estas alturas si no hubieses estado allí. Te debo la vida. —Negó con la cabeza—. Creo que de haber estado sola habría aceptado: me habría engañado. Te debo mucho, Armin, y no solo por lo de anoche. En casa de Cerberus también te portaste bien conmigo.

Armin negó ligeramente con la cabeza. Agradecía las palabras, pero era plenamente consciente de que las cosas no habían ido todo lo bien que esperaba. No obstante, no iba a volver a fallar. Ahora que al fin sabía algo más sobre la naturaleza del enemigo las cosas iban a cambiar.

—He estado pensando en todo lo que ha pasado y le voy a pedir a mi abuelo que te busque el mejor implante que haya en el mercado; uno con el que recuperes la movilidad y la sensibilidad. Bueno, creo que la sensibilidad no se llega a recuperar nunca, al menos no del todo, pero lo intentaremos. —Ana forzó la sonrisa—. Confía en mí, encontraremos la forma de...

—¿Sabes Ana? O Daniela, o cómo demonios te llames... No quiero nada de ti ni de tu abuelo: ahórratelo —respondió Armin con brevedad, cortante—. Lo único que te pido es que te concentres en llegar a destino viva. Esto no es un juego. —Volvió a cerrar los ojos—. Ahora déjame a solas, necesito pensar.

Ana tardó unos segundos en reaccionar, pero finalmente lo hizo y obedeció sin decir palabra alguna. La mujer salió del vehículo, cerró la puerta y se apartó unos pasos, sintiendo con cada metro que avanzaba como kilos y kilos de peso caían sobre sus hombros. Aquellas no eran las palabras que había esperado escuchar, pero las comprendía. Su reacción no era descabellada teniendo en cuenta lo que le había costado, sin embargo, incluso mereciéndolo, Ana no pudo evitar que el deseo de romper a llorar aumentase. Las lágrimas empujaban con fuerza, ansiosas por salir y dejar paso a todo lo que el llanto comportaba. No obstante, no se lo permitió. Había llegado el momento de mantenerse firme, de enfrentarse a los acontecimientos con fuerza y determinación: de cambiar y, costase lo que costase, iba a hacerlo.

—Póntela.

Veryn yacía con una rodilla hincada en la nieve y la vista posada sobre la fosa que acababa de llenar cuando Cat le tendió la mascarilla. Hacía unos segundos que había percibido el sonido de sus pasos acercándose, pero había supuesto que se quedaría a unos metros, permitiéndole así permanecer un poco más con los suyos. Lamentablemente, la situación no se lo permitía. El tiempo corría rápido y, le gustase o no, había llegado el momento de levantar la cabeza y seguir adelante.

Cogió la mascarilla respiratoria que le ofrecía y comprobó el número de serie de su interior. Aquella no era la suya, pero imaginaba que ya no importaba. Su padre no iba a volver nunca a buscarla.

Se puso en pie. Tras él, con la máscara respiratoria cubriendo ya su rostro, se encontraba Cat. Hasta entonces la mujer había logrado mantenerse serena; había colaborado en todas las labores en las que se la había requerido e, incluso, se había encargado de contactar con sus hermanos en su lugar. Cat no temía a las heridas, ni a los ataques, ni al fuego. En el fondo, estaba acostumbrada a ello. No obstante, sí que había algo que la preocupaba, y por el modo en el que sus ojos brillaban, era el motivo por el cual había acudido a su encuentro.

Se puso la máscara.

—¿Tienes ya los resultados?

—Sí, y no son buenos —dijo en tono fúnebre—. Esa sustancia que hay en el cielo está contaminando el aire.

—Bueno, eso ya lo suponíamos.

—Sí, sospechábamos que era tóxica, no que estuviese viva —se cruzó de brazos—. Hay microorganismos en su interior. Parásitos para ser más concretos... y no precisamente de los que conocemos. En la base de datos no hay nada: creo que se trata de una especie nueva. —Cat lanzó un suspiro—. Una especie probablemente alienígena.

—Las piezas empiezan a encajar. —Veryn le presionó suavemente en el hombro a modo de felicitación—. Buen trabajo, Cat. ¿Has logrado hablar con mis hermanos? ¿Son conscientes de lo que sucede?

La mujer avanzó hasta situarse a su lado, frente a la fosa. Bajo las decenas de kilos de tierra y nieve que Robert, Oscar y Veryn habían amontonado, se encontraban los cadáveres de los auténticos habitantes de la granja: los caballos.

Se preguntó qué clase de criatura sin escrúpulos podría haber creado tal caos.

—Sí, tranquilo. Están de camino. Ese tipo logró encontrarles, pero se encargaron de él—Se acuclilló y hundió la mano en la tierra. A pesar de no haber pasado demasiado tiempo nunca en la granja, lamentaba lo ocurrido—. Lo siento, Veryn. Sé que eran importantes para ti.

—No tanto como cuando era un niño, pero sí —respondió este—. ¿Se lo has dicho a Armin? Mi hermano siente auténtica devoción por ellos.

—No, tranquilo. No lo vi necesario. —Cat forzó una sonrisa—. Tampoco se lo he dicho a tu prisionera. No lo creí conveniente.

—No se lo va a tomar nada bien, desde luego... Aunque teniendo en cuenta hacia dónde se dirige, no creo que sea lo que más le importe. —Se encogió de hombros—. En fin, va siendo hora de...

El sonido agudo del holotransmisor al sonar interrumpió la frase a medias. Veryn lo extrajo del bolsillo, leyó el código de entrada y abrió la tapa. Inmediatamente después, tras apoyar fugazmente el dedo índice en su superficie, una imagen tridimensional surgió ante ellos.

Ambos lo reconocieron de inmediato.

—Padre —Veryn endureció su expresión.

Giró sobre sí mismo, sacando del ángulo de visión a Cat, y se encaminó unos pasos hacia la granja. No muy lejos de allí, introduciendo las últimas bolsas y mochilas en la "Misericorde", Robert y Oscar trabajaban juntos.

—¿Ha recibido ya los resultados del análisis?

—En este preciso momento —respondió Anders Dewinter con frialdad, con la mirada fija en los ojos de su hijo, como si en vez de hallarse a miles de kilómetros estuviese ante él, sondeándolo con aquellos inquisitivos ojos grises que tan poco le gustaban—. El resultado no es del todo sorprendente: lo imaginábamos. Se está preparando ya el dispositivo para abandonar el planeta. Sighrith está demasiado contaminado.

—¿Se sabe quién ha traído consigo la plaga? Barajamos la posibilidad de que haya sido el propio Elspeth Larkin. Según los informes de Schnider, el Capitán Rosseau...

—Lo sé —interrumpió Anders—. He recibido también los informes y estamos trabajando en ello. Comparto la sospecha: yo también creo que ha sido Larkin el culpable de la llegada de la plaga al planeta. Es posible que no lo haya hecho voluntariamente, pero todo apunta a que Rosseau está detrás de todo.

Veryn alzó la vista hacia Cat. Al parecer, la mujer había estado transmitiendo la información a su padre sin informarle al respecto. Obviamente, como miembro de Mandrágora estaba obligada a informar, aunque no precisamente a los altos cargos de la M.A.M.B.A. Azul. Como miembro de la división T.A.I.P.A.N., la capitana debía lealtad a sus respectivos superiores, no a Anders.

Se preguntó cuánto tiempo llevarían en contacto.

—Se va a interrogar a la prisionera sobre el tema, ¿verdad?

—Así es; en cuanto tus hermanos la traigan y sea interrogada se realizará una última asamblea para decidir cómo actuar. Se ha planteado la posibilidad de eliminar a Rosseau y Larkin e intentar recuperar el planeta, pero los niveles de contaminación son demasiado altos. Es probable que, finalmente, se abandone definitivamente. —Anders hizo una pausa—. De todos modos, sea cual sea la decisión, el clan va a abandonar Sighrith.

—Entiendo. ¿Puedo preguntar sobre el destino de la prisionera una vez se haya realizado el interrogatorio?

Anders frunció el ceño, ensombreciéndosele así la mirada. No le gustaba ni la pregunta ni el excesivo interés que Veryn parecía tener en la prisionera. El "Conde", como le gustaba que le llamasen, acostumbraba a encariñarse demasiado de todo cuanto le rodeaba, y eso no era bueno. Si realmente quería llegar a algo dentro de la División, le gustase o no, tendría que empezar a cambiar, y sabía cómo hacerlo.

—No —respondió con rotundidad—. Voy a transmitirte unas coordenadas: necesito que te pongas en camino de inmediato. Se trata de una pequeña población situada a las afueras de Eydimburg, Meishmel. Según nuestros informes, allí hay un grupo compuesto por tres personas a las que necesitamos interrogar. El agente Gideon Von Löwe se encuentra por los alrededores: os ayudará.

—¿Quiénes son?

—Miembros de la "Castigo de Hielo", la antigua nave de Larkin. Al menos dos de ellos participaron en la misión de Ariangard por lo que su testimonio es vital para saber qué está pasando. Encuéntralos y tráelos vivos.

Veryn asintió. Aquel rodeo retrasaría en al menos una jornada su llegada a Mimir, pero valía la pena. Si realmente eran capaces de localizar a antiguos miembros de la expedición de Ariangard, muy posiblemente lograrían saber de dónde había salido el tal Rosseau y en qué condiciones se había unido a la tripulación.

Hizo un ligero ademán con la cabeza a Cat para que informase a Robert y a Oscar. En cuanto recibieran las últimas coordenadas, se pondrían en camino.

—A sus órdenes, padre.

—Tengo entendido que habéis tenido problemas en la granja: os han localizado.

—Así es —respondió ligeramente tenso ante sus palabras. Su tono de voz no era el propio de una acusación, pero sí su mirada. Anders Dewinter estaba enfadado por lo ocurrido, y no le faltaba motivo. Ahora que su guarida había sido descubierta, jamás volvería a ser segura—. Perseguían a la prisionera.

—¿Cómo han podido rastrearla hasta la granja? ¿Os han visto?

Veryn apretó los labios. Durante las últimas horas había estado reflexionando al respecto, mientras enterraba los últimos caballos, y aunque aún no había sacado ninguna conclusión, tenía sus propias teorías.

—No estamos del todo seguros, padre, pero creemos que hubo un encontronazo. Preferiría poder hablarlo en privado, es un tema un tanto delicado, pero creo que uno de ellos vio a Armin. Imagino que han logrado rastrearle a través de algún programa de reconocimiento facial: la granja aparece a su nombre en los registros.

—Me encargaré de no dejar rastro alguno de él en el planeta —respondió Anders—. Ni suyo ni de ningún miembro del clan. Nuestra presencia en Sighrith ha llegado a su fin. Elimina las pruebas.

La conexión llegó a su fin dejándole con la palabra en la boca, como de costumbre. Veryn cerró la tapa del holotransmisor, se lo guardó en el bolsillo y alzó la vista hacia la granja. Sabía lo que eliminar las pruebas implicaba. Lo sabía perfectamente, pero no le gustaba. Aquel lugar había sido uno de los más importantes en su vida, y le entristecía tener que despedirse de él. En su interior, había tantos recuerdos tanto de él como de sus hermanos y su madre, que no podía evitar sentirse algo melancólico.

Dejó escapar un largo suspiro. Sighrith le había dado muy buenos momentos. No obstante, Anders estaba en lo cierto: no podían dejar rastro alguno.

—Veryn... —Cat le cogió de la mano—. Quizás no tengamos que irnos tan rápido: estoy segura de que hay tiempo más que suficiente para que eches un ojo a la granja y saques lo que creas necesario. Esos tipos no van a ir muy lejos.

—¿Sacar? —Dewinter le estrechó suavemente la mano antes de soltarla y rodearle los hombros con el brazo—. No hay nada que sacar de ahí dentro, Cat. No te preocupes: es un simple edificio. Encárgate de que Robert y Oscar lo tengan preparado todo, salimos en diez minutos. Yo me ocupo de la granja y los establos.

Cat dudó por un instante, pero le dejó marchar. En realidad, no era un simple edificio, la capitana era plenamente consciente de ello, pero no iba a discutir con Veryn al respecto. Anders había educado a sus hijos para que no se encariñaran de absolutamente de nada ni nadie, y ella no era nadie para intentar hacerles cambiar de opinión. Al contrario. Cuanta menos influencia causara en Veryn, menos posibilidades tenía de que Anders llegase a considerarla un peligro.

Así pues, Cat no dijo nada. Simplemente observó a Dewinter alejarse con paso firme, dispuesto a prenderle fuego a cuanto les rodeaba. Muy a su pesar, aquel tipo de situaciones eran las que comportaba pertenecer a Mandrágora. El precio era alto, muy alto, pero valía la pena.

Elspeth llevaba casi dos horas buscándole por todo el castillo cuando, al fin, logró dar con él en el antiguo despacho de su padre.

A pesar de haber sido la sala favorita del Rey durante muchos años, aquel lugar llevaba abandonado bastante tiempo. Elspeth no recordaba exactamente cuando había decidido prescindir de sus servicios y comodidades, pero sospechaba que la fecha era muy próxima a la muerte de su esposa.

La pérdida de Anelli Sighrith Larkin había causado grandes estragos en la vida de todos. El joven príncipe apenas la recordaba, pues él tan solo tenía cuatro años cuando su madre había fallecido tras el nacimiento de su hermana, pero siempre había sido plenamente consciente del daño que había causado en su padre. La gente de a pie decía que desde entonces no había vuelto a ser el mismo hombre, y en cierto modo aquella afirmación era cierta. Lenard Larkin había sido herido de muerte aquel día, y aunque su declive se había alargado a lo largo de muchos años, desde un inicio todos habían sabido que no iba a haber vuelta atrás.

Antes de la pérdida de su esposa, sin embargo, el Rey había sido un digno heredero de la Corona. Se decía de Lenard que era noble y justo, bondadoso y valiente en sus decisiones, educado y correcto; prudente y sabio. Por todos era sabido que sus puertas siempre habían estado abiertas para su pueblo, al igual que sus oídos a sus propuestas.

En definitiva, había sido un gran hombre.

Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos y de su buen hacer, su reinado siempre había estado marcado por la deshonra de poseer la sangre de Sighrith en sus venas. Para los habitantes del planeta, el ser gobernados por un descendiente directo de la valiente fundadora era todo un honor. Para el Reino, sin embargo, siempre había sido un problema, y así se lo habían hecho saber desde el primer momento.

—Llevo horas buscándote, maestro.

Mihail Donovan se encontraba sentado en el alféizar de la única ventana que daba al patio, con la espalda apoyada contra la pared y la vista clavada en el exterior. Por su aspecto desvaído y cansado era de suponer que no se encontraba demasiado bien, aunque con el maestro nunca era fácil acertar.

Elspeth atravesó el despacho hasta la butaca de piel de su padre. Años atrás, el Rey había pasado jornadas enteras firmando y redactando todo tipo de cartas y documentos oficiales sobre la amplia mesa de escritorio sobre la que en aquel entonces reposaba una fina película de polvo.

Cogió la pluma y el tintero con delicadeza. En aquel entonces estaban totalmente secos por la falta de uso, abandonados a su suerte. No obstante, incluso así, seguían siendo piezas tan exquisitas que nadie se había atrevido a desprenderse de ellas.

—Recuerdo que, siendo un crío, mi padre se pasaba días enteros encerrado en este cuarto, sin salir ni tan siquiera para comer. Cuando le preguntaba a mi madre al respecto, ella simplemente respondía que estaba "trabajando". —Volvió a dejar la pluma sobre la mesa—. La verdad es que nunca llegué a entender a qué se refería con aquellas palabras, pero tampoco me molesté en averiguarlo. No me importaba. Ahora, sin embargo, me arrepiento de no haberlo hecho. ¿Sabes, maestro? Hay cosas que uno no debería descubrir por casualidad.

Donovan volvió la vista hacia Elspeth. Tenía los ojos entrecerrados, agotado por el esfuerzo. Durante todos aquellos días había resistido a base de voluntad al hechizo que había devorado al resto de habitantes del castillo, pero las fuerzas habían empezado a abandonarle. Ahora, poco a poco, distintas voces empezaban a susurrarle al oído, bloqueando sus pensamientos, invitándole a que se relajara y se dejase llevar.

A que cerrase los ojos y se dejase mecer por la fuerza del olvido.

A que se quedase dormido y no despertara jamás.

—Me siento engañado, manipulado: estafado por mi propia familia. —Elspeth negó con la cabeza—. Vendido. ¿Sabes a lo que me refiero, maestro?

Donovan asintió con lentitud. Desde el regreso de Elspeth había estado preguntándose a qué se debería el cambio de actitud del joven. Hasta entonces, Larkin había sido un hombre noble y justo, digno hijo de su padre. El hombre que había vuelto de Ariangard, sin embargo, era totalmente distinto: una sombra de lo que había sido anteriormente.

Ahora, al fin, comprendía el motivo.

—Solo intentaba protegeros, alteza —respondió el maestro—. Aún erais demasiado joven como para poder comprender las complejas exigencias del Reino.

—Hace mucho tiempo que no soy un niño. —Elspeth endureció la expresión—. Ocultarme el destino que el Reino había decidido para mí es un insulto. Ya fuese un niño o un anciano, merecía saberlo.

—Vuestro destino no estaba aún decidido, y lo sabéis. Estabais superando todas las pruebas.

—¡Unas pruebas cuyo veredicto estaba ya decidido antes incluso de iniciarlas! —Elspeth alzó el tono de voz—. ¡No intentes engañarme tú también, maestro! Ya no puedes hacerlo... es tarde para ello. He abierto los ojos.

Donovan le mantuvo la mirada durante unos segundos, pensativo, observándole, calibrándole, hasta que finalmente asintió con la cabeza. La sombra que había oscurecido los ojos de Elspeth durante todos aquellos días había desaparecido, dejando paso al brillo iracundo que ahora nublaba la mente del joven. El príncipe volvía a ser él; ya nada ni nadie le susurraba al oído ni manipulaba sus emociones. Elspeth había recuperado el dominio de su propio ser, y deseaba saber la verdad.

Una verdad que el Rey le había hecho mantener en secreto durante todos aquellos años, pero que, a aquellas alturas, después de todo lo ocurrido, no valía la pena seguir escondiendo. Después de todo, Elspeth tenía razón: merecía saber la verdad.

Merecía saber quién era, por qué llevaba años fuera del planeta sirviendo al Reino y, en el fondo, tal y como él ya sabía, el motivo por el cual jamás iba a heredar el trono de su padre.

—De acuerdo... —murmuró Donovan—. Os lo diré, os lo explicaré todo, pero solo a cambio de que juréis que dejaréis de perseguir a Ana.

—¿A Ana? —Elspeth negó bruscamente con la cabeza—. Está en manos de Mandrágora, maestro. Me lo dijo mi abuelo hace unas horas. Al parecer la han capturado y ni tan siquiera es consciente de ello. Como comprenderás, ahora más que nunca, tengo que traerla de vuelta, no está a salvo con esa gente.

—Vuestra hermana sabrá arreglárselas por sí sola, Elspeth. Es astuta. Si la traéis aquí, la enterraréis en vida, al igual que os estáis enterrando vos. Los hombres de los que os rodeáis os traicionarán tarde o temprano... Pero en el fondo vos ya lo sabéis. Sois inteligente. —Dibujó una tímida sonrisa cansada, propia del anciano que siempre había disimulado ser—. Esa es mi condición. Vos decidís.

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