Capítulo 2

El castillo de Corona de Sighrith era un lugar grande y ostentoso cuya decoración giraba en torno a las hazañas de las mujeres que daban nombre a los siete planetas del sector: Epona, Adhara, Vega, Ealisaid, Dara, Eleonora y Sighrith. En otros tiempos, el sector había sido dirigido y gobernado por un matriarcado cuyas cabezas visibles eran las descendientes directas de las heroínas que habían descubierto la lejana región. Durante aquella era, época previa a la fundación del Reino tal y como se conocía en aquel entonces, las mujeres gobernaban con severidad, pero también con justicia. Lamentablemente era una época de hambre y penurias, de injusticia y discriminación, en la que las guerras no tardaron en llegar. El sector se convirtió en el campo de batalla de las siete mujeres que se unieron para iniciar la expansión del sector y, pronto, muy pronto, trajeron consigo la destrucción a sus mundos.

Años después, con la llegada del Reino a la Humanidad, todas ellas serían condenadas por alta traición por las grandes esferas, pero hasta entonces, durante largos años, lograron traer tanto la riqueza como la guerra a sus mundos.

Sus amados mundos.

Y eran precisamente todos aquellos sucesos los que, ya fuese sobre lienzos, tapices, cerámica o piedra, se veían reflejados en prácticamente todos los rincones del enorme castillo.

El dominio de las mujeres en el sistema Scatha había acabado hacía varios siglos. Durante la época de auge, las grandes damas planetarias habían logrado convertir sus mundos en magníficos paraísos terrenales en los que la enfermedad y la pobreza no tenían cabida. Para ello habían tenido que luchar con fiereza, atacando e invadiendo docenas de sistemas solares, pero habían logrado conseguir su cometido. Scatha se había convertido en uno de los sistemas más prósperos, y así seguiría siendo durante los siguientes siglos.

Ana conocía la historia que hablaba de las mujeres de Scatha como peligrosas traidoras cuyo destino en manos del Reino había sido el justo. Aquella era la historia "oficial" que se impartía en los colegios y en las academias, pero no la más apoyada. Para ella, al igual que para la gran mayoría de scathianos, las siete damas eran heroínas que habían descubierto y transformado en un auténtico hogar aquellos lejanos y olvidados planetas. Eran ídolos a los que imitar; el espejo en el que todas las mujeres del sistema querían verse reflejadas. Era un secreto a voces que los scathianos no habían apoyado al Reino durante las ejecuciones de sus líderes. No obstante, el secreto nunca era revelado. Sighrith, al igual que el resto de planetas, seguía lealmente las imposiciones y designios de la Suprema y el Consejo, fingiendo así ser uno más de la larga lista de pueblos a su servicio...

Sighrith y sus hermanas formaban parte del enemigo y como a tal habían decidido tratarlas. O al menos eso habían intentado, puesto que, aunque el rex del sistema, Elios Larkin, abuelo de Ana, había dado orden de acabar con todos los recuerdos del pasado que les relacionasen con aquellas mujeres, los habitantes de los siete planetas la habían rechazado abiertamente, mostrándose desde el primer minuto en desacuerdo. En consecuencia, obligados por la presión ciudadana, tanto Lenard como sus seis hermanos habían cedido a su petición. Una petición que, aunque todos los varones tuvieron que aceptar amargamente, las cuatro mujeres de la familia a las que su padre había negado la posibilidad de gobernar su propio planeta, habían celebrado en silencio.

Irónicamente, Scatha, un sistema surgido de la voluntad y fortaleza de las mujeres, había acabado convirtiéndose en un paraíso conservador en el que el poder recaía total y absolutamente en los hombres.

Formando parte de la familia real, el hecho de que Ana tuviese como heroína a Sighrith, fundadora del planeta, no estaba especialmente bien visto. La tradición obligaba a sus padres a que la jovencita tuviese como segundo nombre el del planeta, pero en todos los demás ámbitos habían preferido alejarse lo máximo posible del turbio pasado que pesaba sobre sus espaldas.

Era una lástima.

—¿Está segura de querer molestarle, Alteza? —preguntó Justine visiblemente dubitativa mientras ayudaba a la joven a ponerse las cómodas ropas de seda—. Su hermano parecía bastante decidido a cenar a solas con su Majestad.

—Y no pienso interrumpir la cena. Si quisiera hacerlo me esperaría unas horas, ¿no te parece? —Ana tomó el pañuelo blanco con el que el androide volador hacía rato que la perseguía y se lo puso alrededor del cuello—. No tardaré demasiado, lo prometo.

Ana se enfundó las botas de piel con rapidez, sin dar tiempo a su ayudante a que encontrase las palabras con las que retenerla y salió corriendo al pasillo. Más allá de los gruesos muros de piedra la temperatura había disminuido más de cincuenta grados con la caída del sol.

El castillo de Corona de Sighrith era un lugar lleno de vida en cuyo interior centenares de habitantes trabajaban día y noche. Además de los más de cien guardias con los que contaba Vladimir, en el castillo había cerca de cuarenta miembros del equipo de limpieza y mantenimiento con sus respectivos androides, consejeros, comerciantes y nobles afincados en la zona que acudían a negociar y visitar al Rey, y otro tanto elevadísimo número de personas que, sumado a los cocineros, mayordomos y demás sirvientes, convertían el castillo en un auténtico hervidero.

—Imagino que no pretenderá salir a fuera con la que está cayendo, ¿verdad Alteza?

Mihail Donovan, el antiguo profesor privado de la Princesa, parecía especialmente capacitado para encontrarla en los peores momentos. Siempre ataviado con sus elegantes trajes negros y su cibermonóculo, el anciano maestro acostumbraba a estar en las salas de estudio o en las bibliotecas empapándose de conocimiento, siempre atento. Vigilándola.

A veces, Ana pensaba que tenía alguna especie de radar.

—Cae agua, no ácido.

—Caería lluvia si alcanzásemos la temperatura suficiente —la corrigió—. Lo que cae es nieve, querida, como cada noche, solo que con más bravura que nunca. No debería salir, y mucho menos estando aquí su señor hermano. ¿Quiere acaso coger una pulmonía?

El maestro Donovan la esperaba a los pies de la escalera que daba acceso a la planta baja.

—Puede que la coja, profesor, pero tranquilo, la volveré a dejar en su sitio antes de entrar. —La joven descendió las escaleras ágilmente, y no se detuvo hasta alcanzar el penúltimo escalón. Aquel era el único lugar en el que lograba mantenerse a la altura del maestro—. ¿Le parece bien?

Mihail respondió con una leve sonrisa cuyo significado pocos conocían. El profesor no era un hombre especialmente expresivo; al contrario, le costaba mostrar cualquier tipo de emoción. Sin embargo, sentía debilidad por la joven Princesa.

—¿A dónde se dirige?

—A la torre.

—A ver a su hermano, imagino.

Ana asintió. No muy lejos de las escaleras, un grupo de doncellas seguían a un par de guardias cuyo turno acababa de finalizar.

—No ha querido hablar conmigo —respondió la Princesa cruzando los brazos sobre el pecho con el ceño fruncido—. Está diferente.

—Algo distinto he notado en él, sí, aunque no es para menos. Ha pasado mucho desde su última visita, Alteza. Además, dicen los rumores que ha vivido situaciones "comprometidas".

—¿Qué situaciones? Mi padre me lo dijo, pero no ha querido profundizar.

El profesor no respondió. Tomó a la jovencita por el antebrazo, siempre con delicadeza, pues, aunque alumna, aquella joven era la hija del Rey, y la llevó a través de uno de los corredores hasta la sala de lectura de la primera planta. Allí, entre archivadores llenos de pergaminos, libros y memorias, había una escalera de mano a través de la cual se podía acceder al oculto segundo piso, una pequeña área elevada sin puerta donde el profesor había decidido instalar su despacho.

Ana ayudó al maestro a subir. Una vez arriba le ofreció la mano para que subiese.

El maestro tomó asiento tras su gran escritorio, en una cómoda butaca gravitatoria alrededor de la cual varios androides voladores en forma de cuervos agitaban las alas pacientemente, generando una agradable brisa. El despacho del maestro no era demasiado grande, pero en su interior había de todo. Las tres paredes estaban recubiertas por estanterías llenas de volúmenes, archivadores y adornos. También había alguna que otra fotografía. El techo estaba cubierto por monitores y por una maqueta a escala de los siete planetas que componían el sistema; varias representaciones gráficas en tres dimensiones de las naves más prestigiosas de Sighrith y, por último, una holografía de una bailarina vestida de rosa.

Ana no podía evitar que una sonrisa siempre asomase en sus labios al ver a la jovencísima Anabella Donovan danzando. Hacía años que la joven no visitaba a su padre, pues desde su entrada en la compañía de los Astros hacía ya diez años no había parado de bailar por todo el universo, pero no había semana en la que no recibiesen un mensaje suyo.

Era una lástima que estuviese tan lejos; a Ana le caía bien aquella chica.

Tomó asiento en la butaca gravitatoria que aguardaba al otro lado del escritorio. Sobre la mesa el maestro tenía absolutamente de todo: desde papeles revueltos, libros y estatuillas hasta muestras de sangre, minerales y revistas, pero todo en perfecto orden. Aquel hombre era experto en el correcto uso del espacio.

—Me gusta mi despacho. Desde aquí puedo controlar quién entra y quién no entra en la sala de lectura... y le aseguro, Alteza, que son muchos menos de los que seguramente imaginaría. Últimamente este lugar está muy tranquilo.

—Todos estamos demasiado ocupados —se excusó Ana, consciente de que ella estaba incluida en el grupo de habitantes del castillo que hacía años que no visitaban aquel lugar—. Demasiados compromisos.

—Demasiadas tonterías, diría yo. Por suerte su hermano, siempre fiel a este lugar, no ha perdido la costumbre. Esta mañana, antes incluso de visitar a su propio padre, ha acudido a verme en compañía de ese Capitán amigo suyo.

Ana volvió la mirada hacia la fotografía situada en uno de los estantes, pensativa. En ella aparecían su hermano y ella junto al maestro, ambos aún demasiado pequeños como para imaginar que llegaría aquel día.

—¿Y qué quería? No creo que se haya dado tanta prisa en visitarle solo para saludar.

—Eso mismo pensé yo al verlos aparecer...

El maestro apoyó la mano sobre el apoyabrazos de su butaca, allí donde estaba el sensor de reconocimiento dactilar, y esta se elevó varios metros. La butaca se deslizó suavemente por el aire hasta la estantería del fondo y, alcanzando los dos metros de altura, se situó justo delante de lo que parecía ser una pequeña caja metálica de color verde. El maestro la tomó con delicadeza y regresó al escritorio, donde la abrió. En su interior, perfectamente doblado, había un pergamino de aspecto delicado.

—Me pidió esto: un mapa del planeta con todos los pasos, túneles y puentes y sus respectivos códigos de activación —explicó tras extender el pergamino—. Al parecer su hermano quiere hacer turismo.

—¿Los códigos de activación? ¿Y para qué quiere eso? —preguntó con sorpresa, sin poder evitar que los ojos volasen de un continente a otro—. Tan solo necesita utilizar su tarjeta identificativa para que todos los caminos se abran a su paso.

—Bueno... existen dos opciones. Una, que no vaya a ser él quien vaya a cruzarlos y por lo tanto no dispongan de derechos suficientes como para moverse libremente por el planeta, o...

Captando un cambio de imagen por el rabillo del ojo, Ana volvió la vista instintivamente hacia una de las pantallas del techo. Allí, captada por todos los sistemas de grabación, se veía la imagen de la sirvienta que acababa de entrar en la sala de lectura.

Nada ni nadie escapaba a los sistemas de rastreo y registro del maestro... al igual que sucedía en el planeta.

—Las tarjetas identificativas provocan que, en todo momento, cualquier ciudadano pueda ser controlado —reflexionó Ana—. Es prácticamente imposible moverse sin que el sistema de satélites te controle... A no ser que no tengas que utilizar la identificación para moverte.

—Exacto —el maestro asintió con la cabeza, juntando las manos sobre el mapa—. Tengo la teoría de que, sea quien sea el que vaya a moverse por el planeta su hermano no quiere que sea controlado por la red de satélites. —El maestro dobló el pergamino y lo cerró con su sello identificativo. Seguidamente, se lo entregó a Ana—. Ahora ya tiene una excusa para visitar a su hermano. Por cierto, usted no sabe nada.

Tomó el pergamino con cuidado y lo guardó en el bolsillo de su abrigo. Ana no se caracterizaba por ser una persona asustadiza precisamente, pero no pudo evitar sentir cierta inquietud.

—Tengo la sensación de que algo va mal —murmuró Ana ya en pie, dispuesta a bajar las escaleras—. Usted también lo nota, ¿verdad, maestro?

Donovan no respondió. Simplemente acompañó a la joven hasta las escaleras y, con delicadeza, la ayudó. Una vez ya alcanzado el piso de abajo el maestro regresó a su butaca y se dejó caer pesadamente sobre ella, pensativo. Ciertamente, algo iba mal, lo podía percibir en el aire. El qué ya era una pregunta cuya respuesta desconocía, pero que pronto descubriría.

Ana recorrió el patio a gran velocidad, sintiendo como el aire frío le congelaba los pulmones, y no se detuvo hasta alcanzar la entrada a la torre oeste. Una vez dentro, atravesada la puerta principal, cruzó el campo calefactor que protegía la instalación de las gélidas temperaturas y se quitó el abrigo, sintiendo de nuevo aumentar su calor corporal.

Ya con el abrigo colgado del brazo, Ana recorrió el recibidor hasta alcanzar las escaleras de subida. Normalmente, al menos durante las otras visitas de Elspeth, los hombres de su hermano acostumbraban a habitar los salones de la primera planta, llenando de risas, voces y alegría aquel abandonado lugar. En aquel momento, sin embargo, tan solo había unos cuantos sirvientes limpiando y adecentando el lugar. De haber sabido de su inminente visita, su padre habría ordenado que limpiasen la torre antes.

Decidió seguir ascendiendo pisos en busca de habitantes sin éxito. Las celdas estaban vacías, al igual que los salones, y así seguirían el resto de la visita, puesto que, aparte de los hombres que había visto en la sala del trono, nadie más había acudido al castillo. Su hermano había venido prácticamente solo, y así se lo hizo saber una de las sirvientas cuando, alcanzado el octavo piso, la joven no tuvo más remedio que preguntar al respecto.

—Se encuentran en el último piso, Alteza. Su hermano, el hombre al que hacen llamar el Capitán y unos cuantos más. Seis o siete, creo... pero nadie más. Creo que ni tan siquiera ha venido el señorito Kindermart.

Ana decidió seguir ascendiendo pisos hasta alcanzar el último nivel, un amplio y agradable estudio lleno de sillones donde, al fin, los encontró. Sentados cómodamente en los sillones, de espaldas a la escalera e iluminados sus rostros únicamente por el tenue fulgor de las velas, las diez figuras de su hermano y sus hombres que permanecían en silencio. Algunos de ellos tenían los ojos cerrados, aparentemente dormidos. Su hermano y el Capitán, en cambio, se encontraban contemplando el paisaje de pie frente a uno de los grandes ventanales.

Los guardias se volvieron momentáneamente al verla entrar. Ana se detuvo en lo alto del último peldaño, incómoda ante las miradas, pero finalmente se adentró en el salón. Saludó a los presentes con un leve ademán de cabeza y no se detuvo hasta alcanzar el centro del salón. Allí, cómodamente tumbados en los sillones y con las armas sobre las mesas, los guardias la seguían con la vista, visiblemente divertidos con su presencia.

Se preguntó dónde quedarían aquellos tiempos en los que todos los hombres de su hermano se levantaban para saludarla con respeto.

—Elspeth —exclamó al ver que su hermano no apartaba la mirada de la ventana—. No quisiera molestar, pero...

—Oh, Ana —respondió al fin el hombre, volviéndose hacia ella.

El recién llegado Príncipe dibujó una leve sonrisa carente de alegría y se acercó a su encuentro, fingiendo no haber percibido su presencia hasta entonces. Tomó su mano con delicadeza y le besó el dorso.

Tras él, el Capitán ni siquiera se giró.

—No te esperaba. ¿Querías algo?

—¿Que si quiero algo?

En general eran hombres distintos entre sí físicamente, pero con un aura y una expresión tan parecida que ni tan siquiera era capaz de diferenciarlos. Por alguna extraña razón, Ana tenía la sensación de que aquellos hombres eran un único ser con ocho rostros distintos.

—¿Qué demonios te pasa? —respondió en apenas un susurro, tomándole la mano y acercándose a él hasta quedar cara a cara—. Soy tu maldita hermana, ¿es que ya se te ha olvidado? Hace más de un año que espero tu regreso.

—No se me ha olvidado —respondió este con cierta sorpresa. Elspeth dirigió la mirada hacia la mano de la joven y la apartó con suavidad, sin llegar a soltarla. Entrelazó los dedos—. Disculpa, a veces se me olvidan los modales. Tengo demasiadas cosas en la cabeza... ¿Me perdonas? —El Príncipe le dedicó una sonrisa—. Quiero explicarte algo, pero no aquí. Ven, acompáñame.

Sin darle oportunidad a responder, Elspeth tiró de ella hacia las escaleras y juntos descendieron al piso inferior bajo la atenta mirada de todos los presentes. Una vez abajo, el joven la guio a través del pasillo principal hacia una de las terrazas cubiertas, un cálido y agradable lugar desde el cual se podían divisar las mejores vistas de los valles nevados de los alrededores.

Elspeth ordenó a los dos sirvientes que estaban trabajando en la zona que les dejasen. Llevó a su hermana hasta la barandilla de piedra y alzó la vista al cielo cubierto. Al otro lado del fino escudo de calor, la temperatura caía en picado. Larkin apoyó las manos sobre la barandilla y contempló con gozo cuanto le rodeaba.

—Ha pasado mucho tiempo desde mi última visita —reflexionó el Príncipe a media voz—. Demasiado; sé que me he retrasado, y lo lamento, pero las circunstancias me han obligado. Allí fuera las cosas se están complicando.

—¿A qué te refieres? ¿En el Reino?

Asintió con gravedad. A lo largo de todos aquellos años había conocido y descubierto muchas de las distintas facetas que componían el Reino. En la mayoría de los casos habían sido las más positivas: las fiestas, los ejércitos, las flotas... Larkin había conocido en toda su plenitud el Reino, y le había gustado lo que había visto. Lamentablemente, aquel último viaje le había mostrado otras tantas cosas con las que jamás había contado.

—La paz no durará eternamente. Empiezan a haber brotes de Mandrágora por toda la galaxia, hermana. Todo apunta a que se están reorganizando.

—¿Mandrágora? —Ana parpadeó, incrédula—. Eso es imposible.

—Créeme, no lo es. Está pasando, y lo he visto con mis propios ojos.

Elspeth se apartó unos pasos, con los brazos cruzados tras la espalda. A la luz del escudo de calor su rostro se veía sonrojado, con algún que otro destello de color en los ojos. Resultaba sorprendente ver como las horas en el espacio habían ido devorando poco a poco la pigmentación de su rostro hasta convertirlo en un lienzo en blanco.

—Se oyen rumores extraños, hermana. El Reino está preocupado ante la aparición de nuevos focos y se está centrando en los núcleos con mayor presencia del enemigo en el pasado: los Planetas Cuna. ¿Sabes ya por dónde van los tiros?

Ana palideció. Si bien era cierto que hacía ya muchos siglos que el sistema Scatha servía al Reino, en otros tiempos sus lealtades habían sido otras. Según contaba la historia "oficial", las siete fundadoras del sistema habían formado parte del grupo separatista llamado Mandrágora. Se decía que habían llevado la guerra de un lugar a otro intentando expandir el máximo posible sus creencias, arrasando y asesinando a todo aquel que no las apoyase. Debido a ello el Reino les había dado caza y habían sido ejecutadas. Y junto a ellas muchas otras personas que, consideradas sus seguidoras, no habían tenido ni tan siquiera derecho a un juicio.

Pero Scatha ya había pagado su penitencia. Sus ciudadanos habían abrazado el cambio de gobierno y, unidos, se habían convertido en nuevos miembros de la gran familia que conformaba el Reino... O al menos eso era en lo que la joven quería confiar.

—Pero nosotros estamos limpios.

—Siempre he creído en ello, hermana. Sin embargo, a partir de ahora debemos ser muy precavidos... y en parte, por ello he vuelto. Padre envejece rápidamente. No sé si lo sabes, pero hace un tiempo contrajo una infección que le está devorando por dentro. El Doctor Cerberus lleva meses tratándole, y parece que no hay vuelta atrás. Dudo mucho que acabe el año con vida.

Ana parpadeó. Alzó la mirada hacia su hermano tal y como haría un cervatillo herido y, durante unos instantes, permaneció en silencio, incapaz de reprimir las lágrimas. Aunque hacía tiempo que lo sospechaba, nunca había llegado a imaginar que el declive de su padre tenía una fecha límite tan próxima.

Se volvió hacia el balcón, sintiendo como los músculos empezaban a tensarse bajo la carne. Apoyó los antebrazos sobre la barandilla y reposó a su vez el mentón sobre estos, abatida. Se sentía como una niña perdida y desamparada cuyo mundo había empezado a desmoronarse. ¿Sería por ello que su padre había preferido guardar el secreto?

Sintió el brazo de Elspeth rodearle el cuello. Al menos el gesto era reconfortante, poco a poco, empezaba a recuperar a su hermano.

—¿Has vuelto para quedarte?

—Sí.

—¿Para ocupar el trono de padre?

Elspeth asintió con gravedad. Varios pisos por debajo, las puertas del castillo se abrían para dejar que un grupo de caballeros y doncellas, todos vestidos con gruesas prendas de cuero y botas altas, partiesen a lomos de sus corceles modificados genéticamente.

Se preguntó si, en lo más profundo de su ser, alguno de aquellos hombres y mujeres tenía la más remota idea de lo que sucedía en lo alto de la torre.

—A partir de ahora las cosas van a cambiar, Ana. Es necesario. Hay muchas miradas fijas en este planeta, y no nos podemos permitir cometer errores. Durante estos meses he visto qué les sucede a los planetas que no se posicionan abiertamente del lado del Reino, y te aseguro que no es nada bueno. —Elspeth acercó el rostro al cabello rubio de su hermana y cerró los ojos, deleitándose de su embriagador perfume—. Pero sé que podemos lograrlo. Tú y yo juntos podemos, Ana.

Un escalofrío recorrió la espalda de Larkin al escuchar aquellas palabras. La joven volvió la mirada atrás, sintiendo la presencia de Elspeth demasiado cerca, y se apartó unos pasos, incómoda. Nuevamente había algo en la mirada y las palabras de su hermano que lograba repelerla.

—No creo que sea conveniente empezar a trazar planes tan pronto. Entiendo que hayas vuelto por la salud de nuestro padre, pero creo que te estás adelantando demasiado a los acontecimientos. Cerberus es un buen médico; estoy convencida de que encontrará la forma de mejorar su estado de salud. Además, si realmente la situación es tan crítica, ¿no deberíamos contactar con el abuelo?

Elspeth sacudió suavemente la cabeza, tratando de mostrarse lo más sereno posible. Avanzó los mismos pasos que ella había retrocedido y le tendió la mano, a modo de petición. Ana, por su parte, tardó unos segundos en responder. Ni quería, ni le apetecía coger su mano. No obstante, el protocolo y los remordimientos la obligaron a responder aceptándola.

—Ana, escúchame: estamos solos. En cuanto avises al abuelo el resto de sus hijos se lanzarán a degüello para arrebatarnos lo que nos pertenece. Sighrith es nuestro planeta, no el suyo.

—Elspeth, los tíos nunca...

—¡Escúchame! —insistió alzando el tono de voz—. No vas a decir absolutamente nada de esto a nadie, ¿te queda claro? Ni al abuelo ni a los tíos. ¡A nadie! —Elspeth le soltó la mano y alzó el dedo índice a modo de advertencia—. Piensa por un momento y demuestra que, tal y como dicen todos, eres inteligente. ¿Es que acaso no lo ves? Si lo que queremos es mantener el planeta debemos permanecer unidos. De lo contrario...

—No pienso seguir hablando de esto —le interrumpió Ana con brusquedad. Retrocedió hasta la entrada al balcón a grandes zancadas, ansiosa por salir cuanto antes de allí—. Padre sigue vivo, y así seguirá durante todo el tiempo que esté en mis manos. Todo lo que dices es impropio de ti: ¡es repugnante! —Sacudió la cabeza con vehemencia—. Maldita sea, Elspeth, ¿qué demonios te ha pasado? Cualquiera diría que estás confabulan...

Larkin no logró acabar la frase. El recién llegado Príncipe alzó la vista hacia su hermana, con los puños apretados, y durante un instante, lo que Ana vio en ellos logró dejarla sin aliento. Aquellos ojos, dos pozos negros de intensa oscuridad, no eran los de su hermano. De hecho, ni tan siquiera eran humanos.

Palideció. El color negro que había teñido las cuencas oculares de Elspeth había sido fugaz; apenas un visitante momentáneo, pero había servido para hacer sonar su alarma mental. Algo muy extraño estaba sucediéndole a su hermano.

Ana salió del balcón a toda prisa, dejando a su hermano con la palabra en la boca. Descendió las escaleras a gran velocidad y no se detuvo hasta atravesar por segunda vez el escudo de calor. Una vez en el exterior, recorrió varios metros hacia el edificio principal antes de volver la vista hacia el balcón.

Desde lo alto, con los ojos teñidos de nuevo de oscuridad, Elspeth la observaba. Y no era el único. Al igual que él, el Capitán Bastian Rosseau la observaba con fijeza desde detrás del cristal de la ventana, aún en el último piso.

Ana les sostuvo la mirada por un instante, desafiante, pero finalmente salió corriendo dirección al edificio principal. Ascendió los peldaños congelados y una vez frente a la puerta la golpeó violentamente con ambos puños, olvidando por completo el sistema de apertura. Unos segundos después, cuando Vladimir Starkoff abrió las puertas manualmente con la ayuda de varios de sus guardias, la mujer ya tenía el rostro lívido y los labios cortados de frío.

En algún momento de la huida había olvidado el abrigo.

—¡Alteza! ¿¡Qué demonios hace ahí fuera!? ¿¡Y su abrigo!? ¡¡Sabe que no puede salir así!! ¡Podría haber muerto congelada!

—Cállate de una vez y dime dónde está mi padre, Vladimir. —Fue su única respuesta mientras se abría paso a empujones—. ¿¡Dónde está!? ¡¡Responde!! Maldita sea, ¡llévame ahora mismo con él!

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