Capítulo 13

Aquella mañana no habría amanecer. Sighrith había disfrutado de millones de amaneceres gélidos en los que los cielos habían estado tan cubiertos por nubes que había sido imposible ver la luz del sol. A Elspeth le gustaban aquellos días, sobre todo porque la sensación de frialdad era tan extrema que incluso lograba colarse al interior del castillo. En aquellas ocasiones le gustaba abrigarse, sentarse frente a la chimenea y disfrutar de las horas con un libro entre manos. De niño, siempre habían sido sus días favoritos. Lamentablemente, aquella mañana era totalmente distinta. La densa oscuridad que en forma de capa se había apoderado del cielo de Sighrith no era producto del clima precisamente.

—Está herido, ¿crees que despertará?

—¿Herido?

Bastian Rosseau dibujó una media sonrisa carente de humor a modo de respuesta. Ciertamente, no estaba herido. Aunque la bala hubiese logrado atravesarle el pecho, no había de ser alguno vinculado a aquel cuerpo, por lo que no había nada herido o muerto. Simplemente había un cuerpo, una bala y sangre, nada más.

Elspeth se sentía intranquilo dentro del templo. Si bien desde fuera le había parecido un lugar de lo más inquietante, dentro la sensación se acrecentaba hasta tal punto que no podía evitar que la mirada le fuese y viniese de un extremo a otro continuamente. Elspeth estaba inquieto, y Rosseau lo sabía. Claro que, rodeado por siete cadáveres, ¿cómo no estarlo? El Capitán había asegurado que sería rápido; que el proceso de expansión llevaría algo más de tiempo, puede que incluso una semana, pero que la recuperación de los Siete Pasajeros iba a ser inmediata. Según sus propias palabras, simplemente tenían que encontrar el equilibrio entre el alma y el cuerpo, y todo estaba preparado para ello...

Mientras los vínculos espirituales que traerían de vuelta a los Siete Pasajeros de su largo letargo se formaban, Elspeth aguardaba en silencio, de pie frente a las camillas donde aguardaban los cadáveres de los que pronto tomarían posesión. Habían pasado ya bastantes horas desde que, de repente, su hermana apareciese y desapareciese ante sus ojos, pero seguía pensando en ello. Según Bastian, lo ocurrido había sido provocado por la gran herida que la ceremonia que estaban celebrando estaba provocando en el tejido de la realidad que conformaba Sighrith. Según decía, la exposición que estaba sufriendo el planeta, sumada a los poderosos impulsos nerviosos de la mente del príncipe había provocado que, durante unos segundos, se abriese una brecha espacial...

Claro que aquello no tenía sentido. Aunque intentaba creerle, Elspeth sabía que, de haber sido él el culpable de lo ocurrido, la brecha no se habría cerrado tan pronto. Tras la conmoción inicial de verla atravesar, la mente del príncipe se encontraba lo suficientemente fuerte como para haber mantenido la situación lo suficiente como para que atrapasen a su hermana. Lamentablemente, no había sido así. La brecha se había cerrado sin que hubiese cambio alguno en él por lo que, aunque Bastian insistiera en lo contrario, era evidente que no había sido él el causante.

Aquello complicaba las cosas, puesto que, si no había sido él, era evidente que había sido cosa de su hermana. Ana debía estar detrás de todo aquello... ¿Pero cómo? Si él no había sido aún capaz de dominar su propia mente, ¿cómo iba a hacerlo ella si ni tan siquiera sabía nada?

Lo ocurrido le preocupaba. Si bien las cosas no habían salido bien con su hermana al principio, Elspeth necesitaba traerla de regreso al castillo. Quería explicarle todo lo que había descubierto y hacerle entender sus motivos. Necesitaba que le creyese y que volviese a confiar en él... y quizás así, tan solo así, recuperarla. Lamentablemente no le estaba poniendo las cosas fáciles. Ana debería haber aparecido ya hacía días. Debería haber regresado, asustada, arrepentida: en busca del perdón que él, por supuesto, estaba dispuesto a ofrecerle. Por el contrario, no solo no había vuelto, sino que era evidente que había logrado desarrollar capacidades que bajo ningún concepto debería poder dominar. Visto desde ese punto de vista, ¿significaba aquello que su hermana podía llegarse a convertir en un obstáculo? Elspeth quería pensar que no, que lograría recuperarla antes de que fuese demasiado tarde, pero no podía evitar preocuparse. Después de todo, Ana ya no estaba sola. El príncipe sabía que alguien había disparado a uno de sus hombres y, desde luego, ese alguien no había sido ella. Así pues, daba por sentado que había otra persona a su lado, y ese alguien, le gustase o no, sí que podía llegar a ser peligroso.

Dejó escapar un largo suspiro. En cuanto la Red se hubiese expandido, todo sería mucho más fácil. Elspeth desconocía si afectaría a la salud de sus ciudadanos, pero sabía que era necesario. Una vez la capa de oscuridad cubriese todo el planeta, los Siete Pasajeros podrían moverse libremente por toda su superficie y traer al resto de los suyos; podrían ir y venir en décimas de segundo de un lugar a otro y, con suerte, traer al fin de regreso a su hermana.

En el fondo, era solo cuestión de tiempo. No obstante, incluso así, Elspeth seguía preocupado, y eso no era bueno.

—Te noto intranquilo. ¿Va todo bien? Si lo prefieres espera fuera, puedo encargarme de todo yo solo. Es posible que se alargue más de lo esperado.

—¿Por qué? Dijiste que el proceso era rápido.

—Y lo es. Teniendo en cuenta de lo que se trata, es muy rápido. No obstante, las temperaturas de tu planeta han impedido que algunas de las larvas se desarrollasen del todo. Mira, ven.

Elspeth abandonó las camillas y a sus respectivos ocupantes para acercarse a la zona del altar. Tras este había un par de columnas que la vegetación no había logrado cubrir del todo, dejando así al descubierto los finísimos filamentos que la componían.

A pesar de parecer de piedra, el edificio entero estaba compuesto por millones de aquellos filamentos conductores de color grisáceo que, unidos entre sí, conformaban la enorme y sólida estructura que era el templo.

—Para que la información pueda ser transmitida y recibida correctamente por las entidades, el enlace debe haber sido establecido sin problemas. Como ya te expliqué, este está compuesto por dos partes. La primera es la biomecánica, la cual, como puedes comprobar, está en perfecto estado. La segunda, la bioquímica, es la que está dando problemas. Es por ello que se está retrasando todo el proceso.

—Pero realizaste los cálculos en la torre: este lugar era el adecuado.

—Era el que tenía las condiciones más favorables para realizar el proceso, sí, —admitió—. Pero no deja de formar parte de esta bola de hielo en la que vives, Elspeth. Sighrith es un lugar complejo: no es tan fácil trabajar con él. No obstante, voy a cumplir con mi promesa, te lo aseguro. Ahora vete fuera y tranquiliza a tus sirvientes. Estoy convencido de que deben estar asustados.

Elspeth volvió la mirada hacia uno de los ventanales, pensativo, imaginando lo que sus sirvientes debían estar pensando, y negó con la cabeza. Lo más probable era que estuviese cundiendo el pánico: que hubiesen abandonado el castillo y, probablemente, que estuviesen dejando la ciudad junto con el resto de habitantes.

Después de todo, ¿qué otra cosa iba a hacer? Teniendo en cuenta cómo se estaban poniendo las cosas, él también lo habría hecho. Y hacían bien.

Era una lástima que no fuese a servirles de nada.

—No importa; que se vayan si quieren. En el fondo no pueden escapar del planeta así que no me preocupa. Además, mi lugar está aquí.

—La decisión es tuya. Ya sabes que los primeros días serán complicados: hasta que la semilla germine y se genere el nexo entre las dos mentes es muy probable que cunda el pánico. No sabrán qué les sucede; escucharán voces, la otra parte tomará poder de su cuerpo en momentos de debilidad, se sentirán desplazados dentro de su propia mente... En fin, conoces el proceso. No es fácil.

—Como ya he dicho, no me importa. No pueden salir de Sighrith, así que no hay de qué preocuparse. Además, todas las coordenadas con capacidad para contactar con el rex han sido bloqueadas así que no hay nada que temer. Lo que quiero es que despierten de una maldita vez, nada más.

Elspeth se sorprendió a sí mismo al verse alzando la voz. Encerrados en aquel extraño lugar, rodeados de plantas salvajes, columnas, altares, niebla y cadáveres, la sensación de opresión era tal que resultaba complicado no perder los nervios. Larkin necesitaba aire, y lo necesitaba cuanto antes. Pero no aire infecto como el que a partir de entonces iba a contaminar el planeta: necesitaba aire limpio con el cual lograr mantener su esencia lo suficientemente activa y fuerte como para poder acallar a la otra voz.

Cerró los ojos y respiró hondo. Tal y como Bastian le había dicho en varias ocasiones, la clave estaba en el equilibrio. Cuanto más poderosas se volviesen sus emociones, menos control tendría de su propio ser, y eso no era bueno. No era bueno en absoluto.

—Tengo que encontrar a Ana.

—Ten paciencia: la encontraremos. Confía en mí.

—Es importante para mí: lo sabes. La necesito a mi lado.

—Será lo primero que hagan, tranquilo. Aunque haya sido durante tan solo unas décimas de segundo, uno de ellos ha logrado verle la cara al acompañante de tu hermana. Lo localizaremos en el registro e iremos a por él. Si Ana sigue a su lado, en apenas unas horas la tendrás de regreso.

Elspeth le mantuvo la mirada durante un instante, dubitativo, incapaz de decidir si creerle o no. Había ocasiones en las que le costaba creer en Bastian. Ocasiones como aquella en las que, simple y llanamente, le costaba creer que siguiese siendo el hombre que decía ser. Aquella mirada, al fin y al cabo, no podía ser humana. No obstante, llegado a aquel punto en el que ya no había marcha atrás, no tenía otra opción que confiar en su palabra.

—¿Lo juras?

—Te doy mi palabra.

—Que así sea entonces.

No volvieron a hablar durante el resto del viaje. En varias ocasiones Ana intentó arrancarle alguna palabra a base de provocaciones, pero Armin no separó los labios en ningún momento. El hombre estaba completamente sumido en sus pensamientos, seguramente intentando encontrar explicación a lo ocurrido en la vivienda de Cerberus. Ella, por su parte, intentó resistirse, consciente de que si empezaba a pensar lo más probable era que no le gustasen las conclusiones a las que llegaría, pero finalmente perdió la batalla. Ana cerró los ojos y, antes incluso de ser consciente de ello, acabó perdiéndose en sus preocupaciones.

Llegaron a la granja pocas horas antes del anochecer del segundo día. Durante todo el trayecto tuvieron la poco grata compañía de una intensa tormenta de nieve que en ningún momento les abandonó. Ana y Armin sufrieron las inclemencias del tiempo sin poder hacer más que cubrirse con sus ropajes, taparse las cabezas con las capuchas y pedir mentalmente que la tormenta acabase lo antes posible. Por desgracia, el clima no cambió ni cambiaría hasta varios días después.

Veressa les esperaba bajo el umbral de la puerta cuando por fin llegaron. Armin aparcó el biplaza justo en la entrada, demasiado cansado y congelado como para llevarlo hasta las carpas, y alzó la mano a modo de saludo. Su hermana, cubierta por un grueso abrigo de pieles gris y botas de caña alta, respondió alzando también la mano, pero no salió. Aguardó a que Armin acudiese a su encuentro y, como si hubiesen pasado años sin verse, le dio un fuerte abrazo. Seguidamente, sin tan siquiera dirigirle una mirada a Ana, la cual se había quedado atrás, la llevó al interior de la vivienda.

—Maldita sea Armin, está pasando algo extraño. ¿Lo has oído?

—No he oído nada —respondió este con brevedad—. ¿Qué pasa?

—Ven, lo están retransmitiendo ahora mismo.

Ana les observó perderse por los pasadizos de la granja en silencio, con una desagradable sensación de malestar atravesándole el pecho como un puñal ardiente. A ella también le hubiese gustado que alguien la recibiese así. Lógicamente no lo esperaba, pues era evidente por el modo en el que todos la habían tratado que, salvo Veryn y su mano derecha, Robert Montalbán, al resto no les importaba lo más mínimo. Es más, la despreciaban. No obstante, incluso así, lo habría agradecido.

Cerró los puños con fuerza, al borde del llanto. Sabía que aquella reacción era excesiva, que se estaba comportando como la niña malcriada que todos decían que era, pero no podía evitarlo. Ana se sentía despreciada y abandonada. Se sentía insignificante: un ser diminuto, y el único modo que tenía para combatir aquella triste sensación era llorando.

Pero no lo iba a hacer allí, delante de todos. Ni muchísimo menos.

Obligándose a sí misma a mantenerse serena, Ana entró en el edificio y se dirigió directa a su celda. Procedente de uno de los salones se escuchaban las voces de los hermanos y de lo que seguramente era un noticiario, pero no les prestó atención. Cerró la puerta de un portazo, se quitó las ropas congeladas y, ya con las lágrimas cayendo por sus mejillas, se metió bajo las sábanas y mantas y cerró los ojos.

Lloró hasta quedarse dormida.

Unas horas después, el sonido de unos suaves golpes en la puerta la despertó. Ana sacó la cabeza de debajo de las mantas y con la cabeza embotada por las lágrimas y el sueño, aguardó en silencio a escuchar una nueva vez el golpeteo para asegurarse de que no se lo había imaginado.

—¿Sí?

—Señorita, soy Robert Montalbán. ¿Puedo pasar?

Ana se incorporó en la cama. Sentía el cuerpo húmedo y frío de haberse acostado con el cabello mojado, la garganta irritada y los ojos hinchados, pero al menos estaba algo más descansada. Además, los analgésicos mantenían el dolor de la cabeza a raya por lo que, dentro de lo que cabía, estaba relativamente bien.

Se frotó los ojos instintivamente al recordar que había estado llorando hasta quedarse dormida y se cubrió hasta los hombros con las sábanas. Su ropa, aún húmeda, yacía esparcida por toda la estancia.

—Adelante.

Robert entró en la sala con una cesta en las manos. En su interior, perfectamente planchadas y dobladas, varias de sus prendas de ropa le aguardaban para, una vez que se duchara, ponérselas.

El hombre atravesó la sala hasta la cama, ignorando el desorden, y depositó la cesta a los pies de esta. Seguidamente, como si de un padre con su hija se tratase, le apartó un par de mechones húmedos de la cara y apoyó la mano sobre su frente. Incluso en la penumbra de la sala había podido percibir el brillo enfermizo de sus ojos.

—Me temo que tiene fiebre, alteza. ¿Se encuentra bien?

Ana se encogió de hombros. Lo cierto era que, aunque no le dolía la herida de la cabeza, la sentía embotada. De hecho, toda ella se sentía congestionada. ¿Y qué decir de la garganta? Hacía tanto tiempo que no le dolía que, a cada segundo que pasaba, se iba sintiendo peor.

—Me duele la garganta —murmuró al fin—. Y un poco la cabeza. Y tengo algo de frío...

—Si me permite el atrevimiento, no debería haberse acostado así, sin pasar por la ducha y con el pelo mojado. Podría haber cogido una pulmonía. —Negó suavemente con la cabeza—. Esperemos que solo sea un constipado. Las fiebres negras de Enoc no son un mal demasiado recomendable, alteza, y menos para un extranjero. Su cuerpo no posee los anticuerpos aún. Le voy a preparar un baño caliente, deme unos segundos. Tiene aquí ropa limpia para cambiarse después. Espéreme, ¿de acuerdo?

Agradecida por el interés de Robert en ella, Ana se animó un poco. Disfrutó del baño de agua caliente que el asesor le había preparado, se cambió de ropas, se secó el pelo y, no sin antes tomar algo caliente para que no le sentase mal al tener el estómago vacío, tomó un par de píldoras con las que rápidamente notó la mejoría. Un rato después, sintiéndose mejor por segundos, Ana salió de la granja dirección a los establos. Disfrutando de una sabrosa comida y con mucho mejor aspecto, Tir destacaba entre el resto de caballos como el más hermoso, aunque también el de menor tamaño.

Ana se tomó unos minutos para acariciarle el hocico y peinarle la crin. Aunque era innegable que le hubiese gustado contar con su compañía a lo largo de aquel viaje, se alegraba de haberle ahorrado el trayecto de vuelta. Aquella tormenta no le habría hecho ningún bien. Además, el animal gozaba de muy buen aspecto por lo que estaba muy satisfecha con el trato.

—¿Estás contento?

Pasó casi media hora junto al caballo, explicándole su aventura, hasta que la llegada del mayor de los Dewinter dio por finalizada la conversación. Ana besó el hocico del animal a modo de despedida y, no sin antes asegurarse de que tenía agua y comida, acudió al encuentro de Veryn, el cual, de brazos cruzados, la esperaba junto a la puerta, vestido con unos sencillos pantalones de vestir negros y un jersey verde.

—Creo que a partir de ahora vendré aquí directamente cada vez que no te encuentre.

—Es posible que te ahorres tiempo.

—Visto lo visto, no tengo la menor duda. Hace unas horas subí a tu cuarto a verte, pero estabas dormida. Solo quería saludarte, preguntar cómo había ido todo. Conozco lo suficiente a mi hermana como para saber que ni tan siquiera se molestó en saludarte. ¿Me equivoco?

Ana se encogió de hombros. Aunque horas atrás aquel desprecio le había costado muchas lágrimas, lo cierto era que ahora, visto desde cierta distancia, consideraba su reacción un tanto exagerada. En el fondo, no había sido para tanto. Además, Ana tenía muchas otras cosas por las que preocuparse como para darle tanta importancia a aquella nimiedad.

—No importa.

—Hace tiempo que Vessa tiene ese comportamiento hacia las mujeres. Desde que murió nuestra madre, ella se ha convertido en una especie de leona que cuida de nosotros como si fuésemos sus cachorros. No se lo tengas en cuenta, por favor, no es nada personal. A Cat no se lo puso nada fácil.

—Cat es tu compañera, ¿verdad? Creo que me hablaste el otro día de ella, en la cena.

—La misma. Vessa se lo puso difícil, te lo aseguro, pero finalmente han logrado llegar a una especie de acuerdo. Las relaciones siguen siendo complicadas, pero al menos ya no vuelan cuchillos. —Veryn ensanchó la sonrisa—. Todo un éxito. Pero bueno, lo que te decía, no te lo tomes como algo personal. Vessa es como es, y mucho más con Armin. Ellos tienen ese rollo extraño de mellizos, ¿sabes?

Ana sacudió la cabeza, quitándole importancia. En el fondo, las relaciones que tuviese aquella lunática con el resto de miembros de su familia no le importaban lo más mínimo. Su estancia allí iba a ser temporal por lo que cuanto menos supiese al respecto, mucho mejor.

—No encontré lo que buscaba —admitió Ana de repente, adelantándose unos pasos para salir al exterior. La tormenta aún perduraba, aunque menos intensa que por la mañana—. ¿Te lo ha explicado tu hermano?

—A decir verdad, me ha explicado cosas muy extrañas de las que me gustaría hablar contigo. La residencia estaba destrozada, ¿no?

—Parte. Alguien llegó antes que nosotros y mató a Cerberus. Lo que vimos fueron las migajas. —Ana chasqueó la lengua—. Una mierda, vaya.

—Lo lamento. Imagino que querías hablar con el doctor.

Se apresuraron a recorrer la distancia que les separaba del edificio principal a gran velocidad, tratando así de evitar la nieve. Una vez dentro, Veryn la guio hasta el mismo salón donde, varias noches atrás, habían disfrutado de la cena que Montalbán les había servido. Tomaron asiento alrededor de la mesa para repasar lo acontecido.

Robert no tardó en traerles un par de tazas y una tetera humeante.

—Esta noche cenarás con mis hermanos y con Robert en el salón. ¿Te parece bien? No creo que sea ni conveniente ni necesario que sigas escondiéndote aquí.

—Por mi parte no hay problema. Mientras no vuelen cuchillos...

—Tranquila, no volarán. Ahora hablemos de lo importante. Querías hablar con el tal Cerberus, ¿verdad? No sé de qué iba el tema, pero creo que quizás mi padre pueda ayudarte. Es un hombre muy bien posicionado con muchos contactos. Quizás...

—En realidad mi intención no era hablar con el doctor, Veryn —interrumpió Ana—. Cerberus y yo no teníamos nada en común salvo mi padre. Imagino que ya lo sabes, pero él era el médico personal del Rey.

Veryn asintió, intrigado. Sirvió ambas tazas de té y las cubrió con sus respectivos platillos, impidiendo así que pudiese enfriarse antes de tiempo. Procedente del pasillo se seguían escuchando las mismas voces que horas atrás, cuando llegó.

Ana juntó las manos sobre la mesa y entrelazó los dedos.

—Lo que realmente me interesaba de él era su terminal de comunicaciones —confesó a media voz—. Pero al no haber suministro energético no funcionaba. Por suerte, tu hermano ha logrado sacar no sé qué chisme gracias al cual podré establecer una conexión con las coordenadas de Cerberus.

—Ya veo... el doctor era un hombre muy bien posicionado; su sistema de conexión debía tener más permisos de los habituales. ¿Estoy en lo cierto?

—Totalmente.

—¿Y podría saber con quién pretendes contactar?

Esta vez no respondió. Ana dibujó una media sonrisa cargada de misticismo y retrocedió hasta apoyar la espalda en el respaldo de la silla. A continuación, destapó la taza y olió el exquisito aroma que esta desprendía. Al igual que la comida, el té prometía ser de magnífica calidad.

—Ya decía yo que estabas demasiado charlatana... —Veryn ensanchó la sonrisa, divertido—. En fin, lo respeto. Armin lleva casi dos horas encerrado por lo que es posible que esté trabajando en lo tuyo. Es más, estoy casi convencido.

—Eso es bueno.

—Desde luego. —La expresión de Dewinter volvió a endurecerse—. Mi hermano ha comprobado que, hasta que no hubo el fallo en el generador, estuvo funcionando. Armin no ha visto aún su contenido, pero yo sí... y creo que tú también deberías verlo, Ana.

Por un instante, Ana dudó. A pesar de sentir curiosidad por saber lo que le había ocurrido al doctor, por descubrir a su asesino, la mujer tenía la sensación de que era mejor que no lo descubriese. De algún modo sospechaba que todo estaría conectado con ella y no quería saberlo. Las cosas ya estaban demasiado complicadas como para añadir más frentes. No obstante, llegados a aquel punto no podía permitirse dejarse llevar por el miedo o la cobardía. Aunque no quisiera, tenía que verlo, y lo iba a ver. Así pues, la mujer asintió con la cabeza y aguardó unos instantes a que Veryn depositara sobre la mesa una placa circular de reproducción portátil. Arrancó el sistema presionando un botón lateral, aguardó a que se iniciara el sistema operativo y, una vez dentro, golpeó varias veces la pantalla táctil con la yema de los dedos. Seguidamente, activándose para ello la luz del lector tridimensional, ante ellos surgió una imagen holográfica a pequeña escala de la biblioteca. En aquel entonces la sala estaba totalmente iluminada por farolillos gravitatorios blancos y, sentado en una de las mesas, leyendo tranquilamente uno de tantos volúmenes, se encontraba el doctor.

Ana fijó la mirada en el hombre: aparentemente estaba relajado, tranquilo, disfrutando de su libro con una copa de vino en la mano. Por sus ropas no había trabajado aquel día, ni iba a hacerlo. Probablemente, teniendo en cuenta la luz que entraba por las lejanas ventanas, no tardaría demasiado en anochecer.

—He tenido que buscar mucho hasta dar con esto. Armin me informó de donde había encontrado el cadáver por lo que decidí centrarme en esta sala. Al parecer, por lo que se puede ver en el resto de grabaciones, el doctor no esperaba a nadie aquella tarde. De hecho, tan solo estaban él y su mayordomo.

Veryn presionó sobre la imagen e inició la grabación. En esta, Cerberus permanecía unos minutos leyendo tranquilamente en la biblioteca, entre sorbo y sorbo de vino, hasta que alguien le interrumpía al golpear con los nudillos en la puerta. El doctor volvía la vista atrás e invitaba al mayordomo, un tal Chris, a entrar. Este, un hombre de avanzada edad y de larga cabellera blanca recogida en una coleta baja, venía acompañado de una segunda persona que, incluso de espaldas, Ana no tardó más que un instante en reconocer.

—Elspeth...

Cerberus reconoció al joven heredero de inmediato. Acudió a su encuentro con una gran sonrisa y, tras despedir a Chris con un ligero ademán de cabeza, invitó a Elspeth a que entrase en la sala y le acompañase con el vino.

—Vaya, alteza, no le esperaba...

Hubo un parón de un par de segundos en la imagen cuando el mayor de los Larkin volvió la vista atrás y la cámara captó su rostro. Tal y como ya había sucedido en otras ocasiones, los ojos de su hermano tenían un intenso color negro totalmente antinatural que destellaba ante la cámara. No obstante, sin contar aquel detalle, el joven se mostraba normal, con la sonrisa siempre presente en una expresión cordial.

Por el modo en el que hablaba, parecía conciliador.

—... he llegado hace apenas unas horas al planeta, doctor. Llevaba más de un año sin pisar Sighrith.

—Lo sé. Su padre me dijo que le ascendieron hace unos años a Praetor. Enhorabuena, alteza. Siempre supe que llegaría lejos. ¿Quiere una copa?

Siempre bajo la atenta mirada de Elspeth, el doctor se acercó a uno de los armarios y extrajo de su interior una pequeña copa de cristal igual que la suya. La alzó contra la luz, asegurándose así de que estaba totalmente limpia, y acudió a la mesa donde aguardaba la botella de vino. No muy lejos de allí, quieto cual estatua, Larkin permanecía en silencio, a la espera de la copa.

—¿Qué otra cosa se podía esperar de alguien como yo, doctor? —Elspeth aceptó su copa y le dio un breve sorbo, sin variar un ápice la expresión. Su sonrisa, antes cordial, empezaba a resultar artificial, como la de una estatua de cera.

—Procede usted de una magnífica estirpe: el destino de todos los suyos es llegar lejos, estoy convencido de ello —respondió Cerberus, amistoso. Recuperó su copa de la mesa y se apoyó sobre esta, de espaldas a la botella—. ¿Hace cuánto que no nos veíamos? ¿Cinco años? ¿Diez?

—Depende. ¿Qué fecha prefiere, doctor? ¿La de su última visita a mi padre en el castillo o la de las que hacíamos mi hermana y yo a su laboratorio? —Elspeth endureció la expresión—. Vamos, dígame, ¿de cuándo estamos hablando? ¿De cuándo envenenó por última vez al Rey o de cuándo decidió empezar a experimentar con dos niños?

Durante un instante, se hizo el silencio. Pálido, totalmente anonadado por las acusaciones, Cerberus trató de responder, pero no logró articular palabra alguna. El hombre había quedado tan desconcertado que no era capaz de encontrar las palabras. Elspeth, en cambio, se mostraba severo y decidido, totalmente seguro de sí mismo. Sabía lo que decía y, por la expresión que cruzaba su rostro, no estaba dispuesto a irse sin respuestas.

Se adelantó un paso.

—Vamos Cerberus, responda. ¿De qué maldita fecha estamos hablando?

El doctor hizo ademán de retroceder, pero antes de que pudiese poner un pie tras otro el puño de Elspeth le alcanzó de pleno en la cara y le lanzó contra la mesa. El hombre chocó contra esta con violencia, propulsado por la fuerza del golpe, y permaneció encima durante unas décimas de segundo. A continuación, emitiendo un fuerte estruendo, el mueble se vino abajo y Cerberus cayó.

Intentó incorporarse.

—¡Elspeth...! ¡Elspeth espera...! ¡Todo tiene...! ¡Todo tiene una explicaci...!

El príncipe no le dio opción a la réplica. Presionó la copa en la mano hasta romperla y se apoderó de uno de los cristales de mayor tamaño. Avanzó hasta el doctor y, sin mediar palabra alguna, le pateó el estómago repetidas veces hasta que este empezó a chillar enloquecido.

Se escuchó el sonido de varias costillas al partirse.

—¡¡Chris!! ¡¡Chris, socorro!! ¡Chris...!

La imagen volvió a congelarse con Elspeth encima del cuerpo del doctor y este chillando, fuera de sí. Ana la contempló perpleja durante un minuto, con una terrible sensación de irrealidad presionándole la sien con fuerza, ansiosa porque se retomase la grabación. Todo apuntaba nuevamente a que su hermano era el asesino, a que no había dejado a Cerberus escapar, pero incluso así necesitaba verlo con sus propios ojos.

Necesitaba ver cómo se manchaba las manos de sangre...

Lamentablemente, cuando la imagen volvió a reanudarse ya no había rastro alguno de la pelea. Elspeth arrastraba a un muy malherido Cerberus por las piernas hacia la sala de juegos, la cual se encontraba al final de la biblioteca, mientras que Chris, el mayordomo, yacía sobre su propio charco de sangre con la garganta cercenada.

El doctor suplicaba clemencia, pero era evidente que no la tendría. Elspeth atravesó la puerta que daba a la otra sala en silencio, con el rostro emborronado por la sangre de sus víctimas, y desapareció durante un par de minutos. Poco después, silenciada ya la voz de Cerberus, volvió a aparecer en escena únicamente para abandonar la vivienda.

Veryn aguardó unos segundos para apagar el dispositivo. Al igual que Cerberus en la grabación, Ana había quedado tan conmocionada por lo acontecido que era incapaz de articular palabra.

Por suerte, no hizo falta.

—Tenías que verlo —dijo Veryn en apenas un susurro, rompiendo así el tenso silencio reinante—. Hasta ahora tenía ciertas dudas sobre tu presencia aquí. Desde un principio imaginé que estaba relacionado con el regreso de tu hermano, no te voy a engañar. No podía ser casualidad. No obstante, ahora, visto lo visto, lo tengo más claro que nunca. No me equivoco, ¿verdad?

Ana alzó la vista hacia Dewinter, pesarosa, y asintió levemente. El dolor de cabeza había vuelto con fuerza, acompañado por una terrible sensación de pánico que, rápidamente, se apoderó de toda ella, provocándole que empezase a temblar. Ana intentó disimularlo tomando la taza con ambas manos, tratando de encontrar estabilidad en ella, pero el nerviosismo era tal que empezó a verter el té por toda la mesa.

Veryn se apresuró a cogerla por el antebrazo, de modo tranquilizador. Le quitó la taza de las manos y la depositó en el plato, impidiendo así que pudiese ir a más.

—Eh, tranquila. No sé qué demonios pasa con el príncipe, pero te aseguro que aquí no te va a encontrar. Mis hermanos y yo nos encargaremos de ello.

—Elspeth... —respondió ella, superada por los acontecimientos. Cerró los ojos y dejó que sus labios hablasen por sí solos, guiados más por el corazón que por la razón—. Maldita sea, Elspeth. Se ha vuelto totalmente loco. No sé qué demonios le ha pasado en el espacio, pero no es el mismo de antes. Parece otra persona. Además, eso de lo que le acusaba... ¿De qué demonios va todo eso? ¿Cerberus intentando envenenar a mi padre? No tiene ningún sentido. Y eso del laboratorio... —Negó suavemente con la cabeza—. No entiendo nada.

—Lo imagino.

Ana cogió la mano de Dewinter con las suyas, sintiendo como el nerviosismo crecía en su interior, inexorable, y la apretó hasta que los dedos empezaron a ponerse blancos. Necesitaba gritar, reír y llorar, todo a la vez, pero no sabía cómo. Su cabeza estaba a punto de estallar de información y necesitaba expresarla.

Necesitaba compartir sus secretos con alguien, y sabía que no podía ser otro.

Cerró de nuevo los ojos. Muy posiblemente acabaría arrepintiéndose de haber confiado en él, pero no tenía otra alternativa. Aquel hombre era el único que le había tendido la mano y Ana estaba decidida a cogerla.

Necesitaba cogerla.

—Elspeth mató a mi padre, Veryn —confesó al fin—. Lo mató ante mí, a sangre fría. Le cortó el cuello y... y... —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Y lo único que fui capaz de hacer fue escapar...

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