Capítulo 11

—¿De qué conoces al doctor Cerberus?

Hacía ya más de media hora que habían decidido parar en uno de los refugios del camino. La noche se les había venido encima de repente, inesperada, y con ella la dramática bajada de temperaturas frente a la cual no podían combatir. Así pues, rompiendo el silencio que durante todo el día los había acompañado, Dewinter había decidido informar a Ana de que iban a parar unas cuantas horas en un lugar conocido. El viaje seguiría varias horas después, con el primer rayo de luz, pero hasta entonces podrían disfrutar de las comodidades de una celda pequeña, fría y sucia.

—Es uno de nuestros clientes. Mi padre lo conoce desde hace muchos años; creo que en otros tiempos trabajaron juntos. Por lo que he oído, ahora es un tipo muy bien posicionado en la sociedad planetaria. Un tipo importante, vaya.

Estaban sentados alrededor de la diminuta mesa de madera cenando un par de platos de comida reciclada que el propio Dewinter había comprado al dueño del refugio. El género no era bueno ni estaba en su mejor estado, pues la comida llevaba congelada meses, pero al menos estaba caliente, por lo que era más que bien recibida. Además, el sabor de la salsa, aunque tremendamente artificial, era muy intenso y ácido por lo que lograba anular el real.

—Sí, es bastante importante, pero tranquilo, nos atenderá. Lo conozco desde hace mucho tiempo.

—No lo dudo.

La estancia no disponía apenas de mobiliario. Aparte de una cama desvencijada, la mesa, un armario y un par de sillas, no había nada más. El suelo estaba cubierto por una alfombra verde que hacía años que no lavaban, las paredes de papel descascarillado que se caía a trozos y el baño, un diminuto espacio blanco de cuyos cinco globos lumínicos solo funcionaba uno, de una gruesa capa de suciedad que crujía al ser pisada. A Ana el sonido que emitía aquel suelo grasiento y sucio le recordaba alarmantemente al crujir de los bichos al ser aplastados por lo que intentaba ni tan siquiera pensar en ello. Teniendo en cuenta que se encontraban en mitad del bosque y que aquel lugar no cumplía con la más mínima medida de seguridad e higiene, cualquier cosa era posible.

—Me da la sensación de que no conoces demasiado el planeta. ¿Llevas poco tiempo?

—Imagino que esto es cosa del Conde, como no —ironizó Armin, no falto de razón—. La verdad es que voy y vengo continuamente. Cuando era un niño pasaba algo más de tiempo aquí, pero hace ya mucho de eso. Hacía casi un año desde la última vez que había pisado el planeta... y la verdad es que estaba a punto de irme de nuevo. No me gusta este sitio.

—¿Demasiado frío?

—Demasiados Dewinter juntos.

Armin dio el último bocado a su cena antes de tirar el plato en la misma caja donde lo había traído. El hombre había comido sin hambre ni gusto, más por hábito que por deseo, pero ahora que había llenado el estómago se sentía algo mejor. Demasiadas horas a los mandos del biplaza a veces le hacían perder la noción del tiempo. Y aquel día, le gustase o no, había conducido demasiado.

Se levantó y arrastró la silla hasta una de las esquinas de la sala. Una vez allí se acomodó en esta y tomó la bolsa donde guardaba sus pertenencias. Abrió la cremallera y sacó de su interior el fusil.

—Eh, eh, eh, cuidado con eso —advirtió Ana, sintiendo como el estómago se le cerraba de golpe al ver el peligroso cañón doble del arma—. ¿Realmente es necesario?

—Cállate y come. Si es necesario o no es cosa mía.

—Se me ha quitado el hambre, gracias.

Ana lanzó el plato a medio comer dentro de la caja, sin ganas. La cerró apoyando sus propias botas sobre la superficie, impidiendo así que pudiese volver a abrirse, y se subió sobre la incómoda y ruidosa cama. Las sábanas y mantas, tal y como rápidamente pudo percibir, apestaban a una mezcla de sudor y humo repugnante.

—Ni aposta podría estar más sucio.

—No estés tan segura. He visto lugares que te harían vomitar de solo mirarlos... y eso en sus mejores momentos.

—Genial. Dime que no es nuestro próximo destino.

—Mientras no abandonemos el planeta, no. Ese sitio, y otros tantos que conozco por el estilo, están muy lejos de aquí. Sighrith, dentro de lo que cabe, no está nada mal. Incluso las clases sociales más bajas tienen para comer. He estado en planetas donde los niños se matan por un puñado de arroz.

—Exagerado.

Armin hizo girar el arma entre las manos con elegancia. En su poder, no parecía pesar. La giraba y manipulaba a su gusto, haciéndola flotar entre sus dedos, sin dejar de tratarla con delicadeza y cuidado en ningún momento.

—¿Exagerado? —Esbozó una sonrisa sarcástica—. Más quisiera. Sighrith es un paraíso en comparación con lo que hay ahí fuera, Daniela. Tenéis suerte de que el Reino no os haya puesto en su punto de mira, de lo contrario ya estaríais acabados.

—¿El Reino? —Ana apartó las mantas y comprobó que, muy a su pesar, el cubrecolchón era tan repugnante o incluso más que el resto de las sábanas—. ¿Qué eres? ¿Un separatista? No sabía que aún existiese gente así. ¿Qué tienes en contra del Reino?

—Quizás yo no sepa demasiado de Sighrith —respondió Dewinter con cierta diversión—, pero está claro que tú no tienes ni idea del Reino. Y no, no soy un separatista. Según tú soy un granjero cazador, ¿recuerdas?

Apartó únicamente un instante la mirada del arma, la cual había empezado a desmontar para limpiarla con un trapo, para alzar la vista hacia Ana y sonreír. A diferencia de su hermano, Armin no era demasiado hablador, pero sí muy expresivo. Sus miradas, aunque muy escasas y aparentemente duras, a veces transmitían mucho más que las palabras. Y lo mismo sucedía con las muecas y las sonrisas.

Parecía mentira que Veryn y él fuesen hermanos.

—Bueno, podrías ser un granjero cazador separatista, ¿no te parece? El universo es grande: puede que haya un poco de todo. Por cierto, la cama da asco. Creo que voy a dormir en el suelo.

—Si lo que quieres es mantenerte caliente mete el saco de dormir entre las sábanas y las mantas. Por la mañana apestarás, pero al menos no morirás congelada.

Aunque la idea no resultaba demasiado atractiva, Ana decidió hacerle caso. Sacó del interior de su bolsa de viaje el saco de dormir, lo extendió sobre el cubrecolchón y, acto seguido, tras meterse dentro, se cubrió con las sábanas y mantas. Rápidamente, la temperatura empezó a ascender.

El cansancio empezó a apoderarse de ella.

—¿Cómo vas a dormir?

—En el armario hay mantas —respondió con sencillez, sin darle demasiada importancia—. Ahora duerme un rato, no tardaremos demasiado en ponernos de nuevo en camino.

—No sé de dónde sacas tanta energía —murmuró Ana, sintiendo el peso del sueño empezar a presionar sus párpados—. ¿Sois todos así? Los de tu familia, digo.

—Sí.

—Se nota. En mi familia también somos fuertes, aunque de otra forma. O al menos lo éramos. Ahora... Bueno. Ahora las cosas han cambiado. Buenas noches.

El canto de los pájaros despertó a Ana varias horas después. Hacía unos minutos que había empezado a amanecer, pero Armin no la había despertado. Tal y como lo había dejado la noche anterior, el hombre estaba demasiado concentrado en el mantenimiento de su arma como para darse cuenta de ello. No obstante, la temperatura ya empezaba a subir fuera por lo que el viaje tenía que continuar.

Lentamente, sintiendo los músculos aún agarrotados, Ana se incorporó en la cama. El hedor de las sábanas la había impregnado de un tufo insoportable por lo que, sin mediar palabra, fue directa a la ducha. Diez minutos después, congelada gracias al agua gélida que salía de la manguera de la ducha, pero con el hedor de la cama sustituido por el artificial perfume a menta del gel, regresó a la celda.

Armin ya la esperaba fuera, con todo preparado y el vehículo parado frente a la puerta.

—¿Nos vamos ya? ¿Sin desayunar?

—Te he metido algo de comer en la bolsa. Vamos, come durante el viaje. Aún nos queda un buen trecho.

Pararon un par de veces durante el viaje para comer y estirar las piernas, pero los parones no superaron los ocho minutos. Armin quería alcanzar la residencia del doctor aquella misma jornada y, a base de esfuerzo, lo consiguieron.

Durante el viaje no hablaron. Dewinter estaba plenamente concentrado en el trayecto y en mantener equilibrado el vehículo, así que ni apartaba la vista del frente ni despegaba los labios. Ana, por su parte, consciente de las circunstancias, tampoco decía nada. Aunque su cuerpo estuviese allí, en la parte trasera del biplaza con la mirada fija en la espalda del hombre, su mente estaba lejos, muy lejos, en los pasillos del castillo, preguntándose qué habría sido de los suyos. Y es que, le gustase o no, las jornadas iban pasando muy rápidamente.

Se preguntó qué habría sido de su padre. ¿Se habría dignado su hermano en darle un buen descanso? ¿O ni tan siquiera habría sido capaz de llevarle a la cripta donde le esperaba su madre?

El mero hecho de pensar en ello le llenaba los ojos de lágrimas. Por suerte, Armin no miraba atrás por lo que en ningún momento la pudo ver llorar. Tal y como había hecho hasta entonces, Ana seguía encerrada en su silencio, y así seguiría hasta que no tuviese más remedio que confesar sus secretos.



—La veo —anunció Armin en apenas un susurro. El hombre le tendió los binoculares a Ana para que lo comprobase con sus propios ojos—. ¿La ves? Apenas se ve solo la torre: el resto está tras aquella arboleda de pinos grisáceos.

Caía ya el anochecer cuando se detuvieron en el camino para comprobar que ya prácticamente habían alcanzado su objetivo. La residencia de Cerberus se alzaba ante ellos, a apenas unos metros, oculta entre la espesa naturaleza que los había acompañado hasta allí.

En unos minutos la alcanzarían.

Ana tardó unos segundos en localizarla, pero finalmente pudo ver la piedra negra que conformaba las paredes de la torre de observación. Desde la lejanía el edificio parecía antiguo y sucio, descuidado, como si estuviese abandonado, pero sabía que tan solo era la fachada. Por dentro, aquel lugar albergaba todo tipo de comodidades y lujos.

—Vaya, han pasado casi veinte años desde la última vez que estuve aquí y sigue igual.

—Sigamos. La noche está al caer y parece que va a volver a nevar.

Recorrieron los últimos metros con mayor lentitud, observando en silencio la sombría naturaleza que rodeaba la imponente mansión. En otros tiempos, los árboles que rodeaban el edificio se habían mostrado fuertes y sanos, con enormes ramas que se abrían dibujando poderosos contornos. Ahora, sin embargo, tan solo quedaban los restos de lo que parecían ser árboles y arbustos recientemente calcinados.

Armin detuvo el vehículo frente a la entrada, justo delante de la verja, y bajó para comprobar el estado de los árboles. Tal y como había imaginado a simple vista, el fuego había devorado aquella zona con fiereza recientemente.

Se volvió hacia la residencia. Si bien era cierto que los tres edificios que la componían estaban muy estropeados por el paso del tiempo, no había rastro alguno de que la estructura hubiese sido afectada por el fuego.

—¿Y el escudo térmico? —preguntó Ana con cierta inquietud, de pie frente a la puerta de entrada. Más allá de la alta verja metálica que rodeaba el edificio no había absolutamente nada—. ¿Por qué lo han quitado?

—¿A qué te refieres?

—Cerberus utilizaba el jardín a modo de invernadero —explicó—. Hace unos años instaló un escudo térmico que cubría desde la verja hasta lo alto de la torre. A simple vista era imperceptible, pero para aquellos que estamos acostumbrados a su uso es fácil identificarlo. Toda su parcela tenía un tono algo más rojizo. Ya te digo, es muy débil, casi imperceptible, pero...

—Puede que lo tenga averiado. Vamos, allí está el sensor de reconocimiento.

Juntos se acercaron al lateral derecho de la puerta, lugar en el que, integrado en la pared, estaba la consola de reconocimiento. Siguiendo el proceso habitual, Ana acercó el rostro, a la espera de que el sensor reaccionase ante su presencia, pero la pantalla no reaccionó. Parecía apagada.

Armin presionó varias teclas.

—No está activo.

Retrocedió varios metros, cogió del suelo una rama y la lanzó contra la parte superior de la verja, la zona de control. En cualquier otro momento, los sistemas de armamento instalados en las torretas de vigilancia habrían reaccionado alertadas por las cámaras de registro pulverizando la rama. En aquel entonces, sin embargo, no pasó nada. La rama pasó por encima de la verja libremente y cayó al otro lado, emitiendo un suave golpeteo al chocar contra la nieve.

—Parece que no hay nada activo, de hecho —reflexionó el hombre—. ¿Estás segura de que sigue viviendo aquí?

—Hasta donde yo sé, sí.

—De acuerdo. Vamos a echar un vistazo. Quédate detrás de mí, ¿eh? No te adelantes en ningún momento a no ser que yo te lo diga.

Se colgó al hombro el fusil y sacó del interior de su bolsa de viaje un pequeño terminal portátil que rápidamente arrancó. A continuación, bajo la atenta mirada de Ana, la cual no podía evitar que el nerviosismo se reflejase en su semblante, sacó un foco de luz y se lo entregó.

—No lo enciendas hasta que te lo ordene. Tengo la sensación de que ha habido algún tipo de fallo en la fuente de suministro energético.

Tras arrancar el sistema operativo del terminal, el cual era totalmente desconocido para Ana, Armin empezó a presionar la pantalla táctil con la punta de los dedos. Accedió a lo que parecía ser un programa propio y, con cada pulsación, empezaron a surgir cascadas y cascadas de datos. Ana, a su lado, intentaba comprender lo que la pantalla mostraba, pero los símbolos que aparecían en esta le resultaban totalmente desconocidos, y no tardó demasiado en perder el interés. La joven se acercó a la puerta principal con el foco de luz en la mano, confusa, y apoyó la mano sobre la superficie de metal de esta y empujó suavemente. Inmediatamente después, como consecuencia, los goznes emitieron un potente chirrido metálico al abrirse la puerta.

Ana empujó un poco más. Ante ella, totalmente congelado, apareció el espacioso patio de la residencia de Cerberus.

—Tal y como suponía —anunció Armin desde el biplaza, aún con la mirada fija en el terminal—. No hay ningún tipo de suministro energético activo. He hecho un barrido rápido de la zona, y mis sensores no detectan ningún tipo de onda. Eso significa que no hay ningún dispositivo activo ni indicio de actividad.

—¿Estás diciendo que está vacío?

—Esto parece. De todos modos, seamos precavidos. El doctor podría estar utilizando algún tipo de inhibidor de señal.

Dewinter frunció el ceño. Todo aquello empezaba a perder sentido. Cerberus era una persona normal y corriente, aquel tipo de conducta no le pegaba lo más mínimo.

—¿Y para qué demonios iba a usar eso?

—Bueno, quizás no quiera ser localizado fácilmente. Los controles y los barridos que hacen diariamente los satélites no tienen la misma capacidad de búsqueda que los sistemas de registro físicos. Quizás, el doctor no quiera ser detectado por la red de satélites. —Armin negó suavemente con la cabeza—. Da igual, sea como sea, vamos a echar un vistazo. Haya alguien o no ahí dentro, no hemos hecho un viaje tan largo como para no entrar.

Dewinter se adelantó unos pasos. Antes de cruzar el pórtico de entrada, el hombre extrajo del interior de su chaqueta una pistola y, utilizando la linterna que llevaba instalada sobre el cañón, se adentró en el patio. Tal y como había explicado Ana, había restos calcinados de lo que parecía la estructura del sistema de regadío del invernadero.

Se detuvieron a comprobar una de las células de energía. El cristal del lector del láser había sido partido en mil pedazos.

—No ha sido una sobrecarga: los cristales están dentro —explicó Armin tras un breve vistazo—. Tengo la sensación de que aquí dentro ha explotado algo.

—Creo que en la parte trasera del edificio principal tenían un cobertizo. Es posible que allí tuviesen almacenado el generador.

—Es posible.

Ambos alzaron la vista. Ante ellos, dividida en tres partes, un almacén, el edificio principal y la torre, la residencia del doctor Cerberus se alzaba impasible con sus altas y antiguas paredes oscuras cruelmente mermadas por el paso del tiempo. Desde la lejanía, los edificios se confundían con la maleza, reduciéndolos a sencillas estructuras de piedra sin mayor importancia. Desde cerca, sin embargo, la perspectiva las convertía en tres titanes negros que surgían de la nieve, ansiosos por rasgar el cielo con sus altos techos puntiagudos y sus ventanas en forma de medio arco.

Rápidamente, sin perder de vista en ningún momento los edificios, los dos viajeros se adentraron por el jardín hasta la parte trasera. A cada paso que daban podían sentir el crujido del hielo y las flores marchitas, la cerámica y las hojas al romperse bajo sus pies. En otros tiempos, aquel había sido un hermoso jardín lleno de flores aromáticas y medicinales. Ahora, sin embargo, no era más que un cementerio olvidado cubierto de hielo y nieve.

Encontraron en la parte trasera de la vivienda el culpable del incendio. Si bien en otros tiempos había sido la fuente de alimentación de todos los dispositivos de la casa, en aquel entonces, del cobertizo en cuyo interior había albergado la fuente de energía no quedaban más que los recuerdos. Quizás por una sobrecarga, o quizás por un cortocircuito, el núcleo de energía del generador había saltado por los aires arrastrando consigo todo cuanto le rodeaba. Ahora, en su lugar, tan solo quedaban escombros, un muro derrumbado y árboles chamuscados.

—Imagino que debió haber algún tipo de accidente por el cual el generador explotó —resumió Armin mientras iluminaba los restos de la máquina con la linterna del arma—. Si te fijas parece relativamente reciente.

—Cerberus y los suyos debieron irse por precaución. Sin un generador con el que alimentar el sistema de aclimatación no podrían haber sobrevivido.

—Bueno, podrían haberlo hecho, desde luego, pero no cómodamente. Este hombre está acostumbrado a vivir a todo tren: es normal que se haya ido. —Se encogió de hombros—. Una lástima. El viaje no ha servido para nada.

Ana alzó la vista hacia lo alto del edificio principal, pensativa. Muy probablemente Armin tuviese razón y Cerberus y los suyos hubiesen abandonado la vivienda después del accidente, pero Ana se resistía a creerlo. Después de tantos días de viaje, aventuras y accidentes vividos, se negaba a creer que todo hubiese sido en balde.

Paso a paso, la joven se acercó hasta los restos del muro derrumbado. A través de la gran brecha que la explosión había provocado se podía entrar en la parte trasera del edificio principal sin necesidad de forzar puertas o ventanas.

Encendió el foco e iluminó la estancia afectada. A simple vista parecía una cocina, aunque resultaba difícil asegurarlo con la cantidad de escombros que había por todas partes. Además, las paredes y el mobiliario estaban totalmente calcinados, por lo que resultaba complicado distinguirlo. Sea como fuere, era un buen sitio por el que empezar a buscar.

—Eh, ¿qué te he dicho? No te adelantes.

—Quiero entrar.

—Me parece muy bien, pero las cosas no funcionan así. Vas a obedecerme, ¿queda claro? Que yo sepa soy yo el de la pistola.

Armin alzó el arma que llevaba entre manos, como si Ana no se hubiese percatado de su presencia hasta entonces.

—¿Y para qué demonios quieres eso? —respondió ella, retrocediendo un par de pasos para dejar que se adelantase—. Estamos solos: tú mismo lo has dicho.

—He dicho que los sondeos no han detectado presencia de actividad alguna, no que estemos solos. Lo más probable es que no haya nadie, pero debemos ser precavidos: no quiero sorpresas. Vamos, detrás de mí... y apaga eso hasta que te diga que lo enciendas. ¿Es que estás sorda?

Ana apretó los dientes, furiosa, pero obedeció. En lo más profundo de su ser deseaba con todas sus fuerzas poder responderle y, seguramente, empezar a discutir a voz en grito, logrando así deshacerse del nerviosismo y la angustia que la atormentaba desde hacía días, pero sabía que era un error. Ahora dependía de aquel hombre y, hasta que no regresase junto a Tir, no tenía otra opción que permanecer a su lado. Además, Ana podía leer en su mirada que él también estaba nervioso. No lo expresaba abiertamente, ni seguramente nunca lo haría, pero la situación le inquietaba. Al parecer, Armin no había barajado aquella posibilidad.

—Bien, ahora te quiero en silencio, ¿de acuerdo? Ve detrás de mí y no te despegues. Ya casi no hay luz así que intentaremos alargar la vida de las baterías el máximo posible. Es por ello que no quiero que la enciendas, ¿lo entiendes?

—Lo entiendo.

—Entonces adelante.

Armin fue el primero en cruzar el muro. El interior de la cocina estaba totalmente sumido en la oscuridad, con el suelo bañado de nieve y el mobiliario enterrado en los escombros. Muchos de los electrodomésticos habían caído de sus estantes, llenando el suelo de vidrio, pero tal era la cantidad de nieve en la sala que ni tan siquiera se veían. No obstante, se escuchaban sus crujidos al pisarlos.

Poco a poco, siempre con el arma apuntando al frente, Ana y Armin fueron adentrándose en la vivienda. Recorrieron la cocina con precaución, asegurándose de que estaban solos, y una vez en el otro extremo, frente a la puerta de acceso al resto de la casa, se detuvieron. Dewinter comprobó que no hubiese nadie apoyando la oreja sobre la superficie de la puerta. Al parecer, el silencio era absoluto. O al menos en apariencia, claro. A continuación, siempre con sigilo, abrió la puerta y se adentraron en el edificio principal.



La residencia de Cerberus era enorme. Ana la recordaba grande, lo suficientemente grande como para que tanto ella como su hermano hubiesen podido jugar libremente por los pasillos y las salas sin romper nada. En su recuerdo, Elspeth y ella se habían perseguido, empujado y peleado por media casa. Curiosamente, la casa era aún más grande de lo que recordaba. Los pasillos eran más largos, las estancias más grandes y los techos, aquellos imponentes techos, más altos de lo que jamás habría podido llegar a imaginar.

Una desagradable sensación de soledad se apoderó de Ana al alcanzar el recibidor principal. La vivienda estaba claramente vacía, se notaba en el ambiente y en su silencio, en la falta de mantenimiento y de limpieza, pero también en su aura. Había algo en aquel lugar que evidenciaba que allí no solo no había nadie, sino que, además, había pasado algo. Algo grave y cruel que, oculto en la penumbra de los pisos superiores, aguardaba a ser descubierto.

Ana se detuvo a los pies de las escaleras principales y alzó la vista hacia lo alto del edificio. Armin, unos pasos por delante, no parecía haber notado nada. Él simplemente iba y venía iluminándolo todo con su haz de luz, en completa tensión. Con cada nueva forma y figura que la luz descubría, el hombre se tensaba más y más, como si esperase que, de un momento a otro, fuese a surgir algo de las mismísimas tinieblas. Ella, sin embargo, había notado algo. No había sido nada físico: ni un ruido ni una vibración. Simplemente había sido algo que, en lo más profundo de su ser, le había hecho comprender que en el piso superior había algo.

—Armin...

—Silencio.

Echaron un rápido vistazo por el piso inferior. Abrieron puertas, visitaron salas y salones y, tras casi veinte minutos de exploración sin éxito a lo largo y ancho de toda la planta, volvieron a las escaleras. El fuego apenas había pasado de la cocina, pero el hedor a abandono y a madera y hierro quemado se había extendido por toda la casa.

Decidieron subir las escaleras y seguir el recorrido por la planta superior. Mientras que en la inferior únicamente había salones, salas de lectura, un pequeño laboratorio y un despacho, el piso superior estaba compuesto por celdas privadas, la de mayor tamaño para el doctor, un salón de visitas sorprendentemente amplio y, en el fondo, una biblioteca a través de la cual se podía acceder a una sala de juegos privada.

Una a una, fueron visitando todas las celdas. La calidad del mobiliario y la amplitud de las estancias evidenciaba el nivel económico de su dueño, aunque también su soledad. Aparte de un par de celdas ocupadas por los miembros de su personal, normalmente la vivienda estaba vacía. Algunas camas estaban por estrenar, con las sábanas y la ropa de cama totalmente acartonada de la falta de uso, los armarios cerrados, con la llave intacta en la cerradura, y las ventanas totalmente cerradas. En aquellas estancias la decoración era muy sencilla, delicada y con encanto, con detalles florales en los muebles poco comunes e ilustraciones de lo más bucólicas en las paredes, pero tan fría que perfectamente podría ser la de una posada o un hotel. Además, se podía respirar el abandono y el vacío en el ambiente.

A continuación, visitaron la celda del doctor. Esta era bastante más grande y ostentosa que las otras, con decenas de libros sobre medicina rellenando sus estantes y grandes retratos de sí mismo colgados en la pared. Por los cuadros y las estatuillas que albergaba en las vitrinas y la ropa de su armario era de suponer que Cerberus era una persona un tanto extravagante, aunque tanto Ana como Armin le recordaban perfectamente trajeado y con su bata blanca, siempre correcto y formal. Quizás, como solía suceder con muchos otros hombres adinerados como él, Cerberus guardaba sus excentricidades para la intimidad.

—No parece haberse llevado nada —comentó Ana tras abrir varios cajones y comprobar su contenido—. Vaya, no sé lo que tendría, pero...

Armin lanzó un rápido vistazo al contenido de los cajones, pero no mostró demasiado interés. Toda su atención se concentraba en una de las esquinas de la sala, la cual, tras arrastrar una de las mesas y subirse sobre ella pudo comprobar más de cerca.

—Mira tú por donde...

Rascó el papel que cubría la pared con la uña hasta lograr destapar lo que se ocultaba debajo: un dispositivo de grabación. Tomó con cuidado el cable que lo unía al tendido energético y, tirando suavemente de este, fue dejando al descubierto todo el cableado y las cámaras.

Al parecer, además de excéntrico, Cerberus tenía especial interés en controlar todo lo que sucedía en su celda privada.

—Si tiene cámaras aquí es probable que haya otras tantas por toda la vivienda. Voy a echar un vistazo en el piso inferior. Estoy convencido de que si está en buen estado podremos saber lo que pasó. Tú date una vuelta por aquí si quieres. No parece que haya nada fuera de lugar, pero por si acaso mantén los ojos bien abiertos.

—Lo intentaré.

Ana esperó a que Armin se adelantara para salir al pasillo. Lanzó un último vistazo a la celda en busca de algún dispositivo de transmisiones y, decepcionada, se encaminó al resto de estancias. La lógica le decía que sin una fuente de energía que alimentase el dispositivo no podría establecer ninguna conexión, pero incluso así no perdía la esperanza. Larkin sabía de la existencia de algunas terminales con reservas energéticas independientes por lo que, quizás, con un poco de suerte, el viaje no iba a ser totalmente en balde.

La siguiente sala que visitó fue el salón, lugar que no tardó demasiado en abandonar. Armada ahora únicamente con su foco de luz, las sombras y las figuras surgían de las tinieblas con demasiada agresividad y de lugares muy inesperados como para no inquietarla. El salón había sido decorado con voluminosas estatuas humanas que provocaban que el avance fuera incluso peligroso, puesto que no parecían tener orden alguno. Las estatuas, simple y llanamente, aparecían en mitad del camino, sin previo aviso, logrando así que, en un par de ocasiones, incluso, Ana estuviese a punto de chocar. A causa de ello, sin mayor interés en profundizar en lo que sin lugar a dudas debía ser algún tipo de museo para el doctor, regresó al pasillo.

Al silencioso y oscuro pasillo.

No tardó demasiado en empezar a sugestionarse. A pesar de saber que Armin se encontraba en el piso inferior, el silencio y la intensa negrura del lugar no tardó en hacer mella en su determinación. Ana no era una persona que tuviese miedo a la noche ni a la soledad, pero en aquel entonces, rodeada por aquel entorno y en sus circunstancias, no pudo evitar que la mente empezara a jugar con ella. No obstante, incluso así, se obligó a sí misma a seguir adelante. Demostrar debilidad era algo que no podía permitirse.

Así pues, armándose de valor, Ana siguió con su avance hasta alcanzar las puertas de acceso a la biblioteca. Se detuvo frente a estas, consciente de que tras ellas aguardaba un nuevo reto, y cogió aire.

Procedente del otro lado del umbral se escuchó un golpe.

Primero uno suave, prácticamente imperceptible. Apenas una vibración. Pocos segundos después, sin embargo, hubo otro, seguido de otros tantos que, rápidamente, Ana reconoció como pasos.

Apoyó la oreja sobre la puerta y se concentró en el sonido.

Pasos, corriente de aire, susurros...

Un escalofrío recorrió su espalda al golpear algo la puerta por el otro lado. Ana retrocedió hasta alcanzar la pared contigua con la espalda, aterrorizada, y cubrió el haz de luz con ambas manos. Frente a ella, sumida en la oscuridad, la puerta aguardaba nuevamente en completo silencio.

Empezó a temblar.

—Ana, Ana, Ana... Maldita sea, ¿estás perdiendo la cabeza? —se dijo a sí misma, en apenas un susurro—. No hay nada... no hay nada. Ratas como mucho, y ni eso. Como mucho algún androide de servicio...

Se cubrió el rostro con las manos al empezar a escuchar de nuevo las voces procedentes de la sala. El sonido le resultaba difuso, extraño, incluso antinatural, como si sonase más en su mente que en el edificio, pero era tan real que rápidamente comprendió que no se trataba de una alucinación. Era demasiado real para serlo. Además, aquellas voces...

Obligándose a sí misma a mantener la cabeza fría, Ana acudió de nuevo junto a la puerta y se concentró en las voces. La sonoridad de la sala causaba un efecto extraño que hacía parecer que las voces se propagasen a todo su alrededor, alcanzando incluso el interior de su mente, pero por la vibración de los pasos que las acompañaba era evidente que procedían del interior de la sala.

Apoyó la oreja de nuevo y cerró los ojos. Si se concentraba, podía llegar a entender algunas de las palabras.

—¿... esta noche...? Creía que... tiempo.

—Este no es un plan..., Elspeth. Sighrith tiene las carac... tas... para que... one. Tranquilo, todo irá bien... tal y como te prometí. Tan solo quedan unas hor...

—De acuerdo.

Ana sintió un escalofrío recorrerle la espalda al reconocer a su hermano como el dueño de una de las voces. En un principio le había dado la sensación de que se parecía, pero únicamente había sido una impresión. Al escuchar su nombre, sin embargo, las dudas se habían esfumado. Elspeth estaba allí, al otro lado de la puerta. No sabía exactamente cómo ni por qué, pero estaba allí, a su alcance...

Volvió a hacerse el silencio. Ana intentó concentrarse de nuevo, consciente de que únicamente si liberaba su mente de emociones podría escucharle, pero en esta ocasión no lo consiguió. El silencio volvió a instaurarse en la sala y, como si jamás hubiese habido nadie allí, todo quedó desierto.

Durante un instante, Ana no supo qué hacer. La posibilidad de que todo fuese producto de su mente volvía a rondarle la cabeza. La mujer había estado sometida a mucha presión en los últimos días y, en el fondo, era cuestión de tiempo que algo así sucediese. Sin embargo, las voces y los ruidos habían sido tan reales que le costaba creer que aquello no fuese más que un engaño de su cerebro. Era demasiado complicado... Ella, en contra de lo que muchos empezasen a creer, no se había vuelto loca. Allí, al otro lado de la puerta, tenía que estar su hermano. No sabía ni cómo ni por qué, pero sabía que estaba allí, y lo iba a demostrar.

Tenía que demostrárselo a sí misma. Tenía que convencerse a sí misma de que seguía estando lo suficientemente serena para seguir adelante... y solo había una forma.

Ana tomó el pomo de la puerta y, decidida, lo giró. Escuchó el chirrido de los goznes al girar y, rápidamente, ya frente a la oscuridad total, cara a cara, cruzó el umbral y alzó su foco de luz...

El tiempo pareció detenerse a su alrededor. El haz de luz fue ascendiendo a cámara lenta, como temeroso de alcanzar su objetivo, hasta finalmente, tras varios segundos que le parecieron años, alcanzar su destino.

Y entonces lo vio todo.

La intensa oscuridad y neblina que reinaba en la estancia complicaba la visión, pero incluso así Ana comprendió de inmediato que, ante ella, de pie frente a lo que parecía un altar y rodeados de una salvaje y extravagante vegetación negruzca, había dos personas. Dos personas que ya había visto anteriormente, pero que, en aquel entonces, envueltos por el extraño halo que exudaba el inquietante lugar, parecían totalmente distintas. La primera, tal y como había sospechado, era su hermano. Elspeth, vestido con ropajes grises y el rostro pálido iluminado por los ojos teñidos de azabache, se encontraba a apenas unos metros, concentrado en la conversación que mantenía con su compañero. El otro, de negro y azul, era el hombre al que llamaban el Capitán: Bastian Rosseau. Juntos, el uno frente al otro, mantenían una tranquila conversación sobre lo que parecía ser el destino del edificio en el que en aquel entonces se encontraban.

O al menos la habían estado manteniendo hasta entonces. Con la repentina aparición de Ana, todo cambió. Los dos hombres se volvieron hacia ella, anonadados, con el rostro desencajado por la sorpresa, y durante unos segundos permanecieron en silencio, totalmente perplejos, contemplándola como si de una aparición se tratase. Ella, por su parte, no pudo más que parpadear un par de veces, incrédula, confusa por lo que tenía ante sus ojos. Ni aquella sala pertenecía a aquel lugar, ni las personas que la habitaban.

Era como si, por un instante, toda la realidad se hubiese mezclado ante ella.

Empezó a temblar, al borde de un ataque de pánico. Tal era su confusión que la cabeza empezaba a darle vueltas.

—¿Ana...? —murmuró Elspeth, estupefacto—. ¿Pero qué demonios...?

Lo miró instintivamente, confusa, asustada, como una niña aterrada miraría a su hermano mayor en busca de ayuda, pero rápidamente apartó la vista.

—¿Dónde estoy? —respondió Ana, con la voz temblorosa—. ¿Qué es esto?

Aún aturdido, Bastian Rosseau miró primero a uno, después al otro, y, rápidamente, recuperando al fin el control de la situación, dio un paso al frente. De los tres, él parecía el único capaz de comprender lo que estaba pasando.

Alzó el dedo índice, acusador.

—¡Cogedla! —gritó—. ¡Que no escape!

Inmediatamente después, a su alrededor, surgidos de la neblina que rodeaba a los dos hombres, varias figuras humanas se unieron a ellos. Ana apenas tuvo tiempo de ver sus caras, pues el instinto la hizo girar sobre sí misma y empezar a correr, pero nunca olvidaría el brillo de sus ojos. Aquel brillo negruzco que, por primera vez, le hizo comprender que no eran humanos.

Todo sucedió entonces muy deprisa. Ana intentó a correr hacia el pasillo, aterrorizada, consciente de que, más que nunca, tenía que ser más rápida que ellos, pero nada más salir chocó contra algo. No vio lo que fue, pues miraba aún hacia atrás cuando colisionó, pero ese algo logró hacerla caer de espaldas con tal violencia que Ana perdió la conciencia al instante.

No obstante, antes de desvanecerse, escuchó tres disparos.

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