Capítulo 1

Hacía meses que esperaba su regreso.

Su hermano solía venir de visita una vez al año. Siempre eran visitas cortas, de menos de una semana, pero al menos le servía para poder verse cara a cara. El resto del tiempo intentaba mantenerse en contacto con él a través de correos electrónicos y mensajería galáctica, pero no era lo mismo.

Su hermano no era una persona cualquiera, y desde que había tenido uso de razón lo había sabido. Elspeth Larkin era el hombre más inteligente y astuto que había conocido; justo y honrado, valiente y decidido, el mayor de los hermanos parecía cumplir con todos los requisitos que se esperaba de alguien como él. Su padre, el Rey Lenard Larkin, confiaba en que el día que faltase su hijo mayor sería su sustituto.

Su hermana se encontraba en las afueras del castillo cuando llegó la noticia de su retorno. Convertida en una de las caras más conocidas e influyentes del planeta desde que cumpliese la mayoría de edad hacía ya casi diez años, la joven viajaba a diario por toda la isla, deleitándose del afecto con el que era recibida allí donde iba. Visitaba los castillos de los condes y barones. De vez en cuando también asistía a alguna boda o entierro, aunque aquel tipo de eventos tan ceremoniales no solían ser de su gusto. Tampoco le gustaba demasiado viajar fuera de la isla. La Corona de Sighrith era un lugar agradable y rico en el que la pobreza no tenía cabida; más allá de sus costas, sin embargo, el planeta guardaba secretos que prefería no conocer.

Le gustaban aquellas recepciones. Cuando había visita, ante la ausencia de su hermano, ella solía convertirse en el centro de atención. Su padre le presentaba Parentes, Praetores y demás personalidades galácticas a las que ella no dudaba en cuidar y distraer durante su estancia en el planeta, como si de sus invitados se tratasen. Gracias a ello, poco a poco había ido tejiendo una pequeña red de contactos a lo largo de toda la galaxia y su nombre había llegado hasta el mismísimo Sistema Solar, lugar al que en varias ocasiones había sido invitada, pero al que aún nunca había ido.

Aunque disfrutase de aquellas visitas, ninguna era comparable a las de su hermano. Durante aquellos breves periodos de tiempo en los que se veían, ambos disfrutaban rememorando viejos tiempos y preparándose para el futuro que, a no ser que las cosas se truncasen, volverían a compartir.



—Debe estar usted encantada, Alteza. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya desde la última visita? ¿Quince meses? ¿Dieciséis?

—Dieciocho meses, doce días y veinte horas —corrigió ella con solemnidad, saboreando todas y cada una de las palabras—. Ni una más, ni una menos. Y sí, estoy encantada. Hace demasiado que espero su regreso. Va a tener que darme una muy buena explicación.

—Imagino que pertenecer a las flotas no es algo fácil. ¿Recuerda lo que explicaban los bellator de la última visita? ¡Hay veces que pasan años sin pisar tierra firme!

—Justine, ¿otra vez? —La mujer tomó el pintalabios con el que su ayudante se disponía a maquillarla y se lo aplicó ella misma, mirándose al espejo levitante del tocador. Mirase donde mirase, el espejo volaba hasta alcanzar su campo visual—. Mi hermano no es un simple bellum. Él es un Káiser, ¿recuerdas? No se encarga del trabajo sucio.

Avergonzada, Justine juntó las manos sobre el regazo y agachó la vista. Aunque los años transcurriesen y sus jóvenes Príncipes fueran creciendo y avanzando en sus respectivas carreras, para ella siempre seguirían siendo unos niños.

—Siempre se me olvida; perdóneme usted, Alteza.

Justine Everhood siempre había estado a su lado. La antigua ayudante de la Reina llevaba años trabajando para la familia Larkin. Siendo una niña, Justine había entrado al servicio de la familia gracias a su madre, de la cual había aprendido las funciones de la ayudante, y durante largos años había servido leal y discretamente a todas las mujeres de la Familia Real. Durante su juventud había sido una mujer hermosa de largos cabellos oscuros y mirada sincera, educada y tímida, por la que muchos de los nobles de los alrededores habían suspirado. Ahora, siendo ya una mujer de más de sesenta años, seguía tan hermosa y educada como siempre.

—Mi padre tampoco sabía nada sobre su llegada —prosiguió la joven.

Presionó el llamador para que el asistente mecánico acudiera a su encuentro. Se trataba de un diminuto androide volador de aspecto parecido al de una cigüeña cuya función era la de sujetar la ropa mientras su señora se desvestía. La joven dejó caer el vestido justo a tiempo para que el androide lo recogiese al vuelo y, volviéndose hacia su ayudante, empezó a desvestirse con su ayuda.

—Lo único que sabemos es que hace unos meses le asignaron una misión en un sector relativamente nuevo llamado Ariangard y que, al parecer, su retraso se debe a ello —prosiguió—. Hace semanas que no responde a mis mensajes, imagino que ha debido estar muy ocupado. Elspeth está en boca de todos.

—Desde luego, Alteza.

—Aunque se haya retrasado, y me deba una muy buena explicación por ello, le comprendo. Ya sabes cuánto ama la aventura. —La mujer sonrió, orgullosa—. Una vez se fue solo a Corona de Enoc... ¡Sin escolta! ¿Lo puedes creer?

—Siempre fue un hombre muy valiente.

—Será un buen Rey. Me pregunto cuándo llegará. Uno de sus hombres avisó de que sería hoy, pero aún no he visto la nave pasar. Me pasé toda la noche en vela, asomada a la ventana.

—Quizás se retrase, ya sabe usted como son estas cosas. No creo que navegar por el Universo sea fácil.

La joven dejó escapar una carcajada de pura alegría. Acabó de anudarse el pesado aunque vaporoso traje, se calzó los zapatos y, dispuesta ya a recogerse el cabello, se volvió hacia la puerta al escuchar a alguien golpear en ella. Intercambió una rápida mirada con Justine, sorprendida ante tal atrevimiento, pero no dijo nada.

La ayudante acudió a la puerta.

—Su Alteza está ocupada —advirtió con tono altivo, visiblemente ofendida—. Ya lo avisé hace unas...

—Lo sé, Justine —respondió una voz masculina al otro lado de la puerta. Ambas la reconocieron al instante—. Pero me envía el Rey. ¿Podría abrir?

Justine dudó por un instante, pero finalmente abrió, obedeciendo así la petición de la joven, la cual, rápidamente, acudió a su lado. Al otro lado de la puerta, elegantemente vestido con su uniforme de oficial blanco y negro, los colores propios de la familia, el jefe de seguridad del castillo, Vladimir Starkoff, hizo una ligera reverencia.

—Disculpe la molestia, Alteza, pero me manda su padre.

—¿Mi padre? —respondió la joven, sorprendida. Hasta la fecha nadie había osado interrumpir los preparativos previos al recibimiento del Príncipe. Sin lugar a dudas debía haber pasado algo importante—. ¿Qué ha pasado? ¿Está bien mi hermano? ¡No me digas que se retrasa!

—Para nada, Alteza. Al contrario. Su hermano se encuentra ya aquí, con su padre. Su llegada ha sido... repentina.

—¿Qué está aquí? —La mujer parpadeó repetidas veces, perpleja—. Pero eso es imposible, estuve toda la noche mirando por la ventana, a la espera de ver la nave y no apareció.

—No es la única —admitió—: yo también esperaba su llegada. No obstante, aquí está, Alteza, se lo puedo asegurar. Lo he visto con mis propios ojos. Al parecer ha venido con una nave de corto recorrido; la "Castigo de Hielo" se encuentra anclada al puerto de la Corona de Ylva, en el campamento militar.

Ninguna de las dos mujeres supo qué responder. Intercambiaron una breve mirada llena de confusión, incapaces de comprender aquel cambio de planes, pero finalmente asimilaron la información. Justine se apresuró a recoger el cabello de su señora con un par de horquillas laterales, le cubrió los hombros con la chaqueta en cuya espalda estaba grabada la heráldica de la casa Larkin y los tres salieron al corredor enmoquetado. Al final de este, rodeado de hermosos tapices y cuadros, aguardaba el elevador con las puertas abiertas.

—No lo entiendo —murmuró la joven mientras entraban en la cabina y se iniciaba el descenso—. Mi hermano siempre avisa con tiempo... ¿A qué se deben tantas prisas?

—Lo desconozco, Alteza, aunque... —Vladimir hizo una breve pausa, dubitativo—. Bueno, quizás se deba a que no venía solo.

—¿Viene con sus hombres?

Las puertas se abrieron lateralmente. Vladimir dejó paso a su señora, la cual salió seguida por su ayudante, y juntos retomaron el camino hacia la Sala de Audiencias.

—Viene con hombres, sí, pero no los que conocíamos hasta ahora.

—¿Quiénes son, entonces?

—Gente nueva, mi señora. Apenas me he quedado con un nombre o dos. Imagino que no tardará en conocerlos...

A pesar de la sorpresa que su repentina llegada había despertado en ella, la hermana del Príncipe no tardó en recuperar la sonrisa. Acompañado por nuevos agentes o no, lo importante era que había vuelto. Así pues, refulgiendo de pura alegría y con una amplia sonrisa grabada en el semblante, la joven fue abriéndose paso por los amplios y luminosos corredores del castillo hasta, tras pasar un largo corredor en cuyas paredes se encontraban los retratos de todos los miembros de la dinastía, alcanzar las grandes puertas de la Sala de Audiencias.

Vladimir se adelantó unos pasos para abrir.

—Alteza...

La joven atravesó el umbral de la puerta con el flamante vestido ondeando a su alrededor. Vestida totalmente de blanco, la joven se mostraba más hermosa que nunca, radiante y majestuosa como pocas veces.

Era, sin lugar a dudas, una de sus mejores entradas en escena. Su mejor sonrisa, su mejor vestido, sus mejores joyas...

Su mayor decepción.

—¡Elspeth! —exclamó.

Lejos de despertar la atención de los presentes, la mujer pasó totalmente desapercibida. Por un instante logró captar la atención de su padre, el cual dejó de conversar con su hermano y su acompañante para dedicarle una fugaz sonrisa, pero poco más. El resto, demasiado concentrados en la conversación, ni tan siquiera se molestaron en mirarla.

Perpleja, se detuvo por un instante para analizar la situación. Aquella mañana había muy poca gente en la sala; poquísima en comparación a otras ocasiones. Apenas había guardias, no había ni rastro de sirvientes y, desde luego, su hermano no había acudido con demasiados de sus hombres. De hecho, salvo un pequeño grupo de ocho, los cuales aguardaban al final de la sala, quietos como estatuas y con la mirada fija en su señor, y su acompañante, no había nadie más.

Del resto, no había ni rastro.

—¿Elspeth? —Volvió a insistir.

Su hermano se giró por un instante para mirarla. En aquellos últimos meses no había cambiado demasiado, pero le veía totalmente distinto. Sus ojos azules tenían un tono lúgubre y oscuro que jamás había visto hasta entonces. Su cabello castaño no tenía brillo alguno, la piel clara se mostraba apagada y su sonrisa, antes siempre presente, ahora había desaparecido, convirtiendo su rostro en una inquietante máscara de aparente indiferencia.

En su mirada no hubo reconocimiento alguno al verla.

—Ana —respondió al fin con frialdad. Su voz, siempre varonil y grave, sonaba especialmente intimidante aquella vez, como si no le perteneciese. Se obligó a sí mismo a sonreír—. Me alegro de verte, hermana. Ven, acércate, dame un beso.

Ana dudó por un instante. Si bien aquel era su hermano, de eso no cabía duda alguna, su comportamiento despertaba extraños sentimientos en ella. Aquella mirada y aquella extraña sonrisa no se correspondían a los del hombre que con tanto anhelo había esperado durante tantos meses.

Volvió la vista atrás, hacia la puerta. De pie junto al umbral, con la duda en la mirada, se encontraban Vladimir y Justine, visiblemente inquietos. Ambos notaban el cambio en Elspeth, y no eran los únicos. De pie frente a él, con una mezcla de emociones encontradas en el semblante, el Rey observaba a su hijo con cierto recelo.

Resultaba complicado reconocerle.

—¿Ana?

Dejando atrás las dudas, la joven obedeció al fin. Recorrió la distancia que aún les separaba y, sintiéndose extraña e incómoda, besó la mejilla de su hermano. Incluso el olor había cambiado en él. Seguidamente, desenterrando las buenas formas perdidas entre tanta confusión, volvió la mirada hacia el acompañante de su hermano y sonrió, situándose junto al Rey, de espaldas al trono.

Más que nunca se alegraba de que su padre estuviese allí.

—Yo también me alegro de verte, hermano.

—Desde luego. —Elspeth sonrió sin humor—. Permíteme que te presente a alguien, Ana: Bastian Rosseau, el capitán de mi nueva nave.

El capitán tomó su mano y se la besó con suavidad, respetuoso. A simple vista parecía un hombre cualquiera: alto, esbelto, de ojos y cabello castaño oscuro. Sus facciones eran bastante vulgares, carentes de atractivo obvio, pero había algo en su intimidante mirada lobuna que lograba captar la atención de las personas.

—Es un placer conocerla, Alteza —exclamó el hombre en apenas un siseo—. Su hermano me ha hablado tanto de usted que ya ansiaba conocerla.

Ana forzó la sonrisa. Aunque aquel hombre no debía tener más de diez años que su hermano, había algo en su aura que lo hacía parecer sorprendentemente mayor; anciano incluso. Parecía como si, de alguna forma, un hombre ya mayor dominase aquel cuerpo desde dentro, como un títere. Lógicamente, aquello no tenía sentido. Ana sabía que estaba siendo víctima del nerviosismo y de sus propios miedos, pues aquel Elspeth no era el que había esperado encontrar, pero era evidente que había algo extraño en él.

De hecho, tanto en él como en su hermano.

Parecía una persona totalmente distinta.

—¿Has cambiado de nave, hermano? —preguntó en apenas un susurro, apartando la mirada de los penetrantes ojos de Bastian Rosseau—. ¿Qué hay de la "Castigo de Hielo"? ¿Y tu uniforme? No sabía nada de todo esto.

—Ha habido cambios, sí —admitió Elspeth con un ligero asentimiento de cabeza—. Es una larga historia, pero te diré que la "Castigo de Hielo" queda en una etapa pasada. Ahora viajo a bordo de la "Cuervo", junto al Capitán Rosseau y sus tripulantes.

—¿Y qué hay de Cedrick?

Elspeth endureció la expresión al escuchar aquel nombre. Volvió la mirada hacia su padre, el cual observaba a su hijo con cierta cautela, y apretó los puños bajo las mangas, visiblemente ofendido. Rosseau, a su lado, en cambio, ni se inmutó. Simplemente esbozó una media sonrisa carente de humor e, imitando a su compañero, volvió la vista hacia el Rey, ignorando la pregunta.

Hasta la fecha, Cedrick Kindermart había sido la mano derecha y mejor amigo de Elspeth. Nacido en el seno de una de las familias más nobles de Sighrith, el joven Kindermart había sido criado y educado junto al Príncipe. Durante sus primeros años de vida, ambos se habían formado en el castillo del Rey, bajo las órdenes del antiguo jefe de la guardia y los mejores profesores de la época. A partir de los doce años, sin embargo, siguieron formándose en la Gran Academia Real de Sighrith, lugar en el que se habían licenciado y finalizado sus estudios. Una vez convertidos en hombres de provecho, ambos se alistaron a las flotas. Y durante muchos años viajaron juntos; unidos descubrieron el Universo, recorrieron decenas de mundos y, a grandes rasgos, se convirtieron en los grandes hombres que eran en aquel entonces.

De hecho, todos los años, absolutamente todos, Cedrick había acompañado a Larkin de regreso a su planeta de origen. Su fiel camarada le había guiado sano y salvo a casa, había mostrado sus respetos al Rey, un segundo padre ya para él, abrazado a su hermana y, llegado el momento, le había llevado de vuelta a la nave.

—Padre, me alegro enormemente de verte —dijo de repente Elspeth, con aparente sinceridad—. Hace meses que aguardaba este momento. Tengo muchas cosas que explicarte; cambios significativos sobre los que debemos hablar... pero no aquí ni ahora. ¿Qué tal si me das unas horas para descansar y asearme y nos reunimos más tarde? Me gustaría poder disfrutar de la comida contigo a solas.

—Podemos, desde luego —respondió Lenard Larkin con serenidad, conforme—. Me interesa saber de esos cambios de los que hablas. Me sorprende no ver a Cedrick por aquí, pero imagino que su ausencia tiene una buena explicación. Descansa unas horas, nos veremos más tarde.

Elspeth y Bastian asintieron al unísono, satisfechos, y se retiraron por la puerta principal, seguidos por el grupo de hombres que los habían acompañado. Cruzaron las puertas y, como si nunca hubiesen estado allí, se perdieron por el patio, convertidos en silenciosas sombras.

Desconcertada ante la sorprendente y fugaz visita, Ana tardó unos segundos en reaccionar. Contempló la puerta cerrada durante unos segundos, deseando que esta se volviese a abrir y que su hermano regresara con una buena explicación para su inquietante comportamiento, pero nada de aquello ocurrió. En lugar de ello, visiblemente pensativo, Lenard tomó asiento en su trono y ordenó tanto a Vladimir como a Justine que les dejasen solos.

A continuación, pidió a la joven que se acercase.

—¿Qué demonios le ha picado? —Se adelantó Ana con el ceño fruncido, incapaz de apartar la mirada de la puerta—. ¿Por qué se comporta así? Parece otro.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vino a visitarnos —respondió el Rey con sencillez—. Conociéndole imagino que no te ha explicado nada.

—¿Nada de qué?

Lenard esbozó una sonrisa triste. A veces Ana se preguntaba si le ocultaba algo. La carga de gobernar un planeta no era liviana precisamente, pero su padre siempre había sido un hombre fuerte. Además, Sighrith era un lugar tranquilo al que la guerra ni tan siquiera se asomaba. Sus asesores y consejeros le ayudaban y, desde hacía años, contaba con el apoyo de la clase alta y media del planeta. Así pues, no parecía haber respuesta alguna a su rápido declive... Siempre y cuando estuviese siendo sincero con ella, claro.

En lo más profundo de su ser, Ana sospechaba que algo estaba devorando la vida del Rey. Algo que no podía ver ni percibir, pero que sin lugar a dudas estaba allí, mermando sus defensas a la espera del momento oportuno para dar el golpe final.

—¿Qué sucede?

—No todos los planetas son tan tranquilos como este, Ana. Tu hermano se ha visto obligado a vivir unas circunstancias francamente complicadas por lo que, en cierto modo, es normal su cambio de actitud. Imagino que cuando te lo explique, si es que lo hace, lo entenderás. Hasta entonces espero que no se lo tengas en cuenta.

—¿A ti te lo ha contado? —Ana parpadeó con sorpresa—. ¿Y por qué a mí no? —Apretó los puños, furiosa— ¿¡Qué le ha pasado!? ¡¡Explícamelo!!

—Cuando llegue el momen...

—El momento ha llegado —insistió sin tan siquiera darse cuenta de la falta de respeto—. Vamos padre, ¡es lo justo! ¡Me lo merezco! ¡Llevo mucho tiempo esperando su regreso! ¡Me lo debe!

—Basta, Ana.

—¡Pero padre...!

Lenard no respondió; no fue necesario. El Rey dirigió una gélida mirada a su hija, e hizo un ligero gesto con la mano derecha para que se retirase. Nada más. Inmediatamente después, con el rostro contraído en una mueca de rabia que ni podía ni quiso disimular, Ana obedeció. Atravesó la sala a grandes zancadas, maldiciendo por lo bajo, abrió la puerta de un empujón y salió al corredor donde Justine y Vladimir la aguardaban en silencio, expectantes.

La primera hizo ademán de acercarse, deseosa de consolar a su joven Princesa tal y como siempre había hecho, pero Larkin no se lo permitió. Alzó la mano como acababa de hacer su padre, molesta, sirviéndose de aquel simple gesto para desembarazarse de sus sirvientes. Cruzó el pasillo hasta alcanzar la puerta de entrada principal al castillo, una vez fuera, con la luz de la fría mañana bañándole el rostro, descendió la escalinata de acceso hasta el patio y lo atravesó camino al ala este. Allí, rodeados por un alto muro de piedra se encontraban los establos. Y en su interior, perdido en sus pensamientos y sonriendo bobaliconamente mientras cepillaba la crin del mejor caballo, se encontraba Stan, el larguirucho y descerebrado primo de Cedrick Kindermart.

—Ensíllalo —ordenó la Princesa con brusquedad, sacando así al joven de su ensimismamiento.

—¿Qué lo ensille...? Oh... Oh...

Tal y como ocurría a diario desde hacía cinco años, el mozo de cuadra se sonrojó notablemente al cruzarse sus ojos con los de la hija del Rey. Dejó caer el cepillo al suelo, asustando al animal con el impacto, y durante un instante permaneció en silencio, cabizbajo, rojo como pocas veces. Ana, mientras tanto, ya había aprovechado para levantarse las faldas y saltar por encima de la verja del almacén en busca de la silla para su equino.

—Sí, que lo ensilles he dicho —insistió, alzando el tono de voz lo suficiente como para que varios de los caballos, cuyos oídos habían sido potenciados, se moviesen incómodos en sus establos—. ¿Dónde está la silla? La dejé aquí ayer...

Aún sonrojado, Stan entró tras ella en el almacén, arrastrando los pies. El mantener ordenado dicho lugar y a los animales bien cuidados y alimentados era su responsabilidad. Domarlos y enseñarles los trucos más básicos, aunque aquello ya le ocupaba menos tiempo. Los animales potenciados eran tan inteligentes que parecían capaces de leer la mente humana. Mantener el almacén limpio y ordenado, en cambio, era toda una odisea: allí había demasiadas cajas, sacos, divanes e instrumental que necesitaba ser utilizado continuamente, como para que se pudiese mantener el orden. No obstante, lo había logrado y se sentía muy orgulloso. Tanto que se negaba a que la nerviosa joven destrozase todo su trabajo en un minuto otra vez.

—Per... Perdone, Alteza —tartamudeó tras ella—. Si lo que busca es la silla...

—Sí, la silla. Busco la silla flexible—repitió ella. Ana abrió un par de cajoneras sin éxito y, tras dejarlas sobre el escritorio al que pertenecían, se encaminó hacia una de las torres de cajas—. La había dejado aquí mismo, guardada. ¿Dónde demonios se supone que la has metido? Es más, ¿¡qué ha pasado aquí!? ¿¡Por qué está tan...!?

—¿Ordenado? —El joven metió las manos en los amplios bolsillos de sus pantalones negros y se encogió de hombros. Le costaba expresarse—. Su padre lo ordenó, Alteza. Lo quería todo más limpio y ordenado que nunca. Además, se llevó su silla para evitar incidentes, "palabras textuales".

Ana abrió los ojos ampliamente, sorprendida, pero no le contradijo. Una vez más, su padre se había anticipado a sus actos.

Lanzó una patada al aire de pura impotencia y salió de nuevo al corredor central. A cada lado, silenciosos en sus establos, todos los caballos salvo el suyo aguardaban en el fondo de su cajón. Tir, en cambio, se mostraba tranquilo, a la espera de que la joven decidiese acabar el trabajo que Stan había dejado a medias.

Después de tantos años juntos, el caballo conocía casi tan bien las reacciones y comportamientos de su dueña como su padre.

Larkin recogió del suelo el cepillo que hasta entonces había estado utilizando el mozo y lo acercó a la cabeza del equino, dispuesta a peinarle. Le gustaba aquel caballo. -De hecho, le gustaba más que la mayoría de personas-. Tir era listo como pocos, leal y noble, pero tenía carácter, como ella. Había sido difícil domarle, pero ahora que al fin lo había logrado, eran inseparables.

El caballo olfateó el peine antes de ladear la cabeza y facilitarle así el trabajo.

—¿Puedo hacer algo por usted, Alteza?

Stan pasó al otro lado de la verja para colocarse junto a ella, a la altura del siguiente cajón.

—¿Has dado ya de comer a Tir?

—Por supuesto; siempre es el primero. Tir es un gran caballo.

—El único sin alteraciones —se enorgulleció ella—. Quizás no el más rápido ni el más fuerte, pero sí el más instintivo e inteligente. —Tomó la crin del animal con delicadeza entre los dedos y empezó a cepillarla suavemente—. El caballo de mi hermano... Se lo regalaron hace quince años, para su décimo cuarto cumpleaños. Creo que viene de la Corona de Ulrik, aunque no estoy muy segura. En aquel entonces yo era muy pequeña, pero recuerdo que el chico que lo trajo miró a mi hermano con envidia cuando su padre le obligó a darle las riendas. Creo que, de haber podido elegir, no se lo habría dado. —Se encogió de hombros—. En fin, me lo llevo.

Ana permaneció unos segundos en silencio, pensativa. Si bien había habido muchas cosas que la habían decepcionado del regreso de su hermano, lo que más le había entristecido había sido la ausencia de Cedrick, el más fiel e íntimo de todos sus compañeros.

Se preguntó qué habría sido de él. Por las palabras de su padre y el modo en el que este había reaccionado imaginaba que nada bueno, pero no podía evitar conjeturar. ¿Habría corrido el mismo destino que la otra nave? ¿O simplemente estaba esperando en la órbita el regreso de Elspeth para seguir con lo que fuera que estuviesen haciendo?

Ana lanzó una fugaz mirada a Stan. Por un instante tuvo la tentación de preguntarle sobre su primo. Aunque lo dudaba, no descartaba la posibilidad de que este conociese algo sobre su paradero. Después de todo, a pesar de la diferencia de edad y de estilo de vida, eran familia. Rápidamente descartó la posibilidad. Siguiendo los consejos de su padre, Ana prefería mantener las distancias con sus sirvientes, y más cuando estos eran muchachos de no más de quince años.

Al menos por el momento, tendría que esperar... Aunque no lo haría por mucho más tiempo. Si bien era cierto que no había sido invitada a la cena, Ana no se iba a conformar con un silencio a modo de respuesta a sus preguntas.

Ni muchísimo menos.

Apartó la crin del rostro del caballo para depositar un beso a modo de despedida. Su padre había hecho bien al quitarle la silla, de lo contrario, ya estaría lejos del castillo, fuera de sí.

—¿Está ya más tranquila?

—Desde luego. Cuida de Tir, por favor; tengo que irme.

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