Veintitrés
самота
Esa misma noche, la del 31 de agosto, en un tumultuoso bar en Slaveska Square, donde las fiestas por el aniversario de paz estaban aún en marcha a pesar de haber pasado la fecha ya hace dos días, un encuentro estaba por darse.
La música agitaba fuertemente las hormonas de la gente que mezclada con el licor generaban un calor incontenible, vivo reflejo de la pasión en sus corazones.
Crowe estaba entre esa ebria multitud.
El reloj marcaba las once y cuarto de la noche y, aunque era temprano, la mayoría ahí ya estaban en un estado lamentable de ebriedad. Crowe estaba, entre otras cosas, borracho y deprimido. Su cabeza giraba como si de un interminable carrusel se tratara; y su cuerpo poseía un vaivén enfermizo a cada paso que daba. Apenas apoyado sobre la barra, sus burdos intentos de coqueteo con la primera chica que veía se veían lógicamente truncados por el desinterés o el repudio a su aroma fortísimo a alcohol.
—Deberías estar sobrio antes de hablarme —le contestó de forma brusca una guapa mujer de cabello negro largo y ojos chispeantes—. Deberías dejar de beber.
—No es tan divertido esstando sobrio —balbuceó arrastrando las palabras—. Dime, ¿nunca lo hiciste con un ebrio?
La muchacha enarcó la ceja izquierda e inmediatamente rodó los ojos.
—Sí, mi novio tiene esa misma manía tuya de beber hasta que se olvida de su nombre, pero lo odio.
Y, aunque ella creyó que el vampiro retrocedería, la información parecía haberlo calentado más.
—Humm, puedo ser el amante. Será divertido.
—No lo creo, amigo —habló una ronca voz a espalda de Crowe.
La muchacha se relamió los labios con nerviosismo mientras veía al vampiro darse vuelta, de frente al susodicho novio de su ligue nocturno. El robusto licano era una cabeza y media más grande, con un cuerpo musculoso como de aquellos fisicoculturistas, cuyo ego era muy alto; su rostro, aunque atractivo, lucía terriblemente deformado por el disgusto de ver a un pobre ebrio flirteando con su chica.
Crowe supo al instante que de ello nada bueno podía salir.
—Será mejor que te marches —le gruñó.
—Pero yo quiero jugar con ella —replicó porque aún en la ebriedad no podía dejarse de nadie, incluso cuando ello significaba salir aporreado.
—Mejor juega conmigo.
—Ugh, no. Lo siento amigo, pero prefiero los pechos de tu novia.
El comentario colmó la paciencia del hombre que de un solo golpe tiró a Crowe de la banca donde estaba sentado, directo al piso en medio de un escandaloso jadeo largado por la muchacha. Su mejilla ardía y por dentro sus dientes se sacudieron. Saboreó su propia sangre con disgusto.
La señorita, cuyo nombre nunca preguntó en un acto de completo descuido, sujetó a su pareja por el brazo y le pidió que se detuviera. El hombre, aun así, se sacudió a la mujer de encima y amenazantemente se acercó al vampiro.
—Debo enseñarte modales, ¿o no sanguijuela?
—Quiero ver que lo intentes.
El licano lo tomó de la solapa de la camisa, así lo levantó del suelo y con la zurda apretada en un calloso puño, se preparó para golpearlo nuevamente. Crowe fue más rápido. Con la manopla de hierro que siempre llevaba consigo, un hábito adquirido durante los entrenamientos para el servicio vampiro, golpeó las costillas del hombre a través su delgada ropa negra, las púas se incrustaron en su carne y la plata en ella le quemó la piel. El lycan chilló y lo soltó de golpe.
Con una sonrisa áspera, Crowe volvió a golpearlo, esta vez al costado del rostro. El hombre, enardecido y fúrico, lanzó un puñetazo al estómago ajeno. Se quedó sin aire y medio sordo por el crujir de alguna de sus costillas. Maldijo, pero se irguió nuevamente en espera del siguiente ataque.
Fueron conscientes de que parte de la multitud los miraba asustados de un enfrentamiento entre un licano y un vampiro. De pronto llegaron dos guardianes vistiendo el uniforme negro. Crowe percibió el aroma de un conocido.
Leire Kirov.
La guardiana llevaba su castaña cabellera larga sujetada en lo alto de una coleta, mientras que su flequillo partido por la mitad se columpiaba a los costados de su rostro redondo. Ella se acercó con un arma en la mano, siendo seguido por un recluta, un humano de veinte años con poco menos de un mes en los Guardianes.
«Luce jodidamente caliente», pensó Crowe aún nublado por el licor.
—Les ordeno que se detengan —dijo ella con voz dura, irguiendo la cabeza y cuadrando los hombros.
Aunque era baja y gordita, su autoridad, o su reputación dentro de la organización hizo que las personas alrededor callaran al momento. Crowe sonrió torpemente e intentó dar un par de pasos hacia ella, trastabillando en el proceso. Leire lo miró con ojos afilados y detuvo su avance.
Crowe se fijó en la camisa negra que llevaba, tenía los primeros botones abiertos dejando ver un collar de oro que colgaba de su cuello. Su figura curvilínea se ajustaba con la tela y sus turgentes pechos resaltaban junto a sus anchas caderas. Le gustó verla así y la analizó por mucho más tiempo del que se tomó la primera vez.
—Crowe, sígueme —demandó antes de darse vuelta y salir del lugar.
Su ayudante le habló al licano y a la chica cuando Crowe caminó detrás de Leire. La entrada tenía un llamativo letrero de neón junto a enredaderas que cubrían parte de su pintoresca fachada. La muchacha guardó su arma en la funda de la cinturilla de su pantalón, entonces se recargó sobre el capó de su auto, una SUV color plata.
—Estás borracho.
Y pareció un reproche acusatorio que avergonzó a Crowe sin saber porqué.
—¿En qué diablos pensabas al meterte con ese licano?
—Quería..., diversión.
—Pues deberías actuar más como un hombre que como un niño —farfulló—. Sube al auto, te llevaré al aquelarre.
—No quiero regresar ahí —dijo y se alejó un paso.
—¿Y dónde planeas quedarte? No voy a abandonarte aquí para que sigas peleando y consigas que te maten.
De pronto, el rostro jovial de Crowe se volvió una mueca de lástima y sufrimiento. Su corazón antes agitado se golpeó suavemente contra sus costillas y casi pareció detenerse por un segundo.
—Sube al auto —demandó nuevamente.
—Ya dije que no-
—No voy a llevarte a la mansión. Iremos a mi casa..., supongo que ahí estarás mejor que en medio de la calle.
****
El viaje fue silencioso hasta que llegaron a la pequeña zona residencial cerca de la estación central de trenes de Sofía. Aparcó el auto frente a una pintoresca casa de dos pisos con un jardín bien cuidado. De color café claro con paredes blancas y pilares de caoba. Aunque era pequeño, era el hogar que encontró Leire al llegar a la ciudad. Ella era bastante reservada, callada cual ratón, pero carismática en el exterior. Aun cuando lucía como un dulce ángel de mejillas rellenas y sonrosadas, ojos verdes, nariz respingada y labios finos, dotes herencia de su madre; era también un arma letal de quien los guardianes se enorgullecían.
Ella nació la mañana del 18 de octubre de 1999 en el seno de una familia de clase media originaria de Plovdiv. Sus padres, una maestra y un policía, eran un matrimonio disfuncional que con los años se volvió una guerra que pusieron fin con el divorcio. Queriendo escapar de su negro pasado junto a personas que muy poco la apoyaron, viajó a Sofía, donde conoció a los Guardianes la primera noche. Lucharon contra infectados justo en la estación de trenes, y varias personas murieron entonces. El ataque rojo a los trenes, fue como lo llamaron los dramáticos periodistas. O quizás el drama explícito en la frase no lograba describir cuan sangriento fue en realidad.
Tiempo después, y guiada por su fascinación por ellos, se enlistó ansiosa de formar parte de la organización surgida a raíz del Pacto de Paz y quienes eran los agentes neutros de paz.
Con los años adquirió una pequeña casa, justo frente a la estación, algo melancólico que le recordaría siempre cómo empezó todo. Tal vez no era mucho, pero ello lo tenía a base de trabajo duro, aquel que implicaba luchar contra inmortales arrogantes que la miraban por encima del hombro. A muchos de ellos los dejó con la mandíbula en el piso.
Esa noche, al ser casi las doce, se sentía agitada y descontrolada. Llevar a Crowe a su casa no debería suponer gran problema, no cuando era una mujer adulta de veinte y dos años, pero actuaba como una adolescente con su primer novio y su situación estaba muy lejos de encajar con dicha definición.
Pero ella sí lo quería a él.
—Quería encontrar a alguien —balbuceó Crowe con la mirada fija en la calle frente a él, aún sentado dentro del auto—. Siempre me siento absurdamente necesitado de una atención que jamás he tenido.
—¿Te refieres a..., amor?
Crowe asintió con la cabeza sin mucho ánimo.
—Pero..., eres muy guapo —se atrevió a decirle.
—Las mujeres, o quizás la clase de mujeres que frecuento, solo se fijan en eso y les importa muy poco conocer lo que hay detrás. He tenido una novia, la verdad —confesó—, era una humana llamada Karolina. Creo que fue en 1977. La conocí en una fiesta y me pareció la mujer más preciosa de todas. Su cabello era dorado y sus ojos azules como el mar; su belleza era algo que me gustaba admirar. Salimos un par de veces..., pero no funcionó.
—¿Por qué no?
—Ella murió.
El rostro de Crowe se ensombreció y por primera vez en la noche bajó la mirada.
—En el 2001 y le ofrecí la inmortalidad, aun cuando podía ser demasiado joven como para intentarlo, lo hubiese hecho por ella, por verla a mi lado siempre —suspiró perdido en el recuerdo de aquella mujer—. Se negó, dijo que no soportaría ver a su familia morir mientras ella seguía con vida, y se aferró a su fragilidad. Supuso que así sería mejor.
—¿Qué ocurrió después?
—Continuamos viéndonos por muchos años, pero más tarde ella empezó a cambiar. Estaba envejeciendo y yo seguía siendo lo que hoy. Aunque yo la amara mucho, Karolina pensó que no podíamos seguir así. Nos despedimos por última vez y fue cuando se enamoró, se casó y a su lado murió. Yo fui a verla esa noche; nunca pude permanecer alejado sin saber lo que le sucedía. Me dijo que el destino me traería a alguien con quien sí pudiera estar —soltó una amarga risa que se cuarteó con su voz en el medio de su garganta—. Eso jamás pasó.
Leire sintió un golpe en el pecho que bajó hasta su estómago.
—¿Por eso siempre estás rodeado de mujeres, porque quieres reemplazarla?
—No puedo reemplazarla —dijo rotundamente—. Solo trato de seguir con mi vida.
—Pues ella tuvo razón, has de encontrar a alguien que quiera estar contigo, pero, en mi opinión, buscarla en un bar lleno de personas ebrias no es el mejor lugar. Buscas una relación honesta, no un ligue de una noche.
—¿Cómo podrías saberlo tú?
Leire frunció el entrecejo y los labios; nuevamente sintió un golpe en el pecho.
Por supuesto que Crowe pensaba de ella una mujer sin gracia ni atractiva, y mucho menos la consideraba buena consejera en temas del amor cuando era totalmente reacia a conocer hombres. Aun así, no dejaba de ser doloroso.
—Puedo no ser del tipo de mujer que tú frecuentas, o del tipo que a cualquier hombre le gustaría, pero al menos soy más sensata. Dime, ¿qué clase de mujer esperas encontrar en un bar? No creo que las del tipo de relaciones largas, o eso has comprobado hasta ahora —farfulló y salió del auto dando un sonoro portazo. Crowe la siguió fuera.
—No era a eso a lo que me refería.
—Y entonces, ¿a qué te referías?
Crowe la recorrió con la mirada, pasando sus ojos negros por cada pequeño pedazo de piel expuesta, y, saboreando el calor que irradiaba ese cuerpo relleno. Su mente, poco conmocionada por la borrachera, se las apañó para pensar correctamente antes de hablar.
—Te veo como una mujer independiente y fuerte, alguien que, a diferencia de mí, sí sabe escoger las relaciones, no dejarse llevar por ellas.
—Eso no significa que no conozca lo que es que te lastimen. Mírame. No soy una mujer tan bonita como las demás, y, lamentablemente, eso es en lo primero en lo que se fijan los hombres —suspiró y le confesó algo que francamente le dolía—. Sí, he sido el ligue de una noche de muchos chicos y, créeme, no es una situación conveniente ni para enamorarte ni para considerar algo serio. Un ligue no es más que eso, y no se puede exigir lo contrario.
—¿Quién podría lastimarte a ti? Eres encantadora.
Aunque era un elogio, Leire temía contestarle, quizás por herirlo de la forma que en ese momento no necesitaba, pero estaban siendo sinceros ambos.
—Hombres iguales a ti —musitó sin mirarlo a la cara—. No es que seas un mal chico, es solo que las personas como tú-
—¿Como yo?
—Mujeriegos, casanovas...
Crowe esbozó una tenue sonrisa. Él mismo se reconocía como tal, aunque no estaba muy orgulloso de ello. Siempre se comportó igual a uno, a fin de cuentas, y su mera reputación lo catalogaba así. Un hombre de muy difícil acceso al corazón, pero siempre dispuesto a un romance fugaz y utópico.
—Esa clase de hombres creen que es entretenido jugar con los sentimientos de las personas —completó Leire con aire apagado.
—¿Cuántas veces te han lastimado?
—Más de las que me gustaría admitir. Supongo que no soy tan buena eligiendo a mis parejas tampoco.
Crowe soltó una carcajada baja.
—Me disculpo en nombre del nefasto gremio al que pertenezco.
Leire sonrió.
—Ven, hace frío.
La casa por dentro tenía el estilo Leire. Colores terrosos y muchas plantas en la estancia principal. Un aroma dulce estaba esparcido por todo el lugar, el perfume de la muchacha que olía a romero y vainilla. La lámpara del techo, rectangular y de luz amarilla, le causó incomodidad a Crowe, pues sus enrojecidos ojos no toleraron bien el cambio de luz.
—Pero estás de turno —mencionó vagamente el vampiro.
—Está bien, solo me quedaba media hora más —dijo y pasó a la cocina—. ¿Quieres un café? Necesitas algo para esa resaca.
—Necesito algo de sangre, en realidad.
—No tengo sangre aquí... Supongo que tendrás que esperar a regresar a tu aquelarre —murmuró mientras se servía una taza de café.
Regresó a la sala y se sentó junto a Crowe. El vampiro tenía la cabeza echada contra el respaldo del sofá, con los ojos cerrados, suspirando de cuando en cuando.
—Tengo sed —musitó adormilado.
—¿Agua?
Él negó con la cabeza.
—¿Café?
Volvió a negar.
—¿Entonces?
—Tu sangre.
Abrió los ojos y su color había cambiado. El negro se disipó en medio del helado celeste brillante con rajas delgadas de azul oscuro. No fue el único cambio, sus colmillos salieron con ganas de penetrar la carne de la mujer. Guiado por el aroma de la sangre que corría por las venas de la fémina, Crowe se irguió.
—No puedes morderme.
Él sonrió de forma pícara.
—¿Y qué si quiero hacerlo?
—Estás ebrio.
—No es más que una excusa.
Y dicho eso, Crowe tomó la navaja que yacía enfundada en el cinto alrededor del muslo de la chica, alcanzó su brazo y realizó un muy suave corte. Leire siseó, mas no se movió ni un ápice. Él empezó a beber, y gimió de gusto ante ese común sabor de la sangre humana que en ese momento le sabía tal como la dulce miel. Ella tembló, conteniendo un jadeo en la garganta. Su piel ardía y se sentía muy húmeda, como el resto de su cuerpo precoz.
—C-Crowe, para.
Aunque intentó alejarlo, el vampiro parecía o demasiado hambriento o demasiado encandilado por la sangre. Como fuere, no soltó el brazo de Leire hasta que se sintió brevemente satisfecho. Ella vio la pequeña herida que alrededor tenía marcas rojas y brillantes. Crowe la miró a los ojos.
Leire tuvo miedo.
—Perdóname.
Sorpresivamente, Crowe saltó contra Leire y besó sus labios, dejándola probar su propia sangre. Acarició con su lengua la de la mujer, jugueteó y probó su textura, palpando las paredes de la húmeda cueva.
Leire se dejó besar por mero capricho propio, aun cuando sabía que no era la mejor idea que podría ocurrírsele. Solo era un beso, creía ella. Pero, entonces, sintió las manos de Crowe acariciar su cintura. Fue incómodo, mas pronto esas caricias y los besos le elevaron la temperatura hasta que su juicio se nubló.
Los botones de su camisa se abrieron y su busto prominente saltó a la vista a penas cubierto por el sujetador negro de encaje.
—¿Puedo? —le preguntó y Leire no supo qué responderle—. Prometo regalarte un delicioso orgasmo.
Leire lo besó dándole permiso de hacer con ella cuanto quisiera.
—Soledad—
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