Veinticinco
отчаяние
Jez miró nuevamente el mapa del viejo castillo del Concilio que le dio Viktoria. El lugar era una enorme fortaleza con trampas en lugares propicios y de complicado acceso. Bajó al sótano de la mansión y se montó en el auto de su jefa.
Salió rumbo al castillo.
Viktoria le ordenó que fuera esa noche en busca de las reliquias de los inmortales ocultas en una habitación del castillo, cuya custodia estaba en manos de los guardianes.
Las reliquias eran antiguos poderes que muy pocos conocían y sobre los cuales escasa información había.
Sin embargo, Jez apenas comprendió lo que quería hacer Viktoria.
—Necesito que me traigas la sangre del primer vampiro —le ordenó—. En el castillo, en el ala este, hay una habitación custodiada y cuya apertura se hace con una clave, los miembros del Concilio la tenemos.
Jez tomó el papel donde estaba escrito el número y lo revisó. 49086.
—¿Para qué lo quieres?
—El Jade Blanco se ha vuelto inestable, como hace muchos años, y es más peligroso que antes, supongo que es por la sangre que le inyecté días atrás. Aspiro a tomar Sofía pronto, tanto como sea posible, pero creo que él no resistirá lo suficiente. Morirá después de la batalla —reveló sin pesar alguno—. Y él supone mi seguro contra insurgentes, y sin él debo encontrar la forma de mantenerme en el poder.
—¿Entonces?
—Yo puedo convertirme en una criatura casi tan peligrosa como Azariel —reveló con el pecho hinchado de orgullo—. La sangre de los primeros inmortales es un arma de doble filo para aquellos que no los conocen, y hay muy poca información que vuelve a casi todos unos ignorantes. Sin embargo, las líneas deben ser compatibles para poder mezclarse, especialmente tratándose de mayores.
El rostro de Jez de pleno desconocimiento no fue nuevo para Viktoria, pues ella bien sabía cuan corta de entendimiento era esa masa de músculo y testosterona. Aunque le era fiel, no era el secuaz más inteligente de la tierra y tendía a dar más problemas que soluciones.
—Si yo tomara la sangre del primer licano, el virus poco desarrollado podría matarme, pero la de un vampiro, aunque mataría a uno joven, a mí no me pasaría lo mismo —habló recordando las notas de su investigación, y luego con seguridad aseveró—. El gen mutará dentro de mi cuerpo y se acoplará para volverme casi tan peligrosa como el Jade Blanco.
Aunque Jez creía que Viktoria era ya lo suficientemente poderosa, siendo que era una vampiresa anciana y líder del aquelarre, lograba entender que sin Azariel, ella necesitaría más que solo su fortaleza y experiencia.
Llegó al Castillo cuyo perímetro estaba custodiado por los guardianes. A pesar de no estar en sesión, la custodia del lugar seguía siendo impresionante. En un perímetro de tres kilómetros a la redonda se apostaban los guardines, vampiros y licanos. Un par de lámparas iluminaban el sector, pero la mayoría de ellas estaban apagadas. Pronto se daría el cambio de guardia que sería el momento propicio para que Jez entrara sin ser visto, y sin dejar un rastro de aroma.
Escabulléndose entre los matorrales, empapándose del aroma a tierra y hierba, cruzó por debajo del puente y al verlos retirarse, escaló por la oscura pared lateral hasta la torre este. La ventana estaba abierta. Entró y cayó a dos pasillos de la zona restringida donde se guardaban las reliquias. No fue lo suficientemente silencioso, aparentemente, pues escuchó los pasos firmes del guardián de la entrada. Escondido tras un pilar lo esperó. Era una mujer, una humana alta y de mirada aguda. Sería muy sencillo y menos problemático que matar a un inmortal.
Su revolver, una glock nueve milímetros con silenciador, disparó la bala que golpeó la cabeza de la muchacha. No hubo gritos ni alaridos, solo el golpe seco de su cuerpo al impactar contra el piso. Sin detenerse a mirarla, cruzó por el pasillo, luego fue dos veces a la derecha. Frente a él estaba la gruesa entrada negra de metal con el panel de acceso. Los números sonaron melódicamente antes de abrir la puerta.
Los candelabros encendidos iluminaban vagamente la habitación donde las sombras cubrían muchos ángulos. En el centro había tres pedestales, en el más grande estaba el pergamino original del Pacto de Paz firmado al terminar las Guerras Rojas por los bandos y un veedor enviado de Rumania. Detrás. Dos apoyos más pequeños sostenían los alargados frascos que eran conocidos como las reliquias de los inmortales. Cada uno tenía una placa con el nombre de su dueño.
Melkan Yankov, el primer licano, asesinado a manos de su propia esposa un siglo antes de las Guerras Rojas. Su hijo, Andre, fue líder de un batallón de hombres lobo durante las batallas, quien murió en un atentado a la base de Plovdiv junto a medio millar de guerreros.
Y Juliana Radev, la madre de todos los vampiros, quien desapareció hace más de tres siglos y nadie volvió a saber de ella.
En las paredes de piedra de la recámara lucían largas placas con los nombres de los muertos en batalla, de aquellos de quienes se logró conocer la identidad, pues en los primeros años de la guerra, los bandos eran tan agresivos que no dejaban rastro alguno de sus oponentes. Bombardeos, incendios, explosiones, y desapariciones.
Aunque la guerra se conocía por ser un conflicto entre inmortales, fueron los intolerantes y celosos humanos quienes encendieron la chispa del odio al querer expulsarlos de sus tierras, y al no lograrlo, optaron por una estrategia diferente: poner a unos contra otros, así vampiros y hombres lobo se erradicarían solos.
Y casi funcionó, pero varias décadas más tarde, cuando la paz era el único camino, los humanos reconocieron sus errores en silencio y apoyaron el armisticio.
La habitación, así como el resto del castillo, constaba de cámaras de seguridad en las esquinas, pero la máscara en el rostro de Jez salvaría su pellejo de ser descubierto.
Caminó hasta las reliquias. El aroma de la sangre le era profundamente molesto.
A pesar de que Juliana fue vampiro como él, su virus poco mutado y el tiempo que llevaba ahí, bajo una consistencia viscosa, le causó asco. Frunciendo la nariz, estiró la mano para tomar el bote, pero la advertencia de Viktoria volvió a su cabeza.
—Recuerda, por mucho que tengas la clave, eso no significa que las trampas dentro se desactiven, eso es algo que únicamente Gabriella puede hacer. Las reliquias están resguardadas por seguridad muy sutil, pero si cometes un solo error alertarás a todos y estarás muerto.
Apartándose un paso empezó a analizar el pedestal. Agudizando la mirada encontró las finas hileras de hierro afilado que rodeaban el frasco como una jaula. A sabiendas de que sería imposible desactivarlas, lo único que le quedaba era ser cauteloso y evitarlas. Trató de meter la mano a través de los barrotes, pero el metal le cortó la piel y se clavó con delgadas agujas sobre su carne.
—Maldita sea —gruñó en tono bajo, aguantándose las ganas de gritar—. Puta madre.
Tironeó su mano, pero las agujas se hundieron más en su piel hasta que la atravesaron por completo. La sangre salió y rápidamente cubrió su miembro; cayó en forma de gruesas gotas contra la piedra.
Desesperado, Jez no supo cómo librarse de la trampa sin perder la mano porque por mucho que luchaba, nada conseguía y más daño se hacía. La alarma empezó a sonar al activarse con la trampa. Pronto, la habitación estaría repleta de Guardianes que lo encarcelarían por el atentado.
Refunfuñando, tiró su mano con fuerza, demasiada, hasta que logró sacarla de la trampa, pero un sonido suave le dijo que las agujas se arrancaron del fino fierro y quedaron incrustadas en su carne.
Su pulso temblaba al igual que su mano ensangrentada. Supo que por el metal dañando su carne, tardaría mucho en curarse. Aunque podría nuevamente intentar tomar la reliquia, no sabía si al hacerlo volvería a quedar atrapado, y entonces los guardianes sí lo atraparían. Salió corriendo del salón, escuchando las pisadas de los custodios al subir por las escaleras. Saltó por la ventana del pasillo hasta el robusto árbol de enfrente, y entre las ramas y el follaje se escabulló como una serpiente.
—¡Un vampiro! —escuchó la voz de uno de los guardines que se acercaban.
Bajó del árbol a carreras y subió al auto, entonces arrancó con las llantas chirriando sobre la tierra. Escuchó a lo lejos los gruñidos de los licanos al transformarse, quienes luego corrían tras el coche. Maldiciendo, tomó su celular con su mano herida y llamó a Viktoria.
—¿Lo tienes?
—¡No, maldita sea, no! Caí en una de las trampas.
La escuchó bisbisear un insulto, pero no le dio importancia.
—Te dije que debías ser cuidadoso, joder.
—¡Lo fui, pero casi pierdo la mano por esto!
—¿Dejaste algún rastro?
—Mi sangre..., por todo el pasillo.
Nuevamente ella bramó.
—Te veré en el viejo puente Brenegh.
Colgó.
Aceleró el auto y tomó rumbo hacia el río, cerca de un distrito poco poblado y dejado de todos, donde una vez estuvo instalada una fábrica textil. Los licanos le pisaban los talones, y supo, por el ruido de unas sirenas, que una patrulla lo seguía también. Entró a la concurrida avenida y ahí logró perder a los hombres lobo. Cruzando por las calles junto a la pequeña zona residencial de Rogen, llegó al Iskar. Estacionó frente al destartalado puente de madera, a un costado de Viktoria.
La vampiresa lucía peculiarmente serena, y esa actitud era peligrosa cuando Jez apostaba que por dentro estaba furibunda.
—Siempre supe que eras un inútil, pero nunca creí que llegarías a decepcionarme tanto.
—No fue mi culpa.
—Ya da igual —le cortó—. Pero dejaste un rastro y ellos lo seguirán hasta ti, y probablemente hasta mí. No puedo permitirlo.
—¿Qué haremos entonces?
—Tranquilo, yo me haré cargo.
—¿Cómo?
—Deshaciéndome de ti —dijo y de pantalón sacó un revolver con el que le disparó tres veces a Jez: una en el pecho, otra en el estómago y una en la pierna.
El cuerpo del joven vampiro cayó contra el piso quejándose por el dolor. Aunque las heridas no eran graves para un inmortal, Viktoria tenía otros planes.
Ella se acuclilló frente a su secuaz y mirándolo con desdén, le dijo:
—Tú eres el único vínculo entre lo que ocurrió esta noche conmigo; de hecho, eres el único que sabe de mis actos. No puedo decir que de haber sido más inteligente y competente no te hubiese matado, pero seguramente no de esta manera —habló acariciándole el pecho, rasguñándolo con sus uñas largas y pintadas de negro—. ¿Recuerdas lo que te dije hace tiempo? Un crimen es perfecto cuando solo uno conoce los secretos de él.
Dejó una granada abierta sobre el pecho del muchacho antes de pararse y apartarse, entonces lanzó otra contra el auto.
—En tu próxima vida, recuerda ser menos ingenuo.
La bomba sobre el pecho de Jez estalló en una bruma caliente de colores rojizos y amarillentos que pronto se mezcló con la nueva explosión del auto. Partes y pedazos de Jez era todo lo que las llamas consumirían y ningún rastro de ellos quedaría. El mismo calor que hervía encima el metal del coche y abrazaba los huesos del vampiro empezó a consumir los cimientos del viejo puente, desde abajo, hasta que se desplomó en el río en medio del crujido de la madera podrida.
Viktoria lo vio todo desde lejos antes de marcharse en su auto a prisas, sosteniendo en su rostro una sonrisa complacida.
El único testigo de sus crímenes había muerto y con ello, todo quedaba entre dos asesinos: Viktoria y el Jade Blanco, y pronto solo ella sabría de esos crímenes.
****
Azariel dormía sobre el pecho de Daren, con tranquilidad y calma como nunca la tuvo. Aunque era cerca de la madrugada y el licano tenía un turno que cumplir, no podía dejar al Jade Blanco cuando sabía cuan intranquilo estuvo todo el día, apenas apaciguado ese sentimiento con la satisfacción de estar juntos.
Le envió un mensaje a Gabriela excusándose por no poder ir, y dejando al mando de su unidad a Ciaran. Daren juraba que la astucia de la mujer la llevó a deducir que nuevamente se trataba de Azariel, pero no dijo nada y simplemente se lo concedió, según ella, por haber acudido a ayudar cuando se dieron los atentados a los albergues.
El cabello castaño claro ondulado le acariciaba la piel provocándole un inusual cosquilleo. Lo vio dormirse después de muy poco, luego de cenar, Azariel cayó rendido en la cama. Daren se preguntaba si su cansancio se debía a la última inyección que le propició Viktoria, esa que dejó una marca no solo en la espalda del híbrido sino en su mente y creó una pesadumbre en su corazón.
«Siempre me pregunté qué pasaría conmigo en el futuro..., si estaría solo siempre o si encontraría a una persona que me enamorara tanto como para perdonarme los errores del pasado», pensaba mientras sus manos acariciaban los hombros desnudos de su amante. «Resulta que los tuyos son aún peores que los míos, y si te los reprochara, sería muy hipócrita. La verdad es que, sin importar lo que seas, o lo que hagas, no puedo evitar que mi corazón salte por ti. Amo verte sonreír. Me encanta tu faceta de gato arisco y descarado, y amo tu incapacidad para cerrar la boca porque me hace desear callarte con un beso. Temo cuando te vas y regresas con ella; pienso que quizás ya nunca te vuelva a ver. Pierdo el control al imaginar las atrocidades que alguien más te empuja a cometer. Mi corazón duele al imaginar que un día he de perderte».
—Tanto como pueda protegerte..., así lo haré —murmuró contra la cabellera sedosa de Azariel.
El muchacho ronroneó y se apegó más al cuerpo del robusto guardián. Su pierna desnuda rodeó la cadera de Daren y se acurrucó, buscando su calor como un pequeño animal indefenso.
«Mi corazón pudo odiarte por muy poco tiempo. Cuando pasó lo de Igor, creí de ti la peor criatura del mundo..., pero leer tus notas me recordó a mí mismo y al Crowe decirme lo bueno que eras, supe que yo estaba demasiado enojado conmigo por ser igual a ti», caviló.
—A veces odio quererte tanto porque me vuelve vulnerable ante la criatura más peligrosa del mundo.
—Pero no voy a lastimarte —respondió con tono adormilado.
Daren se sobresaltó al saberlo despierto y consiente de todas las cursilerías que dijo.
—¿Te desperté?
—Ya estaba despierto.
—Lo lamento.
«No lo sientas, fue un buen despertar», pensó Azariel.
—¿Qué hora es?
—Poco más de las once, deberías dormir otro rato —le aconsejó, estrechándolo entre sus brazos.
—Tú no has dormido.
—Suelo dormir cerca de las doce, descuida.
—¿Un mal hábito?
—Algo así. Cuando entrenaba en la costa solían mantenernos despiertos hasta la madrugada, lo llamaban 'síndrome de alerta', de esa forma evitábamos ataques sorpresa.
—¿Estudiaste en la costa?
—En Varna, hace muchos años, antes de entrar con los Guardianes.
—Yo nunca he ido ahí. Usualmente, Viktoria me llevaba a las montañas, donde hiciera más frío y hubiera más posibilidades de hallar infectados.
—Los picos de Rila son demasiado escarpados y helados. Estuve ahí hace varios años, con Gabriella, donde ella me llevaba a entrenar; también tenía el hábito de hacerlo lo más lejos de la población como fuera posible.
—¿Por qué? Quiero decir, Viktoria tenía sus razones conmigo, pero, ¿qué hay de ti?
Daren pensó que no había muchas diferencias entre las razones de Viktoria y las de Gabriella. Una curiosa cosa en común que tenían ellas. Creyó que pronto habría de contárselo todo a Azariel, sin importar si él le contaba sobre su propia misteriosa existencia o no.
—Cuando joven era demasiado rebelde, y cuando me transformaba causaba destrozos —dijo con tono bromista, pero detrás de ello cargaba culpa—. Así que para aprender sobre control tuve que hacerlo lejos.
—Comúnmente, los licanos son..., bastante volubles, es por eso que los entrenan tanto, pero la sangre no es algo que los enloquezca como a los vampiros, sino las ganas de libertad —murmuró aquello que leyó un día del viejo texto en la oficina de Joseph—. Supongo que todo tiene que ver con que somos animales en el interior.
—Algunos más salvajes que otros —insinuó jocosamente.
—¿Yo?, ¿yo soy el salvaje?, ¿quién fue el perro rabioso que me mordió el cuello y que me dejó las piernas magulladas? —bramó bajo el mismo tono divertido. Su cuerpo medio erguido sobre la cama se apoyó contra el pecho de Daren, así lo veía a los ojos muy de cerca.
—¡Claro que eres un salvaje! Me aruñaste la espalda.
—Porque alguien no dejaba de-
Daren sonrió. Azariel estaba sonrojado y era porque recordaba todo eso que pasó hace unas horas.
—Dilo —le retó con actitud presuntuosa, tomándolo por las caderas para presionarlo contra su ingle—. Vamos.
Azariel se negó y solo bajó la mirada. La vergüenza le carcomía todo, desde el más pequeño de sus cabellos hasta las puntas de los pies. Odiaba, o quizás no tanto, aquella actitud tan desvergonzada de Daren, como si no le importara hacerlo sentir miserablemente cohibido al recordarle su desinhibido proceder en la cama.
Sintió el aliento cálido del lycan en su oído antes de escucharle decir:
—Porque yo estaba destrozando el fondo de tu culo —completó aquello que Azariel no se atrevió a pronunciar.
—Ugh, eres despreciable —farfulló colorado.
—Yo creo que tú me aprecias mucho..., igual que yo a ti.
Y le besó los labios con fuerza.
—Te odio —jadeó Azariel cuando pudo separarse de la caliente boca del licano.
—Ódiame tanto como quieras, pero tú y yo sabemos que en el fondo me quieres mucho.
Azariel tembló. Sí, quería a Daren, pero ello no dejaba de atormentarlo. Él era una rareza demasiado peligrosa que un día se saldría de control y podría atacar hasta a la persona a quien más amaba. Esa culpa no deseaba cargarla por siglos. Preferiría morir a pensar que lo mató por sus meros instintos salvajes, que no fue capaz de contenerse y que apartó de su lado toda la felicidad que siempre le fue negada.
El Jade Blanco le acarició el rostro y contestó en voz muy baja.
—Muy en el fondo.
—Desesperación—
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