Treinta y cinco
тежест
Su rostro no podía más con las lágrimas. Tenía la nariz tan enrojecida como sus ojos empapados, y sus labios crepitaban por el frío que le recorría lo bajo de la columna y el cuello, y que en su trayecto pasaba por entre las heridas todavía sangrantes en su espalda. El sudor helado le cubría cara y goteaba por su mentón hasta el piso, ahí donde se mezclaba con la sangre seca de Daren y la suya. Había pasado apenas veinte horas desde que se dio el intercambio, muy poco, pero demasiado doloroso.
Viktoria no solo ató aquel cubo de metal a los pies de su víctima, sino puso también clavos que atravesaban sus tobillos. Para que cuando te bajen, no puedas siquiera caminar.
Lloró tanto y se sintió tan miserable y abandonado.
Y ya no podía seguir, solo sentía que moría.
Su boca pastosa estaba demasiado seca y apenas consiguió beber un poco de sus propias lágrimas que lograron remojar sus partidos labios.
«Quiero salir de aquí..., quiero vivir, vivir de verdad», pensó entre dolorosas punzadas que golpeaban su cabeza, tales como los clavos que tenía en la espalda.
Y lo peor era que Viktoria estaba ahí frente a él. Ella no se alejó ni un segundo y se regodeó con perverso placer del dolor ajeno. Era un monstruo.
Sus secuaces pusieron una vieja mesa de madera cerca de donde Viktoria estaba. Ella con mapas y planos en mano, diseñó su estrategia de ataque que, según las propias palabras de la vampiresa, empezó con los ataques de híbridos a la ciudad. Escuchó algo sobre la llegada de sus aliados del Este, y acerca de la toma del Castillo del Concilio, pero sus oídos cansados eran solo capaces de escuchar ese pitido molesto que no se iba.
—Los guardianes están cayendo uno a uno bajo mis criaturas, querido —le dijo con alegría viva—, y pronto tomarán toda Sofía.
—Detén esto... —consiguió balbucear en tono bajo.
—Un verdadero guerrero llega siempre al final, así sea para morir.
—... Bá-bájame.
—Oh, no. Si lo hago podrías escapar de nuevo y ahora no tengo tiempo para perseguirte; además, verás que cuando todos lleguen aquí, serás de mucha utilidad.
—¿Qué?
—Tus amigos vendrán aquí a sacarte y traerán tropas, muchas, y dejarán a la ciudad desprotegida. Son tan tontos. Entonces yo podré adueñarme de todo, y como me desobedeciste tanto..., te daré el privilegio de ver a esos demonios despedazar a tu familia.
—Déjalos en paz, por favvor.
—A pesar de los años..., no aprendiste que la cortesía no funciona, no conmigo, al menos. Cuando eras más joven solías rogarme tanto porque te liberara —habló con cierta ausencia, como si estuviera enfrascada en esos recuerdos. Los revivía—. Llorabas y te quejabas, te ponías de rodillas y prometías todo cuanto se te ocurría. Sigues haciéndolo, y si no me compadecí de ti en ese entonces, no lo haré ahora.
Azariel lo sabía. De nada le serviría rogar, no a un monstruo cuyo corazón de piedra yacía blindado por un muro de hierro.
—Eres la más perfecta de mis creaciones, por supuesto no te dejaré ir.
«Creaciones...», repitió Azariel en su cabeza.
—¿Hay más..., como yo?
Viktoria sonrió y sus ojos azules resplandecieron con maldad. Caminó tres pasos más cerca para poder hablarle.
—Algunos. Es estúpido que creas que haberte creado exitosamente fue cosa de la primera vez. Jade Blanco, llevo años haciéndolo. Prueba y error, de eso se trata. Sin embargo, casi todos están muertos. De mis experimentos, solo tres han sobrevivido, uno de ellos me sorprendió mucho por su compatibilidad con tu sangre —explicó vagamente.
—Igor..., él dijo que soy hijo de infectados, ¿es cierto?
Contra las paredes resonó la fuerte y sardónica carcajada de la mujer. Azariel sintió su cuerpo temblar y los grilletes se sacudieron sutilmente.
—Casi, pero no. No naciste siendo más que un inmortal común, y yo te alteré desde la primera vez que abriste los ojos. Primero fue cambiar tu ADN con sangre de hombre lobo. Tuvieron que pasar casi tres años para que tu cuerpo lo aceptara correctamente, y para ello tuve que hacerlo en pequeñas dosis que tu sistema inmune no notara rápidamente. Luego, para evitar la inestabilidad que se avecinaba, te inyecté plasma humano. Es un curioso milagro de la fuente de nuestro alimento —dijo ella conteniendo su risa—. Da un equilibro sorprendente, y con el tiempo solo necesité entrenarte... Hasta que ocurrió el accidente. Lo recuerdas, ¿verdad?
Sí, Azariel lo recordaba.
—1930. Un híbrido te perforó un pulmón y vertió su veneno en tu garganta. Nunca te lo dije, pero algo que te diferencia del resto es que a ti no te afecta el virus de otras especies transmitido por heridas. No importaba los rasguños que recibieras, las garras infectadas de esas bestias no llegaron a contagiarte. Solo podías ser alterado desde adentro. Cuando te hirieron, fue tan grave que te desmayaste, y, aunque tu cuerpo empezó a sanar muy rápido, tú no despertabas y ello me llevó a inducirte a un coma. En menos de veinte y cuatro horas estabas completamente recuperado. No había una sola cicatriz de las laceraciones. Fue la primera vez que te regeneraste con tanta rapidez. Me causó mucha curiosidad esa habilidad tuya y me vi forzada a experimentar con otro objeto... Fue en aquella época en la que se me ocurrió mezclar ese don con el de una criatura cuya resistencia era semejante. Desde ese día llevas en tus venas la sangre de un infectado.
—¿Qué hiciste?
—Y aunque la sangre de un infectado es en esencia la mezcla de las líneas, con el pasar del tiempo se convirtió en un tipo totalmente diferente, mucho más letal. Debo admitir que ese pequeño cambio te provocó varios ataques mientras estabas inconsciente, pero cuando despertaste supe que todo había valido la pena porque eras sorprendentemente fuerte.
—¡¿Qué diablos me hiciste?!, ¡¿en qué me convertiste?!
—Y esa no es la mejor parte. Hace tiempo que los infectados que todos temen llevan tu sangre en sus venas. Ellos son tus vástagos. Así que, si se te ocurre traicionarme nuevamente, no seré yo quien te destruya, sino esos monstruos que tanto repudias.
—¿En qué monstruo me has convertido? —le preguntó al aire, y habló tan bajo que él mismo apenas logró escucharse.
****
Al mismo tiempo, en la capital de Bulgaria, Georgiev corría por el pasillo del Palacio Real de Sofía, aquella fortaleza pintada de un rancio tono crema, con grandes ventanas en cada rincón, demasiadas para la simple fachada. El hombre sudoroso veía hacia atrás, esperando no encontrar a alguien persiguiéndolo. Las luces encendidas del corredor no menguaban su temor, ni mucho menos calmaban a su taquicárdico corazón. En sus manos llevaba su valija y una pequeña maleta. Un auto negro lo esperaba afuera para llevarlo al aeropuerto, donde aguardaba su avión privado que lo llevaría a Inglaterra.
Su pánico empezó esa mañana cuando intentó comunicarse con Viktoria sin éxito alguno. La mujer no respondía a sus mensajes ni llamadas. Se sintió nervioso, pero lo dejó pasar, hasta que esa tarde recibió un aviso del Concilio, se le vinculaba con el escape de la vampiresa, y con el resto de sus crímenes. Aparentemente, Gabriella había conseguido pruebas de ello, algunos registros de llamas y fotografías de encuentros en el despacho presidencial. Aunque eran especulaciones, no esperaría a que lo condenaran por complicidad en esos delitos.
Existían unos pocos documentos que los involucraban, algunas donaciones a su nombre de parte de un seudónimo, Liz Meghfield. Ese dinero que recibió en varias ocasiones lo gastó muy bien en un coche lujoso y viajes con su amante. Además, había grabaciones mudas de las cámaras del Concilio y de sus encuentros a las afueras del aquelarre. Eran sospechosas, sí, pero no incriminatorias. No obstante, Gabriella era capaz de conseguir un testimonio, o incluso de sacárselo a la fuerza a la misma Viktoria. A pesar de que la guerra la estaban ganando los infectados con su avance por toda la ciudad, no podía arriesgarse a ser apresado para las indagaciones posteriores. No. Él era un simple humano enfrentándose indirectamente a inmortales que en algún momento lo asesinarían.
También estaba presente la posibilidad de ser traicionado por Viktoria.
Y actuando bajo ese miedo, decidió irse. Vivir como un cobarde era mejor que morir como un delincuente.
Nadie sabía de sus planes, si acaso sus guardaespaldas, pero estaban bien pagados como para no abrir la boca.
Bajó por las escaleras y al abrir la puerta se encontró de frente con su auto. Suspiró aliviado y entró. El motor rugió al arrancar y las llantas chirriaron contra los adoquines. Aunque era poco seguro salir a esas horas de la noche a expensas de encontrarse con infectados, era la mejor manera de escapar sin ser detenido.
Por las viejas calles, esas que no tuvo oportunidad de arreglar siendo alcalde de Sofía y mucha menos atención le prestó estando en la presidencia, avanzó lejos de las patrullas de los guardianes y de los vampiros. La ciudad estaba atestada de ellos, pero también, y en un número mayor, de infectados que no se detenían ante nada.
A lo lejos se escuchaban las sirenas de esos autos al barrer las calles en busca de enemigos. Al pasar por una desolada calle encontró el auto de Gabriela estacionado a un costado de la vereda, lo reconoció por sus insignias labradas a los costados. Ello hizo temblar al regordete hombre que apretó contra su pecho aquel maletín donde tenía todo su dinero. Pasaron de largo sin ver a la mujer, y cuando Georgiev creyó haberse librado, ella apareció frente al coche que frenó a raya. El sonido de los neumáticos al deslizarse por la calzada solo podía compararse con el latir de su miedoso corazón.
Los tres guardaespaldas salieron del coche con la intención de enfrentar a la mujer, pero cuatro disparos bastaron para que los cuerpos cayeras; la cuarta bala atravesó la cabeza del conductor. Georgiev estuvo por proferir un alarido al verla acercarse. Lucía cansada, sucia y ensangrentada.
—Así que pensabas huir; no me sorprende, en realidad —habló ella con tono agitado.
Georgiev salió del coche tratando de lucir calmado bajo esa postura arrogante que casi siempre llevaba.
—¿Qué has hecho? ¡Has asesinado a mi gente! —bramó, pero por segundos la voz le tembló y delató su pavor.
—Y haré lo mismo contigo —advirtió—. Así que ibas a huir..., ¿es porque Viktoria te ha dejado de lado o por miedo a enfrentarte al Concilio?
—No sé de lo que me hablas.
—No juguemos al gato y al ratón. Ya lo sé todo. Viktoria te pagaba para que la ayudaras y te prometió un puesto vitalicio como presidente del país. —Gabriela soltó una fuerte carcajada que hizo crepitar el frígido esqueleto de Lukaya—. No puedo creer que seas tan estúpido. ¿En verdad creíste que ella compartiría con alguien el poder? Su mayor ambición es dominar Bulgaria, y tú pensaste que podrían hacerlo juntos.
El bigote de Georgiev se movió al fruncir los labios en una mueca molesta. Su incipiente barba a los costados lograba esconder vagamente ese rojizo color que cubría sus mejillas producto del enfado.
—Te habría asesinado en el mismo momento que tú hubieses pretendido hacer cumplir su trato.
—Mientes. Ella-
—Ella no es de fiar, ya deberías saberlo si es capaz de traicionar a su propia gente.
—No puedes probar que ella y yo-
—No, ya sé que eso será difícil con lo meticulosa que es Viktoria —cortó nuevamente—, y es por eso que no pretendo siquiera que llegues a tener un juicio frente al Concilio. Te asesinaré aquí mismo.
—¡No puedes hacerlo! T-tus balas..., ellos las reconocerán.
—Para eso tengo esto —señaló sacando del cinturón un revolver común con dos únicas balas—. No hallarán un rastro mío. No hay cámaras de seguridad aquí, y ni tus guardaespaldas tienen una sola bala que pertenezca a mis armas. Verás que puedo ser bastante ingeniosa cuando quiero.
Con el revolver apuntó a la cabeza del temeroso hombre cuyas piernas languidecían y amenazaban con doblegarse para suplicar clemencia.
—Llámalo justicia, si quieres —le dijo antes de disparar.
Sonido del cañón al lanzar la bala se mezcló con el jadeo del hombre que recibió el impacto, justo antes de caer de cara al piso, donde un charco de sangre empezó a crecer a su alrededor.
Ella siseó por el ardor que le produjo aquel arañazo que abrió su piel justo en el vientre. Ahí donde incluso los dientes de un infectado dejaron marca.
****
Logró dejar la cama luego de un día, cuando Ciaran le proporcionó tres pintas de sangre, de las escasas que había en la ciudad, para sanar sus heridas. Aunque aquel veneno que Viktoria inyectó en él por medio de los clavos seguía presente en su sistema, consiguió sobreponerse lo suficiente como para que el dolor en su cuerpo se disipara.
Aún sobre su piel llevaba las marcas del hierro, en la espalda, las muñecas y los pies. Estaba vivo solo por un milagro y porque la sangre de Azariel, aquella que bebió hace mucho, hizo que su regeneración no lo traicionara.
Y durante ese tiempo en el que languideció sobre la cama, nunca pudo dejar de pensar en su chico, en aquel maldito recuerdo de la última mirada que se dieron, de aquel último grito que escuchó de él. Se sentía jodidamente culpable por haberlo abandonado ahí para que sufriera una tortura que él probó en carne propia. En aquel momento quiso dar la vuelta y correr dentro, pero sus piernas nunca respondieron y ni toda la fuerza del mundo logró hacerlo.
Pero le prometió volver y lo haría.
Frente al espejo miró aquel oxidado collar que le entregó Azariel. Siempre que lo veía, sonreía por el sentimiento cálido que le brindaba al recordar sus palabras, pero entonces se entristecía al saber que era como una despedida, como el último regalo que recibiría de él.
Y tenía tanto miedo.
—Leire está abajo con el arsenal, pero vamos a tener problemas —le dijo Ciaran al entrar en el cuarto, mas al verlo tan entristecido, preguntó—: ¿Ocurre algo?
Daren acarició el collar con melancolía preocupante.
—Voy a perderlo —admitió por primera vez en voz alta—; siento que así será.
—Oh, diablos, ¡claro que no! Iremos y lo rescataremos, y Viktoria será encerrada.
Pero Daren lo dudaba.
—Azariel..., él me dio esto para ti —mencionó el moreno y le entregó un frasco pequeño cuyo líquido transparente, él desconocía—. Es un veneno que creó Viktoria, dijo que, si él no puede matarla y si ninguno de nosotros tiene la fuerza para hacerlo, esto podría.
Daren esbozó una débil sonrisa.
—Así que él pensó en todo... —murmuró.
Mas se preguntaba si Azariel pensó también en el peor de los escenarios... Quizás sí y por eso se despidió de él.
Desde la recámara escucharon la puerta de entrada siendo abierta y un barullo instalarse abajo antes de que la casa volviera a quedar cerrada. Daren bajó por las escaleras, Ciaran iba detrás, y en el salón de la casa encontraron a Gabriella junto a Joseph y Luka.
—¿Qué está sucediendo?
—Son los refuerzos que querías —habló Gabriella—. Ellos llevarán al ejército del aquelarre hasta Svoge, pero los guardianes no pueden ir, sino que se quedarán aquí o la ciudad será consumida.
—Te ayudaré a salvar a Azariel —dijo Joseph—, y conmigo irán algunas tropas de los aliados del norte en cuanto logren pasar las montañas.
—Aun así, ellos nos superarán en número.
—No te preocupes por eso, lo tengo cubierto —señaló Gabriella—. Mi gente nos alcanzará allá.
—Ciaran, tus padres deben quedarse aquí para proteger la ciudad —dijo Joseph.
—Mis hermanos y algunos aliados de Rumania llegarán dentro de unas horas —señaló el moreno—, serán suficientes para cuidar la ciudad. Aterrizarán en aviones del ejército rumano cerca del Vitosha, así no habrá peligro de un ataque.
—Cuando lleguen, manda un escuadrón al Castillo del Concilio, no podemos permitir que Viktoria se haga de la sangre de los primeros inmortales aprovechándose de la situación.
—Necesitaremos una distracción para agrupar a la mayor cantidad de infectados y asesinarlos. Si los dispersamos serán más peligrosos.
—Podemos llevarlos a una zona alejada. Umm, tal vez en el viejo hospital. Si logramos tener a la mayor cantidad de infectados ahí, una bomba sería suficiente para tomar ventaja —señaló Leire.
—Las armas de mi ejército están a su disposición —ofreció Joseph—. Luka puede llevarte a las bodegas y te entregará cuanto necesites.
—Creí que eras historiador —comentó Leire.
—Lo soy, pero Joseph me enseñó a disparar.
—¡Oh, sí! Todo tipo de cargas, especialmente las blancas —se mofó Crowe.
—Les ayudaré como francotirador —refunfuñó el joven vampiro con los dientes apretados por la vergüenza.
Mientras ellos charlaban, Gabriela llevó a Daren al pequeño patio trasero. Necesitaba decirle lo que sucedía y los planes que tenía.
—Georgiev está muerto; yo lo maté.
—¿Qué dices?
—Era aliado de Viktoria y planeaba escapar. Da igual, era lo mejor. Pero sin él al mando, el país estará inestable, mucho más en situación de guerra.
—La vicepresidenta fue comunicada ya, ¿cierto?
—Así es, pero ella no sabe más de lo que sabrá todo el mundo dentro de pocas horas. Él murió por haber robado dinero del estado y planeaba huir al extranjero.
—¿Qué pasará luego?
—No quiero pelear nuevamente una guerra, nadie quiere, pero estamos ya en una, así que espero que los nuevos mandos tomen acciones efectivas. Algunas de las tropas del ejército nacional llegarán aquí en menos de media hora, las demás estarán en el resto del país, las zonas más conflictivas como Plovdiv.
—¿Y qué pasará contigo?
—¿Conmigo?
—No soy tonto, Gabriella. Huelo las heridas en tu cuerpo aun si nadie más puede hacerlo.
Ella sonrió levemente.
—Te eduqué demasiado bien, ¿no es así?
Daren gruñó molesto como respuesta.
—Descubrí que los infectados están utilizando las alcantarillas para llegar al centro de la ciudad. Aleksander lo sabe ya y ha mandado varios grupos a la zona. Yo fui mordida por un par de ellos.
Las serias facciones de Daren se matizaron bajo el patrón de la preocupación; sus cejas se ampliaron y sus ojos brillaron, su boca se mantuvo quieta, pero temblaba por abrirse.
—Fue un infectado común, viejo, y uno más joven. Así que ya sabrás lo que ello implica.
—Podrías..., quizás con la sangre de Azariel-
—No, Daren. No quiero mezclarme con algo que haya creado Viktoria, y no lo digo por tu chico, sino por ese recuerdo... Prefiero morir.
—Pero-
—No tienes que preocuparte por mí, Daren, sino por Azariel, porque sin importar lo que me pase, él está en más peligro que yo.
—Agobio—
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