📖Capítulo 25: ¡(¿Feliz?) Año Nuevo! 📖
N/A: ¡Perdón, perdón, perdón!
1. Por dejar de actualizar.
2. Por no darles una explicación.
3. Básicamente, perdón por desaparecer.
Nunca ha sido ni será mi intención abandonar Cursiva ni mucho menos dejarlos colgados a ustedes. Gracias por la infinita paciencia. <3
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La señora Anderson encontró a su amado esposo en el último lugar que se hubiera imaginado: la habitación de su hijo. Estaba sentado en el suelo junto a la cama, con la espalda encorvada y los hombros caídos. En sus manos reposaba una prenda de color negro que contemplaba como si se tratara de una especie de reliquia ancestral. Crystal reconoció de inmediato que se trataba de la chaqueta del equipo de baloncesto y no logró silenciar el dolor que emanó de lo profundo de su pecho. Se llevó una mano a la boca en un intento por acallar los sollozos que luchaban con brío para hacerse escuchar en el mundo entero. Un tenaz aullido consiguió traspasar la barrera y se deslizó por el dormitorio hasta llegar a los oídos de su marido, quien alzó la cabeza buscando el origen del llanto que lo sorprendió en un momento de vulnerabilidad.
Ben —al igual que ella y el resto de sus amigos—, había adquirido durante la infancia el mal hábito de guardarse para sí cualquier emoción o sentimiento que se instalara dentro de su cuerpo y le drenara hasta la última gota de felicidad. De todos ellos, Bernard era el que menos se abría con los demás, y si bien Crystal respetaba su actitud hermética, a veces deseaba que no fuera así de reservado y le contara lo que sentía o pensaba, igual como ella compartía con él cada minúscula información que proviniera de su corazón; excepto las veces en las que optaba por ocultarle ciertas cosas, temerosa de que al revelarlas, estas llegasen a lastimarlo.
Respiró hondo y dio un paso dentro del cuarto. Bernard la siguió con la mirada, tenía el rostro hinchado y los ojos rojos; sus anteojos no se veían por ningún lado. Crystal se sentó junto a él y estiró los brazos. Era su turno de sostener la chaqueta, de sentir su olor, de acariciar su textura.
Era su turno de mecer a su hijo en los brazos.
Los dedos de su marido se extendieron alrededor de su brazo, causándole un agradable cosquilleo que terminó por arrancarle una sonrisa. Volvió la atención hacia él, pero su triste mirada la tomó por sorpresa y le robó la alegría que hacía un segundo había sentido. Bernard tenía los ojos clavados en su brazo derecho, delgado y pálido. Crystal entendió, para su desdicha, que la intención de su marido no había sido acariciarla como muestra de cariño y apoyo, sino una desesperada búsqueda por hallar los característicos tatuajes de su esposa.
Crystal alcanzó su mano y la colocó sobre la prenda de su hijo; entrelazó sus dedos y esperó a que eso lo tranquilizara. Por primera vez desde que ella se sentó, Ben alzó la cabeza y le sostuvo la mirada.
—Están desapareciendo —susurró Bernard. Su voz era una mezcla de miedo y desconsuelo, como un niño pequeño que pierde a sus padres en un lugar concurrido.
—Era cosa de tiempo, Ben. Los moratones no son permanentes.
Bernard entrecerró los ojos. Ella no supo si fue para enfocarla mejor o para expresarle su enfado. Rozó con las yemas de sus dedos cada minúsculo sector de su piel desnuda que estuviese morado, amarillo, verde o una combinación de los tres. Los tocaba como si estos fueran reliquias en mal estado, como si al más ligero descuido fueran a convertirse en polvo. No estaba demasiado alejado de la realidad; sus moratones estaban cada día más cerca de convertirse en un recuerdo. Algunos ya se habían desvanecido por completo y, los que en su momento fueron los más profundos y dolorosos, ahora no eran más que manchas que podían camuflarse incluso en una piel clara como lo era de la Crystal.
—¿Quieres que desaparezcan? —preguntó Bernard en un hilo de voz.
—¿Estaría mal si así lo quisiera? Es decir, no... —La voz comenzó a quebrársele—. Pero si yo... No es que diga que...
—Nada que tú pienses o digas estará mal, Crys —la interrumpió su esposo con esa sonrisa que pocas veces mostraba, esa sonrisa que se guardaba para su familia—. Eres tan bondadosa que te cuestionas tu propia bondad.
—Pero a ti te parece mal —insistió ella.
—No. —Bernard tomó sus dos manos con firmeza. La unión de sus manos reposaba sobre la chaqueta de su hijo—. Estoy desesperado, Crystal. Desesperado. Te-temo que... Temo ca-caer otra vez. Necesito aferrarme a algo, a lo que sea. No quiero que desaparezcan, porque eso implicaría que nuestro Zacky..., que realmente mi pequeño...
La miró a los ojos; ambos lloraban, y no encuentro metáforas para narrar la pena que emanaba de sus ojos, porque, de hecho, era más que solo pena. Era dolor. Angustia. Desconsuelo. Miedo. Soledad. Frustración. Culpa.
No hay una manera poética de narrar los sentimientos que comenzaron a atormentarlos una fatídica noche de agosto y que cada día se hacían más intensos y difíciles de controlar, hasta que, esa noche antes de Navidad, explotaron.
Crystal, todavía entre lágrimas, se tomó de los codos y se abrazó en un intento por recuperar la compostura. Bernard la abrazó por la espalda. Ninguno pudo detener el llanto. Continuaron así durante toda la noche, soltando todo lo que habían guardado, salvo la chaqueta de su hijo, la cual permaneció tan pegada a ellos que por un instante creyeron que recuperarían al dueño de ella.
Un milagro navideño. Quizá si suplicaban lo suficiente, él volvería.
Para la siguiente Navidad, Crystal ya no tenía ningún moratón en sus brazos. Ya no tenía a un hijo que padecía bipolaridad y que a veces perdía el control consigo mismo. Ya no tenía que obligarlo a tomarse ese horrible medicamento que lo hacía dormirse en clases y subir de peso; que le bajaba el lívido y le quitaba inspiración para escribir sus propias canciones. Ya no tenía que aguantar sus forcejeos y manotazos que siempre terminaban dejándole los brazos heridos.
Sus brazos blancos y lisos le recordarían hasta el final de sus días que ya no lo tenía.
*******
John tomó el bol y comenzó a rellenar la manga con ayuda de una cuchara. La decoración de tortas estaba lejos de ser su pasatiempo favorito, pero le gustaba pasar tiempo con su hermana, además le ayudaba a mantener la cabeza ocupaba.
—Cuando termines de batallar con eso, ve a lavarte las manos —le dijo Lily desde la otra habitación. Apareció con un vaso de agua y el pastillero, que dejó sobre la mesa que separaba la cocina de la pequeña sala de estar—. Prepárate un sándwich para que te tomes los remedios. La última vez que los tomaste con el estómago vacío te crujieron las tripas durante horas.
—Eso fue una vez, hace más de dos meses —protestó John, obedeciéndole de mala gana—. Deberías ser más amable con las visitas, sobre todo con las que no tienen idea de repostería y aún así te ayudan a hornearle un pastel a tu prometido.
—Eres mi hermano, no una visita. Esta también es tu casa —añadió con un tono más sereno. Se apoyó en el refrigerador y lo miró a los ojos.
A veces John olvidaba que era solo tres años menor que ella. De pequeño siempre la vio más como una madre que como una hermana. Era Lily quien se preocupaba de que hiciera sus tareas; su estómago nunca estuvo vacío gracias a sus comidas, y los golpes y gritos que recibía cuando su padre estaba de mal humor no se comparaban con la cantidad de violencia que Lily debía soportar. Ella fue el escudo que lo protegió por años, la persona que lo mantuvo a salvo lo mejor que pudo, incluso si sus esfuerzos no tuvieron el éxito que ella hubiese querido.
Todavía le costaba conciliar el sueño por las noches. Muchas de las pesadillas que lo despertaban de golpe, sudado y jadeante, consistían en recuerdos que su mente recreaba, recuerdos que creía ya olvidados, pero que en realidad se habían mantenido ocultos en un cofre al fondo del océano hasta que la terapia lo obligó de manera inconsciente a ponerse un traje de buzo, bajar a aguas peligrosas y rescatar el tesoro perdido que el mismo dejó que se hundiera.
Su psicóloga estaba en lo correcto: las metáforas ayudaban muchísimo a entender cómo se sentía cuando ni él mismo podía entenderlo.
Miró a Lilianne a los ojos una última vez y se dijo que nunca terminaría por agradecerle. Su infancia había sido dura, es cierto, pero ella ni siquiera había tenido una. Desde siempre cargó con la responsabilidad de un niño pequeño y renunció a la posibilidad de ocuparse de sus propias necesidades. Toda esa carga se reflejaba en su rostro marcado, sus ojos cansados y sus manos callosas. No parecía una joven de veintidós, sino una mujer adulta, que superó muchos traumas a lo largo de su vida. Había pasado por mucho a una edad muy corta y eso era algo que siempre llevaría grabado en la cara y el alma.
De pronto John tuvo ganas de abrazarla. Y lo hizo, él nunca se quedaba con ganas de mostrarle afecto a una persona que se lo mereciera.
Pensó en Sasha. Sonrió. Se le apareció la sonrisa de Dylan y sacudió la cabeza. Necesitaría muchísimas más metáforas y, tal vez, el ojo de una bruja y la pata de una rana, para entender ese sentimiento en particular.
—Me encanta pasar tiempo contigo Lily —dijo John. Odiaría que ella pensara lo contrario.
—A mí también, Hackerboy, deberías venir más seguido. Recuerda que tienes una habitación aquí —Se acercó a John y le colocó una mano sobre el hombro—. Un hogar.
John se apartó y se concentró en el tostador oxidado que se encontraba sobre la envejecida encimera de color mostaza; necesitaba con urgencia una remodelación: el laminado en ciertos lugares estaba raspado y, cerca de la estufa a gas, había una aureola de hollín donde alguien había dejado la tetera hirviendo.
Era una cocina preciosa.
Abrazó a Lily sin previo aviso. Ella le respondió el gesto y lo contrajo contra su pecho de modo que el corazón palpitante de su hermana le acariciara el suyo. John no encontraba las palabras adecuadas para agradecerle la cantidad de cosas que había hecho por él en todos los años que vivieron juntos, pero hizo nota mental de hablar con su psicóloga acerca de ese sentimiento de culpabilidad que sentía cada vez que veía a su hermana. Nunca podría explicarle que mirarla a la cara le recordaba lo mucho que sufrió —que ambos sufrieron— durante años, y que eso le generaba un revoltijo en el estómago que terminaba por subirle a la garganta y dejarle un sabor ácido y amargo. Se sentía culpable por rememorar dolor al verla, sobre todo teniendo en cuenta que ella había sido su heroína.
Tampoco había que olvidar el hecho que no era capaz de abandonar a la tía Crystal y al tío Bernard a su suerte. Se lo debía a Zack, su otro héroe. John cuidaría de ellos como Zack hubiera hecho si su enfermedad no se lo hubiera llevado. Y su vez, ellos cuidarán de él como debieron haber hecho con su propio hijo. No es que John los culpara de lo que ocurrió, mas tenía claro que Crystal y Bernard lo hacían constantemente, casi como un pasatiempo.
Él se quedaría y dejaría que ellos lo cuidaran.
Sintió que Lily se separaba de su abrazo: estaba tan cómodo entre sus brazos que había olvidado por completo que se estaban abrazando. Ella lo miró seria, se veía en sus ojos que estaba por preguntarle algo delicado. La conocía demasiado para su propio bien.
—No sé nada de Dylan —soltó John—, ni me interesa saberlo.
Lily parpadeó sorprendida.
—¿Seguro que no quieres...?
—No quiero hablar sobre él, Lily. En serio. Lo único que deseo en este momento es charlar con mi hermana sobre cosas que me alegren y no que me chupen energía.
—Tienes razón. —Lily suspiró, había algo de decepción en la manera que lo miraba— De inmediato sonrió y volvió a ser esa chica que parecía no conocer el sufrimiento—. Si no quieres que te interrogue entonces cuéntale algo a tu pobre hermana que se muere por saber qué ha sido de su hermanito.
John lo hizo. Le habló de sus planes para el futuro, porque sí, porque por primera vez tenía planes sobre lo que quería hacer ahora que había terminado la secundaria. Planes que no consistían en basura Disney de fantasía como "ser feliz con Dylan para siempre". Tenía ganas de estudiar en la universidad, de aprender más sobre computadoras, consolas de videojuegos y robots que facilitaran la vida del ser humano. Había charlado con Sebas al respecto, y este había saltado de alegría al enterarse que no era el único del grupo con aires de geek. Le contó que Bernard le había propuesto una pasantía en su empresa, entusiasmado de que al fin alguien se interesa en el enorme imperio que había construido con años de esfuerzo y uno que otro intento por mandar todo a la mierda.
También le platicó acerca de sus amigos: la alocada Eli, la misteriosa Grace, el divertido Sebas, el educado Samu, el incomprendido Kevin, la dulce y gentil Sasha, el protector Patrick...
La expresión de Lily cambió, parecía estar ocultando una risita.
—¿Qué ocurre? —quiso saber el muchacho, interrumpiendo su historia.
—Creo saber por qué ya no te interesa hablar de cierta persona.
John no le respondió; su celular había comenzado a sonar y salió de la cocina para contestarle a Sasha. Mientras ella le preguntaba si quería celebrar año nuevo con ellos en su casa, John se cuestionaba lo último que le dijo su hermana.
Por supuesto que a él le interesaba saber de Dylan, aunque se negara a admitirlo en voz alta. Le interesaba tanto que le llegaban a picar las manos de la curiosidad. Cada vez que se sentía ahogado en sus sentimientos, recordaba que Dylan le había sido infiel con un cretino bien parecido y la ganas de saber sobre él se desvanecían. Claro que siempre quedaba una gota que se multiplicaría hasta formar un mar que lo ahora de nuevo. Era un círculo vicioso.
Olvidó todo eso cuando Sasha le pidió que lo ayudara con las preparaciones.
*******
Se había vuelto una tradición celebrar año nuevo en la Mansión Thompson. Debido a que el matrimonio siempre se iba de viaje por estas fechas, la casa quedaba vacía para que las gemelas hicieran lo que quisieran. Eli sospechaba que lo que en verdad ambas deseaban era pasar año nuevo con sus padres o Navidad como mínimo, pero sabía que hablar de sus padres era un tema delicado para ambas, así que siempre que podía lo evitaba.
Mientras arrastraba el barril de cerveza por la casa hasta dejarlo en la terraza del jardín trasero, Eli observó a su alrededor y sintió una patada bajo la caja torácica que le robó el aire. Llevaban cinco años festejando la llegada de un nuevo año en ese lugar, cinco años en los que ninguno de sus amigos faltó, ni siquiera esa vez que Kevin quedó con arresto domiciliario por subirse al tejado de la escuela y alzar al hijo del director. Todos habían pensado que la tradición se había estropeado, pero entonces Kevin apareció con un six pack de cervezas en la puerta de la casa (había escalado el enorme portón de la entrada) y gritó que la policía le chupaba un huevo y que ojalá ardieran todos. Zack le dijo que era un idiota irresponsable, que lo amaba, y lo dejó pasar.
Eli sintió un sabor salado en la boca. Se tocó la mejilla y descubrió que había estado llorando. Se limpio las lágrimas con la mano y luego secó esta en sus vaqueros rasgados. Se prohibió volver a arruinar la velada con sus sentimentalismos y suplicó que alguno de los invitados trajese algo de hierva para despejarse la mente. De lo contrario tendría que conseguirse a un dealer por medio de alguna de las aplicación de citas virtuales que se estaban volviendo bastante famosas últimamente.
Cuando entró a la casa, volvió a fijarse en sus amigos, pero está vez no dejó que se le escapara el aire al contar solo tres personas: Sasha, que sacudía los cojines de la sala de estar para que se vieran más mullidos; Kevin, que acomodaba las distintas botellas en una mesa de arrimo cerca de la cocina y Amy, que charlaba por teléfono con cara de tonta enamorada.
Durante cinco años, cinco amigos invitaban a toda la escuela a celebrar un nuevo año. Ahora eran cuatro y Eli no entendía qué había que celebrar.
*******
—Cien dólares a que no te tomas ese vaso de golpe —le apostó Kevin con una sonrisa desafiante.
Amy se metió la mano dentro de su top ajustado. Le devolvió la sonrisa mientras hurgaba entre sus senos y finalmente sacó un billete arrugado de su brasier. Kevin no supo cómo reaccionar ante su respuesta; negó con la cabeza y se llevó las manos a los bolsillos dando a entender que podía volver a guardar su dinero en la comodidad de sus pechos. Se imaginó que el billete estaría caliente y reprimió un escalofrío.
Amy se encogió de hombros y devolvió el trozo de papel a su escondite. Se la veía seria, su expresión no había cambiado en ningún momento desde que Kev le hizo la propuesta.
—¿Qué te ocurre, Thompson? —preguntó el chico pasándose una mano por el cabello alborotado—. ¿Perdiste tu toque?
La rubia se acercó a la isla de granito que se encontraba al centro de la cocina y dejó el vaso de plástico junto con otro montón de vasos a medio tomar. No habría manera de distinguir el suyo.
—Nicole vendrá mañana a visitarme y no pienso recibir a mi novia con una resaca.
Kevin soltó un silbido.
—"Mi novia". Qué raro suena eso de tu boca.
Amy formó una sonrisita maliciosa.
—No más que de la tuya.
Sin el menor cuidado, Amelia arrastró todos los vasos frente a ella con su antebrazo, algunos se cayeron y derramaron el líquido en su interior. No pareció importarle. Apoyó las palmas en el granito y se impulsó para quedar sentada encima de este. Se colocó el cabello largo y dorado hacia a un lado y, con una sola mirada ahuyentó a todos los invitados que se encontraban en la cocina. Aun con el trasero mojado, Amelia irradiaba más confianza y poder que cualquier otra persona que él hubiera conocido. Kevin no se imaginaba a sí mismo amándola más que en ese momento.
—Quién iba a pensar que ambos terminaríamos enamorándonos —dijo este. Le quedó un sabor extraño en la boca luego de hablar. Dejó el vaso en el fregadero—. Tú de una chica...
—Y tú de alguien que no es Zack.
Kevin intentó sonreír. Habían pasado casi cinco meses, pero todavía era incapaz de pronunciar su nombre en voz alta, aunque tampoco es como si lo hubiera intentado. No estaba preparado para enfrentarlo y temía nunca llegar a estarlo. Oír a Amy hablar de él con tanta naturalidad le recordó que era un pusilánime. No importaba cuánto se esforzara en mejorar como persona, la valentía y resiliencia nunca serían cualidades propias de él.
Dirigió la atención a su amiga y la descubrió con la atención puesta en algo detrás de él. Le alzó una ceja y le sonrió; se bajó de la isla con gracia y tomó un vaso cualquiera. Kevin estuvo por preguntarle a qué se debían esos gestos, pero unos brazos lo rodearon por detrás y lo apretaron con fuerza.
—¿Me extrañaste, simio horrendo?
Kevin giró en redondo, tomó su rostro entre sus manos y la besó. Le hubiera gustado besarla hasta que el reloj marcara las doce; entonces el año se reiniciaría y él podría evitar el accidente que le había costado gran parte de su felicidad. Ansiaba cogerla por la cintura y devorarla con las mismas ganas que sabía que ella tenía por él. Kevin sabía que era amado por Grace. Lo veía en sus ojos pardos cuando charlaban, lo notaba en su sonrisa cuando le contaba algo divertido, lo percibía en sus caricias cuando se sentía falto de tacto y lo sentía en su sangre ardiente de deseo cuando lo besaba, en sus manos traviesas y ansiosas por recorrerle el cuerpo desnudo. Él estaba seguro que sentía las mismas chispas ardientes cuando se tocaban y no había duda que estar con ella le hacía bien. Lo hacía feliz hasta dónde podía permitírselo, que en realidad no era mucho. ¿Eso era amor, no?
Kevin se separó y contempló su cara intentando buscar algo en ella, pero no consiguió lo que quería. En parte porque no sabía que era eso y porque Grace le dio un rápido beso en la mejilla que lo desconcentró.
—No hay un día en el que no te extrañe. —Era cierto.
Amy ya estaba junto a ellos y les hacía arcadas.
—¿Existe algo más asqueroso que el amor heterosexual?
—Este año de mierda —contestó Kevin.
Vio de reojo que su novia lo miraba con expresión molesta. La acercó hacia él agarrándola por la cintura y le regresó el beso en la mejilla. El pequeño gesto pareció tranquilizarla lo suficiente para que pasara de él y se pusiera a conversar con Amy sobre Nicolette y los planeas que tenían para la semana siguiente.
Kevin las dejó —no sin antes pensar que el jardín era un lugar mucho más bonito para charlar que la cocina— y salió a la sala principal. Se sintió solo. Desnudo. Con frío. Aquello no tenía sentido: la casa estaba calefaccionada y atestada de chicos. Lo que más lo rodeaba en ese momento eras personas y calor, y aún así los calofríos se intensificaban con cada segundo que pasaba. Los sintió subir desde el coxis hasta su cervical y luego desviarse por sus brazos y bajar como si estos se tratasen de dos toboganes.
Cálmate, se ordenó. A nadie parecía llamarle la atención que estaba parado en medio de la sala como un imbécil. Buscó con la mirada a... ¿A quién? ¿A quién necesitaba encontrar? Caminó un poco tembloroso hasta un largo sofá embarrado de licor y se sentó en una esquina. Ni siquiera tuvo la fuerza para expulsar a la pareja junto a él que se besuqueaba como si la casa no tuviera al menos una docena de habitaciones vacías.
Tomó su celular y se sorprendió al decepcionarse por no ver ningún mensaje nuevo sin leer. No tenía idea de quién esperaba un mensaje. ¿De Bruno? ¿Y dónde estaba él? Estaba seguro que lo vio entrar en algún momento, pero se abstuvo de saludarlo porque a veces actuaba como un cretino y no lo notaba hasta tiempo después.
La música techno invadía en su oído sin el menor cuidado. Realmente había que estar muy drogado para poder encontrarle algo positivo a ese pitido interminable. Parecía como si un tarro de la basura estuviera en una trituradora mientras una excavadora daba aviso que retrocedería. La cabeza le iba a estallar. No supo cuánto tiempo estuvo estancado en ese sillón hasta que la persona que menos esperaba saludar, lo saludó.
*****
Eli no había estado del todo segura de quedarse a la fiesta de año nuevo de las gemelas. Ordenar la casa le había traído recuerdos que no sabía si quería borrar o conservar. Bueno, sí quería mantenerlos en su memoria, pero sin las partes que le dolían. Toda su vida había sentido mucho. Toda su vida no había hecho más que sentir con todo el corazón y eso le estaba jugando una mala pasada: su vida nunca había sido más que un sinfín de sonrisas y buenos momentos. No tenía las herramientas suficientes para apaciguar el dolor de la mayoría de sus recuerdos. Por el contrario: estos parecían intensificarse más cada vez que intentaba suprimirlos. El problema es que ya no sabía a quién más llorarle. Sus amigos parecían haber continuado con sus vidas y sus padres no sabían cómo consolarla. A decir verdad, ¿quién lo sabría? Quién carajo sabe una mierda sobre consolar a otro por la pérdida de un ser amado.
Lo único que la arrastraba a esa fiesta era ver a sus amigos. Últimamente no habían podido compartir tanto. Cada quien se había enfocado en su año escolar (el suyo era imposible de salvar), en su familia. En su propia vida. Vivían lejos y si bien la Canalización ayudaba, había demasiados roces entre ellos como para planear una junta. Lauren se había distanciado desde que rompió con Bruno. Dominic y Patrick rara vez intercambiaban una palabra además de "pásame la sal" o "tráeme un rollo de papel higiénico". John no quería ver al italiano ni en pintura, a pesar de que había sido su amiga quién había terminado la relación y no al revés. Todo el grupo estaba hecho un desastre y Eli no tenía ganas de solucionarlo. Quería beber hasta que alguien le sostuviera la melena mientras expulsaba por el inodoro la mitad de lo que había comido ese día y quería sentirse relajada. Excitada. Ida. Marihuana. Pila. Heroína. En ese orden.
En ese momento ya se le habían pasado los efectos y se sentía peor que un montón de mierda. Estaba sobre una cama tamaño King junto a un montón de chicos que jamás había visto en su vida. Ninguno estaba consciente. Creyó reconocer a dos del equipo de futbol americano, pero tampoco se relacionaba mucho con ellos. Vio a una compañera de voleibol sentada con las piernas abiertas en el suelo al otro lado del dormitorio. Se reía junto a otras chicas mientras esperaba que el porro diera la vuelta en el círculo para llevárselo nuevamente a la boca.
Elizabeth se pasó la mano por la boca y notó que tenía saliva seca alrededor de las comisuras de los labios y a un lado de la mejilla. Seguro se durmió en algún momento. No recordaba haber Canalizado, pero si seguía viva de seguro lo había hecho. Sacó del bolsillo su celular y comprobó que se veía igual que cómo se sentía. Se emparejó el pelo lo mejor que pudo, se alisó la blusa y se subió un tirante del brasier. Con mucha dificultad, consiguió levantarse de la cama e ir al baño. El blanco del mármol le penetró en los ojos y tuvo que cubrirse con las manos un par de minutos hasta que la molestia se hizo soportable. El dolor físico nunca fue un impedimento en su vida.
Se apoyó en el lavamanos y miró su reflejo con asco. Se limpió la cara con abundante agua tibia hasta que las pecas tomaron control de sus mejillas y nariz.
Sintió su trasero vibrar. Era Grace.
—¿Qué...?
—¡Al fin contestas, idiota! ¿Tienes idea del susto que me diste, Lisa? Creí que estabas por ahí tirada... expulsando espuma por la boca.
No del todo incorrecto.
Revisó el teléfono. Dieciséis llamadas perdidas. Mierda.
—Relájate. Les prometí que no lo haría otra vez. —Cierto—. Y no lo he hecho. —Falso—. ¿Qué ocurre? ¿No saben divertirse sin mí? —preguntó con un dejo de diversión.
—Amy dice que ustedes tienen una tradición a las doce. Fue a buscar a Kevin pero todavía no lo encuentra. Creo que mi idea de plantarle un chip de rastreo no es tan mala después de todo.
—¿Eh?
—Olvídalo. Solo ven a la cocina.
Obedeció. Salió del baño y cuando abrió la puerta de la habitación encontró a Bruno de espaldas, con medio cuerpo dentro de una habitación. Se escuchó un grito de chica y Bruno cerró la puerta de golpe. Volteó y se encontró con Eli. Tenía el rostro colorado pero se lo veía aliviado. Eli no resistió el impulso y lo abrazó con fuerza. Los últimos días se había quedado en Pensilvania y casi no lo había visto.
—¡Eli, al fin te encuentro! Ahora solo falta Kevin. Ayúdame a buscarlo antes de que Amy lo halle y se desate la ira de Zeus.
Juntos bajaron con la misma misión en la cabeza. Eli palpó su teléfono para comprobar que no lo había olvidado en el baño, pero se equivocó de bolsillo y, en lugar de su celular, sus manos sintieron una textura plástica y ruidosa con algo sólido, pequeño y redondo en su interior. Sonrió. Todavía podía divertirse. Esperó a que Bruno se diera vuelta para llevarse la pastilla a la boca, justo debajo de la lengua para que el efecto fuera mejor.
Tardaría alrededor de una hora en alcanzar las sensaciones que le traían paz. Mientras tanto tendría que lidiar con el hormigueo en las manos, los calofríos y el castañeo de dientes. También debía contemplar el factor sed. Buscaría un vaso después.
Casi por casualidad, sus ojos se detuvieron en alguien cabizbajo que parecía haber perdido mucho a una edad muy joven. Estaba sentado en el sillón rojo de tres cuerpo; el cabello castaño desordenado era característico, la postura de desamparado no.
Corrió por entre el gentío y se lanzó sobre su amigo que la miró como si se tratara del mismismo fantasma de la ópera.
—Oye, que tampoco soy tan fea sin maquillaje —protestó Eli, apartándose de su amigo. Le revolvió el cabello y le tendió una sonrisa amistosa—. Tienes a tu novia preocupada y a tu otra novia enfadada.
—No sé cuál es cuál.
—¿Acaso importa? Ambas dan miedo.
—Tienes razón.
La habitación comenzó a girar. Eli parpadeó rápidamente. Se apoyó de manera casual en el mueble. Bruno llegó y le dijo a Kevin lo mismo que ella. Los tres chicos se dirigieron a la cocina, donde encontraron a Amy, Grace, John, Patrick, Daisy, Sasha, Samu y Sebas. Patrick estuvo por decir algo, pero en cuanto Amelia vio a Kevin, le plantó una pisada que le arrancó una fuerte grosería.
—¡Creí que habías vuelto a irte, pedazo de basura!
—Estaba en la sala de estar. Cálmate, mujer.
Cada vez giraba más deprisa.
—¿Qué me calme? Te recuerdo que te fuiste por todo un mes. Si me dices que te vas al jardín, entonces te vas al jodido jardín y te quedas ahí hasta que seas parte de la decoración. ¿Me oyes?
—¿Al jardín? —Kevin se veía confundido. Amy suspiró y le dio la espalda para dirigirse al resto.
Patrick se había acercado a Eli mientras la gemela gritoneaba a su amiga. Le susurró algo pero Eli estaba demasiado concentrada en las sensaciones de su cuerpo para captar lo que le dijo. Sintió que le apartaba un mechón del rostro y se acercó más a él.
Ojalá las almas pudiesen fusionarse en una sola, pensó abatida.
—... por eso quería que todos participáramos en esta celebración —oyó terminar de decir a Amy.
—No estoy de acuerdo. La tradición es nuestra —opinó Sasha. ¿John le estaba sosteniendo la mano o la pastilla había comenzado a hacerle efecto tan pronto?
—Puede cambiar —insistió Amy.
—Somos más ahora —añadió Kevin.
Samuel dio un paso al frente.
—Sasha tiene razón, está es su tradición. Nosotros solo seríamos un estorbo. Llegué a conocer y tenerle estima a Zack. Lo considero un amigo, sin embargo nunca sentiré lo mismo que ustedes sienten por él. Mi presencia opacaría su tradición.
—Y la mía —añadió Sebas—. Yo no siquiera alcancé a conocerlo bien.
—Esto es suyo —dijo Patrick. Eli se apoyó en su pecho mientras hablaba y perdió interés en lo que decía. Solo quería que él la abrazara. Que la sostuviera mientras la habitación giraba como endemoniada.
Solo quería ser feliz por un maldito segundo.
Intentó poner los pies en la tierra. Según lo que descifró estaban discutiendo acerca de la tradición que ella y sus amigos tenían. Cada año nuevo, salían al jardín trasero con una copa de champán y al dar las doce, se tomaban de las manos y saltaban a la piscina. El agua siempre estaba congelada. De esa forma, se sentían reiniciados para un nuevo año. Sasha tenía razón: eso era suyo y de nadie más. Pero Kevin también estaba en lo correcto: ahora no eran solo ellos. Finalmente decidieron irse a lo tradicional, o eso creyó Eli. En cuanto estuvieron por salir, Sasha se devolvió y le tendió una mano a John. Él la miró extrañado.
—Guardaste sus secretos. Consolaste su tristeza. Iluminaste su vida lo mejor que pudiste. Y ahora llevas su apellido. Zack es tu hermano y tú el suyo. Por favor, ven y recibe este año con nosotros. Zack querría que estuvieras.
Kevin también se devolvió, pero con la atención puesta en su primo.
—Nuestras tres familias son lo que él, tú y yo pudimos ser si yo no hubiese sido el peor ser humano de la tierra. Le he fallado... a tanta gente. No te fallaré a ti otra vez, Bruno. Eres mi familia. Eres su familia. Tú también deberías venir.
Entonces Elizabeth entendió lo que tenía que hacer ella. Para sorpresa de todos, incluyéndola, volteó para dirigirse a Daisy. Esta se apegó a Sebas, pero no dijo nada.
—Tú y yo no somos amigas. Y dudo que lo seremos algún día...
—Prometedor —contestó ella sarcástica.
—Pero fuiste su amiga. Quizá más que su amiga, en realidad nunca podremos saber qué hubiera pasado. Fuiste la única persona que lo entendió. Eres la viva imagen que las mejores amistades no son las que llevan más años juntas. No es una competencia. No importa si no estuviste antes para él como yo o como Kevin, porque en este único año hiciste más por él que cualquiera de nosotros. —Estiró la mano y Daisy se la tomó de inmediato.
—Por Zack.
—Por Zack —estuvo de acuerdo Eli.
Elizabeth fue la última en salir. Decir esas palabras habían agotado toda su energía. Intentó seguir a sus amigos, pero se tropezó con el marco del ventanal y unas manos la sostuvieron para no caer. Alzó la mirada y vio a su novio con ojos preocupados. No quedaba nadie más en la cocina.
—¿Te encuentras bien, Pandita?
—¿Por qué lo dices?
—Elizabeth...
—¡Estoy perfectamente! —Lo empujó y logró mantenerse en pie Dios sabe cómo.
—¡Eli! ¡Ya van a ser las doce! —Era la voz de Sasha.
Intentó salir, pero Patrick la atajó. Nuevamente lo empujó. Cristal roto o algo parecido. Salió disparada hacia sus amigos que se ubicaban a la orilla de la piscina. Kevin le alzó una ceja. John se acercó corriendo.
—¡Lisa! ¿Qué ocurrió?
¿Por qué lo dices?
—Trae el maletín... Esta sangrando mucho.
¿Qué?
Sus manos... ¡Sus manos, le hacían juego con su cabello! Eso de seguro era divertido. No, no era divertido. Era triste. Era para llorar, pero reír. Ambos.
—¡Elizabeth!
Y desde el interior se escuchó: ¡Feliz año nuevo!
—¡Feliz año...! —Las palabras se le atascaron, no podía hablar. Sentía agua dentro de los pulmones. Todo era cada vez más oscuro. Oscuro como su cabello. ¿Acaso él...?
—¿Elizabeth?
—¿Zack? ¿Zack eres tú?
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