📖Capítulo 24: El primer amor rara vez es eterno, y eso está bien📖

—No... lo... entiendo —consiguió articular Patrick.

Daisy nunca se imaginó que su voz se escucharía de esa forma cuando se lo dijera; como si le acabase de contar que uno de sus amigos había muerto de la forma más fatídica posible; como si, de un momento a otro, se hubiese convertido en el protagonista de una tragedia digna de ser interpretada en el teatro de Epidauro.

Tampoco pensó que esas serían las palabras que escogería para responderle. ¿Qué había que entender, después de todo?

—Es para mejor —aseguró Daisy.

Intentó mirarlo directo a los ojos, pero cuando los encontró, no tuvo el coraje de enfrentarse a la aflicción que se reflectaba de sus pupilas oscuras; temió contagiarse de su desolación, y agachó la cabeza de inmediato. No podía quebrarse frente a él. La vulnerabilidad con la que enfrentamos ciertos sentimientos, muchos de los cuales nos resultan incontrolables, es un acto del que pocos merecen ser partícipes. En especial aquellos que fueron los causantes de estrujar nuestra alma a tal punto que ni siquiera dejaron lágrimas para llorarlos cómo quisiéramos.

La mano de Patrick trató de alcanzar la suya, mas la chica sacudió la cabeza en señal negativa y esquivó su agarre. Se llevó ambas manos a los bolsillos de su pantalón favorito, el único que tenía bolsillos lo bastante profundos para que cupiera algo más grande que una canica. Esperó a que el tiempo pasara más rápido, o a que se estancara; quiso desaparecer, o que su alrededor se desvaneciera. Ansiaba cualquier escenario que le permitiese huir de ese fastuoso jardín sacado de un programa de Home & Health y de ese chico sacado de una novela de romance.

—Lo siento —añadió la castaña. Alzó la vista y se permitió contemplarlo un par de segundos, aunque no con el detenimiento que acostumbra.

Patrick se fijó en la distancia que los separaba y echó el cuerpo hacia adelante, con la intención de acortarlo, pero Daisy volvió a negarse. Si lo tenía solo un centímetro más cerca, toda la fortaleza que había conseguido se vendría abajo como una torre antigua y mohosa, dejando nada más que un montón de ladrillos rotos y el recuerdo de lo que alguna vez fue un patrimonio histórico.

—Daisy —la llamó Patrick—, al menos mírame.

—No puedo...

—Daisy, hablemos esto —insistió el chico—. Necesito que me expliques. Merezco que me expliques. Ni siquiera tiene sentido que quieras... Nosotros no... ¡Daisy, mírame, maldición!

La castaña obedeció, temblorosa. Sus ojos eran una represa frágil azotada por un río indolente. Los de él, por el contrario, lucían apenas tristes; el desconcierto presidía en sus portales hacia una dimensión de eterno otoño, y el rojo de sus mejillas indicaba que estaba por explotar.

—Lo he pensado mucho, y decidí que esto... —Lo señaló a él y luego a sí misma—, ya no funciona.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —preguntó él, como si acabase de oír que lo había engañado con alguien más—. ¿Por qué no compartiste conmigo tus dudas sobre nosotros antes?

—Supongo que quise esperar.

—¿Qué cosa? ¿El estar segura de que querías terminar? —Patrick bufó.

—No quería preocuparte.

—Oh, pero qué considerada de tu parte —escupió Patrick con sarcasmo. Se cruzó de brazos y frunció el ceño—. Supongo partirme el corazón fue una opción más humanitaria.

—Tú no eres la víctima aquí —protestó Daisy, dando un puntapié al aire—. ¿Acaso crees que me hace feliz esto? ¿Que no me duele ni un poco dejar ir a la persona que más amo con todo mi corazón?

Patrick alzó los brazos.

—¿Entonces por qué demonios estás terminando conmigo, Daisy? —vociferó confundido—. ¿Cuál es el problema?

—¡El problema es que la persona que más amo con todo mi corazón ama a alguien que no soy yo! —gritó Daisy.

Patrick se echó hacia atrás, como si alguien le acabase de propiciar un sopetón en el estómago. Se enderezó de manera forzosa, parecido a un ebrio que camina trastabillando en medio de la calle. Una vez que consiguió equilibrarse, miró a Daisy con absoluta desesperación. Era inusual en Patrick mostrarse de ese modo; incluso ahora que había cambiado y se había abierto más a los demás, resultaba perturbador ver cómo sus propias emociones tomaban el control de su cuerpo, su rostro y su voz. Solo lo había visto así una vez, un año atrás, cuando le confesó que se había cansado de vivir en una sala de hospital a la espera de un donante que quizá nunca llegaría.

Mantuvo los ojos puestos en Patrick, sin atreverse a verlo de verdad. Se adentró en ese mundo de otoño que brillaba de dolor y se acomodó bajo uno de sus árboles; el cielo estaba nublado, en cualquier momento comenzaría a llover. Disfrutó del viento y vio las hojas caer, y no fue hasta que sintió una presión sobre su clavícula que despertó de su trance.

Patrick tenía su mano encima y le acariciaba, con las yemas de sus dedos, justo donde terminaba el cuello. Daisy cerró los ojos un momento y se dejó llevar por el suave roce que le erizaba los vellos de ambos brazos. Traía puesta una polera floreada con los hombros descubiertos, que le permitía sentir el calor humano que generaba la mano de Patrick al entrar en contacto con su piel desnuda. Extrañaría ese cosquilleo, ese que se transformaba en aire para sus pulmones, en sangre para sus venas.

En sentido para su vida y en amor para su alma.

Abrió los ojos. Tomó con cuidado su mano y la apartó. Patrick suspiró con pesar.

—Ovejita...

—No quiero que me llames así.

—Y yo no quiero parar de hacerlo —respondió Patrick—. No quiero dejarte...

—Yo sí. —Su voz se escuchó más severa de lo que imaginó.

Los ojos de Patrick se humedecieron. Daisy no soltó ni una sola lágrima.

—Es segunda vez que me dejas porque me amas. —Suspiró apesadumbrado—. Te lo dije una vez y te lo repito: si me quisieras tanto como presumes, no me estarías matando en vida.

—Y luego te burlas de que Zack es dramático.

El ceño fruncido de Patrick le dejó claro que todavía era demasiado pronto para bromear. Daisy tragó saliva y se preguntó cómo estaría llevando la ruptura Zack. Quería tenerlo cerca para llorar sin tapujos; se lo imaginó tocando su canción favorita mientras ella la tarareaba sin preocuparse si sonaba afinada o no. Sonrió. Le hacía feliz saber que podía contar con él para lo que fuera.

Respiró hondo antes de volver a la realidad.

—Deberías agradecerme por dejarte ir. Así puedes ir tras ella sin culpa. Sé que eso era lo que te retenía para romper conmigo.

—Eso no es cierto.

—Claro que sí. Temías quedar como el puerco que le rompe el corazón a su novia por otra.

Patrick se vio realmente sorprendido.

—¿De verdad piensas que no te amo?

Daisy se tomó los codos. Se sintió pequeña y frágil. En cualquier momento se perdería con el viento.

—Sé que no. Ya no al menos.

—Entonces te equivocas. —Se acercó con apremio y tomó su rostro con ambas manos. Daisy levantó la cabeza y se encontró con una mirada que no podía indicar otra cosa más que amor—. Te amo, Daisy —aseguró con los ojos penetrantes—. Te amo.

Daisy le sonrió con amargura a la vez que tomaba sus manos y las dejaba libres a la altura de su cadera. Dio un paso hacia atrás. Patrick la observó pasmado.

—¿No me crees?

—No negaste cuando dije que amabas a otra persona. ¿Te sorprende que dude?

Patrick suspiró; se apartó los cabellos dorados que apenas le rozaban las pestañas a juego.

—Tienes razón. Estás en todo tu derecho, pero no miento cuando digo que te amo, necesito que lo sepas... Sé que todo esto es un lío, sé que no es justo para ti... También sé que puedo arreglarlo, solo necesito tiempo. ¿No crees que nosotros lo valemos?

—¿La amas? —preguntó Daisy de golpe.

Patrick se mordió el labio.

—Cuando Elizabeth y yo estuvimos en coma, nos conocimos y...

—Eso ya lo sé —lo interrumpió la castaña—. Sé que estuvieron juntos, sé que se amaron. Mi pregunta es si tú la siguen amando a ella. Ahora. En el presente. En el mundo real.

—Te juro que intenté dejar de... —Se interrumpió al ver la expresión de agobio de Daisy—. Sí, todavía.

—Entonces, ¿qué esperas? Zack y Eli terminaron. ¿Qué es lo que te detiene?

—No quiero estar con ella, te quiero a ti. ¿Recuerdas cuando hablamos de que no podrías vivir muchos años y que por eso teníamos que adelantarnos? Ese día que me dijiste cómo sería tu vestido de novia ideal. Ese día que decidimos la música, la comida, la iglesia. Ese día que escogimos los nombres Will y Lucy. Ese día que pensamos en nosotros como un futuro, como un matrimonio, como una familia. Quiero que seamos todo eso.

Daisy se lanzó sobre él y lo abrazó con el máximo vigor que su cuerpo de metro sesenta le permitió. Ocultó la cabeza en su pecho y anheló que el mundo se acabara en ese preciso momento, con ambos amándose como siempre lo habían hecho. Patrick le correspondió el abrazo; tomó su nuca y la movió ligeramente a la izquierda, de forma que quedase justo sobre su corazón palpitante. La estrechó con la perfecta medida de fuerza, aunque Daisy hubiese querido más. Quería abrazarlo hasta que sus huesos se entrelazaran y sus almas se fusionaran, hasta que compartieran los mismos sueños y el mismo aire.

—Lo siento —susurró en nombre de ambos—. Te deseo toda la felicidad del mundo.

—Daisy no hagas esto. ¿No lo entiendes? Te escogí a ti.

La chica se apartó. Tomó sus manos y le sonrió con los ojos llorosos. Se dio cuenta que Patrick también los tenía así y supo que no mentía, que de verdad la amaba.

—Todavía no lo entiendes, ¿cierto? —le preguntó la chica.

—¿Qué cosa?

—Yo no quiero que me elijas. Quiero ser tu única opción.

Se volvieron a abrazar, esta vez con suavidad. Ya no estaban desesperados por el otro, sino dispuestos a dejarse ir sin rencores. Daisy jamás podría odiarlo. Sabía que había intentado dejar de amarla y había fracasado. El amor es algo que actúa por cuenta propia y buscar culpables resulta una tarea inútil. Si los acontecimientos hubieran trascurrido de manera distinta, tal vez no tendrían que estar despidiéndose del futuro que pudieron construir juntos, pero al destino le fascina arruinar nuestros planes favoritos.

Una vez que se separaron, se sonrieron un momento. Soltaron una risa al observar el rostro hinchado y rojo del otro.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —le pidió ella.

—La que sea.

—Si hubieses conservado tus recuerdos al llegar a ese mundo del Coma, ¿crees que te hubieras enamorado de Elizabeth?

—No habría tenido tiempo ni ganas de conocerla —respondió Patrick luego de una larga pausa—. Ni a ella, ni a John, ni a Grace, ni a Lauren. Me habría aferrado a ti, a Dominic, a mis otros hermanos, a mis padres... A mi vida aquí. Los habría seguido a todas partes, habría intentado mandarles mensajes asegurándoles que estaba bien y, sobre todo, habría pasado cada segundo en ese mundo y en este, amándote.

Daisy se limpió los ojos y la nariz con el antebrazo.

—Me gusta más esa versión.

Patrick le sonrió, pero no dijo nada.



*******


Un frío viento en la cara la despertó de su ensimismamiento. Sus reflejos la forzaron a parpadear y echar la cabeza hacia atrás. Cuando la habitación Sebastián se hizo más nítida, notó que tenía al chico en cuestión a escasos centímetros suyos sonriéndole con sosería. Podía sentir su respiración; algunos mechones de su cabello oscuro se habían adherido a los de él por la estática.

—¡Al fin! —exclamó Sebas—. Tuve que soplarte tres veces en la cara para regresarte a la tierra de los vivos. ¿En qué pensabas? —Antes de que Daisy abriera la boca, Sebas alzó la mano para callarla, y añadió—: Si es sobre tu ex no quiero oírlo.

—En ese caso... —Daisy se acercó todavía más. Sus bocas estaban distanciadas por apenas un dedo de distancia. Le arrebató los anteojos y se los colocó—. Dime cómo lograste construir estos. Son asombrosos.

—Podrían ser mejores.

Sebas respiró pesadamente y soltó una risa incómoda a la vez que se volvía a apoyar contra el respaldo de su silla de escritorio. A Daisy siempre le conmovía su nerviosismo, pero eso no evitaba que lo molestase una que otra vez coartando su espacio personal como a veces también hacía él. Ambos tanteaban terreno para ver qué tan lejos estaba dispuesto a llegar el otro. Hasta el momento habían salido un par de veces, se habían dado de la mano y habían compartido uno que otro abrazo y un par de caricias.

Ningún beso.

Se moría por besarlo. No había nada en él que no le gustara. Estas últimas semanas se había dado cuenta lo perfecto que era en todo el sentido de la palabra. Es más, no conseguía entender cómo nunca había tenido una novia seria. Quizá se debía a que la mayoría de las niñas prefería a tipos como Kevin o Zack. Daisy pensaba que un chico capaz de diseñar un robot que les trajera la merienda y se llevara la loza sucia era mil veces más atractivo que uno de ojos verdes o brazos musculosos. Sebas no tenía el cuerpo trabajado; no era delgado ni gordo. Medía apenas un par de centímetros más que ella, lo que le aseguraba el puesto del chico más bajo del grupo junto con John. No tenía las pupilas de ningún color estrambótico, eran de un marrón común y corriente, como los de ella. Su cabello era del mismo tono, liso y un poco alborotado, lo suficiente para que Daisy se lo revolviera constantemente sin sentirse culpable de arruinarle el peinado. Tenía un diminuto lunar debajo de su ojo izquierdo que resaltaba en su tez clara, aunque la mayor parte del tiempo se escondía detrás del marco de sus anteojos, diseñados por él mismo para "curar" su daltonismo cuando los llevara puestos.

Sebastián era la persona más brillante que había conocido, y sin embargo la más humilde también. Devoraba toda clase de novelas, oía todo tipo de música y la hacía reír cada cinco minutos con sus ocurrencias y comentarios. La confianza que tenía en sí mismo no cruzaba la fina línea del egocentrismo, sino que lo volvía una persona interesante y de fácil trato. Sí, le gustaba cada cosa de él. Entonces, ¿por qué no lo había besado todavía? ¿Por qué no la había besado él?

Cuando se enteraron de que ambos habían viajado a Europa para pasar navidad con sus respectivas familias, decidieron visitarse y así, aprovechar de pasear y conocer. Daisy le mostró a Sebas el Big Ben, el palacio de Buckingham, el Museo Británico, la Galería Nacional y, si los días tuviesen más de veinticuatro horas, Londres completo. Se habían tomado fotografías en cada una de las emblemáticas atracciones, conocidas por su valor histórico y por atraer turistas como pegamento a las moscas. Pero no fue hasta el último día que Daisy se dio cuenta que lo que sentía por Sebas iba más allá de una amistad.



*******

Ambos se habían abrigado hasta las orejas debido al gélido viento que insistía con robarles los gorros y azotarles el rostro como un látigo volátil y despiadado. El sol se había retirado hacía horas, dándole su merecido protagonismo a los astros propios de los noctámbulos.

—Detente —le pidió Sebas. Señaló el cielo y sonrió—. Mira la luna, está preciosa. Me encantaría saber dibujar para que esta noche se quedara siempre conmigo.

Daisy se acercó a la baranda del puente de piedra y, con cierta timidez, estiró su brazo hasta alcanzar apenas los dedos enguantados de Sebastián. Esperó a que él le diera la mano, pero al notar que no la había sentido, continuó acariciando sus dedos hasta que el chico volteó y miró lo que ocurriría con expresión seria; sin decir palabra, entrelazó ambas manos y alzó la cabeza. Daisy encontró sus ojos oscuros, iguales a los de ella, observándola con el mismo interés con el que ella lo veía a él. Fue la primera de los dos en soltar una risa nerviosa.

—Es realmente hermosa —dijo Sebas sin apartar la atención de la chica, quien ahora no podía dejar de sonreír.

Pasó largo rato en el que ninguno de los dos dijo nada. Solo se oía el danzar de las bocinas al compás del tráfico, muy a lo lejos; era un sonido que se les hacía ajeno porque en ese momento solo ansiaban paz y tranquilidad, y seguro la habrían conseguido un día más cálido. Daisy hubiera dado lo que fuera por quedarse ahí por un tiempo indefinido, pero su cuerpo estaba comenzado a quejarse; le castañeaban los dientes, tenía las piernas flácidas y había perdido la sensibilidad de los dedos de sus pies. Sebas pareció notarlo porque dejó de sonreír y la miró preocupado.

—¿Quieres regresar? Estás tiritando.

Daisy negó con la cabeza. Dio un paso atrás y tiró de él para que lo acompañara al borde. Apuntó hacia la luna justo como él había hecho minutos atrás y notó, asombrada que en efecto era bellísima. La clase de luna que despierta a los licántropos, ilumina a los desamparados y guía a los perdidos; una neblina la cubría hasta la mitad, lo que le daba un aire de misterio y melancolía, ese aire ya conocido y ansiado por los artistas y los enamorados. Parecía una mujer árabe de piel blanca, dispuesta a guardar cualquier murmullo que le ofrecieran como regalo. Por un momento, pensó en Dominic. Él habría capturado la magnificencia de esa noche como nadie. Al menos antes, ahora temía que se subiera al borde y saltara al río.

—Es como si nos estuviera observando —acotó Daisy bajando la mano. Enseguida, Sebas la alcanzó. Se colocó justo detrás de ella y apoyó la cabeza en su hombro. El gorro de lana que traía puesto le hizo cosquillas en sus orejas descubiertas—. ¿Ahora estamos protagonizando el Titanic? —preguntó entre risas.

—Sí ese es el caso, entonces pido ser Rose. —Sebas la tomó por la cintura y la hizo girar hasta quedar frente a él. Daisy ahogó un gritó—. Así me puedes dibujar.

Daisy sintió un cosquilleo en los muslos, en lo absoluto relacionados con el viento que corría.

—Hago unos monitos de palo dignos de exhibición.

Volvieron a tomarse de las manos y a sonreírse. Sus narices estaban rojas y emanaban el característico vaho de un día frío de invierno, de una noche incluso más avara con los grados centígrados. Sin embargo, a pesar de que solo un par de centímetros los separaban, no se acercaron más. Daisy imaginó que ese era el perfecto momento para su primer beso. De pie sobre un puente rayado de siglas y nombres de decenas de enamorados que apostaron por que su amor sería eterno y digno de plasmarlo en aquel lugar, de candados puestos para sellar lo que sentían por el otro. El Támesis bajo sus pies, reflejando a la luna vestida de seda.

—Feliz casi navidad, Sebas —dijo al fin—. Gracias por haber venido.

—Feliz casi navidad para ti también, Daisy. Gracias por hacer esta noche inolvidable. Llevas la luna en tu mirada.



*******


La mamá de Sebastián era todo lo que Daisy siempre soñó. No estaba segura si la quería de madre, o si quería aspirar a ser como ella cuando grande. Quizás ambas. Era una mujer que no tenía nada que envidiarle a grandes como Marie Curie, Rosalind Franklin o Elizabeth Blackwell (su más grande heroína... Sí, el nombre era desafortunado). Claro que no solo tenía un cerebro envidiable, sino que era tan cálida como una chimenea en días nevados y más divertida que la mejor comediante que existiese. Desde que Daisy llegó, no paró de reír y de sentirse acogida. Su padre era un poco más serio, de humor negro, espalda ancha y una leve sonrisa traviesa marcada en el rostro. No había visto un matrimonio tan unido desde que conoció a los padres de Dominic y Patrick, e incluso ellos tenían ciertas dispuestas a la hora de criar a sus hijos.

No pienses en eso, se pidió.

Daisy tomó una galleta de la bandeja que cargaba el pequeño Carson y la untó en la taza de leche tibia. El robot hizo un ruido extraño; dio media vuelta y comenzó a girar en círculos alrededor de la habitación, tirando las galletas y salpicando leche por todas partes.

—Todavía tengo que hacerle unas mejoras —comentó Sebastián avergonzado—. Car-son, mu-chas gra-cias —moduló marcando cada sílaba con detenimiento.

El mayordomo de metal se detuvo de golpe.

—Siempre hablas de mejorar, ¿nunca estás conforme con lo que haces? Todos tus inventos son increíbles.

—¿Incluso un robot que ensucia mi dormitorio?

—Está bien, casi todos —contestó Daisy mirando con pesar las migajas que yacían sobre la alfombra azul y el piso de madera clara. Su estómago rugió.

—La ciencia siempre está avanzando, porque los científicos lo hacen. Si Thompson se hubiera conformado con el modelo atómico de Dalton, tal vez seguiríamos pensando que el átomo es una esfera rellena, y si Pasteur se hubiese conformado con idea de Aristóteles que la vida provenía de la generación espontánea, tal vez nunca conoceríamos la biología celular cómo es en realidad. Si me quedo quieto, si me conformo, le estaría fallando a la ciencia. —Se llevó las manos al pecho—. Me estaría fallando a mí.

Un cosquilleo le recorrió el cuerpo entero. Sintió calor en las mejillas y el corazón acelerado. Eso era.

Él era.

—¿Quieres ir a la fiesta de Año Nuevo conmigo? —le preguntó de golpe.

Sebas parpadeó anonadado.

—Creí que no querías ir.

—Sé que te dije que no quería estar ahí, pero es porque no soportaba la idea de ver a Patrick y Eli juntos —explicó Daisy—. Ahora... creo que no me importa.

—¿Crees?

—No me importa —corrigió la chica—. Quiero estar contigo, la paso bien contigo. Sé que la pasaríamos genial... Digo, si tú quieres.

—No creí que tu querrías —respondió Sebas con sinceridad.

Daisy acercó la mano a la rodilla del chico y comenzó a dibujar figuras apenas rozando el pantalón de mezclilla con la punta de los dedos.

—Sebastián Contreras, gasté todos mis ahorros de tres años en un boleto en avión para estar contigo por solo cuatro días. Me descargué Duolingo para charlar con tu hermanito y me leí al menos diez papers del último mes para impresionar a tus padres. ¿Qué crees tú?

Sebas disimuló una sonrisa triunfante con una mueca.

—Que hago conclusiones estúpidas.

—Apresuradas —propuso Daisy divertida.

—Entonces... si vas a ir, tengo que ponerte al día con los chismes del grupo. En realidad, todo lo que sé es por Grace, Samu y Dom.

—¿Hablas con Dominic?

—¡Por supuesto! —contestó Sebas, como si fueran los amigos más íntimos del mundo entero—. ¿Sabías que él y su hermano se pelearon? Debe ser súper incómodo para Lisa ir de acá para allá... Oh, oh, oh, ¡y John y Sasha parece que están saliendo! Pero no le han dicho a nadie. La mamá de Zack le dijo a la mamá de Bruno, que le dijo a la mamá de Kevin, que...

—Pero John es gay —lo interrumpió la chica con escepticismo.

Sebas se encogió de hombros.

—Yo solo transmito la información que me fue confiada.

—O sea que no sabes guardar secretos.

—En mi defensa —comenzó diciendo Sebas—, Grace y Samu están al tanto de eso. Nunca he negado lo mucho que me cuesta guardarme chismes acerca de personas cercanas que no me incumben en lo absoluto.

—Los chismes de personas cercanas que no me incumben en lo absoluto son mis chismes preferidos —confesó Daisy frotándose las manos—. Suéltalo todo.

—¿Supiste lo que le pasó a Lisa en octubre?,  ¿en una disco electrónica? 

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