📖Capítulo 13: El amor propio siempre debe ir primero📖
Mientras la mamá de Dylan ponía la tetera a hervir, Dominic aprovechó de revisar su teléfono celular. Cuando estás en un chat con otros doce adolescentes, es común que las novedades sean diarias o, por los menos, semanales. Más aún con uno de los miembros desaparecido, otra en su primera cita y una pareja a punto de separase (según ciertos rumores). Por lo mismo se sorprendió al tener cero notificaciones del grupo, incluso a sabiendas que ninguno de los integrantes había enviado un mensaje hacía días. Se dijo que —y era lo más probable— habían creado otro chat sin él, uno en el que pudiesen hablar pestes de su persona sin insultarlo de forma directa.
Vio que Aurora regresaba a la mesa en donde ambos estaban sentados y le sonrió con la falsa cortesía que su familia le enseñó a mostrar con los adultos. Se tardó unos segundos en escoger el té; había una cajita de madera con veinte variedades distintas, y cada vez que leía el sabor de uno se le hacía más rico que el anterior. Definitivamente lo que más le gustaba de la religión de Dylan era el hincapié que se le hacía a los tés.
A Dominic le parecía bastante ridículo que Dylan no bebiera café o no quisiera tatuarse, argumentado que estaba prohibido. Como si los cimientos de la religión mormona se hubieran edificado sobre esas reglas e incumplirlas te llevara directo al infierno junto con el dueño de Starbucks y los ganadores de Ink Master.
Dominic había reflexionado hasta dar con tantas conspiraciones y teorías sobre por qué Dylan seguía las normas de su religión al pie de la letra, que terminó por concluir lo que más temía.
Preso de sus propios miedos, el pelirrojo bebió un sorbo de té de coco y le sonrió a la mamá de su amigo. Formó una sonrisa lo bastante creíble para que ella se la correspondiera, sin percatarse que por dentro su cabeza era un caos y su espíritu estaba a una desgracia de extinguirse.
—¿Le echaste el ojo al folleto de universidades que te di? —preguntó la mujer con amabilidad.
Dominic rodeó la taza con sus manos para absorber el calor que se desprendía de esta.
El clima mediterráneo de Santa Mónica le proporcionaba a sus habitantes un agradable tiempo durante todo el año, y era además, el atractivo principal para los turistas junto a sus playas paradisiacas. Por aquel entonces ya era principios de septiembre, lo que implicaba una temperatura promedio de veinte grados Celsius, y no justificaba en lo absoluto la firmeza con la que Dom sujetaba la taza humeante.
—No he tenido tiempo —se sinceró el muchacho mirando los ojos celestes de la mujer. Había pasado las últimas cuatro semanas llorando, contemplando el techo, aguardando su inminente muerte y viendo uno que otro vídeo de gatitos en YouTube.
—Por supuesto, es comprensible. El último año es muy demandante, pero también es el que más rápido se pasa así que deberías comenzar a revisar las universidades lo antes posible —opinó Aurora. Bebió un sorbo de té, y añadió—: No debes dejar algo tan importante como tu futuro en manos del destino.
—He aprendido, y de muy mala manera cabe resaltar, que nuestro futuro es propiedad del destino.
Aurora estuvo por contestarle, pero Dom alzó la mano, interrumpiéndola justo antes de que dijera algo.
—Me gusta la universidad de Pensilvania —reveló el pelirrojo—. Es una de las cinco mejores universidades del país y no tendría que mudarme lejos de mi familia.
—Dylan me había dicho que postularías en alguna universidad de Nueva York.
Dominic se sobó el cuello.
No llores, estúpido. No te atrevas.
—Los planes cambian —respondió Dominic, intentando que el labio no le temblara y terminara por delatarlo.
En eso se oyó la puerta que daba al exterior; un leve chillido los percató de que Dylan había llegado. Al ser un apartamento más bien pequeño, el chico los vio enseguida y caminó hasta la cocina. Dejó un kuchen de arándanos en la encimera y dos bolsas de género en el suelo, junto a su silla.
—El tío nos mandó esto para tomar té —dijo Dylan a la vez que le daba un beso en la mejilla a su mamá. Esta le acarició el cabello y se puso de pie.
—Tengo que hacer unos trámites, si se me hace muy tarde, no me esperes para comer, tesoro. —Volvió su atención a Dominic, y le dijo—: Siempre es un agrado tenerte acá, Dom. Deberías venir más seguido.
—Pasa más tiempo aquí que en su casa —se rio Dylan.
—Bueno, no tengo problema con que se quede a dormir de vez en cuando. —Le guiñó un ojo a su hijo.
Dominic se preguntó si lanzarse desde el noveno piso lo salvaría de la repentina vergüenza que se lo estaba tragando. Evitó mirar a Dylan a toda costa, quien tampoco se le veía del todo cómodo. Aurora no se percató de la tensión que había generado; con inocencia y una gran sonrisa, se despidió de cada uno, tomó su cartera que colgaba en la pared, y se fue.
Dylan rebuscó en la bolsa, ignorando por completo a su amigo, todavía consternado por el comentario fuera de lugar de Aurora. Sacó una lana de distintas tonalidades de amarillo y unos palillos nuevos para tejer.
—Creí que irías a buscar tu correspondencia —dijo Dominic. La voz se le agudizó por culpa de los nervios.
—Y eso hice. Lo que pasa es que mi tío me regaló un montón de accesorios para tejer y bordar, y ni te digo toda la lana nueva que me compró. Él conoce muy bien mi debilidad. Nos quedamos conversando un rato y me tardé más de lo previsto. ¿No fue muy incómodo quedarse con mi mamá, o sí?
—En la escala del uno al diez, un once —confesó Dom—. Luego de lo que dijo recién, definitivamente un veinte.
—Solo está intentando ser amable —repuso Dylan. Se cruzó de piernas y se apoyó sobre los codos en la mesa—. John y Lauren se quedaban todo el tiempo en mi casa cuando los tres vivíamos en Seattle.
—¿Sabe tu mamá que soy gay? —preguntó Dominic de golpe. Enseguida se calló, consciente de lo que había pronunciado en voz alta. Era la segunda vez que se denominaba como tal; la primera había sido frente a sus padres, hacía dos semanas.
—Eres increíble, Dom. Tienes un don para hacer que todas las conversaciones siempre terminen centrándose en ti. Te voy a decir algo y espero no te desmayes al oírlo. —Tomó aire antes de continuar—. Aquí va: el mundo no gira a tu alrededor.
—Tú sinceridad duele.
—A la gente le importa un pepino tu orientación sexual, Dominic. Métetelo en la cabeza.
—¿Pepino, eh? —Los labios de Dom se curvaron en una sonrisa burlesca—. Técnicamente un pepino sí es importante. Al menos para nosotros dos.
—¡Eres un degenerado! —chilló Dylan pretendiendo mostrarse grave, pero su propia risotada le boicoteó el plan—. Ay, Jesucristo, te lo voy a perdonar solo porque bromeaste acerca de ti por voluntad propia.
Continuaron charlando sobre cómo había sido su semana. Dominic siempre se sentía un poco menos miserable cuando estaba con Dylan; volvía a tener la esperanzada de que, algún día, el agujero dentro suyo dejaría de expandirse. ¿Y quién sabe? Hasta podía llegar a cerrase.
Finalmente, Dylan sacó el sobre dentro de una de las bolsas. Era un paquete rectangular amarillo, y contenía el paradero de su amigo por los próximos dos años. Ambos se quedaron mirándolo hasta que Dom se lo arrebató de las manos y lo abrió.
—¡Alto! —pidió Dylan—. Yo quiero leerlo.
—Claro que no, llevas días evitándolo. Ni siquiera querías ir a buscarlo a la casa de tu tío —dijo Dom a la vez que le tendía el sobre de mala gana—. Llevo semanas guardándome el secreto, no sé si podré resistir más.
—Claro, pero sí puedes pasar dieciocho años dentro del clóset, ¿no?
—Todavía no los cumplo —bufó Dominic cruzándose de brazos—. Y es completamente distinto.
—No lo es. Nadie sabía que eras gay salvo Daisy. Nadie sabe que me iré por dos años salvo tú.
—Todavía no entiendo por qué no les dijiste a John y Lauren. Entiendo que estés molesto con tu mamá, pero...
—No estoy molesto con mi mamá —lo cortó Dylan ceñudo—. Y con respecto a esos dos: Lauren es una bocona y John se alteraría demasiado... —Le sonrió con diversión—. Si quieres mantener un secreto bien guardado nunca se lo digas a Lauren, es en serio. Es mi mejor amiga y la amo un montón, pero es demasiado impulsiva para mantener un secreto.
—Proteges mucho a John —opinó Dom alzando las cejas—. Es tu novio, no tu hijo, ¿sabes? —añadió risueño.
—Y tiene depresión —explicó Dylan con semblante serio—. Lo protejo porque lo amo más que a mí mismo.
Se formó un silencio que envolvió, no solo la cocina, sino cada habitación del departamento. El único sonido que se percibía era el segundero del reloj que colgaba en la pared de ladrillos; con cada tic que Dominic oía, el ambiente se volvía más denso. Con cada tac que oía, se veía abrumado por el tiempo. Este avanza sin percatarse de su alrededor; sin detenerse, ni un solo segundo, por los demás.
El tiempo no se detendrá por ti, no retrocederá por ti. Lo hecho no puede ser cambiado y lo que está por hacerse todavía no existe.
La vida se reduce a un una cantidad limitada de tic-tac. Para cada persona es específica, y Dominic siempre viviría con el pensamiento de que Zack pudo haber tenido más tic-tacs. De no ser por él, Zack podría... seguir siendo, seguir estando, seguir contando: tic, tac, tic, tac.
Dominic no lo resistió más. Su té se había enfriado, y sus manos empuñadas alrededor de la tasa le comenzaron a picar.
—¿Estás hablando entre líneas? —escupió Dominic. Ocultó los brazos y se rascó con fuerza las palmas bajo la mesa
Dylan le alzó una ceja. Posó sus ojos celestes grisáceos en la mirada oscura de Dominic.
—¿Estás buscando una letra pequeña donde no la hay?
—Tú también me culpas —aseguró el pelirrojo. La voz le sonó apenada, con un dejo de rabia—. No finjas lo contrario.
—Debe ser muy aburrido vivir a la defensiva, siempre pensando que todos te atacan.
Los recuerdos embistieron en su mente como una lanza en el pecho. Atravesaron su cabeza sin piedad, y todo lo que vio fue lo que sabía que nunca podría olvidar: la luz, los gritos, el choque, la confusión, el dolor.
Sus ojos cerrados, su eterna sonrisa. Su beso no correspondido, su última canción.
—Zack no llevaba casco —dijo Dominic. Sentía las palmas ardientes y despellejadas, pero no podía detenerse—. Zack tenía un solo casco y me lo dio a mí.
La mirada grave de Dylan se desvaneció al instante. En su lugar, se formó una sonrisa triste. Se levantó y se sentó en la silla contigua a él; acarició su cabello rojo y lo obligó a subir las manos. Dominic las empuñó, avergonzado de su falta de control, pero Dylan no le dijo nada. Colocó sus manos sobre los puños del pelirrojo y se le quedó mirándolo, no con pena, sino con empatía.
—No te había entendido al principio —se excusó Dylan—. ¿Crees que te culpo por lo que le pasó a Zack? ¿De verdad piensas así de mí? Yo jamás pondría ese peso sobre tus hombros, Dom. Sé que lo amabas, sé que todavía lo amas y que posiblemente nunca dejarás de amarlo. Lo que ocurrió... —Suspiró y cerró los ojos un momento—. Zack te dio su casco porque quería protegerte, así como yo quiero proteger a John. Y estoy seguro que tú también quisiste proteger a Zack. Después de lo que le pasó a John en su graduación, entiendo que te hayas preocupado, que hayas pensado que las pastillas dañan más que curan.
—Nunca me lo perdonaré.
—Tienes que hacerlo, tú no lo obligaste a dejar la medicación. Zack tenía dieciocho años, y sí, estaba enfermo, pero no por eso debemos librarlo de todo lo que hacía y decía. Si él decidió seguir tu consejo, entonces él es el responsable. No tú. Nunca tú.
—Para ti es fácil decirlo —contestó Dominic apartando sus manos de Dylan—. Siempre es fácil dar consejos, porque no tienes que seguirlos. Pero tú no lo entiendes, ninguno de ustedes lo podría entender nunca. Soy un cobarde, Dylan. Estuve enamorado del novio de mi hermana por años, y cuando él quiso corresponderme, me fui, huí. Lo abandoné a su suerte, y ahora está muerto.
Dylan se pasó las manos por la cara.
—¿Crees que hice mal en ocultarle a John lo de la campaña? ¿Lo estoy abandonando?
—Creo que es la primera vez que piensas en ti primero, y eso es fantástico —admitió Dominic, agradecido de cambiar el tema. Todavía dolía, dolía tanto...
—Toda mi vida ha girado en torno a John —confesó Dylan. Tragó saliva y se mordió una uña—. Desde que lo conozco que tengo miedo de perderlo. Tantas veces intentó suicidarse, Dom. Tantas. Vivo con miedo y... estoy cansando. Estoy cansado de que, cada vez que me repito que todo saldrá bien, John vuelve a caer. Cada vez que busco la felicidad... —La voz se le cortó, y se pasó la mano por los ojos enrojecidos. Las lágrimas de inmediato surgieron; silenciosas, desesperanzadas—. Cada vez me siento feliz, me invade el pensamiento de que soy un egoísta.
—Dyl, no digas. Por favor no digas eso. Todos merecemos ser feliz.
—Siempre que algo bueno me pasa, que me siento agradecido de la vida, John se molesta. Antes me sacaba en cara que yo no lo entendía, que yo nunca iba a entenderlo porque sus padres lo golpeaban y a mí en casa me trataban como un príncipe. Pero luego les dije que era gay... —Las lágrimas escurrían por su rostro pálido y aun así, Dylan parecía dispuesto a terminar su relato—. Ahora que sé lo que se siente, John me dice que no debería perdonar a mi mamá. Que no debería ser mormón.
—¿Te das cuenta que todo eso es horrible, Dyl? Que él no sea feliz no significa que tú no merezcas serlo. No puedes dejar que te arrastre consigo.
—Lo amo tanto, Dom. Tantísimo —sollozó Dylan—. Pero me lastima, y no sé qué más hacer. Quiero ser feliz y junto a él no puedo, no me deja. Me regaña porque dice que mis problemas no son tan graves como los suyos y al final siempre termino guardándome todo.
—Le ocultaste que te irías de campaña por ti, no por él —descubrió Dominic.
—Creo que quise terminar con John el día que rellené el formulario. Y ahora que está aquí, que es oficial, no quiero abrirlo. Porque si lo hago, estaré terminando con él. No estoy listo.
—No quieres dejarlo, pero necesitas dejarlo.
—Quiero... casarme con él, quiero formar una familia... con él —dijo Dylan con la voz entrecortada—. Pero necesito un respiro de él. Necesito alejarme de John.
—¿Y si le pides que te espere? Solo serán dos años.
—¿Tú lo harías?
Dominic le sonrió.
—Yo me ocultaría en tu maleta con tal de no alejarme de ti —aseguró este.
—Eres bien tierno cuando quieres.
—Si le dices a alguien, lo negaré rotundamente.
Dylan soltó una risa y le revolvió el cabello. Sacó la hoja del sobre amarillo y buscó su destino. Aquel país que sería su casa por los siguientes dos años. Dominic intentó leer, pero Dylan le tapó la cara con toda la palma hasta que halló lo que buscaba. Lo leyó, sonrió y volvió a meter la hoja.
—Creo que le pediré clases particulares a Sebas y Samu.
—¿Por qué? ¿Dónde quedaste?
—Chile.
Antes de que Dominic lo felicitara, una bruma blanca apareció justo en la cocina. Ya sabiendo de quién se trataba, Dylan escondió el sobre dentro de las bolsas y esperó a que su novio se materializara. La sonrisa de John se esfumó en cuanto se topó con Dom, que tampoco lo saludó muy alegre.
—¡John! ¿Qué haces aquí? —preguntó Dylan abalanzándose para darle un fuerte abrazo.
Dominic bufó. John no se lo merecía.
—Patrick y Eli me acaban de decir que Kevin volvió a su casa, había estado en el Coma todo este tiempo.
—A mí no me dijeron nada —comentó Dominic.
John se encogió de hombros.
—Supongo que yo le caigo mejor a tus hermanos —sonrió John petulante—. Como decía: Eli quiere que vayamos todos para darle nuestro apoyo. Si quieres tú puedes quedarte —dijo, con los ojos clavados en Dom—. No creo que vayas a hacerle mucho bien si vas.
—Tus creencias me valen dos hectáreas de mierda, Evans.
—Mi apellido es Anderson, ¿te suena?
Dylan, asustado de que ambos chicos comenzaran a pelear, le quitó la fotografía que traía John en su bolsillo y pronunció el nombre de Kevin. Debido a que se trataba de una de las fotos que su novio tenía en el Coma, esta contenía su Energía y le permititó desaparecer al instante.
—¿Acaso tienes un problema conmigo? —preguntó Dominic.
John soltó una risa seca.
—Me importa bien poco si le coqueteas a todo lo que se mueva, pero te juro que si intentas algo con mi novio, te mataré.
—Dulzura, si yo quisiera meterme con tu novio, ya lo habría hecho —aseguró Dom con una sonrisa de galán—. Verás, yo siempre consigo lo que quiero sin importar el precio. Cuando estás roto, no te importa dañar a los demás. De todas formas, es la vida la que te lastimó. Oh, pero tú eso lo entiendes muy bien.
John dio un paso al frente y le plantó una bofetada a Dominic lo suficientemente fuerte para que el pelirrojo perdiera el equilibro y tuviera que afirmarse de una de las sillas para no caer. Una vez que volvió a enderezarse, John le dijo:
—Tú no estás roto. Tú te rompes y luego culpas a los demás.
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