Prefacio

La gran estructura se erguía oscura y tenebrosa frente a ella. En medio de un cielo apenas alumbrado por la luna, sobresalía aquel palacio que sería su perdición.

Las manos le temblaban, parecía que por momentos su corazón dejaba de latir. No quería resignarse a la vida que le esperaba, no podía ser que todo terminara así, debía volver a casa, buscar a su madre enferma, seguir trabajando por ellas, no podía permanecer en ese lugar, ella no se convertiría en una esclava.

Como una yegua libre que intenta ser domada, Stephanie luchó para liberar sus manos de aquella cadena atada a sus manos con la cual la jalaban. Uno de los gitanos la tomó fuertemente y susurró a su oído que se callara.

No importaba cuando llorara o rogara, nadie se compadecería de ella. Una de las gitanas le dijo que mientras más llorara, más entretenido sería para su nuevo amo, así que calló.

Arrastró sus pies por aquel pasto, hasta llegar a una enorme puerta, cuyo inicio no podía ver desde su distancia en el suelo. La puerta se abrió, divisando mejor el castillo que sería su nueva prisión.

Quiso mentalizarse que debía ser fuerte, tal vez su nuevo amo no fuera tan cruel como los gitanos que la mantuvieron prisionera por cuatro meses, tal vez le quitarían los grilletes y encontraría la forma de escapar, tenía que haber una esperanza, así fuera pequeña, y ella se aferraría a eso.

Fue jalada a algún salón dentro del palacio, el piso era lustroso y delicado, sintió el cambio de textura en sus pies descalzos. Respiró hondo para no sollozar, y se paró en el lugar que le indicó, al lado de otra fila de hombres infelices, desafortunados como ella, que serían vendidos.

Una puerta diferente a la que entró se abrió, un hombre alto, delgado y de piel muy pálida, hizo su aparición. Su vestimenta se asemejaba a la de un rey, pero su semblante era la de un hombre consumido, tal vez por el alcohol o la enfermedad.

El hombre susurró algunas palabras al oído del jefe de los gitanos. Stephanie en su angustia intentó suprimir el fuerte sonido del latido de su corazón, para escuchar lo que hablaban, pero falló. En cuestión de segundos los esclavos a su lado comenzaron a caminar en fila hacia la salida, siendo dirigidos por otro hombre, el capataz, tal vez, pensó Stephanie.

—Dime que me trajiste un buen regalo —sonrió el hombre acercándose cada vez más a Stephanie.

Ella tragó saliva y presionó los puños para que no notaran su temblor. Un desgastado vestido blanco la cubría, los grilletes en sus tobillos y muñecas eran las joyas que la adornaban. Sus largos rizos dorados eran su único medio para intentar esconder el rostro.

Cada paso fue eterno, cada respiro un suplicio, y allí de pronto estaba él frente a ella. No se atrevió a alzar la mirada, tan solo quería que un milagro la sacara de allí. El hombre le acarició la mejilla con sus fríos y delgados dedos. La sensación era desagradable. Los dedos se posicionaron en su mentón obligándola a descubrir su rostro. Lo vio, y él sonreía, sus dientes eran amarillos y sus ojos no podían demostrar más lasciva.

—No pudiste traerme mejor regalo —exclamó aun observando a la bella doncella frente a él—. No tengas miedo pequeña, si te portas bien yo me portaré bien. Aunque pórtate mal y será más entretenido para mí.

Él lanzó una bolsa con monedas de oro al gitano indicándole que era hora de irse. Él sin emitir palabra, agradeció con una reverencia, Stephanie intentó mirarlo para rogarle que la sacara de allí, pero un fuerte jalón en la cadena que ataba sus manos la hizo revirar a su amo.

—Es hora de irnos conociendo, pequeña.

Pasó el brazo por su cintura acercándola completamente a él. Stephanie sintió su caliente y fétido aliento, e interpuso las manos entre ambos cuerpos, no se resignaría a esa vida.

—¡Por favor! ¡Suélteme! —rogó.

—Te compré, eres mía. A divertirnos.

Stephanie interpuso sus manos entre ambos, se resistió, aruñó, pero cuando ya parecía que el viejo hombre la golpearía, el fuerte sonido de la puerta detuvo a su agresor.

—Qué lindo regalo de cumpleaños me has dado padre.

Stephanie estaba con la mirada hacia el piso pensando en la forma de patear con fuerza y correr de allí, pero esa voz, esa voz la reconocería por siempre. Si era él con menos razón alzaría la vista, de todas las personas en el mundo no podía ser él quien se encontrara allí. Comenzó a sudar frío, incluso a desear que esa puerta nunca se hubiera abierto.

—Puedes pedir lo que quieras pero no a esta esclava —reprochó el hombre presionando más a Stephanie a su lado.

—Pediré lo que quiera porque puedo, ¿o quieres que te saque de este palacio?

El hombre no quería ceder, mantuvo una guerra de miradas con su hijo pero finalmente se rindió, aunque nada se quedaría así.

—Tanto tiempo odiándome y eres igual a mí, hijo. Disfrútala.

Sonriendo lanzó la cadena a las manos de su hijo, quien la sostuvo sonriendo también.

Stephanie sintió que los pasos del que fue su amo por simples segundos, se alejaban. Cerró fuertemente los ojos rogando que se hubiera confundido y esa voz no perteneciera a quien creía.

"Que no sea él, que no sea él. No puedes ser tan malo para traerme a él" Rogó a Dios.

—Ven, esclava.

Notó la satisfacción en su voz al decir esa palabra. Jaló las cadenas obligándola a trastabillar, alzó la mirada y no había duda.

—Bienvenida a mi palacio, esclava.

Sí, era él. De todos los seres despiadados en el mundo debía acabar ella con él. Era una jugarreta del destino saber que ahora debía agradecer haber caído en las manos de su principal verdugo. Respiró hondo sabiendo que nada sería fácil a partir de ahora, al menos de algo estaba segura, su "amo" jamás se rebajaría a tocar a una sirvienta.  

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