CAPÍTULO XXXIII
Al día siguiente de ese lunes, Earnshaw no estaba capacitado todavía para hacer sus trabajos habituales y tenía que quedarse por la casa. Pronto comprendí que no sería posible retener a mi niña a mi lado como hasta entonces. Bajó antes que yo, y salió al jardín, en donde había visto a su primo haciendo algún trabajo poco pesado. Cuando salí para decirles que vinieran a desayunar, vi que ella le había convencido de despejar de arbustos de grosella un buen espacio de terreno, y estaban ocupados en proyectar una importación de plantas de la Granja.
Me quedé aterrorizada ante la devastación que habían conseguido en apenas media hora. Aquellas matas de grosellas negras eran la niña de los ojos de José, y a ella no se le había ocurrido otra cosa que plantar un lecho de flores, precisamente en medio.
—Lo sabrá el amo en cuanto se descubra —exclamé—, y ¿qué excusa van a ofrecer por haber tomado tales libertades en el jardín? ¡Buena tormenta vamos a tener por esta causa: ya verán! Señor Hareton, me extraña que tenga tan poco juicio como para hacer este desastre sólo porque ella se lo pida.
—Se me había olvidado que eran de José —contestó el chico, algo confuso—; pero le diré que he sido yo.
Siempre comíamos con Heathcliff; yo ocupaba el sitio de la señora de la casa para hacer el té y trinchar, por lo tanto era indispensable en la mesa. Catalina se sentaba por lo general a mi lado, pero hoy se escabulló más cerca de Hareton: muy pronto me di cuenta de que no tendría la niña más discreción en su amistad que había tenido cuando eran enemigos.
—Ahora, cuidado con hablar o mirar demasiado a su primo —fueron las instrucciones que le susurré mientras entrábamos a desayunar—, causaría enojo al señor Heathcliff y se enfurecería contra los dos.
—No, descuida, no lo haré.
Pero al momento estaba a su lado y clavando prímulas en su plato de porridge. Él no se atrevía a hablar con ella allí, ni apenas se atrevía a mirarla, pero Cati seguía fastidiándole, hasta que dos veces estuvo el chico a punto de soltar la risa. Yo fruncí las cejas, y ella entonces miró hacia el amo, cuya mente estaba más ocupada en otros asuntos que en los seres que le acompañaban, según dejaba traslucir su rostro; ella se puso reflexiva por un momento, observándole con profunda seriedad, pero volvió enseguida la cabeza para continuar con sus bobadas; al fin Hareton soltó una risa sofocada que sobresaltó al amo: echó éste una rápida mirada a nuestros rostros y Catalina se la sostuvo con ese aire acostumbrado de nerviosismo, pero de reto, que él tanto aborrecía.
—Tienes suerte de estar fuera de mi alcance. ¿Qué demonio te posee para que me devuelvas así la mirada continuamente con esos ojos infernales? ¡Bájalos! Y no me recuerdes más tu existencia; creí que te había curado de tus ganas de reír.
—He sido yo —musitó Hareton.
—¿Qué dices? —demandó el amo.
Hareton miró al plato y no repitió la confesión. El señor Heathcliff le miró un momento y, en silencio, volvió a su desayuno y a su interrumpida meditación. Casi habíamos terminado, y los dos jóvenes prudentemente se separaron, de modo que yo no preveía más disturbios por aquella vez, cuando apareció José por la puerta, demostrando por sus labios temblorosos y su mirada de furia, que el ultraje cometido en sus preciosas plantas había sido descubierto. Debió de haber visto a Cati y a su primo en aquel sitio, porque sus mandíbulas batían como las de una vaca rumiando, lo que hacía su lenguaje muy difícil de entender, empezó:
—Tengo que cobrar mi salario y marcharme. Deseaba morirme donde había servido durante sesenta años. Había pensado trasladar mis libros a la buhardilla, y todas mis cosas, para dejarles a ellos la cocina y estar tranquilo. Hubiera sido duro dejar mi sitio en el hogar, mas pensé que podía hacerlo. Pero ahora me quitan el jardín, y eso, por mi vida, amo, no lo puedo soportar. Inclínese usted bajo el yugo si quiere. Yo no estoy acostumbrado, y un viejo no se acostumbra fácilmente a nuevas cargas. Antes prefiero ganarme el pan con un pico por los caminos.
—¡Bueno, idiota! —interrumpió Heathcliff—. ¡Abrevia! ¿De qué te quejas? No voy a interferir en las peleas entre tú y Neli. No me importa si te mete en la carbonera.
—No es por Neli por lo que me iría, aunque es puerca y mala, gracias a Dios no puede ensuciar el alma de nadie, porque nunca fue tan guapa que fuera peligroso mirarla. Es esa frívola desgraciada joven que ha embrujado a nuestro chico con sus atrevidos ojos y maneras desvergonzadas. ¡Sí, se me parte el corazón! Ha olvidado todo lo que he hecho por él y he hecho de él, y ha arrancado toda una hilera de los mejores arbustos de grosellas del jardín.
Y aquí se expansionó en sus lamentos, abrumado por el sentimiento de sus amargas ofensas, la ingratitud de Earnshaw y su peligrosa situación.
—¿Está borracho este tonto? —preguntó Heathcliff—. Hareton, ¿es a ti a quien acusa?
—He arrancado dos o tres arbustos, pero los volveré a plantar.
—¿Y por qué los has arrancado? —dijo el amo.
Catalina prudentemente intervino.
—Queríamos plantar algunas flores allí; yo soy la única culpable, porque quise que lo hiciera.
—¿Y quién demonio te dio permiso para que tocaras ni una vara de ese lugar? —preguntó su suegro muy sorprendido—. ¿Y quién te mandó obedecerla? —añadió, volviéndose a Hareton.
Este último estaba sin habla; su prima replicó:
—No debiera regatearme unas pocas yardas de tierra para adorno, cuando usted se ha quedado con todas mis tierras.
—¿Tus tierras, insolente zafia? No tuviste nunca ninguna.
—Y mi dinero —continuó ella, devolviéndole la colérica mirada, y mordiendo entre tanto una corteza de pan, resto de su desayuno.
—¡Silencio! ¡Acaba y vete!
—Y las tierras de Hareton y su dinero —prosiguió la indomable criatura—. Hareton y yo somos amigos ahora y le contaré todo lo que a usted se refiere.
El amo pareció confuso un momento; se puso pálido y se levantó, mirándola todo el rato con una expresión de odio mortal.
—Si me pega, Hareton le pegará a usted, vale más que se siente.
—Si Hareton no te echa de la habitación, le pegaré hasta mandarle al infierno —tronó Heathcliff—. ¡Condenada bruja! ¡Te atreves a intentar alzarle contra mí! ¡Fuera con ella! ¿Oís? ¡Echadla a la cocina! Elena Dean, la mataré si la dejas que se presente a mi vista de nuevo.
Hareton intentó en voz baja persuadirla de que se fuera.
—¡Arrástrala! —gritó como un salvaje—, ¿os entretenéis hablando? —y se acercó para ejecutar sus propias órdenes.
—No le va a obedecer más —dijo Catalina—, y pronto le detestará tanto como yo.
—Calla, calla —musitó el joven en tono de reproche—. No quiero que le hables así, basta.
—No le dejarás que me pegue —gritó ella.
—Vamos, pues —le susurró con severidad.
Era demasiado tarde: Heathcliff ya la había cogido.
—Ahora tú vete —le dijo a Earnshaw—. ¡Maldita bruja! Esta vez me ha provocado cuando yo no lo podía aguantar, y haré que se arrepienta para siempre.
La tenía cogida por los cabellos; Hareton intentó liberar los rizos, pidiéndole que no le hiciera daño por esa vez. Sus ojos negros llameaban; parecía dispuesto a despedazar a Catalina. Estaba yo a punto de arriesgarme a ir en su auxilio, cuando de repente sus dedos se relajaron, trasladó su garra de la cabeza al brazo y la miró intensamente a la cara. Entonces se llevó la mano a los ojos, estuvo un momento quieto como para reponerse y, volviéndose de nuevo a Catalina, dijo con aparente calma:
—Tienes que aprender a evitar que me enfurezca; si no, un día te mataré. Vete con la señora Dean, limita tus insolencias a sus oídos. En cuanto a Earnshaw, si le veo que te escucha, le mandaré a que se busque el pan en donde lo pueda encontrar. Tu amor hará de él un marginado y un mendigo. Neli, llévatela, y dejadme, todos vosotros, dejadme.
Saqué de allí a mi niña, que estaba tan contenta de haber escapado que no opuso resistencia, el otro la siguió, y el señor Heathcliff tuvo la estancia para él sólo hasta la hora de comer. Aconsejé a Catalina que comiera arriba, pero en cuanto él notó su sitio vacío, me mandó llamarla. No habló con ninguno de nosotros, comió poco e inmediatamente después se marchó, advirtiendo que no volvería antes del atardecer.
Los dos nuevos amigos se instalaron en la casa durante su ausencia, en donde oí que Hareton reprendía severamente a su prima por haber dicho que revelaría la conducta de su suegro con el padre del chico; le dijo que no le iba a consentir una palabra en menosprecio suyo: no le importaba, aunque fuera el mismo demonio, él siempre le defendería, y que prefería que le insultase a él, como hacía antes, a que la emprendiera con el señor Heathcliff. Cati se enfadaba ante esto, pero él encontró el medio de hacerla callar preguntándole si a ella le agradaría que él hablara mal de su padre. Entonces comprendió que su primo tomaba la reputación del amo como cosa propia y que estaba unido a él por lazos más fuertes que los que la razón podría romper... cadenas forjadas por la costumbre, que hubiera sido cruel intentar aflojar. Ella en adelante mostró buen corazón, evitando tanto las quejas como las expresiones de antipatía concernientes a Heathcliff, y me confesó que lamentaba haber procurado levantar malquerencia entre él y Hareton. Desde luego, no creo que desde entonces ella haya formulado una sílaba, en presencia del último, en contra de su opresor.
Cuando esta pequeña discordia pasó, intimaron de nuevo, y se ocuparon todo lo posible en sus distintas tareas de alumno y profesor. Yo fui a sentarme con ellos al terminar mi trabajo, y me sentía tan feliz y consolada al contemplarlos, que no me daba cuenta de que el tiempo pasaba. Usted ya sabe que ellos han sido, hasta un punto, como mis hijos. Mucho tiempo estuve orgullosa de ella, ahora, estoy segura, el otro será fuente de igual satisfacción. Su naturaleza honrada, afectuosa e inteligente, sacudió muy pronto las nubes de ignorancia y degradación en las que había crecido, y los sinceros elogios de Catalina actuaban como un acicate para su trabajo; al iluminarse su espíritu se iluminaban sus facciones y añadían vida y nobleza a su presencia. Apenas podría creer que fuera la misma persona que había visto el día que encontré a mi niña en Cumbres Borrascosas después de su expedición al Roquedal.
Mientras yo les admiraba y ellos trabajaban, vino la noche, y con ella volvió el amo. Llegó a nosotros inesperadamente, entrando por la puerta principal, y pudo captar la escena de los tres antes de que nosotros pudiéramos levantar la cabeza para mirarle.
Bien, reflexioné, nunca pudo darse un espectáculo más agradable y más inocente; sería bochornoso reñirles. La luz roja del fuego brillaba en sus lindas cabezas y descubría sus rostros animados por un ávido interés infantil, porque aunque él tenía veintitrés años y ella dieciocho, era tal novedad para los dos sentir y aprender, que ni experimentaban, ni traslucían, los sentimientos de la juiciosa y desencantada madurez.
Los dos levantaron los ojos al mismo tiempo para encontrarse con los del señor Heathcliff. No sé si usted se ha dado cuenta de lo parecidos que son los ojos de los dos primos, que son los de Catalina Earnshaw. La actual Catalina no tiene otro parecido con ella, excepto lo ancho de la frente y una cierta curva de las ventanas de la nariz, que le da un aire altanero, tanto si se lo propone como si no. Con Hareton el parecido va más lejos. Siempre fue extraordinario, pero entonces era sorprendente en especial, porque sus sentidos estaban alerta y sus facultades mentales despiertas por una actividad insólita. Creo que este parecido desarmó a Heathcliff: se acercó al hogar con visible agitación, que pronto se calmó al mirar al joven, o mejor diría que cambió de cariz, porque la agitación allí estaba.
Le cogió el libro que tenía en la mano, miró la página abierta, y se lo devolvió sin más comentario, sólo hizo señal a Catalina de que se fuera. Su compañero tardó poco en seguirla, y yo estaba a punto de marcharme también, pero me pidió que me quedara sentada.
—Es una pobre conclusión, ¿no es cierto? —observó después de meditar un rato sobre la escena que acababa de presenciar—. Un final absurdo para mis violentos esfuerzos. Me proveo de picos y azadones para derribar ambas casas, me entreno para ser capaz de hacer los trabajos de Hércules, y cuando todo está preparado, y en mi poder, descubro que ha desaparecido mi voluntad de levantar una teja de uno y otro tejado. Mis viejos enemigos no me han vencido, ahora sería el momento preciso de vengarme en sus descendientes: lo podría hacer y nadie podría impedírmelo, pero ¿para qué? No me interesa atacar, no me voy a tomar el trabajo de levantar la mano. Esto suena como si hubiera estado trabajando todo este tiempo sólo para exhibir ahora un hermoso rasgo de magnanimidad. Nada más lejos de ser este el caso: he perdido la facultad de gozar con su destrucción y estoy demasiado indolente para destruir sin motivo.
Neli, se acerca un extraño cambio..., ahora estoy bajo su sombra. Me interesa tan poco mi vida cotidiana, que apenas me acuerdo de comer ni beber. Esos dos que acaban de salir de aquí son los únicos objetos que conservan para mí una apariencia material clara, y esta apariencia me produce un dolor que llega a la agonía. De ella no quiero hablar, ni en ella quiero pensar, quisiera sinceramente que fuera invisible..., su presencia me provoca sólo sensaciones enloquecedoras. Él me conmueve de distinta manera y, sin embargo, si pudiera hacerlo sin aparentar demencia, quisiera no volverle a ver nunca más. Acaso creas que estoy próximo a la locura —añadió, haciendo un esfuerzo por sonreír— si trato de descubrirte las mil formas de recuerdos pasados o ideas que él despierta o encarna. Pero tú no hablarás de esto que te cuento, mi espíritu está tan eternamente recluido en sí mismo, que es tentador al fin volcarlo en otra persona.
Hace cinco minutos Hareton parecía la personificación de mi juventud, no un ser humano; tan variados eran mis sentimientos hacia él que hubiera sido imposible hablarle de modo racional.
En primer lugar, su sorprendente parecido con Catalina me recuerda con espanto a ella. Esto, sin embargo, que tú puedes suponer es lo más poderoso para detener mi imaginación, es en realidad lo menos, porque, ¿qué es lo que no me conecta con ella?, ¿qué es lo que no me la recuerda? No puedo mirar al suelo sin que se dibujen sus rasgos en las losas. En cada nube, en cada árbol, llenando el aire de la noche y vislumbrándola en cada objeto por el día. Estoy rodeado de su imagen. Los rostros más corrientes de hombres y mujeres —mi propia imagen— se burlan de mí por su parecido. El mundo entero es una espantosa colección de recuerdos de que ella existió y de que la he perdido.
Sí, la apariencia de Hareton era el espectro de mi amor inmortal, de mis insensatos esfuerzos por mantener mi derecho, de mi degradación, mi orgullo, mi felicidad y mi angustia. Pero es locura contarte a ti todos estos pensamientos; sólo sabrás por qué, con mi repugnancia a estar siempre solo, su compañía no me beneficia, más bien me agrava este constante sufrimiento que padezco, y contribuye, en parte, a que me sea indiferente el trato con su prima. No puedo prestarles ya más atención.
—Pero, ¿qué quiere decir por un cambio, señor Heathcliff? —dije, alarmada por su actitud, aunque no corría el peligro de perder el juicio o de morirse. Según mi criterio, estaba muy fuerte y saludable y, en cuanto a su razón, desde su infancia se complacía en alimentar ideas tenebrosas y entretener raras fantasías. Podía tener una idea fija respecto a su desaparecido ídolo, pero en cualquier otro aspecto su razón estaba tan sana como la mía.
—No lo sabré hasta que no llegue, sólo soy semiconsciente de él ahora.
—No se siente enfermo, ¿verdad?
—No, Neli, no.
—Entonces, ¿no le tiene temor a la muerte?
—¿Temor? No tengo ni miedo, ni presentimiento, ni esperanza de morir. ¿Por qué he de temerla?, con mi fuerte constitución, mi sistema de vida moderado, mis ocupaciones poco peligrosas, debiera permanecer, y probablemente así será, sobre la tierra, hasta que no me quede un solo cabello negro en la cabeza. Sin embargo, no puedo continuar en esta situación. Tengo que recordarme a mí mismo que he de respirar y a mi corazón que ha de latir. Es como enderezar un duro resorte: sólo por obligación hago el acto más ligero que no esté conectado con aquel único pensamiento, y sólo por obligación atiendo a cualquier cosa, viva o muerta, que no esté asociada con aquella idea universal. Tengo un único deseo, todo mi ser y facultades anhelan alcanzarlo. Lo he anhelado tanto tiempo y tan sin vacilación, que estoy convencido de que lo alcanzaré, y pronto, porque ha devorado mi existencia. Estoy sumido ya en la anticipación de su cumplimiento. Mi confesión no me ha aliviado, pero acaso pueda explicar algunas fases del carácter que yo muestro, de otro modo serían inexplicables. ¡Oh, Dios, qué larga lucha! ¡Quisiera que se terminara ya!
Empezó a dar paseos por la habitación, murmurando cosas horribles hacia sí mismo, hasta el punto que creí —como dijo José— que esa conciencia había convertido su corazón en un infierno terrenal. Me preocupaba mucho cómo terminaría todo aquello.
Aunque él rara vez había revelado antes aquel estado de ánimo suyo, ni siquiera por sus miradas, yo no tengo duda de que era su talante habitual, lo afirmó él mismo. Pero nadie podía suponer tal realidad a juzgar por su aspecto. Usted no, señor Lockwood, cuando le vio por primera vez; y en la época de que le hablo era lo mismo que entonces, sólo más deseoso de constante soledad y acaso más lacónico con los demás.
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