CAPÍTULO XXXII


1802


En el mes de septiembre de este año un amigo me invitó a hacer estragos en los cotos de caza que poseía en el norte. En el viaje hacia su casa me encontré, inesperadamente, a quince millas de Gimmerton. El mozo de cuadra del mesón que había al borde del camino llevaba un cubo de agua para refrescar mis caballos, cuando pasó una carreta cargada de avena verde, recién segada, y observó:

—Ese es de Gimmerton. Siempre siegan tres semanas más tarde que los demás.

—¿Gimmerton? —me repetí. Mi residencia en aquel lugar se había ya difuminado en el recuerdo y era como un sueño—. ¡Ah, ya sé! ¿A qué distancia está de aquí?

—Unas catorce millas por las colinas, y mal camino —contestó.

Un repentino impulso de visitar la Granja de los Tordos se apoderó de mí. Apenas era mediodía y pensé que podría pasar la noche bajo mi propio techo tan bien como en una posada. Además fácilmente podría disponer de un día para arreglar asuntos con mi propietario y así ahorrarme el trabajo de venir de nuevo a esta vecindad. Después de descansar un rato, mandé a mi criado a informarse del camino que conducía al pueblo y, con gran fatiga para nuestros caballos, salvamos la distancia en unas tres horas. Le dejé allí y proseguí valle abajo yo solo. La iglesia gris parecía más gris, y el solitario cementerio más solitario; vi una oveja pastando en la corta hierba que crece sobre las tumbas. El tiempo era suave, cálido, demasiado cálido para viajar, pero el calor no me impedía disfrutar del delicioso paisaje que se extendía por encima y por debajo de mí; si lo hubiera visto más cerca de agosto, estoy seguro que me hubiera tentado desperdiciar un mes entre sus soledades. En invierno nada más triste, en verano nada más divino que esos valles encerrados entre colinas y esas erguidas, audaces crestas de brezo.

Llegué a la Granja antes de la puesta de sol y llamé a la puerta, pero la familia se había retirado a la parte de atrás de la casa, según pude juzgar por una rizada espiral de humo, delgada y azul, que salía de la chimenea de la cocina, y no me oyeron. Entré en el patio. Bajo el pórtico, una niña de nueve o diez años estaba sentada calcetando, y una vieja reclinada en los peldaños, fumando, pensativa, una pipa.

—¿Está en casa la señora Dean? —pregunté a la mujer.

—¿La señora Dean? No, no vive aquí, está en las Cumbres.

—¿Es usted el ama de llaves?

—Sí, guardo la casa.

—Bien, soy el señor Lockwood. El dueño. Me pregunto si no hay una habitación para alojarme; quisiera pasar la noche aquí.

—¿El dueño? —dijo asombrada—. ¿Quién iba a saber que iba a venir? Debía haber avisado. No hay ninguna seca y limpia en la casa, ninguna.

Se quitó la pipa de la boca y se metió dentro, la niña la siguió, y yo entré también. Pronto me di cuenta de que el informe era cierto, y aún más, de que la había puesto nerviosa mi intempestiva aparición. Le dije que se tranquilizara, que iba a salir a dar un paseo, y mientras tanto que arreglase un rincón en algún cuarto donde cenar y una alcoba donde dormir. Nada de barrer ni de quitar el polvo, sólo un buen fuego y sábanas secas era todo lo que necesitaba.

Parecía deseosa de hacer todo lo mejor que pudiera, aunque metió la escobilla en las brasas por error, y equivocó el uso de otros utensilios de su oficio. Me marché confiando en sus energías para encontrar a la vuelta un lugar de descanso.

Cumbres Borrascosas era el objeto de mi proyectada excursión: una segunda idea me hizo retroceder cuando ya había salido del patio.

—¿Todo bien en las Cumbres? —pregunté a la mujer.

—Sí, que sepamos —contestó, desapareciendo con un perol de cenizas calientes.

Debí haberle preguntado por qué la señora Dean había dejado la Granja, pero era imposible detenerla en semejante trance, me di la vuelta y salí.

Andaba yo a paso lento con el brillo de un sol poniente a mi espalda, y el suave esplendor de una luna que se elevaba frente a mí: uno se desvanecía, la otra se iluminaba mientras yo salía del parque y subía por el pedregoso camino que se bifurca hacia la morada del señor Heathcliff. Antes de llegar a la vista de la casa, todo lo que quedaba del día era una luz ámbar, sin brillo, por poniente, pero yo podía ver cada piedrecita del sendero, cada brizna de hierba a la luz de esa espléndida luna. No tuve que saltar la verja ni llamar, porque cedió a mi mano. «Esto es un progreso», pensé. Y percibí otro con la ayuda de mi olfato: la fragancia de enredaderas y alhelíes que flotaba en el aire de entre los domésticos árboles frutales.

Tanto las puertas como las celosías estaban abiertas, sin embargo, como es corriente en las regiones carboníferas, un hermoso fuego rojo iluminaba la chimenea; el agrado que proporciona a la vista hace soportable el calor excesivo. Pero la casa de Cumbres Borrascosas es tan grande que sus habitantes tienen espacio suficiente para apartarse de su influencia, así pues, los que allí había estaban sentados no lejos de una ventana. Yo podía verles y oírles antes de entrar y, en consecuencia, miré y escuché movido a ello por un sentimiento, mezcla de curiosidad y de envidia, que aumentaba a medida que me iba demorando.

—Con-tra-rio —dijo una voz tan dulce como una campana de plata—. ¡Es la tercera vez, tonto! No te lo repetiré más. Recuérdalo o te tiro de los pelos.

—Contrario, pues —contestó otra con profundo, pero suave tono—. Y ahora dame un beso por acordarme tan bien.

—No, primero léelo todo sin una sola falta.

El hombre que hablaba empezó a leer. Era joven, dignamente vestido, y sentado a la mesa con un libro delante. Sus correctas facciones resplandecían de felicidad, y sus ojos pasaban con impaciencia de la página a una mano pequeña y blanca posada sobre su hombro, que le llamaba al orden con una rápida palmada en la mejilla siempre que su dueña detectaba tales muestras de distracción. Ésta estaba detrás de pie; sus rubios y relucientes rizos se mezclaban a ratos con los mechones castaños del joven, al inclinarse para vigilar su trabajo, y el rostro de ella... era una suerte que no pudiera ver su rostro, porque si no no hubiera estado tan atento. Yo sí la veía, y me mordí el labio de despecho, por haber desperdiciado la ocasión que podía haber tenido de hacer algo más que contemplar su cautivadora belleza.

La lección terminó, no sin más errores, pero el alumno reclamó una recompensa y recibió por lo menos cinco besos que generosamente devolvió. Entonces fueron hacia la puerta y, por su conversación, comprendí que estaban a punto de dar un paseo por los páramos. Supuse que Hareton Earnshaw me condenaría en su corazón, si no por su boca, a las más profundas regiones infernales si yo mostraba mi inoportuna persona junto a él y, considerándome muy ruin y maligno, di, mohíno, la vuelta para buscar refugio en la cocina.

También por ese lado se entraba sin obstáculos. En la puerta estaba sentada mi vieja amiga, Neli Dean, cosiendo y cantando una canción, a menudo interrumpida desde dentro, con duras palabras de desprecio e intolerancia, pronunciadas en un tono que estaba muy lejos de ser musical.

—Preferiría tener en mis oídos vuestras blasfemias de la mañana a la noche que oírla a usted —dijo el habitante de la cocina, en respuesta a unas palabras de Neli, que no oí—. Es una vergüenza que uno no pueda abrir el Libro Santo sin que usted no empiece a entonar alabanzas a Satanás, y a todas las maldades que han nacido en el mundo. Es usted mala y la otra también, y este pobre chico se perderá entre las dos. ¡Pobre chico! —añadió con un gruñido—. Está embrujado, estoy seguro. ¡Oh, señor, júzgales, porque no hay ley ni justicia en este país!

—No, de lo contrario nos habrían puesto sobre llameantes hogueras, supongo —replicó Neli—. Pero cállese, viejo, y lea su Biblia como buen cristiano y no se preocupe de mí. Ahora La Boda del Hada Ana, es una melodía muy bonita, dan ganas de bailar.

La señora Dean estaba a punto de volver a empezar, cuando yo me adelanté y, reconociéndome al punto, se puso de pie de un salto, exclamando:

—¡Bueno, Dios le bendiga, señor Lockwood! ¿Cómo se le ha ocurrido volver así? La Granja de los Tordos está cerrada, debiera haber avisado.

—He dispuesto acomodarme allí el tiempo que permanezca. Mañana partiré de nuevo. ¿Y cómo ha sido trasplantada aquí, señora Dean? Cuénteme.

—Zila se marchó, y el señor Heathcliff quiso que viniera, poco después que usted se fue a Londres, y que me quedara hasta que usted volviera. Pero pase, por favor. ¿Ha venido andando desde Gimmerton esta tarde?

—Desde la Granja y, mientras me preparan el alojamiento allí, quiero liquidar mis asuntos con su amo, porque no creo que tenga otra oportunidad fácilmente.

—¿Qué asuntos, señor? —dijo Neli, conduciéndome hacia la casa—. Ha salido de momento, y no volverá pronto.

—Respecto al alquiler —contesté.

—Entonces es con la señora Heathcliff con quien lo tiene que arreglar, o más bien conmigo. Todavía no ha aprendido a llevar sus asuntos y yo lo hago en su lugar, no hay nadie más.

Me sorprendí.

—No se había enterado de la muerte del señor Heathcliff, por lo que veo.

—¿Heathcliff muerto? —exclamé asombrado—. ¿Cuánto tiempo hace?

—Hace tres meses. Pero siéntese, deme su sombrero y se lo contaré todo. Un momento, usted no ha comido, ¿no es eso?

—No necesito nada, he encargado la cena en casa. Siéntese usted también. ¡Nunca soñé que podía haber muerto! Cuénteme cómo sucedió. Usted dijo que no les esperaba pronto de vuelta... ¿los jóvenes?

—No, tengo que reñirles todas las noches por sus paseos hasta tan tarde, pero no me hacen caso. Beba por lo menos un poco de nuestra vieja cerveza. Le sentará bien, parece cansado.

Se apresuró a ir a buscarla antes de que pudiera negarme, y oí a José preguntando «si no era escandaloso que tuviera cortejantes a su edad, y darles de beber de las bodegas del amo. Y que se avergonzaba de vivir para verlo».

Neli no se detuvo para replicar, y volvió al minuto con un rebosante jarro de plata, cuyo contenido alabé con adecuada seriedad. Luego me obsequió con la continuación de la historia de Heathcliff, que había tenido un extraño fin, según decía.

—Me llamaron de Cumbres Borrascosas a los quince días de irse usted. Obedecí encantada por amor a Catalina. Mi primer encuentro con ella me produjo tristeza y disgusto, tanto había cambiado desde que nos separamos. El señor Heathcliff no me explicó sus razones para haber cambiado de opinión respecto a mi venida aquí; sólo me dijo que me necesitaba, y que estaba cansado de ver a Catalina, que me instalara en el gabinete y que me la llevara conmigo; era suficiente tener que verla una o dos veces al día. Ella parecía contenta con este arreglo. Poco a poco, traje furtivamente gran número de libros y otras cosas que la habían divertido en la Granja y me ilusionaba con que podríamos pasarlo bastante bien. La ilusión duró poco. Catalina, contenta al principio, al poco tiempo se volvió irritable e inquieta. Por una parte, estaba prohibido salir al jardín y le irritaba mucho verse confinada en tan estrechos límites a medida que llegaba la primavera, por otra, para atender yo a la casa, tenía que dejarla sola con frecuencia, y se quejaba de soledad; prefería pelear con José en la cocina que estar sola y en paz. No me importaban sus escaramuzas, pero Hareton se veía obligado a buscar también refugio en la cocina cuando el amo quería la casa para él solo. Al principio Catalina, o se iba cuando él se acercaba, o tranquilamente me ayudaba en mis quehaceres, absteniéndose de mirarle o dirigirle la palabra, aunque él siempre estaba lo más taciturno y silencioso posible. Al poco tiempo cambió ella de conducta, y era implacable en no dejarle tranquilo: hablándole, comentando sus estupideces y ociosidad, expresando su extrañeza de cómo podía soportar la vida que llevaba, cómo podía pasar toda una tarde mirando al fuego y dormitando.

—Es como un perro, ¿verdad Elena? —observó una vez—, o un caballo de tiro: hace su trabajo, come su comida, y duerme, y así eternamente. ¡Qué espíritu más vacío y triste debe de tener! ¿Tú nunca sueñas, Hareton? Y si es así, ¿en qué sueñas? Ni me hablas.

Después le miró, pero él ni abrió la boca, ni se volvió a mirarla.

—Quizás esté soñando ahora —continuó ella—. Levanta los hombros como Juno crispa los suyos. Pregúntale, Elena.

—El señor Hareton pedirá al amo que la mande a usted arriba, si no se comporta. No ha levantado sólo los hombros, también ha cerrado los puños, como si estuviera tentado de emplearlos.

—Ya sé por qué Hareton no habla nunca cuando yo estoy en la cocina —dijo ella en otra ocasión—. Tiene miedo de que me ría de él. ¿Elena, qué crees? Empezó a aprender a leer solo, y porque me reía, quemó los libros y lo dejó. ¿No fue un loco?

—Y usted ¿no fue mala?

—Quizá sí —continuó—; pero yo no esperaba que fuera tan tonto. Hareton, si te diera un libro ¿lo tomarías ahora? Lo voy a probar.

Le puso en la mano uno que ella estaba leyendo. Él se lo tiró y le dijo que si no le dejaba le retorcería el pescuezo.

—Bueno, lo pondré aquí, en el cajón de la mesa, y me voy a la cama.

Entonces me susurró que me fijase si lo tocaba, y se fue. Pero él ni lo tocó, y se lo dije a la mañana siguiente, lo que fue para ella una desilusión. Comprendí que le dolía la perseverancia del chico en estar siempre mohíno e indolente. Le remordía la conciencia por haberle ahuyentado su afán de progreso, lo que en realidad había conseguido, por eso aplicó su ingenio en reparar el daño. Mientras yo planchaba o hacía algún trabajo sedentario, que no podía llevarme al gabinete, ella traía algún libro bonito y me leía en voz alta. Cuando Hareton estaba, solía detenerse en lo más interesante y dejaba el libro por allí. Esto lo hizo repetidas veces, pero él, más terco que una mula, en lugar de morder el anzuelo, en días de lluvia se ponía a fumar con José y permanecían como autómatas, sentados uno a cada lado del fuego, el viejo lo bastante sordo, por fortuna, para no oír las perversas necedades, como él hubiera dicho, de Catalina, y el joven haciendo lo posible por aparentar que se desentendía de ello. En las tardes que hacía bueno, Hareton se iba de caza, y Catalina todo eran bostezos y suspiros. Me importunaba para que hablara con ella y, en cuanto empezaba, salía corriendo al patio o al jardín y, como último recurso, lloraba y decía que estaba cansada de vivir y que su vida era inútil.

Heathcliff, que cada día era más insociable, casi había desterrado a Hareton de su estancia, y el chico se convirtió en algo inamovible en la cocina, debido a un accidente a principios de marzo: se le reventó la escopeta cuando iba por las colinas solo, una astilla le hizo un corte en un brazo y perdió mucha sangre antes de que pudiera llegar a casa. La consecuencia fue que se vio obligado sin remisión a estar sin moverse al lado del fuego hasta que se curó. Le vino bien a Catalina tenerle allí: en todo caso le hizo aborrecer aún más la habitación de arriba y me instaba a que buscara abajo algún quehacer en el que ella me pudiera acompañar.

El lunes de Pascua de Resurrección, José se fue a la feria de Gimmerton con ganado, y por la tarde yo estaba ocupada repasando la ropa blanca en la cocina. Earnshaw permanecía sentado, taciturno como de costumbre, en un rincón de la chimenea, y mi ama llenaba su tiempo haciendo dibujos en los cristales de la ventana, alternando su diversión con ahogados brotes de melodías, murmurando exclamaciones y echando rápidas miradas de enojo e impaciencia hacia su primo, que, impertérrito, fumaba y contemplaba el fuego. Al decirle que yo no podía trabajar si me quitaba la luz, se trasladó al hogar. Presté poca atención a lo que hacía, pero al poco la oí decir:

—He descubierto, Hareton, que quisiera... que me alegraría... que me gustaría, que fueras mi primo ahora, si no estuvieras tan enfadado conmigo y no fueras tan grosero.

El chico no contestó.

—¡Hareton, Hareton, Hareton! ¿Me oyes?

—¡Fuera de aquí! —gruñó, con implacable sequedad.

—Dame esa pipa —dijo ella, alargando cautelosamente la mano y quitándosela de la boca.

Antes de que él intentara recuperarla ya estaba rota y en el fuego. Lanzó una blasfemia y cogió otra.

—¡Basta! —gritó ella—; primero tienes que escucharme y no puedo hablar con esas nubes flotando en mi cara.

—¿Quieres irte al diablo y dejarme en paz? —exclamó feroz.

—No, no quiero, y no se qué hacer para que hables conmigo, ya que estás decidido a no entenderme. Cuando te llamo estúpido, esto no significa nada, no quiero decir que te desprecie. Ea, hazme caso, Hareton, tú eres mi primo y tienes que reconocerlo.

—No tengo nada que ver contigo, ni con tu asqueroso orgullo, ni con tus malditas burlas. Antes me iría al infierno en cuerpo y alma que volver los ojos a ti de nuevo. ¡Vete de aquí al instante!

Catalina frunció el ceño y se retiró al asiento de la ventana, mordiéndose el labio y procurando ocultar sus crecientes ganas de llorar, tarareando una excéntrica canción.

—Tendría que hacer las paces con su prima, señor Hareton —interrumpí—, ya que ella se arrepiente de su impertinencia. Le haría mucho bien... sería otro hombre si la tuviera de compañera.

—¡Compañera! ¿Cuando me odia y no me cree digno de limpiarle los zapatos? No, aunque me hiciera rey. No me expondré yo a más burlas por buscar de nuevo su buena voluntad.

—Yo no te odio, eres tú el que me odia a mí —sollozó Cati, sin poder disimular ya más su disgusto—. Tú me odias tanto como Heathcliff, o más.

—Eres una maldita embustera. ¿Por qué, pues, le he hecho enfadar por ponerme de tu parte un ciento de veces? Y eso cuando tú te burlabas de mí y me despreciabas y... tú sigue molestándome, que saldré y le diré que me has echado de la cocina.

—No sabía que te habías puesto de mi parte —contestó ella secándose los ojos—. Yo era muy desdichada y sentía rencor contra todo el mundo; pero ahora te doy las gracias y te pido que me perdones, ¿qué más puedo hacer?

Se volvió ella hacia el hogar y con sinceridad le tendió la mano. El rostro de él se ensombreció como una nube de tormenta y, enfurruñado, tenía los puños resueltamente apretados y su vista fija en el suelo.

Catalina por instinto debió de adivinar que era perversa contumacia, no desagrado, lo que dictaba aquella pertinaz conducta, porque, después de estar indecisa un rato se inclinó y puso en su mejilla un suave beso. La picarona creyó que yo no la había visto, se retiró muy recatada a su sitio anterior, junto a la ventana. Moví la cabeza reprobándolo, se sonrojó y me dijo:

—Bien, ¿qué debía hacer, Elena? No me daba la mano ni me miraba. Tengo que mostrarle de alguna manera que le quiero y que quiero hacer las paces.

Si el beso convenció a Hareton, no lo puedo decir, pero tuvo mucho cuidado de que durante unos minutos no se le viera la cara, y cuando levantó la cabeza, estaba tristemente indeciso de a dónde volver sus ojos.

Catalina se ocupó de envolver primorosamente en papel blanco un hermoso libro, lo ató con una cinta y lo dirigió al «Señor Hareton Earnshaw». Me pidió que yo fuera su embajadora y llevara el regalo a su destinatario.

—Y dile que si lo acepta, vendré y le enseñaré a leerlo bien, y, si lo rechaza me iré arriba y no volveré a molestarle más.

Se lo llevé y le repetí el mensaje, ansiosamente vigilada por mi ama. Hareton no quiso abrir las manos; así pues, se lo dejé en sus rodillas. No lo tiró. Yo volví a mi trabajo. Catalina apoyó la cabeza y los brazos en la mesa, hasta que oyó el ligero crujir del papel al ser retirado. Entonces se escabulló y en silencio se puso al lado de su primo. Él temblaba y su rostro ardía. Toda su rudeza y áspera grosería le abandonaron; no pudo hacer acopio de valor al principio para pronunciar una sílaba en respuesta a la inquisitiva mirada de Catalina, y a su murmurado ruego:

—¡Dime que me perdonas, Hareton, dilo! ¡Podrías hacerme tan feliz con esa palabra!

Masculló él algo que no pude oír.

—¿Serás mi amigo? —siguió interrogando Catalina.

—No, te avergonzarías de mí todos los días de tu vida, tanto más cuanto más me conocieras, y no lo podría sufrir.

—¿Entonces no quieres ser mi amigo? —dijo ella con una sonrisa más dulce que la miel y acercándose más.

No oí nada más de la conversación, pero, al mirarles de nuevo, vi dos caras tan radiantes inclinadas sobre el libro aceptado, que no dudé de que el convenio había sido ratificado por ambas partes y que los enemigos, desde entonces, eran fieles aliados.

La obra que estudiaban estaba llena de preciosas láminas; éstas, junto a la mutua situación de los primos, tenían el suficiente encanto para mantenerles inmóviles, hasta que José llegó a casa. Él, pobre hombre, quedó del todo horrorizado ante el espectáculo de Catalina sentada en el mismo banco de Hareton Earnshaw y con la mano apoyada en su hombro, y estupefacto, al ver que su favorito toleraba tal proximidad. Le afectó demasiado profundamente para permitirse ninguna observación sobre el asunto aquella noche. Su emoción se reveló por los inmensos suspiros que exhalaba al poner solemnemente su enorme Biblia sobre la mesa y mientras la cubría de sucios billetes de banco que sacó de su cartera, producto de las transacciones del día. Por fin llamó a Hareton para que se acercara.

—Lleva esto al amo, muchacho —dijo—; y quédate allí. Yo tengo que subir a mi habitación. Esta casa no es decente para nosotros, tenemos que irnos y buscar otro acomodo.

—Vamos Catalina —dije—, nosotras también tenemos que irnos, he terminado de planchar. ¿Está usted lista para salir?

—Aún no son las ocho —contestó, levantándose de mala gana—. Hareton, dejo este libro sobre la chimenea y traeré más mañana.

—Los libros que usted deje los llevaré a la casa y será milagroso si los encuentra usted de nuevo, así que haga lo que le parezca.

Catalina le amenazó con que su biblioteca pagaría por la de ella, sonrió al pasar junto a Hareton y subió cantando, me atrevería a decir, con el corazón más alegre de lo que nunca lo había sentido bajo ese techo, excepto, quizás, durante sus primeras visitas a Linton.

La intimidad, así comenzada, creció rápidamente, aunque tropezó con interrupciones temporales. Earnshaw no se iba a civilizar por un simple deseo, y Catalina no era un filósofo, ni un modelo de paciencia. Pero como sus espíritus tendían a un mismo fin: el uno amando con deseo de poder estimar y el otro amando con deseo de poder ser estimado, lo lograron alcanzar.

Ya ve, señor Lockwood: era fácil ganarse el corazón de la señora Heathcliff, pero ahora me alegro de que usted no lo intentara. La unión de ellos dos será el coronamiento de todos mis deseos. No voy a envidiar a nadie el día de la boda: no habrá una mujer más feliz en toda Inglaterra.


[47]Se desconoce la fuente o el autor de esta melodía o balada de origen local, aunque sabemos que las Brontë conocían la rica tradición y folklore de Yorkshire, ya fuese a través de sus lecturas o de la propia Tabby, sabedora de todas las trágicas leyendas familiares y sombrías supersticiones en torno a los habitantes de Haworth.


Cfr. Elizabeth Gaskell, The Life of Charlotte Brontë, Harmondsworth, Penguin Books Ltd., 1975 (rpt. 1978), págs. 110-1.


[48]Entendemos que este gesto de levantar los hombros, unido a los puños cerrados, es un ademán de agresividad. En efecto, encontramos en inglés la expresión «Juno-like» a la manera de Juno, por ejemplo, en el drama de William Shakespeare Coriolano, IV, ii.

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