CAPÍTULO XXXI

Ayer hacía un día despejado, tranquilo y frío. Fui a las Cumbres como me había propuesto. Mi ama de llaves me rogó que llevara a su señora una nota de su parte, y no me negué, porque la buena mujer no creía que hubiera nada de extraño en su petición.

La puerta principal estaba abierta, pero la recelosa verja cerrada, como en mi última visita. Llamé y requerí la ayuda de Earnshaw, que estaba por los parterres del jardín. Quitó la cadena y entré. El chico es un rústico tan guapo como el que más, me fijé mucho en él esta vez, pero parece que hace todo lo posible para no sacar ventaja de sus cualidades.

Pregunté si el señor Heathcliff estaba en casa, me dijo que no, pero que estaría a la hora de comer. Eran las once y le comuniqué mi intención de entrar y esperarle, a lo que soltó las herramientas y me acompañó; a manera de perro guardián, no en sustitución del amo de la casa.

Entramos juntos. Catalina estaba allí, haciéndose útil preparando unas verduras para la próxima comida. Parecía más huraña y menos animada que la última vez que la vi. Apenas levantó los ojos para mirarme y continuó su trabajo con el mismo desdén para las fórmulas corrientes de cortesía que antes: sin corresponder en absoluto a mi saludo, ni a mis «buenos días».

—No parece tan amable —pensé— como la señora Dean quiere hacerme creer. Es una belleza, es cierto, pero no un ángel.

Earnshaw le mandó con grosería que se llevara sus cosas a la cocina.

—Llévalas tú —dijo, apartándolas de sí en cuanto terminó y, retirándose a un taburete junto a la ventana, se puso a grabar figuras de pájaros y otros animales en las mondas de nabo que tenía en su falda.

Me acerqué como si quisiera mirar el jardín y, a mi parecer con habilidad, dejé caer la nota de la señora Dean sobre sus rodillas sin que Hareton se diera cuenta, pero ella preguntó en voz alta:

—¿Qué es esto? —y lo tiró.

—Una carta de una vieja amiga, el ama de llaves de la Granja —contesté, molesto de que descubriera mi buena acción y temeroso de que se imaginaran que la carta era mía.

Catalina la hubiera cogido de buena gana ante esta información, pero Hareton se le adelantó, la cogió y se la puso en el bolsillo del chaleco, diciendo que el señor Heathcliff tenía que leerla primero. Ella volvió entonces el rostro y furtivamente sacó un pañuelo y se lo llevó a los ojos; su primo, después de luchar un rato para dominar sus buenos sentimientos, sacó la carta y la tiró al suelo junto a ella con tanto desprecio como pudo. Catalina la cogió y la leyó con ansia, luego me hizo algunas preguntas referentes a los habitantes —racionales e irracionales— de su antiguo hogar, y mirando hacia las colinas, murmuró en un soliloquio:

—¡Cómo me gustaría ir allí montada en Mini! ¡Cuánto me gustaría trepar por allí! Estoy cansada, estoy aburrida, Hareton —y apoyó su delicada cabeza contra el antepecho de la ventana y, con un medio bostezo y un medio suspiro, se sumió en una especie de ensimismada tristeza, sin importarle, o sin saber, si la observábamos o no.

—Señora Heathcliff —dije, después de estar sentado un tiempo en silencio—. ¿Sabe usted que yo la conozco tan íntimamente que me parece raro que no venga usted a hablarme? Mi ama de llaves no se cansa de hablar de usted y de alabarla y tendrá un gran desencanto si vuelvo sin noticias suyas, excepto que ha recibido su carta y que no ha dicho nada.

Pareció sorprendida por estas palabras y preguntó:

—¿Le quiere a usted Elena?

—Sí, mucho —contesté vacilante.

—Dígale —continuó— que contestaría a su carta, pero no tengo con qué escribir, ni siquiera un libro para poder arrancar una hoja.

—¿Ningún libro? ¿Cómo puede usted arreglarse para vivir aquí sin libros, si me permite que se lo pregunte? Aun teniendo una buena biblioteca, a menudo estoy triste en la Granja, si se me llevaran los libros me desesperaría.

—Cuando los tenía estaba siempre leyendo. Heathcliff no lee nunca y se le metió en la cabeza destruir mis libros. No he tenido vislumbre de uno sólo desde hace semanas. Sólo una vez busqué por los de teología de José, con gran irritación suya; y una vez, Hareton, di con un secreto depósito en tu cuarto, algunos griegos y latinos, algunas narraciones y poesía; todos viejos amigos. Yo los traje aquí y tú los recogiste, como coge la urraca cucharas de plata, por el mero afán de robar. No te sirven para nada, a no ser que los escondiera con la mala intención de que, ya que tú no los puedes disfrutar, que nadie más lo haga. ¿Acaso tu envidia aconsejó al señor Heathcliff que se me robaran mis tesoros? Pero la mayoría de ellos los tengo escritos en mi cabeza e impresos en mi corazón y de ésos no me privaréis.

Earnshaw se puso como la grana al hacer su prima esta revelación de sus secretos tesoros literarios, y balbuceó indignadas negativas a sus acusaciones.

—El señor Hareton está deseoso de aumentar su caudal de conocimientos —dije, acudiendo en su ayuda—. No es envidia, sino emulación lo que le inspira su cultura. Dentro de pocos años será culto e inteligente.

—Y quiere mientras tanto que yo me convierta en una estúpida. Sí, ya le oigo deletrear y leer a solas, y bonitos disparates que dice, yo quisiera que repitieras Chevy Chase, como hiciste ayer; era muy divertido. Te oí... y te oí mirar el diccionario, y buscar las palabras difíciles, y después maldecir porque no podías leer la explicación.

El joven creyó, evidentemente, que era cruel reírse de su ignorancia y luego reírse porque intentaba remediarla. Yo pensaba lo mismo y recordaba la anécdota de la señora Dean de sus primeros intentos de iluminar las tinieblas en que había sido criado, y observé:

—Pero, señora. Todos hemos tenido nuestros comienzos, y todos hemos tropezado y hemos vacilado en el umbral y, si hubiéramos tenido el desprecio de nuestros maestros, en lugar de su ayuda, estaríamos siempre tropezando y vacilando.

—Sí, yo no quiero limitar sus progresos, pero no tiene derecho a apropiarse de lo que es mío, y ponerlo en ridículo ante mí por sus groseros errores y mala pronunciación. Esos libros, prosa y verso, son sagrados para mí por otros recuerdos, y odio que se rebajen y profanen en su boca. Además, como con malicia deliberada, entre todas ha escogido mis obras favoritas, que me gusta repetir.

El pecho de Hareton se hinchó en silencio durante un minuto; luchaba bajo un intenso sentimiento de mortificación y de ira que no era fácil de reprimir. Me levanté y, por una caballerosa idea de aliviar su turbación, me paré en la puerta contemplando la vista exterior, allí de pie. Siguió mi ejemplo y salió de la habitación, pero al poco rato volvió cargado con media docena de libros que echó en el regazo de Catalina.

—¡Tómalos! No quiero leerlos, ni pensar, ni saber nada de ellos.

—Ahora no los quiero. Los asociaría contigo y lo detesto.

Abrió uno que, obviamente, había sido muy hojeado y leyó un párrafo con el balbuciente tono de un principiante. Se echó a reír y lo tiró lejos de ella.

—Escuchen —continuó con aire provocativo, y empezó a leer, del mismo modo, una estrofa de una antigua balada.

El amor propio de Hareton no podía soportar más tormento, y oí, sin desaprobarlo del todo, que ponía freno con una bofetada a la insolente lengua de la niña. La pequeña endiablaba había hecho todo lo posible por herir los sentimientos tiernos, aunque no cultivados, de su primo, y un argumento físico era el único medio que tenía para saldar la cuenta y devolver sus resultados al agresor. Luego él cogió los libros y los echó al fuego. Yo leí en su semblante la angustia que le producía ofrecer ese sacrificio a su rencor. Me imaginé que mientras los libros se consumían recordaba el deleite que ya le habían proporcionado, y el triunfo y creciente placer que de ellos esperaba. Supuse e imaginé también el estímulo de sus secretos estudios: se había contentado con su trabajo diario y sus rudos goces irracionales, hasta que Catalina se cruzó en su camino. La vergüenza de su desprecio y la esperanza de su aprobación, eran sus acicates para más altas metas, pero como ella no le protegió de lo primero, ni le concedió la segunda, los esfuerzos del chico por levantarse habían producido exactamente el efecto contrario.

—Sí, este es todo el beneficio que un bruto como tú puede sacar de los libros —exclamó Catalina, chupándose el labio lastimado y mirando el incendio con ojos indignados.

—Valdría más que te callaras ahora —contestó él furioso. Su agitación le impidió decir nada más, y avanzó rápidamente hacia la entrada, de donde me retiré para dejarle pasar, pero antes de que cruzara el umbral, Heathcliff, que subía por el camino, se lo encontró y poniendo la mano sobre su hombro, le dijo:

—¿Qué pasa, muchacho?

—Nada, nada —dijo, y se marchó para disfrutar de su dolor y de su ira en soledad.

Heathcliff le siguió con la vista y suspiró.

—Sería curioso que me frustrara a mí mismo —murmuró, inconsciente de que yo estaba detrás de él—. Cuando busco a su padre en su rostro la encuentro a ella cada día más, ¿cómo demonio se le parece tanto? No puedo soportar el verle —bajó los ojos al suelo y entró pensativo. Había en su semblante una expresión de inquietud y de ansiedad que nunca le había notado antes, y parecía más delgado.

Su nuera al verle por la ventana escapó enseguida a la cocina, así que me quedé solo.

—Me alegro de verle de nuevo fuera de casa, señor Lockwood —dijo en respuesta a mi saludo—, aunque sea en parte por motivos egoístas, pues no creo que pudiera reemplazar fácilmente su pérdida en esta desolación; me he preguntado más de una vez qué le trajo a usted aquí.

—Un capricho tonto, me temo, señor —fue mi respuesta—, o más bien un capricho tonto me va a hacer desaparecer. Partiré para Londres la próxima semana, y le notifico que no me siento inclinado a mantener la Granja de los Tordos más de los doce meses que acordé con usted alquilarla. Creo que no voy a vivir allí nunca más.

—¡Por supuesto! Está usted cansado de estar apartado del mundo, ¿no es así? Pero si viene usted a pedirme que no le cobre por una casa que no va a ocupar, su viaje es inútil. Nunca renuncio a exigir a nadie, sea quien sea, que me pague lo que me debe.

—No he venido a pedirle que renuncie a nada —exclamé muy irritado—. Si usted quiere lo arreglamos ahora mismo —y saqué mi cartera del bolsillo.

—No, no —dijo fríamente—; dejará bastantes cosas para saldar sus deudas, si no vuelve. No tengo tanta prisa. Siéntese y coma con nosotros; a un huésped que no va a repetir la visita se le puede dar una buena acogida. ¡Catalina, trae las cosas...! ¿Dónde estás?

Catalina reapareció con una bandeja con tenedores y cuchillos.

—Tú puedes comer con José —le dijo aparte—, y quédate en la cocina hasta que se vaya.

Ella obedeció sus órdenes puntualmente; quizás no tuvo la intención de transgredirlas. Probablemente, al vivir entre patanes y misántropos, no puede apreciar a las personas de otra clase cuando se las encuentra.

Con el señor Heathcliff, torvo y taciturno a un lado, y Hareton mudo del todo al otro, tuve una comida un tanto desanimada, y me despedí pronto. Hubiera querido salir por la parte de atrás para echar la última mirada a Catalina y molestar al viejo José, pero Hareton recibió órdenes de acercar mi caballo y el mismo anfitrión me escoltó hasta la puerta, así que no pude satisfacer mi deseo.

—¡Qué vida más tristona la de esa casa! —reflexionaba mientras iba cabalgando por el camino. Hubiera sido una realización más romántica que un cuento de hadas para la señora Linton Heathcliff si ella y yo nos hubiéramos enamorado, como su buena ama deseaba, y emigrado juntos al bullicioso ambiente de la ciudad.


[46]Chevy Chase es una de las baladas norteñas más antiguas, cuyos orígenes se remontan al siglo xv. Su tema es la rivalidad entre dos familias vecinas: los Percy de Nortumberland y los Douglas de Escocia. Apareció impresa por vez primera en Prolusión (1760) de Edward Capell (comentarista de Shakespeare), y más tarde fue incluida en Reliques of Ancient English Poetry de Bishop Percy en 1765.



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