CAPÍTULO XXIII
La noche lluviosa trajo una mañana de bruma —mitad helada y mitad llovizna— y arroyos temporales, gorgoteando desde las alturas, cruzaban nuestro camino. Mis pies estaban mojados del todo; estaba enfadada y deprimida; el humor más a propósito para que resulten estas cosas bien desagradables.
Entramos en la casa por la cocina, para asegurarme de que Heathcliff estuviera ausente, pues tenía poca fe en su afirmación.
José parecía estar sentado en una especie de elíseo, solo, junto al crepitante fuego, un gran vaso de cerveza junto a él cubierto de enormes pedazos de torta de avena tostada, y su pipa, negra y corta, en la boca.
Catalina corrió al hogar a calentarse. Pregunté si el amo estaba en casa. Mi pregunta quedó mucho rato sin contestar, por lo que creí que el viejo se había vuelto sordo y la repetí más alto.
—¡No! —gruñó, o más bien roncó por la nariz—. ¡No! Ya puedes volverte por donde has venido.
—¡José! —llamó una voz quejumbrosa, al mismo tiempo que yo hablaba, desde la habitación interior—. ¿Cuántas veces tengo que llamarte? Ahora ya no hay más que unas pocas brasas. Ven enseguida.
Vigorosas chupadas y una resuelta mirada al fuego declaraban que no tenía oídos para esta llamada. Al ama de llaves y a Hareton no se les veía; ella probablemente se habría ido a un recado y el otro al trabajo. Conocimos la voz de Linton y entramos.
—¡Así te mueras de frío en una buhardilla! —dijo el chico, confundiendo nuestros pasos con los de su negligente criado.
Se detuvo al notar su error, su prima corrió hacia él.
—¿Es usted, señorita Linton? —dijo, levantando la cabeza del brazo del gran sillón en el que estaba apoyado—. No, no me bese, me ahoga, ¡pobre de mí! Papá dijo que usted vendría —continuó después de recuperarse un poco del abrazo de Catalina, mientras ella permanecía de pie con aire compungido—. ¿Quiere cerrar la puerta, por favor? La ha dejado abierta. Esas detestables criaturas no quieren traer carbón para el fuego. ¡Hace tanto frío!
Removí la escoria y yo misma fui a buscar un cubo de carbón. El inválido se quejó de que le llenaba de cenizas. Tenía una tos pesada y su aspecto era febril y de enfermo, por eso no le regañé por su mal humor.
—Bien, Linton —murmuró Catalina cuando se le desarrugó la frente—. ¿Estás contento de verme? ¿Puedo hacer algo por ti?
—¿Por qué no vino antes? Si hubiera venido en lugar de escribir... Me cansaba mucho escribir esas cartas tan largas. Hubiera preferido hablar con usted. Ahora no puedo hablar, ni nada... Me pregunto dónde está Zila, ¿quiere —refiriéndose a mí— ir a la cocina y mirar?
No me había dado las gracias por mi otro servicio y no tenía ganas de ir de acá para allá a sus órdenes y repliqué:
—No hay nadie, excepto José.
—Quiero beber —dijo frenético, dándose la vuelta—. Zila está constantemente correteando por Gimmerton desde que papá se marchó. ¡Es horrible! Tengo que bajar aquí porque han resuelto no oírme desde arriba.
—¿Es su padre atento con usted, señor Heathcliff? —pregunté, dándome cuenta de que Catalina se detenía en sus demostraciones amistosas.
—¿Atento? Hace por lo menos que ellos lo sean un poco más. ¡Malvados! Sabe usted, señorita Linton, ese bruto de Hareton se ríe de mí. Le odio, desde luego les odio a todos, son seres odiosos.
Catalina empezó a buscar para traerle agua, descubrió una jarra en el aparador, llenó un vaso y se lo trajo. Le pidió que añadiera una cucharada de vino de una botella que estaba sobre la mesa; después de tragar un poco pareció más tranquilo y le dijo que era muy amable.
—¿Estás contento de verme? —insistió, reiterando su primera pregunta y contenta al ver en él el débil alborear de una sonrisa.
—Sí, lo estoy. Es algo nuevo oír una voz como la suya. Me irritaba que usted no viniera. Y papá juraba que era culpa mía, me llamaba criatura despreciable, rastrera e inútil, y decía que usted me despreciaba, y que si él hubiera estado en mi lugar sería ya más el amo de la Granja que su padre. Pero usted no me desprecia verdad, señorita...
—Quisiera que me llamaras Catalina o Cati —interrumpió la joven—. ¿Despreciarte? No, después de papá y Elena, te quiero a ti más que a nadie en el mundo. Pero al señor Heathcliff no le quiero, y no me atreveré a venir cuando él vuelva, ¿estará muchos días fuera?
—No muchos. Pero él va a los páramos con frecuencia, desde que empieza la temporada de caza, y podrías, en su ausencia, pasar una hora o dos conmigo. Anda, di que sí. Yo creo que no seré melindroso contigo. Tú no me provocarás y estarás siempre dispuesta a ayudarme, ¿verdad?
—Sí —dijo Catalina, acariciando su cabello largo y suave—. Si pudiera obtener el permiso de papá, pasaría la mitad del tiempo contigo. ¡Querido Linton, quisiera que fueras mi hermano!
—¿Me querrías entonces tanto como a tu padre? —observó Linton un poco más alegre—. Papá dice que si fueras mi mujer me amarías más que a él y que a nadie en el mundo, me gustaría que lo fueras.
—No, yo nunca amaré a nadie más que a papá —contestó seria—. La gente odia a veces a sus mujeres, pero nunca a sus hermanas o hermanos, si tú lo fueras vivirías con nosotros y papá te querría a ti tanto como a mí.
Linton negó que la gente odiara a sus mujeres. Pero Cati afirmó que sí, y que por lo que ella sabía, puso como ejemplo la aversión de su padre por la tía Isabela.
Intenté detener su insolente lengua, sin conseguirlo, hasta que lo soltó todo. El joven Heathcliff, muy irritado, aseguró que el relato era falso.
—Papá me lo dijo y él no dice mentiras —contestó ella con descaro.
—Mi papá desprecia al tuyo y le llama cobarde y tonto.
—Y el tuyo es un malvado, y tú eres muy malo por atreverte a repetir lo que él dice. Ha de ser muy malvado al tener que dejarle tía Isabela como hizo.
—No le dejó. No me vas a contradecir.
—Sí le dejó.
—Bien, te voy a decir una cosa: tu madre odiaba a tu padre, ¿qué te parece?
—¡Oh! —exclamó Catalina demasiado enojada para continuar.
—Y amaba al mío.
—¡Mentiroso! Te odio —gritó jadeante, y su cara enrojeció de ira.
—Sí, le amaba, le amaba —dijo Linton, hundiéndose en el fondo de su sillón y echando atrás la cabeza para disfrutar de la agitación de su contrincante que estaba de pie detrás.
—¡Silencio, Linton Heathcliff! —dije—. Me figuro que esta es la historia de su padre.
—No lo es, y cállese la boca —contestó—. Sí le amaba, le amaba, Catalina, le amaba, le amaba.
Cati, fuera de sí, dio un fuerte empujón a la silla e hizo caer a Linton contra un brazo, e inmediatamente le atacó una tos sofocante que puso fin a su triunfo.
Le duró tanto que yo misma me asusté. En cuanto a su prima, se puso a llorar con toda su alma, horrorizada por el daño que había hecho, aunque no lo dijo. Le sujeté hasta que el ataque se pasó. Entonces me apartó y apoyó su cabeza en silencio. Catalina acalló sus lamentos también y se sentó junto a él, mirando solemnemente al fuego.
—¿Cómo se encuentra? —pregunté a los diez minutos.
—Quisiera que ella se encontrara como yo, criatura rencorosa y cruel. Hareton nunca me toca. Nunca me ha pegado en su vida. Hoy estaba mejor, y mira... —su voz se quebró en un gemido.
—Yo no te he pegado —murmuró Catalina, mordiéndose los labios para evitar otra explosión de su ira.
Él suspiró y gimió como si sufriera un gran dolor. Continuó así un cuarto de hora con el propósito de entristecer a su prima, por lo visto, porque cada vez que la sorprendía reprimiendo un sollozo, reanudaba el dolor y patetismo en las inflexiones de su voz.
—Siento haberte hecho daño, Linton —dijo al fin sin poder soportar aquel tormento—. A mí no me hubiera hecho daño un empujoncito así, por eso no tenía idea de que a ti te lo iba a hacer. ¿No te has lastimado mucho, verdad? Contéstame, háblame.
—No te puedo hablar, me has hecho tanto daño que voy a estar toda la noche despierto ahogado por esta tos. Si tú la tuvieras sabrías lo que es. Tú dormirás tranquilamente mientras yo sufro sin nadie a mi lado. Me pregunto si te gustaría pasar estas noches tan horribles —y empezó con grandes gemidos de lástima que se tenía a sí mismo.
—Puesto que tiene la costumbre de pasar malas noches, no será la señorita la que perturbe su tranquilidad; sería lo mismo si no hubiera venido. Sin embargo, no le va a molestar de nuevo, y quizás esté más sosegado cuando ella se vaya.
—¿Me voy? —preguntó Catalina tristemente, inclinándose hacia él—. ¿Quieres que me vaya, Linton?
—No puedes cambiar lo que has hecho —replicó malhumorado, apartándose de ella—, a no ser que lo cambies para peor, molestándome hasta que me entre fiebre.
—Bien, ¿me voy?
—Déjame en paz por lo menos, no puedo soportar tu charla.
Ella se demoró un rato, bien fastidioso, resistiéndose a mi insistencia para partir, pero como él ni levantaba la cabeza, ni hablaba, se dirigió a la puerta y yo la seguí.
Un chillido nos hizo volver. Linton se había deslizado desde su asiento hasta la piedra del hogar, y allí estaba, retorciéndose por pura perversidad de niño apestosamente consentido dispuesto a ser tan molesto e insoportable como fuera capaz. Al momento, por su conducta, calibré su carácter y vi enseguida que sería una locura intentar darle gusto. No así mi compañera, que volvió aterrorizada: de rodillas, lloró, y con súplicas trató de consolarle hasta que quedó tranquilo porque le faltó el aliento, no por pesar de haberla atormentado.
—Le pondré en el escaño —dije—, así podrá retorcerse a su gusto, no podemos quedarnos para contemplarle. Espero, Cati, que esté usted satisfecha, y que vea que no es usted la persona indicada para hacerle bien y que su estado de salud no es producido por el cariño que le tiene. ¡Ea, pues, aquí está! ¡Vámonos! Tan pronto como él se de cuenta de que no hay nadie para atender a sus insensateces, estará contento de quedarse tranquilo.
Ella le colocó una almohada bajo la cabeza y le ofreció agua. Rechazó la última y se movió intranquilo sobre la primera como si fuera una piedra o un trozo de leña. Intentó ponerle más cómodo:
—No puedo con ésta, no es bastante alta.
Catalina trajo otra y la puso encima de la primera.
—Es demasiado alta —murmuró la insoportable criatura.
—¿Cómo tengo que arreglarlo, pues? —preguntó impaciente.
Se acercó mucho a ella, y como estaba medio arrodillada junto al escaño, convirtió el hombro de la niña en su apoyo.
—No, eso no, conténtese con la almohada, señor Heathcliff. La señorita ha perdido ya demasiado tiempo con usted y no podemos quedarnos ni cinco minutos más.
—Sí, sí podemos. Ahora es bueno y tiene paciencia. Está empezando a pensar que yo estaré mucho más triste que él esta noche si creo que está peor por mi visita, y entonces no me atreveré a venir más. Di la verdad, Linton, porque no he de venir, si te he hecho daño.
—Tienes que venir para curarme. Tienes que venir porque me has hecho daño. Tú sabes que me has hecho mucho. No estaba enfermo cuando tú viniste como estoy ahora, ¿sí o no?
—Pero tú te has puesto enfermo a fuerza de llorar y de encolerizarte. Yo no lo hice. Sin embargo, seremos amigos ahora. Tú me necesitas. ¿Desearás de verdad verme alguna vez?
—Ya te dije que sí —replicó impaciente—. Siéntate en el escaño y deja que me apoye en tus rodillas. Esto es lo que mamá acostumbraba a hacer, tardes enteras. Siéntate quieta y no hables. Puedes cantar una canción, si sabes cantar, o recitar una de esas baladas largas, bonitas e interesantes, una de esas que tú prometiste enseñarme, o un cuento, pero prefiero una balada. Empieza.
Catalina le recitó la más larga que recordaba. Este quehacer les agradó a los dos mucho. Linton quiso otra, y después de esa, otra, a pesar de mis enérgicas negativas, y así continuaron hasta que el reloj dio las doce y oímos en el patio a Hareton que volvía a comer.
—¿Y mañana, Catalina, vendrás mañana? —le dijo el joven, cogiéndola por el vestido mientras ella se levantaba poco diligente.
—¡No! —contesté yo—, ni pasado mañana tampoco —ella, sin embargo, le dio, evidentemente, otra respuesta, porque su frente se despejó cuando la prima agachada le dijo algo al oído.
—No irá usted mañana —dije cuando estuvimos fuera de la casa—. No soñará con ello.
Sonrió.
—Ya me cuidaré yo bien. Mandaré reparar aquel cerrojo y no puede escapar por ninguna parte más.
—Puedo saltar el muro —dijo riendo—. La Granja no es una cárcel y tú no eres mi carcelero. Además, tengo ya casi diecisiete años. Soy una mujer, y estoy segura que Linton se recuperará rápidamente si me tiene para cuidarle. Soy mayor que él, ya sabes, y más sensata, menos infantil, ¿no es cierto? Y pronto hará lo que yo le diga con ligeros mimos. Es un niño encantador cuando es bueno. Yo haría un juguete de él si fuera mío. No pelearíamos nunca, seguro, cuando nos hubiéramos acostumbrado el uno al otro. ¿A ti no te gusta, Elena?
—¿Gustarme? Esa piltrafa de mal genio, enclenque engendro que luchó por llegar a la adolescencia. Por fortuna, como pronosticó su padre, no llegará a los veinte. Y dudo que vea la primavera; poco perderá la familia cuando sea que desaparezca, y la suerte que tuvimos fue que se lo llevara su padre. Cuanto mejor se le tratara más fastidioso y egoísta sería. Me alegro de que no haya posibilidad de que usted le tenga por marido.
Mi compañera se enfadó al oír estas palabras. Hablar de su muerte con tan poca seriedad hería sus sentimientos.
—Es más joven que yo —contestó después de una prolongada pausa de meditación—, y debiera vivir más, y vivirá, tiene que vivir tanto como yo. Está tan fuerte ahora como cuando llegó al norte, estoy segura de esto. Es sólo el frío lo que le enferma, lo mismo que a papá. Tú dices que papá mejorará, ¿y él, por qué no?
—Bien, bien, después de todo no tenemos por qué preocuparnos. Pero escuche y considere que mantendré mi palabra: si intenta volver a Cumbres Borrascosas, conmigo o sin mí, informaré al señor Linton y, a no ser que él lo permita, la amistad con su primo no será reanudada.
—Ya está reanudada —dijo Catalina con aire mohíno.
—Pues no debe continuar.
—Veremos —fue su respuesta, y partió al galope dejándome atrás en mi fatiga.
Las dos llegamos a casa antes de la hora de comer. Mi amo supuso que habíamos estado de paseo por el parque y, por lo tanto, no pidió explicaciones por nuestra ausencia. En cuanto entré me apresuré a cambiarme las medias y los zapatos, que estaban empapados, pero el daño ya estaba hecho por estar tanto rato en las Cumbres. Al día siguiente estaba en cama, y durante tres semanas estuve incapacitada de atender a mis quehaceres, calamidad que no había experimentado antes de entonces y, justo es decirlo, tampoco después.
Mi joven ama se portó como un ángel en venir a cuidarme y alegrar mi soledad: la reclusión me deprimió mucho. Es un aburrimiento para una persona activa, pero pocos tienen menos motivos de queja que yo. En cuanto Catalina dejaba la habitación de su padre, ya estaba al lado de mi cama. Dividía su tiempo entre nosotros dos: ninguna diversión le usurpaba ni un minuto. Descuidaba sus comidas, sus estudios y sus juegos y era la enfermera más cariñosa que nunca vi. Tenía que tener muy buen corazón, cuando amando tanto a su padre, se dedicaba de ese modo a mí.
He dicho que su tiempo lo dividía entre nosotros, pero el amo se retiraba temprano y yo generalmente no necesitaba nada después de las seis, así la tarde era suya.
¡Pobre criatura! Yo nunca me preocupé de qué hacía consigo misma después del té. Aunque con frecuencia, cuando entraba a darme las buenas noches, notaba un color fresco en sus mejillas y rosados sus finos dedos, en lugar de pensar que este color se lo prestaba una carrera a caballo a través del frío páramo, le echaba las culpas al ardiente fuego de la biblioteca.
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