CAPÍTULO IX

Entró vociferando horribles blasfemias y me cogió en el momento de ocultar a su hijo en el armario de la cocina. Hareton le tenía fundado terror, ya por el cariño de la bestia salvaje, o por su rabia de loco: en el primer caso corría el riesgo de ser aplastado a fuerza de abrazos y besos, en el otro, de que fuera echado al fuego o le estrellara contra la pared. La pobre criatura se quedaba muy quieto donde quiera que yo le pusiera.

—¡Aquí está, por fin la encontré! —gritó Hindley, tirándome de la piel de la nuca como a un perro—. Por Dios y por el diablo, os habéis conjurado para asesinar al niño. Ya entiendo cómo está siempre lejos de mí. Con la ayuda de Satanás te haré tragar el cuchillo de trinchar, Neli; no es cosa de risa. Acabo de meter a Kenneth cabeza abajo en el pantano del Caballo Negro, y lo mismo da dos que uno, y tengo ganas de matar a uno de vosotros, y no descansaré hasta que lo haga.

—Pero a mí no me gusta el cuchillo de trinchar, han cortado arenques con él, prefiero que me pegue un tiro, si usted gusta.

—Prefieres irte al diablo —dijo—, y te irás. No hay ley en Inglaterra que impida a un hombre tener su casa decente, y la mía está odiosa. ¡Abre la boca!

Asió el cuchillo con la mano y me metió la punta entre los dientes. Pero yo, por mi parte, no le tuve nunca mucho miedo a sus desvaríos, escupí y afirmé que tenía muy mal gusto, que no lo tragaría de ninguna manera.

—¡Oh! —dijo soltándome—, veo que aquel repugnante granuja no es Hareton. Perdón, Nel. Si lo fuera merecería ser desollado vivo por no correr a saludarme y por chillar como si yo fuera un duende. Cachorro degenerado, ven aquí, yo te enseñaré a embaucar a un padre de buen corazón, y defraudado. Y ahora, ¿no parece que el chico estaría mejor con las orejas cortadas? Esto vuelve a los perros más fieros, y me gusta lo feroz, dame unas tijeras, lo feroz y lo aseado. Además es una afectación infernal, una vanidad diabólica, tener en tanta estima nuestras orejas, ya somos bastante asnos sin ellas. ¡Chitón, niño, chitón! Bien, entonces es mi niño. Calla, sécate los ojos, encanto, dame un beso, qué ¿no quieres besarme, Hareton? Maldito seas, dame un beso. Por Dios, que si tengo que criar semejante monstruo, tan cierto como estoy vivo, que le desnucaré.

El pobre Hareton chillaba y pataleaba en brazos de su padre con todas sus fuerzas, y redobló sus aullidos cuando lo llevó arriba y lo levantó por encima del pasamanos. Le grité que iba a asustar al niño hasta la locura, y corrí a rescatarle.

Cuando les alcancé, Hindley se asomó por la barandilla para escuchar un ruido de abajo, olvidándose casi de lo que tenía entre manos.

—¿Quién está ahí? —preguntó, escuchando a alguien que se acercaba al pie de la escalera.

Yo me asomé también con el propósito de hacer señas a Heathcliff, cuyos pasos reconocí, para que no se acercara, y en el mismo instante que quité la vista de Hareton, dio un repentino salto, desprendiéndose de la negligente mano que le sujetaba, y cayó.

Apenas hubo tiempo de experimentar un estremecimiento de horror antes de que viéramos que el pobre crío estaba a salvo. Heathcliff llegó en el crítico momento y, por un natural impulso, le detuvo al vuelo y, poniéndole de pie, miró hacia arriba para descubrir al autor del accidente. Un avaro que se hubiera desprendido por cinco chelines de un billete de lotería premiado y se encontrara al día siguiente que ha perdido cinco mil libras en el negocio, no mostraría un semblante más pálido que el suyo al ver la figura del señor Earnshaw arriba. Expresaba más claramente que las palabras podían hacerlo su intensísima angustia, porque fue él mismo el instrumento que frustró su venganza. Si hubiera sido de noche, me atrevo a decir que hubiera intentado remediar el error estrellando la cabeza de Hareton contra los peldaños, pero habíamos presenciado su salvación, y yo estuve al momento abajo con mi preciosa carga apretada contra mi pecho.

Hindley bajó más despacio, sereno y confuso.

—Tú tienes la culpa, Elena —dijo—, debieras habérmelo quitado de mi vista, quitármelo de mis manos, ¿se ha hecho daño?

—¿Daño? —grité airada—, como no ha muerto, será idiota. Me extraña que su madre no se levante de la tumba para ver cómo usted le trata. Es usted peor que un pagano, tratar a su propia carne y sangre de esta manera.

Intentó tocar al niño, que al encontrarse conmigo desahogó enseguida su pánico llorando. Al primer dedo que su padre puso sobre él, chilló más alto que antes y empezó a forcejear como si le fuera a dar un ataque.

—¡No se meta con él! —continué—. Le aborrece. Todos le aborrecen, esa es la verdad. Dichosa familia tiene y a bonito estado ha llegado usted.

—Y todavía llegaré a otro más bonito, Neli —dijo riendo aquel extraviado ser, recobrando su dureza—. Y ahora, fuera tú y el niño. Y tú, ¿oyes, Heathcliff? Vete también, que no os vea ni oiga. No os mataré esta noche, a no ser que prenda fuego a la casa, pero eso según se me antoje.

Y diciendo eso, tomó una botella de aguardiente del aparador y echó un poco en un vaso.

—¡No! —le supliqué—. Señor Hindley, que esto sea un aviso. Tenga compasión de este desgraciado niño, si su propia suerte no le importa.

—Cualquiera le será más útil que yo —contestó.

—Tenga compasión de su propia alma —dije, intentando quitarle el vaso de la mano.

—No, al contrario, tendré mucho gusto en mandarla al infierno para castigar a su Hacedor —exclamó el blasfemo—. ¡Brindo por su total condena!

Se bebió el aguardiente y nos despidió con impaciencia, terminando sus órdenes con una serie de horribles imprecaciones, demasiado malas para repetirlas o recordarlas.

—¡Qué lástima que no se mate a fuerza de beber! —observó Heathcliff, murmurando un eco de maldiciones cuando se cerró la puerta—. Hace todo lo que puede, pero su naturaleza le desafía. El señor Kenneth dice que apostaría su yegua a que vivirá más que cualquier hombre de este lado de Gimmerton, y que irá a la tumba siendo un vicioso encanecido, a no ser que una feliz casualidad, fuera de lo normal, le suceda.

Entré en la cocina, me senté y me puse a arrullar a mi nene para que se durmiera. Pensé que Heathcliff había cruzado hacia el granero, pero resultó después que sólo había llegado hasta el otro lado del escaño, se había echado en un banco junto a la pared, lejos del fuego, y permanecía en silencio.

Yo estaba meciendo a Hareton en mis rodillas y tarareando una canción que empezaba:

Allá lejos en la noche, los niños lloraban

y la madre bajo tierra los escuchaba.

La señorita Catalina, que había oído la bronca desde su habitación, asomó la cabeza y susurró:

—¿Estás sola, Neli?

—Sí, señorita —repliqué.

Entró y se acercó al fuego. Yo suponía que iba a decir algo y la miré. La expresión de su rostro era de inquietud y angustia, los labios entreabiertos como si quisiera hablar, pero sorbió el resuello y se le escapó un suspiro, en lugar de una frase. Yo continué mi canción; no había olvidado su reciente mala conducta.

—¿Dónde está Heathcliff? —dijo, interrumpiéndome.

—En su trabajo en el establo —fue mi respuesta.

Éste no me contradijo, quizás se había dormido. Siguió una larga pausa, durante la cual vi resbalar un par de lágrimas desde las mejillas de Cati a las losas. ¿Estará arrepentida de su vergonzosa conducta? Sería una novedad, pero ya lo dirá cuando quiera, no pienso consolarla. Bien poca pena sentía ella por nada, excepto por lo que le concernía.

—¡Ay, Neli, soy muy desgraciada! —dijo al fin.

—¡Qué lástima! —observé—, es usted difícil de contentar; tantos amigos y tan pocos cuidados, y no pueden hacerla feliz.

—Neli, ¿me guardarás un secreto? —prosiguió, arrodillándose a mi lado y levantando hacia mí sus encantadores ojos con aquella mirada que le quita a uno el mal humor, aunque tenga toda la razón del mundo para tenerlo.

—¿Vale la pena guardarlo? —pregunté menos malhumorada.

—Sí, y me atormenta y he de soltarlo: quiero saber qué he de hacer. Hoy Edgar Linton me ha pedido que me case con él y le he dado una respuesta. Pero antes de que yo te diga si ha sido negativa o afirmativa, dime tú cuál debiera haberle dado.

—Realmente, señorita, ¿cómo voy yo a saberlo? —repliqué—. Aunque la verdad es que, considerando la escena que usted representó en su presencia esta tarde, yo diría que lo prudente sería rechazarle, puesto que si le pidió en matrimonio después de ésta, tiene que ser o estúpido sin remedio, o un loco temerario.

—Si hablas así no te digo nada más —replicó malhumorada, poniéndose de pie—. He aceptado, Neli; rápido, dime si he hecho bien o mal.

—¿Le ha aceptado? Entonces para qué discutir el asunto. Ha comprometido su palabra y no puede retroceder.

—Pero dime si debiera haberlo hecho, ¡di! —exclamó en tono irritado, restregándose las manos y frunciendo el ceño.

—Hay que considerar muchas cosas antes de poder responder como se debe a esta pregunta —dije, sentenciosamente—. Lo primero y principal: ¿usted ama al señor Linton?

—Y ¿cómo evitarlo? Desde luego que sí —contestó.

Entonces la sometí al siguiente interrogatorio que para una chica de veintidós años no era indiscreto.

—¿Por qué le ama, señorita?

—Qué tontería, le amo, eso basta.

—De ninguna manera, tiene usted que decir por qué.

—Bien, porque es guapo, y es agradable estar con él.

—Malo —fue mi comentario.

—Porque es joven y alegre.

—Malo también.

—Porque me ama.

—Eso es indiferente para el caso.

—Y será rico, y me gustará ser la mujer más importante de la comarca, y estaré orgullosa de tener tal marido.

—Lo peor de todo; y ahora, dígame, ¿usted cómo le ama?

—Como todo el mundo, eres tonta, Neli.

—En absoluto —contesté.

—Amo el suelo que pisa, el aire que respira, todo lo que toca, cada palabra que dice, su estilo, sus gestos, a él total y completamente, ¿y bien?

—Y por qué.

—Te lo tomas a broma y eso está muy mal. Para mí no es broma —dijo la joven, enfurruñada y volviendo su rostro hacia el fuego.

—Lejos de mí el tomarlo a broma, señorita —repliqué—. Usted ama al señor Linton porque es guapo, alegre, rico y porque la ama. Esto último no significa nada. Usted, sin esto, le amaría igual, probablemente, y no le amaría si no poseyera las cuatro cualidades anteriores.

—No, seguro que no, sólo le tendría lástima, o le odiaría quizás, si fuera feo o tonto.

—Pero hay otros jóvenes guapos y ricos en el mundo, más guapos, quizás y más ricos que él, ¿qué le impediría enamorarse de ellos?

—Si los hay, no los tengo delante. No he visto ninguno como Edgar.

—Podría usted ver a alguno; y él no será siempre guapo, ni joven y puede no ser siempre rico.

—Lo es ahora y me interesa sólo el presente. Quisiera que hablaras con más sensatez.

—Bien, asunto concluido: si sólo le interesa el presente, cásese con el señor Linton.

—No necesito tu permiso. Me casaré con él. Pero todavía no me has dicho si hago bien.

—Perfectamente bien; si es que la gente hace bien casándose cuando sólo le interesa el presente. Y ahora oigamos por qué se siente usted desgraciada. Su hermano estará contento; los viejos Linton no pondrán inconveniente, supongo; usted escapará de una casa desordenada e inhóspita a una rica y respetable; y usted ama a Edgar y Edgar la ama a usted. Todo parece llano y fácil, ¿dónde está el inconveniente?

Aquí y aquí —replicó Catalina, golpeándose la frente con una mano, y el pecho con la otra—, dondequiera que el alma esté, en mi alma y en mi corazón: estoy convencida que hago mal.

—¡Qué raro! No lo acabo de entender.

—Este es mi secreto, si no te ríes de mí te lo explicaré. No puedo hacerlo con claridad, pero te haré sentir lo que yo siento.

Se sentó junto a mí de nuevo. Su rostro se puso más triste y más serio, y sus manos, apretadas, temblaban.

—Neli, ¿tú nunca sueñas sueños raros? —dijo, de repente, después de unos minutos de reflexión.

—Sí, de vez en cuando.

—Yo también, y he soñado sueños en mi vida que han quedado dentro de mí desde entonces, y han cambiado mis ideas, y se han infiltrado en mí, como el vino en el agua, y mudado el color de mi espíritu. Y este es uno, te lo voy a contar, pero ten cuidado de no reírte en ningún momento.

—No lo cuente, señorita Catalina. Ya estamos lo bastante lúgubres sin conjurar espectros y visiones que nos perturben, vamos, vamos, póngase alegre y como usted es. Mire al pequeño Hareton, no está soñando nada malo. Con qué dulzura se sonríe en su sueño.

—Sí, y con qué dulzura su padre reniega en su soledad. Le recuerdas, seguro, cuando era otro regordete como éste, casi tan pequeño y tan inocente. No obstante, Neli, te obligaré a escucharlo, no es largo y esta noche no puedo estar alegre.

—No lo quiero oír, no lo quiero oír —repetí vivamente. Yo era supersticiosa en cuanto a los sueños, y lo soy aún, y Catalina tenía tal desacostumbrada tristeza en su semblante, que me hizo temer algo de lo que yo pudiera formular una profecía y anunciar alguna terrible catástrofe. Quedó enfadada, pero no prosiguió. Al poco rato tomando aparentemente otro tema, volvió a empezar.

—Si yo estuviera en el cielo, Neli, me sentiría muy desgraciada.

—Porque no es usted digna de ir allí; todos los pecadores se sienten desgraciados en el cielo.

—Pero no es por eso. Soñé una vez que estaba allí.

—Ya le he dicho que no le voy a escuchar sus sueños. Me voy a la cama —la interrumpí de nuevo.

Se echó a reír y me retuvo, porque hice gesto de levantarme de la silla.

—No es nada. Sólo iba a decir que el cielo no parecía ser mi casa, y me partía el corazón a fuerza de llorar por volver a la tierra, y los ángeles estaban tan enfadados que me tiraron en medio del brezal, en lo más alto de Cumbres Borrascosas, en donde me desperté llorando de alegría. Esto servirá para explicar mi secreto tan bien como lo otro. No tengo más motivos de casarme con Edgar Linton que de estar en el cielo, y si ese malvado no hubiera hundido a Heathcliff tan bajo, no hubiera pensado en ello. Me degradaría ahora casarme con Heathcliff; él no sabrá nunca cuánto le amo, y eso no es porque sea guapo, Neli, sino porque es más que yo misma. De lo que sea que nuestras almas estén hechas, la suya y la mía son lo mismo, y la de Linton es tan distinta como la luz de la luna del rayo y la helada del fuego.

Antes de que terminara su discurso me di cuenta de la presencia de Heathcliff. Noté un ligero movimiento, volví la cabeza, y le vi levantarse del banco y marcharse silenciosamente. Había oído hasta que Catalina dijo que le degradaría casarse con él, y no quiso oír más. A mi compañera, sentada en el suelo, el respaldo del banco le impidió ver su presencia o su partida, pero yo me sobresalté y le hice seña de que se callara.

—¿Por qué? —preguntó, mirando nerviosa a su alrededor.

—José está aquí —respondí, percibiendo oportunamente el rodar del carro que se acercaba—, y Heathcliff vendrá con él. No estoy segura de si estaba aquí en la puerta en este momento.

—Pero no me pudo oír desde la puerta. Dame a Hareton mientras tú preparas la cena, y cuando esté preparada avísame para cenar contigo. Quiero engañar mi incómoda conciencia y convencerme de que Heathcliff no tiene noción de estas cosas, no tiene, ¿verdad? No sabe lo que es estar enamorado.

—No veo la razón de que no lo sepa lo mismo que usted; si usted es la elegida de su corazón, él será la criatura más desdichada que ha venido al mundo. En cuanto usted se convierta en la señora Linton, él pierde amiga, amor y todo. ¿Ha considerado usted cómo soportaría la separación y cómo soportaría él su abandono? Porque, señorita Catalina...

—¡Abandonado! ¡Nosotros separados! —exclamó en tono indignado—. ¿Quién nos va a separar, di, por favor? Ése se encontrará con la suerte de Milón. Ninguna mortal criatura, mientras yo viva. Cada Linton sobre la faz de la tierra se convertirá en la nada antes de que yo consienta en abandonar a Heathcliff. ¡Esto no es lo que yo intento! ¡Esto no es lo que yo pienso! No seré la señora Linton si este es el precio que se pide. Será para mí tanto como lo ha sido toda su vida. Edgar tendrá que desechar su antipatía y tolerarle por lo menos, y lo hará cuando se dé cuenta de mis verdaderos sentimientos hacia él. Neli, ahora veo que me tienes por una miserable egoísta, pero ¿no se te ocurrió nunca que si Heathcliff y yo nos casáramos seríamos pordioseros? Mientras que si me caso con Linton, puedo ayudar a Heathcliff a levantarse y liberarle del poder de mi hermano.

—¿Con el dinero de su marido? —pregunté—. No le encontrará tan manejable como usted calcula, y aunque yo apenas soy juez en esto, pienso que es el peor motivo que usted ha dado hasta ahora para ser la esposa del joven Linton.

—No, es el mejor. Los otros eran la satisfacción de mis caprichos, y también complacer a Edgar. Este es por el bien de aquel que incluye en su persona mis sentimientos hacia Edgar y a mí misma. No lo puedo expresar, pero seguro que tú, y cualquiera, tiene la noción de que hay, o debe haber, una existencia tuya más allá de ti misma. ¿De qué serviría mi creación si yo estuviera toda, enteramente contenida aquí? Mis grandes sufrimientos en este mundo han sido los sufrimientos de Heathcliff, los he visto y sentido cada uno desde el principio. El gran pensamiento de mi vida es él. Si todo pereciera y él quedara, yo seguiría existiendo, y si todo quedara y él desapareciera, el mundo me sería del todo extraño, no parecería que soy parte de él. Mi amor por Linton es como el follaje de los bosques: el tiempo lo cambiará, yo ya sé que el invierno muda los árboles. Mi amor por Heathcliff se parece a las eternas rocas profundas, es fuente de escaso placer visible, pero necesario. Neli, yo soy Heathcliff, él está siempre, siempre en mi mente; no como un placer, como yo no soy un placer para mí misma, sino como mi propio ser. Así pues, no hables de separación de nuevo, es imposible y...

Hizo una pausa y escondió su rostro entre los pliegues de mi falda, pero me la sacudí violentamente: ya me había hecho perder la paciencia con sus locuras.

—Si puedo sacar algún sentido a sus insensateces —dije—, llego al convencimiento de que es usted del todo ignorante de los deberes que asume al casarse, o bien que es una joven mala y sin principios. Pero no me moleste con más secretos. No le prometo guardar ninguno.

—¿Me guardarás éste? —preguntó ansiosa.

—No, no se lo prometo.

Ella iba a insistir, cuando la entrada de José puso fin a nuestro diálogo. Catalina se llevó su asiento a un rincón, y mecía a Hareton mientras yo preparaba la cena. Una vez guisada, mi compañero de servicio y yo empezamos a discutir sobre quién debiera llevársela a Hindley, y no llegamos a ningún acuerdo hasta que estuvo casi fría. Entonces decidimos que esperaríamos a que la pidiera —si quería cenar—, porque nos daba miedo ponernos ante su presencia, especialmente cuando llevaba algún tiempo solo.

—¿Cómo es que no ha vuelto del campo a estas horas?, ¿qué estará haciendo este holgazán? —preguntó el viejo buscando a Heathcliff.

—Voy a llamarle —contesté—, estará en el granero, sin duda.

Fui y le llamé, pero no hubo respuesta. Al volver le susurré a Catalina que estaba segura de que había oído buena parte de lo que ella había dicho, y le añadí que le vi salir de la cocina en el preciso momento que ella se quejaba de la conducta de su hermano hacia él.

Pegó un salto alarmada, echó a Hareton sobre el escaño y corrió a buscar a su amigo en persona, sin pararse a considerar por qué estaba tan alterada, o cómo podía afectarle a él su conversación. Estuvo ausente tanto rato que José propuso que no debíamos esperar; conjeturó en su astucia que se quedaba fuera para evitarse sus largas bendiciones.

—Son lo bastante malos como para cualquier villanía —afirmó, y, a ellos dedicada, añadió una plegaria especial a la acostumbrada súplica de un cuarto de hora para antes de la comida, y hubiera añadido otra al final de la acción de gracias, si su joven ama no hubiera entrado y ordenado con toda urgencia que saliera a recorrer los caminos y, donde quiera que Heathcliff se hubiera extraviado, lo hiciera volver a casa enseguida.

—Quiero hablar con él, tengo que hablar con él antes de subir. La verja está abierta, él está en alguna parte desde donde no nos oye porque no ha contestado, aunque grité desde lo alto del redil tan fuerte como pude.

José objetó al principio, pero ella se lo tomaba demasiado en serio para soportar que se la contradijera; al fin se caló el sombrero y se marchó refunfuñando. Entre tanto Catalina andaba de un lado a otro de la habitación exclamando:

—Me pregunto dónde está, dónde puede estar, ¿qué dije, Neli? Se me ha olvidado. ¿Se habrá ofendido por el mal humor de la tarde? Dime, por favor, qué he dicho para ofenderle. ¡Ojalá viniera! ¡Ojalá estuviera aquí!

—¡Cuánto ruido por nada! —exclamé, aunque yo también estaba intranquila—. ¡Qué tontería la sobresalta! Por supuesto que no hay motivo de alarma en que Heathcliff se dé un paseo a la luz de la luna por los páramos, o esté tumbado en el henil, demasiado perezoso para hablarnos. Apostaría que está escondido allí. Ya verá si no le saco de la madriguera.

Salí para reanudar la búsqueda, pero el resultado fue un fracaso, y las pesquisas de José terminaron igual.

—Este chico va de mal en peor —observó al volver—. Ha dejado la verja abierta de par en par, y la jaca de la señorita ha pisoteado dos hileras de grano, y se ha ido derecha al prado. De todas maneras, el amo se pondrá como un diablo mañana, y le dará su merecido. Él tiene paciencia con estas criaturas descuidadas e inútiles, es la misma paciencia, pero esto no puede durar, ya lo verá usted, y todos. ¡No le sacaréis de quicio en vano!

—¿Has encontrado a Heathcliff, borrico? —interrumpió Catalina—. ¿Le has buscado como te mandé?

—Hubiera sido mejor que hubiera buscado al caballo, hubiera sido más sensato, pero no puedo buscar ni al caballo, ni al hombre en una noche como ésta, más negra que una chimenea. Y Heathcliff no es mozo que acuda a mi silbato, acaso sería menos duro de oído con usted.

Era una noche muy oscura para ser verano. Las nubes parecía que anunciaban tormenta, y yo dije que mejor sería que nos sentáramos porque la lluvia que se acercaba le traería a casa sin más problemas.

Sin embargo, no había manera de convencer a Catalina de que se tranquilizara. Continuaba yendo de acá para allá, de la verja a la puerta, en un estado de agitación que no le permitía reposar. Al fin tomó una posición permanente al lado del muro, cerca del camino, en donde sin hacer caso a mis advertencias, ni del rugiente trueno, ni de las grandes gotas que empezaban a salpicar a su alrededor, llamando a ratos, luego escuchando, se echó por último a llorar amargamente. En cuanto a un buen y apasionado acceso de llanto, le ganaba a Hareton, o a cualquier niño...

Hacia la media noche, cuando aún estábamos levantados, descargó la tormenta sobre las Cumbres con todo su furor. Un violento huracán, acompañado de truenos, partió en dos un árbol de la esquina de la casa, una rama cayó sobre el tejado y rompió un pedazo del cañón de la chimenea de levante, lanzando una lluvia de piedras y hollín sobre el fuego de la cocina.

Creímos que un rayo había caído en medio de nosotros. José se hincó de rodillas, suplicando al Señor que se acordara de los patriarcas Noé y Lot, y que, como en tiempos antiguos, salvara al justo, aunque destruyera al impío. Tuve la sensación que también para nosotros había llegado el juicio de Dios. Jonás era para mí el señor Earnshaw y sacudí la aldaba de su guarida para asegurarme de que todavía vivía. Contestó, lo bastante audible, de tal manera que hizo que mi compañero vociferara más clamorosamente que antes, que una clara distinción había que trazar entre santos como él y pecadores como su amo. Pasó el estrépito al cabo de veinte minutos, dejándonos a todos ilesos, excepto a Cati, que estaba absolutamente calada por su terquedad en no querer guarecerse y estar con la cabeza descubierta y sin chal para recibir cuanta más agua mejor en su pelo y en su ropa. Entró y se echó en el escaño con la cara hacia el respaldo, tapándosela con las manos.

—Bien, señorita —exclamé, tocándola en el hombro—, no tiene usted ganas de morirse ¿verdad? ¿Usted sabe qué hora es? Las doce y media. Vamos, vamos a la cama, es inútil esperar a ese loco. Se habrá ido a Gimmerton, y allí estará ahora. Como no se imagina que estamos levantadas esperándole, hasta tan tarde por lo menos, y sí se imagina que sólo Hindley está levantado, prefiere evitar que la puerta se la abra el amo.

—No, no está en Gimmerton —dijo José—. No sería raro que estuviera en el fondo de un lodazal. Esta advertencia divina no ha sido en vano, y usted tenga cuidado, señorita, la próxima será para usted. ¡Gracias le sean dadas a Dios por todo! Todas las obras juntas conducen al bien de los elegidos, sacados de la inmundicia. Ya sabéis lo que dicen las escrituras —y empezó a citar varios textos, remitiéndonos a los capítulos y versículos donde podíamos encontrarlos.

Yo, habiéndole pedido en vano a la terca muchacha que se levantara y se quitara la ropa mojada, le dejé a él con sus sermones y a ella tiritando, y me fui a la cama con mi pequeño Hareton que dormía tan profundamente como si todo el mundo a su alrededor hubiera estado durmiendo. Oí a José continuar su lectura un rato más, luego distinguí su lento paso en la escalera y ya me quedé dormida.

Bajé algo más tarde que de costumbre y vi, por los rayos de sol que se filtraban por las rendijas de los postigos, a la señorita Catalina aún sentada junto al fuego. La puerta de la casa estaba entreabierta también; la luz entraba por sus ventanas sin cerrar. Hindley había salido, estaba de pie junto al hogar de la cocina, ojeroso y soñoliento.

—¿Qué te pasa, Cati? —le estaba diciendo cuando yo entré—, pareces tan triste como un cachorro ahogado. ¿Por qué estás tan mojada y tan pálida, niña?

—Me mojé —contestó de mala gana—, y tengo frío, eso es todo.

—Es terca —exclamé, notando que el señor estaba bastante sereno—. Se empapó en el chaparrón de ayer tarde, y aquí ha estado sentada toda la noche; no pude conseguir que se moviera.

El señor Earnshaw nos miró sorprendido:

—¿Toda la noche? ¿Por qué se quedó levantada? No sería por miedo a la tormenta, supongo; ésta se pasó hace varias horas.

Ninguna de las dos quería mencionar la ausencia de Heathcliff, mientras se pudiera ocultar. Respondí que no sabía cómo se le había metido en la cabeza quedarse levantada, y ella no dijo nada.

La mañana era limpia y fresca, abrí los postigos y enseguida la habitación se llenó del dulce perfume del jardín, pero Catalina me dijo de mal humor:

—Elena, cierra la ventana, me muero de frío —y daba diente con diente mientras se acurrucaba más cerca de las casi ya extinguidas brasas.

—Está enferma —dijo Hindley, tomándole el pulso—. Supongo que esa es la razón de no haber querido irse a la cama. ¡Maldita sea! No quiero tener más problemas con enfermedades aquí. ¿Por qué te pusiste bajo la lluvia?

—Por correr tras los mozos, como siempre —graznó José, aprovechando la oportunidad, en nuestra vacilación, de meter su mala lengua—. Si yo fuera usted, mi amo, les cerraría las puertas en sus narices a todos ellos, amable y sencillamente. Cuando usted sale, ya se desliza aquí furtivo ese gato de Linton. Y la señorita Neli es también una buena pieza; ella se queda en la cocina vigilando su llegada y, cuando usted entra por una puerta, él sale por la otra, y entonces nuestra gran dama sigue sus galanteos por otro lado. Bonita conducta, esconderse por los campos después de las doce de la noche con ese abominable y condenado gitano, Heathcliff. Se creen que soy ciego, pero nada de eso. He visto al joven Linton entrar y salir, y te he visto a ti (dirigiéndose a mí), asquerosa bruja, que no sirves para nada, espiar, y entrar en casa en el momento en que se oyeron por el camino los cascos del caballo del amo.

—Cállate, chismoso —gritó Catalina—. Basta de insolencias delante de mí. Edgar Linton vino ayer por casualidad, Hindley, y fui yo la que le dije que se fuera porque sabía que no te agradaría encontrarle en el estado en que estabas.

—Mientes, Cati, sin duda —contestó su hermano—, eres una necia condenada; Linton no importa, de momento. Dime, ¿no estuviste con Heathcliff anoche? Di la verdad, ahora mismo. No tengas miedo de que le haga daño. Aunque le sigo odiando como siempre, me prestó un servicio hace poco y tendría escrúpulos de conciencia de retorcerle el pescuezo; para evitar esto le mandaré a paseo esta misma mañana, y cuando se haya ido, os aconsejo a todos que estéis alerta, porque todo mi mal humor será para vosotros.

—Yo no he visto a Heathcliff en toda la noche —contestó Catalina, empezando a llorar amargamente—. Y si le echas de casa, me iré con él, pero quizás no tengas esta oportunidad, quizás se ha ido ya —aquí rompió en una interminable congoja y el resto de sus palabras fueron del todo inarticuladas.

Hindley prodigó sobre ella un torrente de desdeñosos insultos y le ordenó que se fuera a su habitación inmediatamente, o no lloraría en vano. Yo la obligué a obedecer: nunca olvidaré la escena que nos hizo cuando llegamos a su alcoba. Me aterró. Creí que se estaba volviendo loca, y le rogué a José que fuera corriendo a buscar al doctor. Era un principio de delirio. El señor Kenneth, en cuanto la vio, la declaró gravemente enferma: tenía unas fiebres. La sangró y me dijo que no le dejara tomar más que suero y agua de avena, y que tuviera cuidado de que no se tirara por las escaleras o por una ventana. Y se marchó, porque bastante quehacer tenía en la parroquia, en donde dos o tres millas es la distancia normal entre casa y casa.

No puedo decir que yo fuera una enfermera afable, ni que José y el amo lo fueran más, y que nuestra enferma no fuera tan pesada y terca como una enferma puede ser, no obstante, se recuperó. La anciana señora Linton nos hizo varias visitas, como era de esperar; enderezaba las cosas, y nos reñía y daba órdenes a todos y, cuando estuvo Catalina convaleciente, insistió en llevársela a la Granja de los Tordos; liberación que le agradecimos. La pobre señora tuvo pronto motivos para arrepentirse de su bondad, porque tanto ella como su marido cogieron las fiebres y murieron con pocos días de diferencia el uno del otro.

La joven Catalina volvió a casa aún más insolente, irascible y altiva que nunca. De Heathcliff no se había sabido nada desde la tarde de la tormenta. Un día que ella me había irritado en extremo, tuve la mala fortuna de echarle la culpa de su desaparición, como era la verdad, y ella bien que lo sabía. Desde entonces, durante varios meses, rompió toda comunicación conmigo, salvo lo que se refería rigurosamente al servicio. José cayó también bajo su exclusión, pero él hablaba lo que le parecía y la sermoneaba como si fuera una niña pequeña, cuando ella se consideraba una mujer, y además el ama, y creía que su enfermedad le daba derecho a ser tratada con consideración. El doctor había dicho que no podría soportar muchos enfados; había, pues, que dejarla hacer lo que quisiera. Que alguien intentara hacerle frente o contradecirla era, ante sus ojos, poco menos que un crimen.

Del señor Earnshaw y sus compañeros se mantenía alejada. Advertido por Kenneth, y ante las serias amenazas del ataque que a menudo seguía a sus iras, su hermano le daba todo lo que le apetecía pedir, y por lo general evitaba agravar su apasionado temperamento; era demasiado indulgente en acceder a sus caprichos, no por afecto, sino por vanidad, porque deseaba seriamente que honrara a la familia por su alianza con los Linton y, mientras lo dejara en paz, poco le importaba que ella nos pisoteara como a esclavos.

Edgar Linton, como tantos que han sido antes que él y lo serán después, estaba encaprichado, y se creyó el hombre más feliz de la tierra el día que la condujo a la capilla de Gimmerton, tres años después de la muerte de su padre.

Muy en contra de mi voluntad, me convencieron de que dejara Cumbres Borrascosas y la acompañara aquí. El pequeño Hareton tenía casi cinco años y acababa yo de empezar a enseñarle a leer. Fue muy triste nuestra separación, pero las lágrimas de Catalina tenían más fuerza que las nuestras. Cuando me negué a ir y descubrió que sus súplicas no me conmovían, se fue a quejar a su marido y a su hermano. El primero me ofreció un espléndido salario, el segundo me ordenó que hiciera mi equipaje: no necesitaba mujeres en casa, ya que no había señora —y respecto a Hareton, el coadjutor pronto se encargaría de él. Así pues, no tuve más elección que hacer lo que se me mandaba. Le dije al amo que se desembarazaba de toda persona decente para correr más deprisa a su ruina. Di un beso de despedida a Hareton, y desde entonces él ha sido para mí un extraño, y por raro que parezca, no tengo duda de que se ha olvidado del todo de Elena Dean, para la que era más que nada en el mundo y ella para él.

En este punto del relato, mi ama de llaves echó una mirada al reloj de la chimenea, y se quedó atónita al ver que el minutero marcaba la una y media. La verdad, yo también me sentía inclinado a diferir la continuación de su historia; y ahora que ella se ha ido a descansar, y que yo he meditado una hora o dos, haré acopio de valor para irme también, a pesar de este doloroso entumecimiento de cabeza y miembros.



[27]De todas las acepciones de la palabra inglesa settle, ofrecidas por The Oxford English Dictionary, hemos tomado la que significa «banco de alto respaldo y brazos con un cajón bajo el asiento» (c. 1553).


[28]Emilia Brontë hace uso de una balada danesa, «The Ghaist's Warning», traducida y adoptada por Walter Scott en su obra poética The Lady of The Lake (IV, XII). Scott, sin duda, fue uno de los escritores favoritos de la autora, cuyo influjo se dejó sentir tanto en su mundo imaginario como en su producción literaria.


Cfr. Winifred Gérin, Emily Brontë (A Biography), Oxford at the Clarendon Press, 1971 (rpt. 1979), pág. 47.


 [29]Milón: famoso atleta de Cretona (Grecia). Murió presa de los lobos cuando al tratar de partir el tronco de un árbol en dos, sus manos quedaron atrapadas por éste.


[30]Son palabras de la Epístola de San Pablo a los Romanos 8:23 en torno al plan de Dios sobre los elegidos: «Ahora bien: sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman, de los que según sus designios son llamados.»

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