Capítulo V

Maldición.

Tengo que dejar la cobardía de lado.

Tengo que decir la verdad.

Tal vez no todo esté perdido y pueda rescatar algo de mi error.

—Ayer... después de que tú y yo nos acostamos, pensé... —Carraspeo un poco al percibir la garganta seca—... Antes de eso, tú me dijiste que se lo dirías, así que pensé en cuál sería la manera en la que ella pudiera perdonarte. Supuse que, si ella se equivocaba también, tal y como tú lo habías hecho, estaría tan arrepentida como para olvidar lo que ambos hicieron y dejar pasar ese fallo en su relación.

—¿Estás tratando de decir que hiciste esa estupidez por mí? ¿Y después de traicionarme viniste buscando consuelo conmigo? ¿Después de acostarte con mi novia? ¿En serio? ¿Qué clase de cínico eres, Leclerc?

—Yo no fui el único que traicionó —me dirijo hacia él con el mismo tono—. Tú también lo hiciste. Y tengo derecho a estar molesto porque fingiste todo el tiempo que estuviste haciéndomelo. Te importó una mierda lo que yo estaba sintiendo en ese preciso momento y luego actuaste como si nada hubiera pasado, pero cuando no tuviste otra opción más que admitir la verdad, por fin dijiste que lo recordabas. Y, después de todo, me preguntaste si lo haríamos de nuevo, y me confesaste que ni siquiera te incomodaba porque era yo. Así que no te hagas ninguna idea de que fuiste el único utilizado y traicionado, porque tú me utilizaste y me mentiste de la misma manera.

—¿Por qué viniste ayer? —cuestiona repentinamente.

—¿Por qué tú no empiezas a decirme qué hacías ayer buscándome en vez de estar contándole la verdad a tu novia? Al final, hemos actuado y hemos recibido lo mismo.

—No. Claro que no. Yo no me he metido con tu novia ni te he engañado así a la cara. Te he contado todo, Leclerc. Confié en ti. Y sé que compartimos todo, pero no a mi novia.

—¡Joder! Deja de actuar como si te importara tanto, de haber sido así, nosotros no habríamos tenido sexo dos veces.

—Cierra la boca, Leclerc —suelta molesto y se encamina hacia mí con el gesto cambiado por la ira.

—¿Para que así todos piensen que yo soy un hijo de puta y tú no?

No es como si fuera a exhibirlo. Nunca lo haría. No con esto.

—Lo hice contigo porque te mostraste ante mí con esa cara que, sin ocupar palabras, me decía que me necesitabas. Y yo también te necesité en ese momento. Y ha sido el error de ambos, sí, pero tú has ido y te has acostado con Rebe como si nunca te hubiera importado lastimarme. Es eso lo que me cabrea y lo que me duele, Leclerc. Tú y yo podemos joderlo todo porque, al final, siempre sabemos cómo arreglarlo... Pero esto no. No podemos solucionar esto. ¿Cómo se supone que seremos amigos de esta manera?

—¿Solamente en ese momento me necesitaste? ¿Y a ti no te importó lastimarme todos estos años?

—Yo nunca te lastimaría apropósito.

Fue ahí cuando me di cuenta de que Carlos no mintió. En las oraciones en las que me ocultó que tenía fresca la memoria después de aquella fiesta; fue porque estaba siendo cuidadoso. Estaba viendo cuál era el momento adecuado para soltar la verdad o para actuar conforme a sus emociones, pero no esperaba a que yo reaccionara de la manera en la que lo hice.

¿Y cómo tendría idea de lo que me hace sentir triste, si nunca le he dicho qué es lo que realmente me duele?

Por supuesto que Carlos jamás ha decidido por cuenta propia hacerme daño. Yo soy el que se ha ido con el corazón desbocado y ha regresado con él hecho trizas. Yo soy el que, teniendo una lista enorme de las cosas que pueden lastimar a Carlos, ha decidido ir a cometer la primera de ellas.

Y no. No podemos ser amigos de esta manera.

—¿Por qué lloras? —me reclama con rudeza—. ¿Por qué eres tú el que está llorando? —su voz se oye débil y se quiebra, porque siempre ha sido noble y no soporta verme sufrir. Se acerca a mi sitio, y parece replantearse la idea de abrazarme o no. Pero termina decidiendo no hacerlo. Y me hace sentir tan mal que no lo haga, porque él sería el primero en consolarme. Aunque no lo merezco. No merezco su compasión ni su perdón.

—Está bien. No podemos seguir siendo amigos —concuerdo con él. Cuando dichas palabras salen de mi boca, Carlos no las procesa lo suficiente. Se queda quieto, con los labios sellados, y me observa con ese semblante que hace notorio su desconcierto.

—¿Qué?

Yo lo supe desde ayer. Le pregunté si podía quedarme en su casa y lo toqué, lo besé y le pedí que dijera que era mío porque sabía que podría ser la última vez.

Con la poca estabilidad y el valor que me queda, doy unos pasos y me dirijo hacia la puerta.

—Charles.

Por primera vez en todos los años que llevo conociéndolo, me llama por mi nombre. Su tono es de súplica. Me toma de la muñeca donde está la pulsera que me regaló, y me mira con los ojos llorosos.

Todo lo que he sentido parecido a la tortura por romperme el corazón, no se compara a esto. Nada se compara al dolor de saber que has lastimado a la persona que más amas en el mundo entero.

—Explícamelo mejor —me ruega y ejerce presión con su mano, sin dejar de mirarme a los ojos a pesar de que está muy dañado—. ¿Por qué dices que te he lastimado todos estos años?

Volteo el rostro y sorbo con la nariz, soltando un largo suspiro después.

—¿De verdad quieres que te lo diga?

Lo miro de nuevo, y su cara está transformada por la curiosidad y el miedo de saber la verdad. A veces, resulta mucho más terrorífico saber una verdad que se nos ha privado por años que seguir siendo engañados, porque ni siquiera tuvimos una idea de lo que sucedía frente a nosotros.

—Sí. Dímelo.

Me cuesta encontrar las agallas para decir una oración que ha estado encerrada. Es un secreto que ha estado creciendo en silencio. Y es mío. Ha sido mío por un largo tiempo. Por eso no sé cómo compartirlo.

El corazón me late desbocado dentro de mi pecho. ¿Es mejor decirlo? ¿O deberé irme junto a este amor tan desgarrador?

No. Debo decirlo.

Porque de otra forma, nunca dejará de doler.

Suelto otro suspiro, y luego tomo una gran bocanada de aire por mi boca, soltándola para poder liberar mis palabras.

Trato de encontrar algo más en los ojos de mi mejor amigo. Rebusco entre la confusión, el dolor y la decepción, hasta encontrar una pizca de su cariño hacia mí. Y me retengo a eso.

Sin quererlo, me viene a la mente la imagen de mamá sentada en su cama luego de haberse enfermado a causa mía. Recuerdo, con claridad, su mirada firme y las palabras que iban envueltas por el miedo de que su hijo fuera... diferente. 

¿Cómo podría?

¿Cómo podría darles la carga de un amor tan fuerte que únicamente traerá tristeza?

Niego con la cabeza y Carlos me aprieta la muñeca, tratando de darme la confianza para confesar.

Pero no puedo.

No puedo hacerles esto.

Me suelto de su agarre y le doy la espalda con la intención de abandonar la habitación.

Escucho un sollozo de su parte y vuelve a sujetarme como si no supiera cómo dejarme. Ambos sabemos que, una vez que salga de su casa, esta amistad habrá terminado.

—Charles, Charlie, por favor, sé honesto. No puedo perdonarte si no me dices la verdad.

—No puedo.

—¿No confías en mí?

—No confío en mí, Carlos. Y no quiero arruinarlo más. Ya me he equivocado bastante.

Me libera de su agarre. Mantengo la cabeza agachada para no mirarlo porque soy un puto cobarde. No quiero ver algo que no me guste.

De repente, siento que algo me falta y cuando bajo la vista, encuentro mi pulsera rota en la palma de su mano.

—Entonces, lárgate.

Alzo la cabeza, y cuando miro su hermoso rostro, no encuentro más tristeza en él.

Sólo hay odio. Mucho odio.

Yo jamás había visto esa emoción en Carlos, y nunca imaginé que la primera vez que la vería, sería dedicada a mí.

Me hace sentir asqueroso.

Porque las sonrisas y su dulzura quedarán aplastadas con este triste recuerdo.

No podré escucharlo reír de nuevo ni podré buscarlo para encontrar consuelo entre sus brazos. No lo escucharé llamarme por mi apellido y tampoco sentiré su cariño. No volveré a mirar el deslumbrante color de sus ojos cafés ni sentiré la calidez de su cuerpo al dormir juntos como cuando éramos unos niños.

Ya no habrá nada.

Todas los días se sentirán grises y vacíos al no tener a Carlos a mi lado.

Y todas las noches, dormiré arrepentido por no haberle dicho nunca cuánto lo amo.

Sabiendo que tampoco le di la oportunidad para decírmelo.

Porque sí, Carlos me amaba. Se le notaba cuando se retorcía de la risa al contarle alguna tontería que había hecho en la carrera. Lo hacía demasiado obvio cuando descansaba su cabeza en mi hombro y me decía que se sentía en paz conmigo. Lo confirmaba mil veces más cuando me abrazaba sin motivo aparente; cuando me cuidaba días completos al caer enfermo en cama porque mamá no estaba en casa. Porque nunca me hizo sentir solo.

Porque, el día en que tuve una fiebre tan alta que perdí la consciencia en variadas ocasiones, me cuidó, aún sin saber cocinar o cómo atender a un enfermo. Cada vez que recobraba los sentidos y abría los ojos nublados esperando encontrarme solo en mi habitación, él estaba observándome sentado en el piso, a un borde de la cama. Y cada vez que me atacaban los temblores y pensaba que podía morir de frío, Carlos se acostaba de lado en el colchón individual y me abrazaba por la espalda para darme el calor que necesitaba.

Cuando bajo por las escaleras, veo a Donaldson en el lugar del comedor que yo solía tomar. Reyes y Sainz están sentados en las sillas continuas a ella. Sus miradas están llenas de desaprobación.

Hoy no solamente perdí mi amistad más preciada; perdí al hombre que más amo; perdí a mi segunda familia y mi segunda casa. Mi primer y único hogar siempre sería Carlos.

No hablo y no miro atrás. Solamente me obligo a seguir caminando. Salgo con la sensación de que, en cualquier momento, puedo asfixiarme.
Y cuando llego a casa, mamá está frente a la puerta cruzada de brazos. Pero apenas me mira y su semblante serio se vuelve delicado y muestra muchísima inquietud.

Y ya no puedo aguantarlo más.

Me acerco a abrazarla y me deshago en un llanto incontrolable que no me permite ni respirar. Aprieto la tela de su blusa entre mis manos y suelto fuertes lamentos y quejidos, inundándome de temblores que se extienden por todo mi cuerpo. De repente, siento que me ahogo en mi propio llanto y empiezo a toser. Tengo ganas de vomitar. Quiero desaparecer.

Mamá no tiene idea de qué hacer, pero ya entiende lo que ha pasado. Nunca me mostraría en un estado tan sensible si no se tratara de Carlos.

—Todo... Todo se acabó, mamá —le digo sin importarme lo espantosa que suena mi voz—. Es culpa mía. Lo arruiné. —La sostengo con más fuerza, tratando de hallar algún tipo de sosiego—... No sé qué haré ahora. Yo no... No lo sé.

Me brotan las lágrimas a cada segundo y su blusa se humedece. Mamá me acaricia el cabello y me esconde en su pecho.

No me dice que lo superaré o que encontraré un amigo así de especial porque ella misma sabe que estaría mintiendo. Nadie podría reemplazar el lugar de Carlos jamás. Nadie abarcaría el espacio que él llenó y vació en mi corazón.

—Estarás bien, cariño. Tardará, pero aprenderás a sobrellevarlo. Siempre nos acostumbramos a las pérdidas. Tu padre también dejó un vacío en mí desde su partida, fue entonces cuando llegaste tú e hiciste que el dolor fuera soportable. Tomé mi tiempo para recuperarme; pero, antes de que me diera cuenta, los días volvieron a ser coloridos. A veces, no sé de dónde agarré la fuerza para seguir adelante. Supongo que se trató porque, desde el primer día que supe que estaba embarazada, quise ser una buena madre para ti... Sin embargo, tú deberás hacerlo solamente por ti, Charles. No por nadie más.

Cuando menciona a papá como ejemplo del amor que siento hacia Carlos, me doy cuenta de que ella siempre lo supo.

Me aparto como si su piel quemara.

—¿Tú lo sabías?

Me aterra escuchar su respuesta.

Pero termina hablando antes de poder prepararme.

—Sí, Charles. Lo supe desde que me lo presentaste. Aunque intentaras esconderlo bien, terminabas delatándote tu mismo. Nunca miraste ni hablaste de ninguna chica de la misma manera.

—¿Por qué me pedías que te presentara una novia, si sabías que yo quería a Carlos?

—Porque sabía que un día terminaría así. —Sube sus manos y las pone en mis mejillas, quitándome las lágrimas—. Quería evitarlo para que no te rompiera el corazón.

Le quito las manos de mi cara sin medir mi fuerza.

—Tú lo rompiste primero. Desde el día en que me dijiste que podría confundirme y me hiciste pensar que algo estaba mal conmigo.

—Yo siempre me preocupé por ti.

—No. No mientas... ¡Actuaste como si tuviera un defecto, mamá! ¡Intenté ser lo que querías que fuera, me engañé por años tratando de que las chicas me gustaran, pero eso sólo hizo que me lastimara más porque sabía que nunca iba a ser lo que tú esperabas que fuera! —Ya ni siquiera sé porqué estoy llorando. Me siento mal por estarla odiando en este momento, pero no puedo controlarlo—. ¡No estabas preocupada por mí, porque de haber sido así, te habrías dado cuenta que solamente necesitaba tu apoyo!

—Charles, cariño, siempre he estado aquí para ti.

—¡Tú nunca has estado aquí! ¡Has trabajado todo el tiempo! ¿¡Qué importaba que tú tuvieras el dinero para pagar los medicamentos y mis prácticas y viajes, si al final sólo me has hecho depender de ti por eso!? ¡Quería que estuvieras aquí, quería que fueras tú la que me hiciera sentir en un maldito hogar! ¡Solamente, cada vez que las cosas se complicaban, me hacías pensar que todo era mi culpa y nunca te importó el peso que tus palabras ponían en mí! ¿¡Y sabes por qué te obsesionaste con el trabajo!?

Mamá me sostiene de los hombros con el llanto figurándole las facciones.

—¡Basta!

No quiere escuchar la verdad, pero yo se la diré. Porque me ha mentido también.

Yo nunca signifiqué todo para ella.

—¡Te obsesionaste con el trabajo porque mantenía tu mente ocupada! ¡Porque jamás superaste lo que le pasó a papá y yo nunca fui suficiente para ti!

Mamá me hace callar con una fuerte bofetada.

La miro con seriedad buscando alguna negación.

Pero llora, llora y sigue llorando.

Y es doloroso saber que esta vez no me he equivocado.

Mamá está sufriendo y, por alguna razón, no me duele verla así.

Paso por su lado y subo a mi habitación. Me encierro en ella y veo que el armario está abierto. La primera prenda colgada es la sudadera de Carlos. Doy unos cuantos pasos, acariciándome la mejilla caliente, y la saco del gancho para llevármela a los brazos y aspirar el poco aroma que sigue conservando.

Me acuesto en la cama y sostengo la prenda, respirando en ella. Estoy agotado. Solamente quiero descansar un poco y dejar de pensar.

A medida que pasan los minutos, intento imaginar que lo que ha pasado estos últimos días no ha sido real. Que en este colchón individual, Carlos está junto a mí.
Y sólo pensando que él está aquí, es como consigo dormir.











Me remuevo en el colchón con muchísima hambre y pereza.

Siento algo raro en el pecho.

Trato de moverme y hay algo que me lo impide. Gruño con somnolencia y hundo mi cara a lo que sea que tengo frente a mí.

—¿Ya despertaste? Cumpliste récord. Ha pasado casi un día, Leclerc.

Me quedo en silencio, identificando el perfume de Carlos. Siento un nudo en la garganta y solamente abro los ojos para identificar dónde está y abrazarlo con fuerza.

Pone su mano en mi cabeza y acaricia mi cabello.

—Tuviste pesadillas, ¿cierto? No dejabas de temblar y llorar. —Asiento con la cabeza en la tela de su pecho. Carlos mueve las manos y me levanta la cara para que lo mire. Puedo verlo claramente gracias a la tenue luz amarillenta de una lámpara—. Tienes que contarme tus pesadillas para que no se hagan realidad.

El cuarto está oscuro, y me doy cuenta que lo que dice es verdad. He dormido casi por un día entero. Y él ha estado aquí...

Me empieza a temblar el labio inconscientemente y a Carlos se le llenan los ojos de lágrimas antes que a mí.

—No llores. Te digo que no llores. —Ni siquiera me ha salido la primera lágrima y él ya está llorando—. Leclerc, sabes que cuando te veo llorar no puedo contenerme.

Se quita las lagrimillas con una sonrisa avergonzada, y luego extiende sus brazos hacia mí.

—Ven aquí.

Siento las mejillas calientes y no puedo evitar conmoverme cuando lo escucho decir eso. Me recuesto sobre él y paso los brazos por su cuello, colocando la cabeza en la curvatura donde inicia su hombro. Aspiro su olor y trato de hacerme creer que esto sí es real. Todo lo que he soñado ha sido falso. Sin embargo, por alguna razón, me sigue doliendo.

—Cuéntame. Cuéntamelo todo.

Cuando empiezo a platicar con cada detalle, al principio nos reímos y bromeamos con la situación; pero, poco a poco, me cuesta decirle las cosas que pasan por las acciones que tomé en mi sueño. No sé, quizá se debe a que se sintieron tan reales que todavía me ponen sensible. Por las palabras falsas que escuché y por las que dije y no dije.

Carlos me consuela y me escucha en todo momento. Me acomoda mejor en su pecho e imparte caricias por mis brazos y mis manos. Algunas veces se me quiebra la voz recordando la forma en la que nos separamos y terminamos todo. Porque lo amo tanto como lo hice en mis sueños y como lo seguiré haciendo por toda mi vida.

Y tal y como sucedió, no estoy seguro de habérselo dicho lo suficiente o darle la oportunidad a él de declarármelo.

—Nunca más volvamos a comer algo con marihuana —dice y le volteo los ojos. Jamás volvería a hacerlo después de esa espantosa pesadilla—. Es gracioso que hayas soñado que Rebecca y yo estábamos juntos.

La sangre se me acumula en las mejillas.

—Cállate, Carlos. De verdad la pasé mal.

—¿Recuerdas que te ponías celoso cuando te contaba de ella? ¿Aquella "chica rubia" a la cual le gustaba?

—Por Dios. Sólo cállate, ¿quieres?

—¿Y te acuerdas que, cuando te dio esa fiebre tan alta que ni siquiera podías recobrar la consciencia por más de diez minutos, me besaste por primera vez, pero ni siquiera lo recordaste?

—Carlos...

—Y esa noche en la que te regalé la pulsera...

Memorizando ese hecho, busco en mi muñeca y encuentro ese delgado hilo rojo alrededor de mi piel. Me produce una increíble sensación de tranquilidad saber que está en su lugar; que no se ha roto; que todo sigue estando bien.

—Carlos.

—Dime, Leclerc.

—¿Te he dicho antes que te amo?

Marca una enorme y hermosa sonrisa.

—Sí, muchísimas veces.

—Te amo —le digo sin pensar, sintiéndolo por completo.

Carlos se ríe con dulzura.

—No hace falta que me lo digas. Todos los días me lo haces saber con tus actos. Nunca te cansas de mostrarme tu cariño. Lo ocultaste por años y cuando por fin lo confesaste, tú mismo me lo dijiste: "Estuve guardándomelo por tanto tiempo, que ahora me parece estúpido desaprovechar un día sin mostrarte el amor que siento por ti".

Carlos tiene una perfecta memoria para las palabras que le digo. Incluso tiene una perfecta forma de mostrarme lo que siente con su mirada. Y aquí, tan solo con observar sus ojos...

—Tú me quieres ver desnudo.

Suelta una carcajada y acuna mis mejillas para llenarme de besos el rostro. Me besa la frente, la nariz, los párpados, los cachetes, el mentón, y finalmente, siento sus suaves labios sobre los míos. Me hace suspirar y me doy cuenta que solamente necesitaba esto para sentirme mejor. Los labios de Carlos son mi cosa favorita en el mundo; al igual que sus manos, las que me cuidan, me acarician y que en este momento se deslizan por la piel de mi abdomen y se recorren por mi espalda; y también son sus ojos, que justo ahora, cuando deja de besarme, me contemplan con deseo, como si yo fuera su adoración. Y no cabe duda de que lo soy, porque está escrito y reflejado en él, me hace claro que soy la primera hoja que coloreó el árbol de su mirada otoñal.

Más allá de lo mucho que me encanta su físico, me fascina lo amable y dulce que es. Me encanta su personalidad completa. Es todo un hombre... No, es un caballero.

Y sumándole todos esos aspectos al grande y duro bulto que tiene debajo de su short...

Da un resultado perfecto.

Desliza sus manos a la altura de mis caderas y me presiona sobre su miembro. Se dirige a mi boca, y me toca los labios con los suyos cuando admite:

—Quiero hacerte el amor, Leclerc.

Libero un suspiro cuando levanta mi camiseta y pasa su lengua por uno de mis pezones, mientras que sus manos se escabullen por mi short y acarician mis glúteos. Quiero que me lo haga. De verdad que lo deseo.

Le alzo la cara y le regalo un pequeño beso, aguantándome las ganas de continuarlo. Con la derecha palmeo en la mesa de lado de la cama y busco entre los cajones el lubricante, y una vez que está entre mis manos, le agarro el antebrazo y yo mismo le vierto el líquido entre sus dedos.

—Mierda.

—¿Qué pasa? —pregunta guiando el camino de sus dedos ya lubricados, concentrándose ahora en lamer mi cuello.

—No me he duchado.

—No importa —dice y continúa con su tarea.

—Claro que importa. Estoy sucio.

—No lo estás. Tú, excesivo, siempre estás limpio. Y hueles muy bien.

—¿Por qué no nos bañamos juntos?

Hace una sonrisa boba y me da un besito como aceptación.

—Vale. Vamos.



Las risas se escuchan en toda la planta baja mientras bajamos los escalones. Carlos va secando mi cabello con una pequeña toalla para manos porque dice que tengo las defensas bajas y asegura que voy a tomar un resfriado si no lo seco bien. Cuando terminamos de bajar, nos damos cuenta que no están en la cocina ni en la sala o el comedor. Carlos avienta la toalla a uno de los sofás antes que Reyes lo vea. La puerta corrediza que lleva al patio está abierta y es cuando distingo a mamá riéndose con la señora Vázquez de Castro mientras sirven los platos llenos de comida y Sainz está frente a la parrilla sosteniendo unas pinzas para asar. No se dan cuenta de nuestras presencias hasta que nos posicionamos frente a la mesa que han preparado. Levanto la vista al gigantesco árbol de su patio y veo que todo está adornado por filas de focos amarillentos.

—¿Estamos festejando algo hoy? —Mamá se gira hacia mí y veo que trae una copa de vino tinto en la mano.

—Estamos festejando por nuestra salud y la hermosa familia que somos.

Si mis cálculos no me fallan...

—Mañana es lunes, ¿no?

Mamá se lleva el índice a la boca y guiña un ojo.

—Me tomaré el día mañana. Hay que dedicar nuestro tiempo a las personas que queremos. Además, trabajos hay muchísimos, pero familia sólo una. ¡Y no lo digo por irresponsable! ¡Ustedes son lo mejor para mí!

Mamá se acerca y me da un abrazo y un beso en la mejilla. Le devuelvo la sonrisa y pienso en la respuesta que me dio cuando le conté, a los dieciocho, que me gustaba Carlos.

«Tienes buen gusto. Es un chico maravilloso».

No es cruel y no es nada parecida a la mujer que vi en mi sueño. Le cuento todo lo que pasa en mi vida y en los últimos años somos más unidos que nunca. Me cuida, y sacrifica su trabajo cuando hay un asunto urgente que atender, o simplemente cuando quiere dedicar su preciado tiempo conmigo y las demás personas que le hacen feliz. También suele hablar bastante de papá, y cuenta los días inolvidables que pasaba con él. Siempre dice que yo saqué su carácter, sus ojos y su nariz.

Carlos me toma de la mano y me susurra a la oreja. Recargo la cabeza en su pecho y pasa su brazo por mi hombro.

Cuando los observo detenidamente y oigo sus voces y sus risas, noto la alegría sin ninguna pizca de falsedad marcada en sus facciones al tiempo que escucho los latidos suaves de mi novio, entonces concluyo una cosa...

Estoy completo.

Soy el chico más afortunado por estar rodeado de gente maravillosa.

Aquí no hay engaños, mentiras ni promesas rotas. No hay culpa ni dolor.

Supongo que nosotros mismos somos los que decidimos cómo guiar nuestras vidas. Y en esta, sé que no me he equivocado. Estoy seguro que en algún momento lo haré, pero lo superaremos. Él y yo sabremos cómo arreglarlo.

Y seguiré escuchando, cada noche que estemos juntos y nos mostremos nuestro amor, las palabras que Carlos siempre susurra en mi oído:

«Ayer, hoy, mañana y por siempre, soy todo tuyo, Charles Leclerc».

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top