Capítulo IV

Tengo frío.

Las gotas se deslizan por mi piel como si trataran de limpiar el cuerpo de un traidor.

Mis lágrimas se mezclan con la frialdad de la lluvia y se deslizan por la tersa ropa. Me encantaría que fluyeran por el agua sucia que corre por el pavimento, donde solamente serían llevadas hasta las alcantarillas, y una vez que terminara de llover y las calles se secaran, quedarían como un recuerdo. Un recuerdo que lleva consigo el arrepentimiento y la vergüenza de un pobre chico que camina solo una noche lluviosa.

Las farolas se vuelven luces brillantes cada vez que mis ojos se cristalizan. Mi llanto empapa más mi rostro de lo que lo hace la lluvia. Estoy limpiándome los rastros con los dorsos de las manos para mirar mejor el oscuro camino que lleva a casa.

Solamente faltan tres calles para llegar.

Espero que no sea tan malo. Sé que mamá me dará más de diez sermones por salir sin avisar y regresar tan tarde, ya que aún duermo bajo el mismo techo, pero se le pasará y mañana todo estará mejor.

Porque mañana despertaré y fingiré ser una persona que no soy.

Aunque, de todos modos, ¿a quién le agradaría saber la verdad?

Soy un imbécil que ha decidido engañar a toda la gente que aprecio. Incluso a mí mismo. Y supongo que esa es la parte más dolorosa: saber que no le eres leal ni a tu propio corazón.

—Leclerc.

Cuando lo escucho, mi cuerpo deja de reaccionar y me quedo quieto. Lo único de lo que estoy consciente es del sonido de las gotas al romperse en los charcos de la calle.

¿Qué está haciendo aquí?

¿Por qué no está con Donaldson?

Su mano me aprisiona el brazo y me asusto sin querer debido a su inesperado agarre. No me obliga a girarme hacia él, pero da unos pasos para posicionarse frente a mí, y ni siquiera me doy cuenta de que tengo la cabeza baja, hasta que pone sus dedos en mi mentón y levanta mi rostro para que lo mire.

No hace falta que pregunte cómo estoy. Debo verme fatal. Mis ojos y mi nariz seguro están lo suficientemente rojos para exponer mi llanto. Me ha visto así un montón de veces.

—¿Qué ha pasado? —dice suavemente con un gesto preocupado—. Te estuve esperando y nunca llegaste a casa. Tu mamá y yo estábamos muy preocupados. Y estás temblando, Leclerc. Estás empapado. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

¿No se da cuenta que él también está empapado? Su cabello gotea y se pega en su frente. Sus labios han perdido un poco su color y su ropa parece estar a punto de escurrir. Y sus ojos... Joder. No puedo verlos. Siempre muestra su preocupación por mí y yo...

Pasa sus brazos por mi cuello y me une a su pecho helado, abrazándome y regalándome un poco de su calor mediante las respiraciones que soplan en mi frente. Sus palpitaciones golpean con fuerza debajo de mi oreja. Lo escucho perfectamente.

Cierro los ojos y grabo nuevamente el sonido de los latidos de su corazón que bombea con calma.

—Dime, ¿qué ocurrió? ¿Por qué estás así?

Soy débil, porque cuando hace esa suave voz y se nota la importancia que siente por saber qué me ha pasado, se me hace sumamente difícil mentirle.

—¿Puedo...? ¿Puedo quedarme hoy en tu casa, Carlos?

—Sabes que no hace falta que me lo pidas.

En el camino de regreso, hay algo diferente. Carlos solamente se mantiene serio y relajado. Me toma de la mano, y me guía como lo hacía cuando teníamos nueve años. En constantes ocasiones, siento su mirada sobre mí, pero no hace ninguna pregunta. Se mantiene esperando a que yo halle el valor para confesar qué ha ocurrido, pero no encuentro, ni encontraré el valor para lastimarlo como sé que lo haré al decirle todo lo que hice por mi falta de razonamiento.

Al llegar a su casa, abre la puerta con la llave y nos escabullimos en silencio de la misma manera en la que lo hacíamos cuando llegábamos tarde de las fiestas. Nos deshacemos de la mayor parte de la ropa en el cuarto de la lavandería y nos dejamos puestos nuestros bóxers. Y ahí, gracias a la luz que se cuela por una pequeña ventana posicionada en un punto alto de la pared, observo su espalda y la forma en la que se curvean sus músculos cuando mete las prendas mojadas a la secadora. Y deseo tocarlo. Deseo ponerle fin a todas mis tentaciones y hacerlas realidad, porque tal vez esta noche sea la última que lo tenga a mi lado. Y me engañaré y me romperé una vez más, imaginando que en este cuarto, únicamente por hoy, él será mío tal y como yo soy suyo.

Me acerco a él cuando ha dejado la ropa en el interior de la secadora, y cuando se gira hacia mí, lo miro a los ojos oscuros mientras pongo la mano en su pecho, buscando el consuelo que solamente él puede darme. Percibo la calidez de su piel y el ritmo de sus palpitaciones cuando aumentan bajo la palma de mi mano. Carlos, nuevamente, no hace ninguna pregunta. Me contempla con esos iris preciosos y por su mente debe estar pensando si será buena idea o no el ceder a mí.

Yo soy el culpable por dañarme y él es el único que puede arreglarme; porque es el hombre al cual decidí entregarme desde que cumplí dieciocho años.

—No puedo negarme a ti, Leclerc.

Recarga su brazo sobre el mueble y se inclina para envolver mis labios en la calidez de los suyos. Cuando me toca, dejo de pensar en todo lo que he hecho. En todo lo que me he equivocado. Olvido que hay otra persona que lo besa y lo marca porque ella sí puede hacerlo. Ella puede tocarlo sin temor, sin secretos y sin tristeza. Le puede cumplir todos sus sueños, desde tener a su lado a una mujer hermosa hasta regalarle un hijo y formar una perfecta familia juntos... Incluso, puede romperle el corazón, porque es ella quien lo tiene entre sus manos. No yo.

Me sujeta de la cadera y me une a su firme cuerpo. Me besa con más desesperación y suelto un suspiro satisfecho cuando se aleja un segundo y se acerca a besarme de nuevo como si no pudiera evitar hacerlo. Muevo mis manos pecadoras para acariciar los músculos de su abdomen y trazar un camino hasta el elástico de su bóxer.

Hay algo que siempre he querido hacer. Lo he saboreado en un montón de sueños húmedos.

Me separo de sus suaves labios, despidiéndome de ellos momentáneamente con una caricia con mi lengua. Lo contemplo un poco, lo suficiente para guardar su rostro en mi mente, y después, paso a besar su abdomen, marcando el mismo trayecto que hice con mis manos. Una vez que la tela se interpone, la deslizo con mis dedos y se dobla en sus gruesos muslos. Libero su endurecido miembro y lo hundo en mi boca, percibiendo su calor y su humedad, hasta casi llegar a su vello castaño y delgado.

Escucho el suspiro que sale de su nariz. Su mano se enreda en mi cabello húmedo.

Siento cómo golpea en lo profundo de mi garganta cuando lleno más mi boca. Me ataca una ligera arcada y los ojos me lagrimean. El bulto se me hace más grande bajo la ropa interior. Pongo ambas manos a cada lado de sus muslos y saboreo a mayor profundidad, como he anhelado hacerlo desde hace tanto tiempo.

Carlos suelta un gemido por encima de mí. Sus dedos aprietan mis mechones y los estira con la intención de apartarme.

—Leclerc. Espera. Espera un poco...

Suelta una maldición. Una vez que me he acostumbrado al tamaño, succiono con vigor y el sabor de su salado líquido preseminal se extiende por mi boca.

Es tan... Dios. Es tan bueno.

Me jala más el cabello y empuja dentro de mi garganta hasta que ya no queda ningún espacio de sobra. Siento que podría asfixiarme cuando Carlos comienza a embestir de lleno, rudo, fuerte y excitado. Los gruñidos y los jadeos no tardan en hacerse oír, y solamente puedo pensar en lo mucho que quiero masturbarme.

—Mierda. Me voy a venir.

Le acaricio la punta con mi lengua y esta vez soy yo quien lo hunde con afán. Es demasiado notorio lo mucho que he querido chupársela. Y me calienta más el saber lo bien que lo disfruta, porque yo lo estoy haciendo también.

Cuando me jala el cabello con la intención de separarme, aprieto sus piernas con las manos y lo entierro por completo en mi boca. Carlos gime por encima de mí. Percibo el sabor de su semen llenando los pocos espacios de mi garganta y lo trago sin pensármelo, probando la amargura de su exquisito fluido.

Me obliga a sacarlo retorciendo mis fibras entre sus dedos. Le limpio con mi lengua los restos de su esencia y levanto la vista para analizarlo con detenimiento. Tal vez Carlos no sea mío, pero al menos, sé que esto ha sido solamente por mí y para mí.

Tiene la respiración acelerada cuando me observa fijamente. Se ve demasiado atractivo cada vez que me dedica una mirada cargada de antojo, sufriendo las inmensas ganas por follarme. Podría ponerme de rodillas y darle una mamada todos los días. Me fascina verlo en este estado en el que parece que ha perdido la cabeza por haber recibido una felación.

—No es la primera vez que haces una, ¿verdad?

—Lo es —admito, poniéndome de pie.

—¿Quieres que me crea eso con la forma en la que acabas de chupármela?

Paso el pulgar por mi labio inferior y deslizo la lengua por él.

¿Qué caso tiene fingir si mi acto lo ha demostrado todo?

—Me prometí que, si alguna vez haría una mamada, esa sería para ti.

Enarca una ceja y se acerca a mi rostro intentando averiguar si lo que digo es verdad o mentira.

Sí, sé que le he mentido un millón de veces y no tendría la menor idea de cuál es mi manera de engañar a la gente; pero, al menos, esto es verdad. Al único chico al que le daría una mamada sería a él, nadie más.

—¿Por qué? —pregunta, muerto de la curiosidad.

—Porque eres tú, Carlos.

No sé qué ve en mi rostro o cómo se escuchan mis palabras; sin embargo, después de decir eso, toda la consolación se acaba. Deja de hacerlo por reconfortarme y pasa a hacerlo porque él también me desea. Lo quiere tanto como para olvidarse de su moral, del lugar en el que estamos y de su novia.

Me toma entre sus brazos una vez más, me sienta encima del mueble de la lavandería y hunde sus dedos en mi boca para luego meterlos en mí, para no lastimarme al momento de moldearme a su forma una vez que esté dentro. Pero lo ansío. Y él también lo hace. Y me gusta saber que, en esta pequeña y oscura habitación, sólo somos dos hombres que se desean el uno al otro.

Sus varoniles manos se enredan en la parte posterior de mis muslos y los levantan un poco antes de unirse a mí. Aprieto los dientes y envuelvo sus hombros con mis brazos, aguantando los gemidos a medida que se cierne encima de mí con dureza.

No me percato de que he cerrado los ojos hasta que me pide que lo vea. Cuando separo mis párpados y analizo su mirar, tiemblo de sólo pensar que me está tomando sabiendo él que soy Charles Leclerc. No hay necesidad de sentirme como alguien más.

—¿Te duele? ¿Puedo seguir?

Asiento con la cabeza, ansioso por sentirlo todo, y embiste con fuerza hasta hacer que los productos de limpieza caigan del mueble. Nos quedamos quietos ante el escándalo que acaba de hacer, nos vemos a la cara durante unos segundos y luego nos echamos a reír.

Nada de esto se siente como un error.

Me acerco a besarlo y continúa llenándome duramente. No me da la oportunidad para pensar en otra cosa aparte de esto. Con cada embestida, siento que todo mi cuerpo se estremece de placer. El sudor nos perla la piel de la cara y el cuerpo, y sólo puedo ser consciente de los sonidos que hacemos y se encierran en esta abochornada habitación.

—Carlos. —Me mira con los ojos nublados por la excitación—. Di que eres mío.

Por favor.

No importa si sólo es por esta noche.

Se aproxima para hablar sobre mis labios, rozándolos, y dice, con suavidad:

—Soy todo tuyo.

Para luego sellar su dulce mentira con un beso entre dos mejores amigos, donde solamente uno está tontamente enamorado.

Porque mañana él volverá a ser de ella.








—Muchachos, ya es hora de que despierten. Son las tres de la tarde. Necesitan comer.

Las palabras de Reyes nos remueven el sueño. Aprieto los párpados con fuerza cuando extiende las cortinas del cuarto de Carlos y la luz se filtra por los vidrios de la ventana. Mi amigo, gruñendo, se esconde en mi espalda y me sostiene entre sus brazos para que no me aleje de su lado.

—Déjanos dormir un poco más, mamá. Por favor.

Entreabro un ojo y distingo la figura borrosa de su madre posicionada frente al ventanal que dirige a aquel enorme y frondoso árbol de su patio. Escucho un suspiro de su parte.

—Ayer vosotros dejaron la ropa mojada dentro de la secadora y ni siquiera la encendieron. ¡Es más, ni siquiera la lavaron antes! —reprocha, pero sin molestia. Cierro los ojos de nuevo y recuerdo lo que hicimos anoche en el cuarto de lavandería... Joder. Fue bastante bueno—. ¿Por qué tienes esa sonrisilla traviesa, Charles?

—Por nada —le respondo con la voz ronca y desgastada, tratando de esconder mi sonrisa.

—Porque es un travieso —interviene Carlos y se abalanza sobre mí para atacarme con sus dedos, los cuales cosquillean en las zonas más débiles de mi cuerpo.

No puedo evitar la risa que me invade. Es un tramposo. Sabe exactamente cuáles son mis puntos débiles y los usa para que no pueda contener las carcajadas.

—¡Ey, Carlos! —Le imparto suaves golpes en el pecho mientras lo miro a la cara, intentando deshacerme de él. Se aferra más a torturarme y empieza a mover sus dedos cerca de mi obligo—. ¡Basta!

Intento defenderme y guío mis manos a su vientre. Su risa involuntaria se une a la mía, y de fondo, puedo distinguir la risita que su mamá suelta al vernos envueltos en una guerra sin sentido.

—¡Leclerc! —Carlos se interrumpe a sí mismo con una sonora carcajada—. ¡No ahí! ¡Déjame!

—¡Déjame tú!

Noto el ligero rubor que se pinta en sus mejillas, y su sonrisa es tan grande que no puedo hacer otra cosa más que observarlo. En su cara se marca la somnolencia, y por supuesto, la alegría. Sus ojos marrones brillan muchísimo más que las hojas pintadas del otoño, que apenas ha comenzado.

Deja de mover sus dedos y se acuesta sobre mi abdomen, donde puedo sentir sus latidos en el lado derecho de mi pecho como si fuera parte de mí. Reyes niega con la cabeza con un gesto divertido, dice algo referente a la comida que está servida, y enseguida se marcha y nos deja solos en la habitación.

Carlos respira con dificultad en una de mis orejas y siento cada centímetro de su piel encontrándose con la mía. No puedo estabilizar mi respiración. No sé si es a causa de la cercanía o porque su cuerpo pesado me lo impide. Pero no importa mientras él esté aquí.

Después, aún agitado, se separa unos cuantos centímetros de mí y me contempla con lo que parece ser añoranza y cariño. Me sonríe con amabilidad y, gentilmente, me cubre mi mejilla con su mano y me acaricia con su pulgar. 

—¿Sabías que cada vez que el cielo está despejado y completamente azul después de una lluvia, tus ojos parecen cambiar de color?

—¿Cómo se ven?

—Se ven muy azulados y brillantes, como si la tormenta se hubiera llevado esa mirada verdosa... ¿Mis ojos también cambian?

Sus pestañas largas y oscuras se juntan y se separan cada vez que parpadea con delicadeza.

—Yo pienso que... los ojos cambian dependiendo de la persona que estamos observando y lo que nos hace sentir.

—¿Cómo son? —pregunta, refiriéndose a los suyos.

—Nunca te darás cuenta de cómo se ven exactamente, pero cuando me miras a mí, a tus padres, tus hermanas, y a tus más preciados amigos, se vuelven más claros de lo que ya son. Se ven como todas las montañas de un hermoso paisaje donde se ha derretido la nieve.

—¿Se nota mi amor?

—Sí. Pero... Hay una persona en específico que los hace ver diferentes.

Carlos se queda callado, paciente al escucharme. Trato de no hacer muy notorio mi suspiro.

—Cuando miras a tu novia, no solamente se trata de tus ojos: sino de la combinación que hace con la sonrisa que no puedes ocultar y termina exhibiendo todo el amor que sientes hacia ella. Es como si Donaldson le diera sentido a todo, porque se nota en tu mirada que es tu tesoro más preciado.

Parece querer decir algo. Sus cejas están curveadas y se muerde el interior de su labio.

—¡Carlitos! ¡Tienes visita! —escuchamos a su mamá gritar desde la planta baja.

Carlos abre la boca, dispuesto a hablar.

—¡Carlitos!

No dice nada. Únicamente me regala un pequeño vistazo, se gira y procede a darme la espalda mientras abandona su cama.

—¡Enseguida voy!

No me mira otra vez.

Se coloca una ropa sencilla que elige sin pensar del armario, y se aleja por el pasillo que dirige a las escaleras.

Siento el corazón apachurrado y me cuesta respirar. Mi labio inferior tiembla y me llevo las manos a la cara para cubrirme, sin poder soportar los lamentables sollozos cuando me hundo en la almohada y huelo el perfume y el aroma natural de Carlos en ella.

Siento el roce de una delgada pieza. Retiro mi mano y noto el hilo rojo que se sigue aferrando a mi muñeca pese a que está a punto de romperse.

«Te pondré una pulsera, la más sencilla de todas, y quiero que cada vez que la mires, recuerdes quién eres».

Se me nubla la visión al pensar en que he dejado de ser ese chico que se enamoró inocentemente de su mejor amigo.

¿Cómo llegué a convertirme en esto? ¿Por qué decidí mentir?

Quizá todo habría sido mucho más fácil si hubiera encontrado las agallas para confesar, el día en que Carlos me dijo que le gustaba su compañera de clase; que yo estaba muerto de amor por él. O tal vez hubiera sido más sencillo haberle dicho a mamá, desde aquella ocasión en la que habló por primera vez con Carlos, que no se trataba de ninguna confusión y que no necesitaba conocer a otras chicas.

¿No hubiera sido mejor haber dejado la cobardía de lado y decirles a todos la verdad?

Debo irme.

Necesito regresar a casa.

Me quito toda señal de tristeza de mi rostro y tomo ropa de un cajón del armario que guarda vestimenta mía para este tipo de ocasiones inesperadas.

Ni siquiera termino de colocarme la camiseta, cuando me doy cuenta que Carlos está debajo del umbral de la puerta con un rostro que nunca he visto en él. Es una mezcla de emociones que no quiero pararme a averiguar. Aunque termino descifrándolas.

—Rebe está llorando allí abajo. Me ha dicho... Me ha contado lo que sucedió ayer. —No entiende exactamente lo que ha sucedido. Está confundido, asustado... Cubierto de ira, decepción y tristeza. Intenta disimularlo lo mejor que puede, bajando la cabeza y apretándose los párpados con los dedos para que no le gane ninguno de aquellos sentimientos tan inadecuados en él; mas no tiene idea de cómo controlarlos—. Quiero... —Se le corta la voz al hablar. Mis manos están temblando de sobremanera—. Quiero que tú me digas y me expliques qué ha pasado, Leclerc, porque yo soy incapaz de entenderlo.

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